lunes, 31 de octubre de 2011

Pesadilla en Elm Street. El origen

(A Nightmare on Elm Street)
USA, 2010. 95m. C.
D.: Samuel Bayer P.: Michael Bay, Andrew Form & Bradley Fuller G.: Wesley Strick & Eric Heisserer, basado en una idea de Wesley Strick, basada en los personajes creados por Wes Craven I.: Jackie Earle Haley, Kyle Gallner, Rooney Mara, Katie Cassidy

Realizar una nueva versión de una película con una descendencia tan extensa como la que originó la inicial Pesadilla en Elm Street dirigida en 1984 por Wes Craven puede suponer un problema, más si tenemos en cuenta que las secuelas de dicho film no eran sino remakes mal disimulados, pues básicamente consistían en la repetición de un mismo esquema con escasas variaciones. Si algo demuestra esta nueva Pesadilla en Elm Street. El origen es que, a pesar de los años transcurridos desde la última entrega de la serie -concretamente, dieciséis años desde el estreno de La nueva pesadilla de Wes Craven- la popularidad de su personaje central sigue siendo un agujero negro que acaba absorbiendo cualquier aproximación a las "aventuras" de Freddy Krueger. Algo que, por otro lado, ya ocurría con las últimas partes de la saga -Pesadilla en Elm Street 5, Pesadilla Final. La muerte de Freddy y el mencionado experimento metalingüístico dirigido por Wes Craven-, las cuales intentaban recuperar el tono sombrío y oscuro de la primera película, pero que acababan claudicando ante el show de Freddy.

Como remake, es decir, como supuesto borrón y cuenta nueva, Pesadilla en Elm Street. El origen podía haber aprovechado su condición inaugural para alejarse de la sombra de sus modelos, algo que queda desechado desde los primeros minutos: tras la secuencia de créditos, un plano nos muestra el barrio de la pequeña localidad de Springwood en el que se desarrollarán los sucesos acompañado del famoso tema musical que Charles Bernstein compuso para el título fundacional. Lejos de separarse de sus precedentes, Pesadilla en Elm Street. El origen se agarra a ellos, como si de esa manera reconociera su falta de personalidad, tomando prestados los restos dejados por las diferentes entregas. Así, aunque la película sigue con cierta fidelidad a Pesadilla en Elm Street (de la cual recupera sus escenas más importantes: la joven zarandeada en el aire; la garra de Freddy surgiendo de la bañera en la que duerme la protagonista; la muerte de uno de los amigos de Nancy en el interior de su celda), igualmente encontramos referencias a las secuelas (por ejemplo, en los nombres de algunos de los personajes).

Y es de esta manera que Pesadilla en Elm Street. El origen ofrece un punto de vista autorreferencial que seguramente sea impremeditado por parte de sus creadores. La película producida por Michael Bay no se nos presenta como un film individual, sino que es consciente de la existencia de una saga a sus espaldas, de una cadena de montaje de la que forma parte. Los adolescentes protagonistas son la antítesis de la inocencia de los de la película del director de Scream. Vigila quien llama, cuya determinación uno diría que es consecuencia de que han visto las películas anteriores y, por tanto, saben en qué terreno se están moviendo. Lo mismo puede decirse de la caracterización que Jackie Earle Harley como Freddy Krueger, compuesta de una serie de tics y movimientos familiares, como si supiera que es la estrella de la función -y que se traduce en un exceso de micro-apariciones del personaje-.

Lejos de la traducción esteticista de La matanza de Texas y del "Jason Voorhees Companion" de Viernes 13, dos remakes igualmente producidos por el director de Transformers y dirigidos por Marcus Nispel (realizador irregular pero poseedor de una mirada personal, como demuestra su excelente e injustamente infravalorada Conan el bárbaro), Pesadilla en Elm Street. El origen supone un revelador ejemplo coyuntural: un brillante y aparente empaque (la fotografía de tonos industriales; el elaborado diseño de sonido; el efectivo -y efectista- montaje) con el que engalanar un contenido de lo más vulgar, y del que únicamente podemos destacar el cómo se subrayan algunas ideas que quedaban soterradas en el original (convirtiendo a Krueger no tanto en un asesino de niños como en un pedófilo, lo cual aporta un inquietante elemento sexual a sus ataques como espíritu vengador), pero anuladas por una puesta en escena tan convencional como desganada (y que afecta principalmente a las pesadillas, planificadas con el mismo tono que las escenas en el mundo real). Y es que, finalmente, la única importancia de Pesadilla en Elm Street. El origen consiste en reivindicar el trabajo de Wes Craven y de Robert Englund en la primera Pesadilla en Elm Street.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Hellbound: Hellraiser II

(Hellbound: Hellraiser II)
UK, 1988. 97m. C.
D.: Tony Randel P.: Christopher Figg G.: Peter Atkins, basado en una idea de Clive Barker I.: Ashley Laurence, Imogen Boorman, Kenneth Cranham, Clare Higgins

"Time to Play" Ese es el enunciado que esgrime Hellbound: Hellraiser II, el cual, lejos de ser una mera frase publicitaria, se presenta como una declaración de principios de los creadores del film, la cual, en un acto de honestidad, es refrendada en los primeros minutos de metraje: una precipitada recopilación de las imágenes con las que finalizaba Hellraiser. Los que traen el infierno, las cuales rompían con el tono imperante hasta ese momento. El director Tony Randel y el guionista Peter Atkins se agarran a esas imágenes como a un clavo ardiendo, conscientes de que son el camino perfecto para confirmar el inicio de una franquicia. "Es hora de jugar" O lo que es lo mismo, cojamos los elementos más impactantes de la ópera prima de Clive Barker (los efectos especiales y los ingredientes más morbosos) y despojémosles de cualquier tono adulto, profundo o retorcido -esto es, incómodo- para explotar su lado más espectacular.

No por casualidad, la primera escena tras los créditos nos muestra, a modo de prólogo, al actor Doug Bradley, quien interpreta al líder de los cenobitas Pinhead, sin maquillaje, incorporando al capitán Elliot Spencer a quien vemos manejando la temible Configuración de los Lamentos. Una secuencia análoga a la que abría el primer film, con Frank en la misma posición. Una vez resuelto el puzzle, unas cadenas surgen de la caja, traspasando con los ganchos de los extremos la piel de Spencer. Pero lo que sigue es inédito: unos monstruosos tentáculos cortan el rostro de Spender, creando una sangrienta cuadrícula, sobre la cual insertará una serie de clavos. Efectivamente, nos encontramos ante el origen de Pinhead, personaje que de escalofriante secundario en Hellraiser. Los que traen el infierno pasa a convertirse en el icono oficial de la saga.

Pero hay un motivo añadido para la existencia de esta secuencia. En un momento del film, Kirsty encuentra un foto antigua del capitán Spencer, la cual utilizará para enfrentarse a Pinhead -la actual forma del capitán-. La búsqueda de la redención de tan ambiguo ser -cuyos descarnados y retorcidos instintos contrastan con su hieratismo exterior- supone un intento de limpiar de incómodas aristas a una criatura cuya amoralidad suponía una barrera de cara a buscar la simpatía del público. No se trata tanto de eliminar la maldad de Pinhead, sino de demostrar que, a pesar de todo, es un ser humano como nosotros que, en un momento de su vida, fue transformado en un monstruo. Pinhead puede seguir dando miedo, sí, pero ahora es un terror reconocible, familiar.

En este sentido, lo más interesante de una secuela tan desafortunada como Hellbound: Hellraiser II consiste en evidenciar las complejidades del universo creado por Clive Barker. Esta segunda parte contiene los ingredientes más llamativos de la primera película: personas sin piel, criaturas monstruosas, lóbregos pasadizos inderdimensionales, viscoso gore, sexo perverso y una atmósfera lasciva y pegajosa. Pero dichos elementos, carentes de la mirada obsesivamente nihilista y fascinada por la degradación de la existencia del director de El señor de las ilusiones, quedan reducidos a un inofensivo catálogo de atrocidades, una barraca de feria, un tren de la bruja en el que el susto es seguido inmediatamente por la risa, como subrayan los temas de corte circense que compone Christopher Young.

De lo misterioso a lo risible, Hellbound: Hellraiser II realiza el recorrido inverso al de su predecedora. Si Barker partía de una serie de lugares comunes para moldear con ellos una creación personal, en esta ocasión se utiliza esa misma creación como punto de partida (y que provee las escasas buenas escenas del film: la resurrección de Julia en una obscena y sangrienta parodia de un coito o la imagen de ésta envuelta en vendas como una mujer invisible surgida del infierno) para penetrar en las convenciones del cine de terror del momento. Al igual que películas como Poltergeist II. El otro lado o Pesadilla en Elm Street 3, los protagonistas se internan en el territorio prohibido del que surge el Mal para enfrentarse con Él en su propio territorio. Un medio con el que cartografiar la mitología barkeriana -no sólo se nos muestra el mundo de los cenobitas, sino también algo así como una máquina creadora de cenobitas y la deidad que rige este universo- y cuyo principal objetivo parece consistir en borrar cualquier atisbo de coherencia interna. La aparición al final de los dos ayudantes de la mudanza que se veía en Hellraiser. Los que traen el infierno resulta un guiño tan simpático como revelador: todo es, en el fondo, un juego.

martes, 25 de octubre de 2011

Hellraiser. Los que traen el infierno

(Hellraiser)
UK, 1987. 94m. C.
D.: Clive Barker P.: Christopher Figg G.: Clive Barker I.: Andrew Robinson, Clare Higgins, Ashley Laurence, Sean Chapman

El evangelio sangriento según Clive Barker
Cuando Stephen King dijo que Clive Barker era el futuro de la literatura de terror estaba acertando a la vez que errando con su celebrada afirmación. Acertó, sin duda, a la hora de destacar el nombre del escritor inglés como una de las voces más interesantes del horror moderno, pero se equivocó en el tiempo: el autor de Cabal no era el futuro del terror, sino el presente. Especialmente porque la obra literaria de Barker surgía directamente del entorno que le vió nacer: la Nueva Carne cronenbergiana, que suponía la respuesta conceptual a la explosión gore que vivió el cine de terror de los 80 gracias al desarrollo de los efectos especiales de maquillaje, servía de molde para realizar un repaso renovador a los conceptos clásicos de la literatura de género. Barker se sumergía sin temor en los oscuros y purulentos misterios de la carne, diseccionando el cuerpo que daba forma al horror para mirar directamente como lo hórrido se representaba a través de retorcidos universos en los que el placer y el dolor, lo obsceno y lo excitante, se daban la mano en la búsqueda de la belleza medusea de lo escalofriante.

Todo un panorama abisal encerrado en una serie de relatos que, recopilados, formaban Books of Blood, la biblia neocárnica del terror según Clive Barker, y que en nuestro país fueron publicados originalmente en dos colecciones, Libros sangrientos I, II y III y Sangre 1 y 2. Pero lejos de limitarse a ser una mera exhibición de atrocidades coyuntural, la fascinación de Barker por la futilidad de la existencia y por la degradación de lo físico nos muestra a un joven escritor obsesionado por traspasar las barreras morales, sexuales y físicas de lo establecido, de lo políticamente correcto, para redescubrir la utilidad del género de terror como medio subversivo para destapar la impoluta sábana de seda con la que se intenta cubrir los aspectos más desagradables de nuestra realidad, aunque el resultado sea un cadáver descuartizado pasto de los gusanos. De hecho, el cine se ancargaría de demostrar la densidad del mundo literario de Barker ante la imposibilidad de traducirlo en imágenes manteniendo sus complejidades, como quedó evidente en adaptaciones tan poco afortunadas como Underworld (no confundir con la saga de licántropos y vampiros protagonizada por Kate Beckinsale) o la profundamente psicotrónica Rawhead Rex.

The Hellbound Heart
Hellraiser. Los que traen el infierno supone tanto un intento de Barker de ver plasmado su mundo creativo de manera fiel en la gran pantalla tras los descalabros de los títulos anteriormente mendionados como un medio para expandir ese mismo mundo a otros medios artísticos (recordemos que Barker, aparte de escritor, también es pintor y dibujante). Así, la carta de presentación de Pinhead sigue el mismo camino que los textos del director de Razas de noche, filtrando el legado del género a través de la mirada personal del director y guionista. La estructura de Hellraiser. Los que traen el infierno se compone de diferentes motivos genéricos: el caserón encantado (esa mansión apartada de la civilización que parece alimentarse de la sangre de sus ocupantes), el slasher (la gélida Julia convirtiéndose en una asesina en serie para proveer cuerpos a su amante para que éste recupere los músculos y la piel), la monster movie (los cenobitas, sadomasoquistas criaturas interdimensionales cuya carne lacerada se fusiona con sus ropajes de cuero) e, incluso, el cine erótico más morboso (el triángulo entre el marido, la mujer y un ser esquelético que se oculta en una de las habitaciones).

Pero el acercamiento de Clive Barker a estos elementos no es tan narrativo como escenográfico. La primera imagen tras los títulos de crédito nos muestra la Configuración de los Lamentos, la caja-puzzle que sirve de llave para abrir las puertas del reino del dolor y el placer. La mano de Frank deja el dinero encima de la mesa, mostrando unas uñas negras, llenas de suciedad. La siguiente escena le coloca en medio de la más absoluta oscuridad, rodeado de velas, manipulando la caja. Esa mezcla entre sordidez y obsesión define mejor al personaje que cualquier línea de guión. Igualmente, poco después el infierno estallará en esa misma habitación: el suelo cubierto de trozos de carne y de entrañas; las cadenas tintineantes; el chirriar del tronco central girando, adornando por calaveras y huesos; una mano enguantada recompone un rostro humano, dividido en trozos. Lo cotidiano desaparece en favor de lo abismal y el cuerpo humano se convierte en un puzzle cuyas piezas se pueden desordenar.

Durante la mayor parte de su metraje, Hellraiser. Los que traen el infierno posiblemente era una de las muestras más penetrantes del género en su momento, al aprovechar los estilemas más gráficos de éste (esto es, los efectos especiales y el gore) y desechando los más superficiales o blandos (el protagonismo de personajes adolescentes), para darles un enfoque adulto, consiguiendo una atmósfera mórbida y asfixiante que surge tanto de los ambientes (esa casa inundada por la oscuridad y lo repelente; esa iconografía católica de corte kitch y esa cocina infestada de cucarachas y gusanos) como de las acciones de los personajes (las ratas clavadas a la pared; Frank destripando a una rata mientras delante de él Julia se acuesta con Larry, hermano del primero y esposo de la segunda). La intensa degradación física de la que hace gala Hellraiser. Los que traen el infierno, su incomodidad corpórea -esa camisa blanca puesta encima del torso en carne viva de Frank; el suero que se llena de sangre hasta reventar- resulta la pútrida manifestación de los esquinados laberintos amorales que rigen los caminos de los protagonistas.

Más oscuro de lo que pensáis
Volviendo al comienzo de estas líneas, decía que Clive Barker no era tanto el futuro del género como su presente. No me refería sólo a la coyunturalidad de su obra, sino que su futuro como creador discurriría por caminos diferentes a los de sus inicios, alejándose del palpitante corazón lleno de oscuridad, entrañas y criaturas abominables, como si el reflejo del Mal le hubiera aterrorizado. Pero no tenemos que alejarnos tanto, porque la propia Hellraiser. Los que traen el infierno evidenciaba las consecuencias al internarse en las profundidades de lo hórrido.

En los últimos minutos del clímax final, en el momento en el que la presencia adulta desaparece y quedan abandonados los jóvenes Kirsty y su novio, la película pierde la seriedad que había acumulado hasta el momento, como si se viera contagiada por el protagonismo de sus adolescentes personajes, traduciéndose en un tour de force lleno de persecuciones, chistes y pirotecnia. Un espectáculo de ruido y de furia que, no por casualidad, está ausente de la novela corta en la que se inspira el film, The Hellbound Heart. De esta forma, se refrenda la importancia de Hellraiser. Los que traen el infierno: no sólo sirve de inquietante y turbador resumen cinematográfico del descarnado universo literario de Clive Barker, sino que también auguraba, esta vez sí, su futuro.

sábado, 22 de octubre de 2011

Museo de cera

(Waxwork)
USA/Alemania/UK, 1988. 97m. C.
D.: Anthony Hickox P.: Staffan Ahrenberg & Eyal Rimmon G.: Anthony Hickox I.: Zach Galligan, Deborah Foreman, Michelle Johnson, David Warner

Los primeros minutos de Museo de cera sirven para definir a su protagonista y, con él, el entorno en el que se mueve: el joven y apuesto Mark está desayunando junto a su madre en el lujoso salón de la mansión en la que viven. La señora Loftmore le recrimina a su hijo que la noche anterior estuvo bebiendo con el mayordomo, el cual, según ella, pertenece a una clase inferior con la que no tendría que relacionarse: los sirvientes. Mark responde que son seres humanos, al igual que ellos dos, aparentemente indignado por la actitud elitista de su madre. Pero, más tarde, cuando su profesor de historia le mande escribir un trabajo sobre el poder de los dictadores por llegar tarde a clase, éste utilizará a su criada para que le haga el trabajo y, así, poder salir por la noche con sus amigos.

Realizada a finales de los años 80, Museo de cera toma el pulso de la década que estaba a punto de finalizar a través de sus personajes principales: vestidos con traje y corbata y con gafas de sol, con sus tupés y su pelo engominado, con un cigarrillo siempre a mano con el que ensayar poses afectadas, ellas con sus tacones, sus vestidos ceñidos y sus joyas, los adolescentes protagonistas de la ópera prima del hijo de Douglas Hickox son todo unos modernos que parecen sacados de Menos que cero, sustituyendo la deriva emocional de los personajes de la magnífica novela de Bret Easton Ellis por un entusiasmo y una alegría propia de los representantes de una década tan hedonista y superficial como fueron los 80.

Reunidos en las gradas del campo de deportes del instituto para hacer planes para la noche, China propone al grupo ir a visitar el extraño museo de cera que ha abierto en la zona. Uno de sus amigos le dice que eso es cosa del pasado y que están en la era del vídeo. Así, el grupo de amigos que finalmente visitarán el museo no sólo representan el espíritu de una época, sino también al cinéfago tipo de esos mismos años para los cuales los iconos clásicos del cine de terror se han convertido en antiguallas en blanco y negro destinadas a coger polvo en un museo. Precisamente, el museo de cera que custodia el siempre agradecido David Warner se compone de una serie de escenas basadas en esos mismos iconos: el hombre lobo, el Conde Drácula, la momia o, incluso, el propio Marqués de Sade, el cual despertará los soterrados impulsos masoquistas de la virginal Sarah en uno de los mejores momentos del film.

Pero en este particular museo el cordón de terciopelo no sirve sólo para separar al visitante de las estatuas, sino que supone una puerta de entrada a otra dimensión en la cual la escena representada cobra vida, apoderándose de los pobres incautos que penetran en ella. La idea es clara: las criaturas del horror clásico necesitan de la atención de las nuevas generaciones para seguir vivas aunque sea, como el caso que nos ocupa, alimentándose de su existencia, literalmente. Los productos de la imaginación necesitan ser creídos para resultar efectivos, de ahí que las criaturas monstruosas de Museo de cera pierdan su poder en cuanto su víctima deja de creer en ellas.

Hickox construye una estructura episódica, transformando a su film en una película de sketches, formada por cada una de las escenas de cera en la cual los protagonistas entran. A través de ellas, el director de Hellraiser III. Infierno en la Tierra rescata los escenarios más icónicos y reconocibles de cada personaje, para filtrarlos a través de una mirada moderna: el hombre lobo es representado como un ser maldito del S.XVIII que intenta apartarse de la gente para no herirles -como sucedía en el film dirigido por Terence Fisher de la Hammer, La maldición del hombre lobo- pero, en cambio, la transformación licantrópica y la posterior criatura son propios de su época, al más puro estilo de Aullidos o Un hombre lobo americano en Londres; los vampiros son colocados en el interior de un palacio victoriano elegante y decadente, dispuestos a poseer a la turgente doncella que toma la forma de China, dispuestos a contaminar su pureza (destacando una deliciosamente asquerosa escena en la cual ésta tiene que comer trozos de carne cruda que, posteriormente, descubriremos que son parte de la pierna de un hombre encadenado en el sótano), pero lejos de la damisela en peligro, China se convertirá en una feroz cazadora de vampiros (con un detalle genial: el vestido blanco que lleva puesto se tiñe de rojo por la sangre de los chupasangres que va eliminando); cuando Mark es arrojado a un escenario lleno de zombies, la fotografía imita el blanco y negro y los encuadres angulados de La noche de los muertos vivientes original de Romero, pero con elementos gore paródicos propios de Terroríficamente muertos.

Museo de cera cohesiona este cúmulo de guiños con las formas de una comedia adolescente típica de la época, confiriendo al conjunto un tono desprejuiciado, centrándose en los problemas sentimentales de sus protagonistas (los celos que China despierta en Mark al salir con otros chicos) o interludios humorísticos (la criada de Mark, que no domina el inglés, intentando hacer el trabajo que le han mandado). Anthony Hickox aporta una dirección dinámica, aprovechando los diferentes episodios de los que se compone el film a la hora de planificar las escenas (el atmosférico bosque nocturno, atravesado por la luna, de la parte licantrópica; la fisicidad del segmento vampírico, con ese hombre cuya pierna ha sido devorada hasta el hueso; la iluminación lascivamente sensual del episodio sadiano) y apoyándose en los excelentes efectos especiales de Bob Keen (también encargado de la segunda unidad). De esta manera, Museo de cera consigue un divertido equilibrio, entre el homenaje al cine de terror clásico de siempre y las suficientes escenas fuertes para disfrute del aficionado moderno.

miércoles, 19 de octubre de 2011

La bestia bajo el asfalto

(Alligator)
USA, 1980. 91m. C.
D.: Lewis Teague P.: Brandon Chase & Mark L. Rosen G.: John Sayles, basado en una idea de John Sayles & Frank Ray Perilli I.: Robert Forster, Robin Riker, Michael V. Gazzo, Henry Silva

De auténtico maestro de la serie B en todas sus formas durante los años 50 y 60 (desde baratísimas producciones de ciencia-ficción como Conquistaron el mundo o Attack of the Crab Monster a modestas producciones de qualité como su ciclo Poe) a mecenas de toda una cantera de nuevos y prometedores nombres, Roger Corman se nos presenta hoy como la piedra angular del cine moderno norteamericano: directores tan importantes como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, James Cameron, Peter Bogdanovich, Jonathan Demme o Joe Dante tuvieron sus primeras experiencias cinematográficas a las órdenes del autor de Cómo hice cien films en Hollywood y nunca perdí ni un céntimo. Las carreras del director/guionista John Sayles y el realizador Lewis Teague han discurrido por caminos muy diferentes -el primero convertido en adalid del cine independiente con películas como Passion Fish o Lone Star y el segundo dirigiendo King-films como Cujo o Los ojos del gato y la secuela La joya del Nilo antes de aterrizar en la televisión- pero sus inicios tienen en común la colaboración en un trabajo a las órdenes de Roger Corman -el film de gangsters La dama de rojo- y, ya sin la participación de éste, en el título que nos ocupa.

La bestia bajo el asfalto parte de una leyenda urbana bien conocida: la red de alcantarillas de Nueva York estaría infestada de cocodrilos, abandonados de pequeños por sus dueños arrojándolos por el inodoro. Los rumores alrededor de esta popular leyenda crecieron hasta el punto de que se llegó a decir que las brigadas de limpieza iban armadas para defenderse o que había zonas consideradas tan peligrosas que se recorrían con lanchas motoras, dos ideas que son aprovechadas por John Sayles, incorporándolas a su guión, y que aportan un tono entre delirante y casi surrealista al conjunto, potenciando la atmósfera satírica de la que hace gala la película.

Segundo título de lo que podríamos denominar la trilogía del terror de John Sayles (la primera y la tercera fueron Piraña y Aullidos, respectivamente; anotar también su libreto para el film de ciencia-ficción Los 7 magníficos del espacio), La bestia bajo el asfalto no llega a la altura cinéfaga de la magnífica película de licántropos de Joe Dante, pero, al igual que ésta, denota su condición de título producido por y para aficionados al género: estas modestas horror movies adelantaban el carácter postmoderno de la década que estaba comenzando: aquellos jóvenes que habían crecido viendo películas de género rendían homenaje a los títulos que les había formado como espectadores, aficionados y, finalmente, creadores.

Así, La bestia bajo el asfalto se mira en el espejo de las monster movies de la década de los 50 en general y del exitoso Tiburón de Steven Spielberg en particular (punto de partida igualmente de Piraña), incluyendo todos los lugares comunes de las mismas. Esto es especialmente evidente en la caracterización de los personajes: el protagonista, llamado David, es un policía con pasado turbio y que no encaja en el cuerpo; la especialista en reptiles que se acabará adheriendo a la causa del héroe; el periodista metomentodo que hará lo que sea por ir detrás de la noticia... hasta que la noticia lo encuentra a él; el aventurero que consagra su vida a cazar a estas peligrosas criaturas; y, por supuesto, las altas instituciones que no creerán al protagonista y que lo acabarán pagando. Lejos de evitar estos tópicos, Sayles los subraya, mirándolos de frente y convirtiendo a sus personajes en arquetipos conscientes de que lo son, facturando un juego cómplice con el aficionado que reconoce la base del ADN de cada uno.

La eficaz dirección artesanal de Teague brilla especialmente en las escenas desarrolladas en el interior del alcantarillado, transmutado en un laberíntico cúmulo de pasillos inundados con cenagosas aguas cuya pútrida oscuridad los asemeja a los igualmente asfixiantes pasillos de la Nostromo (destacar el estupendo plano en el que David y un compañero están mirando un mapa y la luz de sus linternas iluminan fugazmente al monstruoso cocodrilo colocado detrás de ellos) y a la hora de destacar el poderío y la magnificencia de la sanguinaria criatura (la espectacular escena en la cual surge del interior de la tierra, levantando el pavimento). El escenario en el que habita el cocodrilo se nos aparece como la parte de atrás, oculta a los ojos de sus habitantes, de la sociedad que desecha su lado oscuro en él: la basura que no le sirve y que no quiere ver. La irrupción del monstruoso reptil en una fiesta de la alta sociedad en la que participa el propio alcalde acentúa este elemento crítico que aporta personalidad a un film tan pequeño, entrañable, divertido y eficazmente sangriento como es La bestia bajo el asfalto.

lunes, 17 de octubre de 2011

El demonio del desierto

(Dust Devil)
Sudáfrica/UK, 1992. 108m. C.
D.: Richard Stanley P.: JoAnne Sellar G.: Richard Stanley I.: Robert John Burke, Chelsea Field, Zakes Mokae, John Matshikiza

La existencia de dos montajes diferentes (tres si contamos la copia de trabajo incluída en la edición especial de cinco discos editada en DVD) y el que su director tuviera que invertir diez años de su vida para conseguir elaborar su director's cut que reflejara la visión original de la película (y que es conocido como "The Final Cut") son indicios claros de la dificultad a la hora de desarrollar un proyecto tan ambicioso y personal como el que nos ocupa. No vamos a disculpar los defectos del film atribuyéndolos en su totalidad a los problemas de producción, pero sí que es cierto que gran parte del atractivo de una película sin duda irregular como es El demonio del desierto surge del choque entre la personalísima mirada de Richard Stanley y su plasmación en la pantalla. En la línea de separación entre las ambiciones y los resultados podemos encontrar los destellos que hacen de El demonio del desierto un film tan fallido como absorvente.

Esa mirada personal sobre lo fantástico a la que aludíamos no está reñida con el reconocimiento a unos precedentes sobre los que El demonio del desierto diseña su propio cuerpo fílmico como si estuviera dibujando sobre una plantilla. La sombra del creador (en el más amplio sentido) Alejandro Jodorowsky se extiende a lo largo de las imágenes del film, tanto a un nivel puramente iconográfico como estructural: si bien por momentos Stanley da al film un aire de spaghetti-western lisérgico propio de El topo, es con Santa sangre con quien El demonio del desierto tiene más puntos en común, especialmente en su mixtura genérica como en la apropiación de diferentes elementos folclóricos locales para construir con ellos una mitología personal de tintes esotéricos (a lo que hay que sumar la participación del compositor Simon Boswell con un trabajo que recuerda al que realizó para el film producido por Claudio Argento).

En sus primeros minutos, Stanley establece una mirada dual a las imágenes que compone, combinando una perspectiva física con una espiritual. Las panorámicas que retratan los escenarios desérticos en los que se desarrollará la acción nos muestra un territorio hostil y salvaje -compuesto de infinitos desiertos, entrecortadas y afiladas zonas montañosas, pueblos fantasma convertidos en una árida Venecia inundada por la arena, grandes extensiones de tierra carentes de cualquier atisbo de vegetación- en la que no hay cabida para la vida; unos escanarios castigados por un sol implacable, potenciado por una fotografía de intensos colores cálidos que dotan al conjunto de una atmósfera pegajosa y asfixiante. Pero, a la vez, esas mismas panorámicas denotan una mirada superior que identifica una presencia que observa desde la lejanía. La voz en off que comenta las imágenes nos propone una interpretación de los sucesos como si fuera parte de una leyenda, confiriéndoles un elemento mágico y metafísico.

El demonio del desierto comienza presentándonos a uno de sus protagonistas, un serial killer que encuentra a sus víctimas entre los pobres desgraciados que le cogen en la carretera mientras hace autostop. Con referencias a títulos tan importantes como Carretera al infierno, la brutalidad con la que el misterioso asesino acaba con sus presas (mutilándolas atrozmente en un extraño ritual esotérico) contrasta con la identidad sobrenatural del predador, presentado como la encarnación de un terrible espíritu del viento que elige a sus víctimas guiándose por el olor que capta en aquellas personas cuyas deficiencias anímicas las coloca al borde del suicidio. Resulta coherente, por tanto, que este demonio surgido del polvo delimite su campo de acción en abandonados pueblos sudafricanos en los que la combinación de la violencia institucional y la segregación racial tienen como única salida la extinción.

El director de la sorprendente pero algo sobrevalorada Hardware. Programado para matar despliega un poderoso aparato visual en el que el contraste entre lo visceral y lo sobrenatural marca el camino para una película que encuentra su lugar entre los pliegues que surge entre lo onírico y lo real, entre el tono surrealista de lo primero y la desolación de lo segundo, con paradas en el terreno de la road movie y del psycho-thriller, y con apuntes eróticos, feministas, mesiánicos y metalingüísticos, plasmados con un ritmo seco, cuya lentitud resulta tan densa como embriagadora. No ha de resultar extraño que de tan ecléctico cóctel surga un producto tan insatisfactorio en su conjunto como irremediablemente fascinante en sus partes, y es que El demonio del desierto es una demostración de cómo en ocasiones a través del fracaso se puede conquistar logros tan atractivos como inéditos.

domingo, 16 de octubre de 2011

El último exorcismo

(The Last Exorcism)
USA/Francia, 2010. 87m. C.
D.: Daniel Stamm P.: Marc Abraham, Thomas A. Bliss, Eric Newman & Eli Roth G.: Huck Botko & Andrew Gurland I.: Patrick Fabian, Ashley Bell, Iris Bahr, Louis Herthum

Ya desde sus primeras imágenes, El último exorcismo parece apuntarse a la moda de lo que podríamos llamar horror cinéma vérité, esto es, películas de ficción que hacen uso de las formas del documental para hacer pasar lo que cuentan como real. El protagonista hablando directamente a la cámara, los reflejos de ésta en los espejos, el contínuo movimiento producto de la técnica de la cámara al hombro son algunos de los ingredientes que popularizó el éxito de El proyecto de la bruja de Blair, la cual, en realidad, no era más que la puesta al día de los códigos del género mondo italiano que hizo furor en los años 70 y 80 con títulos tan fundamentales como Este perro mundo u Holocausto caníbal. Pero ya desde ese inicio que apuntábamos, El último exorcismo se ditancia de sus compañeras generacionales: si en películas como [Rec] o Monstruoso el intento de conferir verosimilitud a lo narrado se traducía en un esforzada artificiosidad que, irónicamente, conseguía lo contrario, el director Daniel Stamm apuesta por lo contrario.

El protagonista, el reverendo Cotton Marcus, especialista en oficiar exorcismos, admite ser un farsante: en realidad, él no cree que sus "clientes" estén poseidos pero actúa como si lo estuvieran, orquestando todo un espectáculo que satisfaga a ambas partes: a las familias del poseído porque así ven ratificada su fe y a Marcus por los suculentos dividendos económicos que le procura su trabajo. Así, Marcus no se nos presenta como un personaje simpático, dispuesto a aprovecharse de las creencias de sus feligreses -Marcus apostando con el equipo de grabación que le sigue a que puede intercalar una receta de cocina entre sus proclamas sin que su público se dé cuenta, de lo extasiado que está por sus palabras- y aunque asegura que el objetivo de sus farsas es el asegurarse de que a las personas enfermas que trata no les pase nada, el plano detalle que nos muestra como cuenta el dinero recibido después de una "actuación" nos hace pensar en unos motivos menos solidarios y más crematísticos.

Es este elemento asumidamente documental y distanciador el que confiere una atmósfera desasosegadamente realista al viaje que Marcus hace junto a un equipo fílmico dispuesto a reflejar uno de sus trabajos. Internándose en el corazón de la américa rural más profunda, las casas de madera abandonadas, las leyendas relatadas por los ciudadanos interrogados y las hostiles actitudes de alguno de ellos nos coloca en un territorio que parece haberse quedado anclado en un pasado medieval en el que la superstición y el folclore se confunden; un emplazamiento muy diferente, muy lejano, de la cotidiana y ordenada comunidad suburbana en la que el protagonista vive felizmente con su familia, seguro en su convicción de que el Mal es el elemento clave del show business.

Es por ello que cuando Marcus examina y trata a la joven de dieciséis años Nell Sweerzer el escalofrío no viene de la posibilidad de si ésta está realmemte poseída, sino de la asfixiante atmósfera que reina en un hogar convertido en una cárcel; en un microcosmos alejado del exterior en el que los sucesos que suceden en su interior se quedan en él: la tumba de la madre de Nell situada en el jardín de la casa; la joven encadenada por su padre, Louis Sweerzer, a la cama para dominar sus violentos impulsos; la sombra del incesto que cubre todos los gestos de este último. El último exorcismo, durante su primera mitad, nos informa de que el Mal existe, pero lejos de ser una presencia sobrenatural, resulta descarnadamente terrenal y vive con nosotros.

En un momento del metraje vemos como Marcus prepara la habitación de Nell para el exorcismo: finos y casi invisibles hilos atados a objetos; altavoces escondidos conectados a una pequeña grabadora; crucifijos trucados de los que sale humo... Más que un sacerdote se nos aparece como un especialista en efectos especiales que prepara la escena de una película de terror. Un apunte matalingüístico que se desarrolla en la segunda mitad del film cuando se presenta la posibilidad de que Nell realmente esté poseída por un demonio. El último exorcismo está protagonizada por un escéptico que utiliza los tópicos aprendidos en el cine para utilizarlos en su trabajo y que, de repente, se ve inmerso en un film de dicho género. Aquí es cuando el director muestra su inteligencia al adaptar el estilo adoptado a la historia que se cuenta y no al revés, como sucede en los títulos indicados al comienzo de este texto: la cámara se convierte en el punto de vista del espectador, angustiado por sus rápidos y bruscos movimientos y unos nerviosos planos en cuyas esquinas puede irrumpir el horror en cualquier instante: una niña parada en medio de un pasillo se convierte en una imagen absolutamente aterradora y la intensa iluminación rojiza de un granero lo convierte en la antesala del Infierno.

Al igual que El último exorcismo arranca situada en la seguridad de los barrios residenciales para sumergirse en la descarnada América Gótica, a través del terror sobrenatural se llega al delirio pulp cuando en sus últimos minutos la película se transforma en una sórdida revisión de un film de la Hammer Films, como si Daniel Stamm quisera cerrar el círculo que le ha llevado de lo "real" a la "ficción". De esta manera, esta apuesta por la ficción más retorcida y excesiva puede verse como una convencionalidad que alivie al espectador, pero el permanente punto de vista subjetivo de las imágenes añade un inquietante matiz: ¿quizás los aterrados protagonistas prefieren acudir a la imaginería codificada del Horror -y, por tanto, conocida e inofensiva- antes que aceptar que el Mal es de carne y hueso y se mueve día a día entre nosotros, vestido con nuestras mismas ropas y escondido detrás de rostros como el nuestro?

miércoles, 12 de octubre de 2011

Crocodile

(Ag-o)
Corea del Sur, 1996. 102m. C.
D.: Kim Ki-duk G.: Kim Ki-duk I.: Jo Jae-hyeon, Woo Yun-kyeong, Jeon Mu-son, Ahn Jae-Heong

En la primera película del hoy célebre director coreano Kim Ki-duk podemos encontrar ya los ingredientes con los que elaborará el grueso de su filmografía: un interés por los entornos marginales que marcan a sus desarraigados protagonistas, que se combina con una mirada poética -y, a la postre, mística- sobre éstos. Las formas harto primitivas con las que se nos aparecen en Crocodile dotan al film de una incómoda atmósfera que parece surgir del interior del relato: la escasez de medios de producción y la labor autodidacta de su director convierten a la película en la representante de la marginalidad en la que viven los personajes, desarrollando en sus imágenes la sordidez y el desencanto que marcan la existencia de éstos y que en su ritmo lento y contemplativo, marcado por el silencio, representa la falta de valores y de objetivos de unos personajes para los que todos los días son iguales.

El protagonista de Crocodile, apodado Cocodrilo, vive junto con un anciano y un niño en un improvisado campamento debajo de un puente que parece atraer a los suicidas para utilizarlo para quitarse la vida. Cocodrilo aprovecha esta circunstancia para hacerse con los objetos de valor que dejan los cuerpos apenas han entrado en el agua. Cocodrilo y sus compañeron forman una familia alternativa a la sociedad que utilizan los desechos de la misma para subsistir. La aparición de una joven que ha intentado quitarse la vida y a la que salvará Cocodrilo sirve para oficializar este concepto de familia (el niño se referirá a ella como su hermana) así como para introducir con su presencia un elemento desestabilizador que afectará a todo el grupo y, especialmente, a su salvador.

Crocodile se compone, más que de una historia lineal, de una serie de fragmentos, de momentos a modo de viñetas autoconclusivas que nos retratan el día a día de estos desclasados, centrándose en los intentos de su protagonista para imponer su presencia en los oscuros ambientes en los que se mueve, ya sea por sí mismo (las partidas de cartas o como estafador vendiendo en la calle productos que no valen para nada) o a través de otros (las fotocopias y los chicles que vende el niño). Cocodrilo se perfila como un exiliado de la vida, pues no encuentra su lugar ni en el corazón de la sociedad (que le ha expulsado por no amoldarse a sus normas) ni en los márgenes de ésta, que tampoco parecen aceptarle: las recurrentes palizas que recibe o la manera en la que es engañado por sus compañeros de cartas.

De esta mamera, alejado de todo (no quiere ayudar a la policía a rescatar los cadáveres ahogados porque le puede estropear el negocio) y de todos (descarga su frustación con los miembros de su "familia" quienes, incluso, intentarán matarle), Cocodrilo tendrá que buscar y construir su propio espacio. Obsesionándose con la presencia de la chica a la que ha salvado -a la que primero se acercará con violencia, violándola en repetidas ocasiones para, después, eliminar cualquier vínculo que ésta tuviera con su antigua vida, como queriendo eliminar cualquier enlace que pudiera conservar y la retuviera-, su rescate de las aguas la convertirán en la llave para entrar en ese nuevo mundo. Así, el final hace gala de un tono poético y onírico que contrasta con la sordidez y la pobreza del conjunto, con Cocodrilo, por fin, encontrando el sentido a su existencia en la configuración de una estampa familiar a la vez tradicional y experimental, tan hermosa como triste.

jueves, 6 de octubre de 2011

No habrá paz para los malvados

(No habrá paz para los malvados)
España, 2011. 104m. C.
D.: Enrique Urbizu P.: Álvaro Agustín & Gonzalo Salazar-Simpson G.: Michel Gaztambide & Enrique Urbizu I.: José Coronado, Juanjo Artero, Helena Miquel, Rodolfo Sancho

Los primeros minutos de No habrá paz para los malvados no sólo funcionan como presentación del personaje principal y de la trama que se va a desarrollar a lo largo del metraje, sino que sirven a su director para establecer el pulso que marcará este fibroso thriller policíaco. Pegado a la barra de un bar y con su atención puesta en la máquina tragaperras, engullendo una copa tras otra, Santos Trinidad se nos aparece como la imagen perfecta del loser: de apariencia desastrada, de porte desaseado y con un permanente ceño fruncido que en su rocosidad nos revela a un hombre atormentado por unos demonios internos a los que intenta dar esquinazo a través de una imparable espiral de autodestrucción. Cuando nos enteramos de que Santos es un inspector de policía un escalofrío nos recorre la espalda: su habilidad para perpetrar una masacre en un sórdido burdel del extrarradio madrileño -limpia y concisa, sin titubeos, casi de manera mecánica- nos dice que Santos no es un pobre diablo al que un día encontrarán muerto en un maloliente callejón, es una fuerza de la naturaleza en su sentido más salvaje: un oscuro ser al que acompaña la violencia como un instinto de supervivencia natural (la imagen que le muestra descansando en su casa, sentado en un sillón y con el revolver colgando de un dedo, como si fuera una extensión inseparable de su propio cuerpo).

De esta manera, No habrá paz para los malvados nos plantea el contraste entre dos tipos de justicia: una que podríamos denominar primordial, idiosincrásicamente humana, de esquinadas e incómodas aristas morales; y una justicia institucional, práctica y metódica en la que las víctimas y los verdugos son datos recogidos en informes repartidos en un laberinto burocrático. Urbizu monta estas dos vías en paralelo, siendo una el reflejo invertido de la otra convirtiendo a su thriller ya no sólo en una radiografía clínica acerca de la lucha contra el crimen (subrayando los aspectos menos glamourosos: las largas y tediosas misiones de vigilancia; las llamadas a los familiares para comunicarles la muerte de uno de sus miembros; las meteduras de pata institucionales que dejan en libertad a peligrosos criminales; los enfrentamientos entre diferentes departamentos), sino que el retrato se extiende a los escenarios por los que se mueven los personajes dando lugar a una espeluznante cartografía de los degradados ambientes lumpen de una ciudad del S.XXI.

Así, el gélido despacho en el que la juez Chacón dirige la investigación contrasta con el ambiente baratamente lascivo del puticlub que sirve de punto de partida a la historia (Chacón preguntará extrañada a qué se debe el extraño olor que preside el lugar, a lo cual el inspector Leiva le responde que esos sitios siempre huelen así). Chacón tiene un conocimiento teórico del mundo del crimen, mientras que Santos se mueve con naturalidad en él, fusionandose con unos ambientes que parecen una prolongación de su torturada conciencia: el vertedero en el que se deshace de las pruebas del crimen, los pisos colmena de alquiler que utilizan los terroristas para ocultarse o la casa abandonada en medio de un desértico paraje rural.

De ahí que, a pesar de sus severas formas y de su implacable desarrollo carente de cualquier concesión al espectador, a pesar de su atmósfera sucia y pegajosa, No habrá paz para los malvados supone un film abstracto a la hora de narra la historia a través de las acciones y movimientos de sus personajes en detrimento de cualquier información añadida. Santos se mueve casi como si fuera un fantasma, investigando apartamentos vacíos o transitando por escenarios aislados, acompañado siempre por el silencio -los diálogos son básicos y escasos, así como el acompañamiento musical-, siguiendo una trama que el espectador intuye antes que comprende, en la que los agujeros de sentidos no hacen más que ahondar en cierto tono surrealista que entronca con el hieratismo y la gelidez del polar francés.

Las explosiones de violencia irrumpen así con inusitada fuerza dramática. Lejos de la espectacularización -y, a la postre, banalización- del aparatoso cine de acción hollywoodiense, en No habrá paz para los malvados la violencia es seca y frontal, y sus dolorosos resultados tremendamente físicos (la imagen de Santos suturándose él mismo una herida por arma blanca que ha recibido), pues su ejecución viene dada por seres humanos de carne y hueso, que sufren y que tienen miedo; que, en suma, quienen vivir y para ello sólo les queda matar a su adversario en un tablero de juego desesperadamente nihilista.

Es en esta conjunción entre abstracción -de la atmósfera- y fisicidad -de las acciones- por la cual No habrá paz para los malvados nos recuerda a Taxi Driver -apocalíptico descenso a los infiernos urbanos de los desarraigados de su propia existencia- con Santos Trinidad como un nuevo Travis Bickle que a través de una cruzada personal acaba convirtiéndose en un héroe anónimo. Los planos finales, dignos del Antonioni de El eclipse, reflejan el efímero triunfo de Santos, salvador inconsciente de una sociedad que vive con el horror inoculado en su interior, siempre a un paso de irrumpir con devastadora fuerza destructiva.


martes, 4 de octubre de 2011

Enter the Void

(Enter the Void)
Francia/Alemania/Italia/Canadá, 2009. 161m. C.
D.: Gaspar Noé P.: Pierre Buffin, Brahim Chioua, Olivier Delbosc, Vincent Maraval & Marc Missonnier G.: Gaspar Noé & Lucile Hadzihalilovic I.: Paz de la Huerta, Nathaniel Brown, Cyril Roy, Olly Alexander

La muerte como viaje, la vida como cuelgue
Convertir una convención del trabajo cinematográfico como son los títulos de crédito -la cual, con el paso del tiempo, se ha transformado en una molestia que esquivar- en una autónoma pieza artística no es el recurso más osado de Gaspar Noé en este absorvente y extrañamente seductor experimento fílmico, pero sí que ejemplifica de manera rotunda la visión que el director argentino tiene de dicho trabajo cinematográfico. Siguiendo el frenético y esquizofrénico ritmo de la canción "Freak" de LFO, cada uno de los créditos aparecen y desaparecen siguiendo la espídica velocidad del tema, mezclando diferentes tipografías a la hora de escribir los nombres e, incluso, apareciendo representados con letras occidentales y kanjis japoneses. El resultado es nulamente informativo a la vez que supone un ataque a los sentidos del espectador, arrastrado por un huracán audiovisual que, colocado como arranque de la película, sirve tanto de anticipo del estilo desplegado por Noé como un cinturón de seguridad que le amarre a la butaca.

Esta idea no es nueva en la filmografía del realizador de Solo contra todos, quien se ha caracterizado por utilizar todos los medios que el cine pone a su disposición (tanto literarios como audiovisuales) para configurar un espectáculo sensorial que ataque a la vez al cerebro y al estómago del público, más interesado en desestabilizar su percepción de la realidad -encerrándole, y zarandeándole, en un artefacto brutalmente manierista- que en narrarle una historia. Pero, y he aquí una particularidad quizás no exclusiva pero sí indudablemente idiosincrásica, al contrario que otros adictos al esteticismo desbordado, la obra de Noé despliega a través de las negrísimas y retorcidas formas de sus películas un sentimiento, un hálito de calor profundamente humano que la aleja del artefacto audiovisual gratuito.

En el caso que nos ocupa, Enter the Void nos propone un viaje introspectivo a través de la consciencia de su joven protagonista, Oscar, un camello que reside en Tokio junto a su hermana menor, que trabaja como stripper en un local regentado por su novio. Utilizando a El libro tibetano de los muertos como base para la estructura de la película, ésta arranca sumergiéndonos en el punto de vista de Oscar, siguiendo la acción a través de sus ojos y escuchando sus pensamientos, para, a partir de su fallecimiento, acompañar al espíritu del protagonista en un viaje astral a través de los pliegues del espacio y del tiempo, realizando tanto un repaso a los momentos más intensos de su vida como siguiendo los efectos que la onda expansiva de su muerte han causado entre sus allegados, como un fantasma que se agarra a los restos de su vida extinta, resistiéndose a aceptar su nuevo cuerpo material.

Así, Enter the Void está dividida en tres partes, siguiendo la estructura del mencionado Bardo Thodol: la primera, que narra los últimos instantes de vida de Oscar, está mostrada en primera persona siguiendo, como hemos comentado, sus acciones y pensamientos; la segunda, aquella que recopila instantes fugaces de su existencia cambia a la tercera persona, como si Oscar pudiera verse a sí mismo, siguiéndose pegado a su propia espalda transmutado en su inseparable sombra; y la tercera a través de una cámara flotante e incorpórea que se mueve a través de los escenarios y las personas como si hubieran desaparecido las barreras físicas y observara los acontecimientos desde una perspectiva cósmica que sirve de nexo de unión entre las diferentes partes comentadas.

El que Oscar se mueva en el mundo de la droga no supone un dato anecdótico. En los primeros minutos de la película observamos -recordemos, a través de sus ojos- como se mete un chute de N-dimetiltriptamina (conocida como DMT), una poderosa droga alucinógena cuyos efectos psicodélicos moldean y sustituyen la habitación en la que está tirado con una serie de hermosas e indefinidas figuras formadas por brillantes luces multicolores. Antes de que se pasen los efectos, Oscar es interrumpido por un amigo, Alex, quien le explica el significado del mensaje transmitido en el volumen de El libro tibetano de los muertos que le ha prestado y, además, de cómo el DMT es utilizado para experimentar los efectos de la muerte comprimidos en seis minutos de viaje narcótico.

Toda esta información es asimilada por Oscar minutos antes de morir en medio de una redada policial, con lo cual Enter the Void puede interpretarse desde un lado metafórico: en realidad, Oscar no muere, sino que sufre una experiencia cercana a la muerte producida por el DMT, realizando un viaje que parte de su pasado para finalizar en una nueva reencarnación, influenciado por la lectura del clásico universal del siglo VIII escrito por el monje budista Padma Sambhava. De ahí que ese viaje esté marcado por unas constante iluminación estroboscópica y de fulgurantes colores de neón, propio de las calles y clubes que frecuenta. Que en el final de tan alucinado -y no poco alucinante para el espectador- recorrido la ciudad de Tokio se convierta en un gigantesco panel de neón parecido a la maqueta creada por un amigo suyo bien puede significar los intermitentes recuerdos de la realidad que se internan en su cuelgue crónico o la construcción de un nuevo entorno mortuorio con diversos fragmentos vitales almacenados en su memoria.

Del Rectum al Void. Puntos distantes de una cartografía de la supervivencia urbana
Con únicamente tres largometrajes en su haber, la filmografía de Gaspar Noé se perfila ya como una contundente radiografía de los despiadados tiempos que nos han tocado vivir en la cual cada título funciona como un capítulo que surge del anterior para desarrollar un camino que confluirá en una nueva película. Unos tiempos en los cuales el ciudadano moderno ha olvidado sus instintos más primarios en favor de una civilización que, finalmente, se ve incompatible con la sordidez despiadada de un entorno en el que sólo podrá sobrevivir recuperando su primitiva condición de salvaje.

Si su ópera prima, Solo contra todos, recuperaba a los personajes y la historia de la descarnada carta de presentación que fue el cortometraje Carne, en el prólogo de Irreversible volvía a aparecer el protagonista de los dos títulos mencionados, haciendo un resumen de éstos. Enter the Void continúa con esta tradición llevándola más lejos, pues no se limita a construir un puente argumental entre las películas, sino que desarrolla el estilo de Irreversible hasta el punto de matizarla retrospectivamente.

Aunque el detalle más llamativo, y recordado, de la película protagonizada por Vincent Cassel y Monica Bellucci era su narración invertida, hacia atrás, el recurso más intrigante de Noé era esa cámara errante e ingrávida que saltaba de un plano secuencia a otro, como un silencioso vigilante que siguiera los escalofriantes sucesos que se contaban en el controvertido film. Una cámara flotante que en Enter the Void adquiere personalidad: es el espíritu de Oscar que, libre de su armadura de carne y hueso, vuela libre. ¿Pertenecía ese punto de vista a uno de los protagonistas de esa noche sin fin que falleciendo fuera de campo -en la cárcel o en el hospital- reviviera los hechos que le llevaron a esa situación? Si tenemos en cuenta que en Irreversible se realiza el mismo trayecto que en Enter the Void -partiendo de la violencia y de la muerte para llegar al anuncio de una nueva vida- podemos concluir que Enter the Void es un remake introspectivo de los sucesos externos de Irreversible.

The hyperkinetic sensory dealer
En un momento del metraje, el traficante al que Oscar compra el material que después él se encarga de distribuir le pregunta quien le envía para conseguir las drogas; éste reponde que es Gaspar. Podría tratarse de una broma privada por parte del director, pero también una directa y franca autodefinición. Si nos fijamos en los créditos de sus películas (nada fácil, por otro lado), comprobamos que Gaspar Noé no sólo se hace cargo de los apartados propios de su posición -dirección, guión e, incluso, producción-, sino que se extiende a labores técnicas como la fotografía, el montaje o el diseño de sonido (a mano con Thomas Bangalter, la mitad del dúo de french-house Daft Punk que ya se había encargado de la angustiosa banda sonora de Irreversible). De esta manera, no hemos de considerarle como un narrador de historia (un cuentacuentos moderno) sino como un facturador de aparatos sensoriales que actúan como drogas benignas cuyo objetivo no es destruir el cerebro de quienes las tomas -esto es, el público- sino revolverlo.

Seguramente sea esta intención de base la que le permite utilizar materiales fuertes (y tabú) a la hora de diseñar sus dosis, los cuales confieren a sus trabajos una inevitable aureola de polémica. Si bien en Enter the Void la violencia pasa a un segundo plano con respecto a sus anteriores films, el sexo vuelve a tener un gran protagonismo, mostrándolo de manera frontal llegando a penetrar (nunca mejor dicho) en los terrenos de la pornografía explícita. Un género altamente codificada y de objetivos prefijados, el porno, que Noé utiliza para demostrar su capacidad de subversión y alteración de los lugares comunes del cine para usarlos como armas arrojadizas contra la seguridad de la platea.

Un ejemplo perfecto de lo dicho se encuentra en su capacidad para eliminar cualquier elemento erótico o atractivo en la utilización del desnudo femenino, concretamente en el caso de la hermana de Oscar. El plano en picado que la muestra completamente desnuda mientras le realizan un explícito aborto anula por completo cualquier deseo que podamos sentir por ella que contagia al resto del film -en consonancia con la crudeza de la historia-, de igual manera a como Gaspar Noé reinventa completamente (y escatológicamente) el hardcore en su visualización "interna" de un polvo en la que supone la primera muestra de pornografía intrauterina.


domingo, 2 de octubre de 2011

Tacones lejanos

España/Francia, 1991. 112m. C.
D.: Pedro Almodóvar P.: Agustín Almodóvar G.: Pedro Almodóvar I.: Victoria Abril, Marisa Paredes, Miguel Bosé, Féodor Atkine

Los fastuosos créditos de Tacones lejanos no sólo suponen un ejemplo del personal cuidado estético con el que Pedro Almodóvar confecciona sus trabajos fílmicos, sino que encierran en sí mismos (y en sus llamativas formas) la esencia que mueve a la propia película. Cada nombre del equipo técnico se acompaña de una imagen que hace alusión al mismo: el del encargado de sonido de unos micrófonos o el del compositor de la banda sonora con unos instrumentos musicales. El punto culminante de este proceso se produce con la aparición del nombre de Pedro Almodóvar, el cual se ilustra con una fotografía del director. De esta manera, desde su mismo inicio, Tacones lejanos se revela como un artefacto cinematográfico consciente de su condición de obra de ficción, rompiendo la cuarta pared que le separa de su público, mostrándose como una impostura surgida de un elaborado trabajo de representación.

El primer plano tras esta secuencia ahonda en esa idea, trasladándola a los personajes mismos: el rostro de Rebeca se muestra reflejado en la superficie de la ventana de un aeropuerto. Todos los integrantes de Tacones lejanos hacen gala de una doble cara (algunos, incluso de una tercera), todos ellos se mueven escindidos por unas apariencias que intentan ocultar sus verdaderas intenciones. Si, al poco de presentarla y sin que sepamos todavía su papel en la trama del film, Almodóvar introduce precipitadamente un flashbacks que nos relata unos sucesos acaecidos en el pasado de Rebeca cuando aún era una niña no es para definir al personaje o darle entidad de cara a su desarrollo dramático, sino para desvelarnos los oscuros secretos que guarda en su interior. Así, Rebeca, su madre Becky del Páramo, el juez Domínguez o Manuel, el marido de la primera y antiguo amante de la segunda, son estereotipos, iconos conscientes de su condición de tales en un juego postmoderno en el que participan activamente los actores que los encarnan (Victoria Abril, Marisa Paredes, Miguel Bosé y Féodor Atkine, respectivamente), cuyas afectadas y excesivas composiciones les colocan por delante del personaje que encarnan: Victoria Abril no hace de Rebeca, sino de Victoria Abril haciendo de Rebeca.

Tacones lejanos supone un buen ejemplo de lo que podríamos denominar el Planeta Almodóvar en su sentido más manierista: el acercamiento del director de Kika a los géneros clásicos resulta ambivalente, basculando entre la reconstrucción respetuosa y la deconstrucción gamberra, convirtiendo a la película en un desequilibrado puzzle en el que cada pieza tiene autonomía propia. Tacones lejanos, antes que contarnos una historia, supone un conjunto de highlights cuyo interés viene condicionado por el de cada segmento en sí mismo considerado: del melodrama desaforado (la relación de una hija con su madre, una artista cuya sombra le ha oprimido durante toda su vida) al policíaco pasional (la investigación por parte de Domínguez del asesinato del marido de Rebeca), pasando por el musical (las intensas actuaciones de Becky del Páramo), el cine erótico (los funambulistas encuentros entre Rebeca y el transformista Letal) o los apuntes cómicos con los que Almodóvar deja su firma, a medio camino entre el surrealismo y el costumbrismo más cañí.

Tan ecléctico conjunto es sostenido por un trabajo de puesta en escena declaradamente esteticista, subrayando en todo momento la artificiosidad que luce todo el conjunto, especialmente con la intensa utilización de los colores primarios en general y del color rojo en particular, presente en todos los planos de la película tanto para reflejar las desbordantes pasiones que mueven a los personajes como un indicativo de su mencionada condición de artificio, un permanente semáforo en rojo que desmonta el proceso de credibilidad del espectador. A lo largo del metraje de Tacones lejanos no faltan imágenes o escenas para el recuerdo -el plano detalle de la marca de los labios de Becky del Páramo en el suelo del escenario en el que actúa, sobre el que cae una lágrima; la improvisada coreografía de las internas de la carcel de mujeres donde es encerrada Rebeca; la confesión de ésta delante de las cámaras durante el informativo que presenta-, pero quedan como partes aisladas, perdidas a la deriva de su propio interés, de un total demasiado consciente de su condición de brillante juguete referencial.