(The Stepfather) USA, 1987. 89m. C.
D.: Joseph Ruben
I.: Terry O'Quinn, Jill Schoelen, Selley Hack, Charles Lanyer.
De entre el aluvión de películas slasher que asoló (y a muchos atormentó) durante la década de los 80, El padrastro destaca por ser uno de los ejemplos más serios e inteligentes. Convertida hoy en una película de culto (hasta el punto de justificar, si es que hace falta, un reciente remake) no se diferencia tanto del resto de producciones del estilo. Es más, lo más interesante es como utiliza los lugares comunes del subgénero para mostrar su reverso.
Por lo general, en los psycho-thrillers al uso el mal toma una forma extraña, cuando no abstracta, para demoler nuestro entorno común. Es decir, el mal viene de fuera para cuestionar nuestra realidad inmediata. En El padrastro el mal se incuba en el interior. La institución familiar como campo de batalla de los buenos modales, de la tolerancia entre semejantes en pos de un status quo predeterminado. El personaje de Jerry Blake (un excelente Terry O'Quinn, convertido en actor de culto gracias a este film, años después de masas por su participación en la serie Lost) no utiliza una máscara exterior al estilo de Michael Myers o Jason Vorhees (que no dejaba de ser una señal de alarma tanto como seña de despersonalización), sino que su máscara es física y atractiva. No repele, sino que atrae. Y ahí radica su poder. El escenario no es atacado, sino que se transforma. Lo seguro se convierte en peligroso. Lo familiar, perturba. Los contínuos movimientos de cámara sirven para pasar de una escena idílica a un momento de horror puro sin que haya corte, pues todo es lo mismo. Como en las películas de casas encantadas, el pestillo de la puerta sirve para encerrarnos en nuestra propia pesadilla.
Es por eso que en su tramo final El padrastro explota en una espiral de violencia. Tras un recorrido implacable, de concentración del suspense, aparece la sangre, los sustos y, también los desnudos (la adorable Jill Schoelen). No se trata de una concesión a la parte más comercial del género. Es la constatación de la mascarada. Hemos caido en la trampa: El padrastro no está tan lejos de Viernes 13, sólo es más sutil. Un cepo cálido y acogedor.
D.: Joseph Ruben
I.: Terry O'Quinn, Jill Schoelen, Selley Hack, Charles Lanyer.
De entre el aluvión de películas slasher que asoló (y a muchos atormentó) durante la década de los 80, El padrastro destaca por ser uno de los ejemplos más serios e inteligentes. Convertida hoy en una película de culto (hasta el punto de justificar, si es que hace falta, un reciente remake) no se diferencia tanto del resto de producciones del estilo. Es más, lo más interesante es como utiliza los lugares comunes del subgénero para mostrar su reverso.
Por lo general, en los psycho-thrillers al uso el mal toma una forma extraña, cuando no abstracta, para demoler nuestro entorno común. Es decir, el mal viene de fuera para cuestionar nuestra realidad inmediata. En El padrastro el mal se incuba en el interior. La institución familiar como campo de batalla de los buenos modales, de la tolerancia entre semejantes en pos de un status quo predeterminado. El personaje de Jerry Blake (un excelente Terry O'Quinn, convertido en actor de culto gracias a este film, años después de masas por su participación en la serie Lost) no utiliza una máscara exterior al estilo de Michael Myers o Jason Vorhees (que no dejaba de ser una señal de alarma tanto como seña de despersonalización), sino que su máscara es física y atractiva. No repele, sino que atrae. Y ahí radica su poder. El escenario no es atacado, sino que se transforma. Lo seguro se convierte en peligroso. Lo familiar, perturba. Los contínuos movimientos de cámara sirven para pasar de una escena idílica a un momento de horror puro sin que haya corte, pues todo es lo mismo. Como en las películas de casas encantadas, el pestillo de la puerta sirve para encerrarnos en nuestra propia pesadilla.
Es por eso que en su tramo final El padrastro explota en una espiral de violencia. Tras un recorrido implacable, de concentración del suspense, aparece la sangre, los sustos y, también los desnudos (la adorable Jill Schoelen). No se trata de una concesión a la parte más comercial del género. Es la constatación de la mascarada. Hemos caido en la trampa: El padrastro no está tan lejos de Viernes 13, sólo es más sutil. Un cepo cálido y acogedor.
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