domingo, 20 de mayo de 2012

Red State

(Red State)
USA, 2011. 88m. C.
D.: Kevin Smith P.: Jonathan Gordon G.: Kevin Smith I.: Michael Angarano, Kyle Gallner, John Goodman, Michael Parks

El 28 de febrero de 1993, el ATF (Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego) de Estados Unidos organizó una redada en el rancho que la secta conocida como los davidianos, liderada en ese momento por David Koresh (cuyo auténtico nombre era Vernom Howell), había ocupado en una zona rural cercana a Waco, Texas. Siguiendo las informaciones obtenidas, según las cuales en el interior del recinto se producían todo tipo de abusos sexuales con los niños pertenecientes al grupo y la acumulación de un arsenal de armas automáticas, los agentes federales se acercaron al rancho haciéndose pasar por un camión de ganado. Sin que nunca hayan quedado claro los motivo o por parte de qué grupo provino primero, una serie de disparos se sucedieron comenzando un enfrentamiento que duró 51 días, durante los cuales los davidianos respondieron con fuego desde su refugio fortificado a las fuerzas del FBI que tomaron el mando. Finalmente, éstas decidieron penetrar en el recinto el 19 de abril, derribando uno de los muros. Ya sea por mano de los propios miembros del grupo apocalíptico o por las granadas de gas inflamable utilizadas por el FBI, se declaró un incendio que arrasó el lugar poniendo final al asalto de forma sumamente trágica: el resultado del mismo fue un número de muertos que oscila entre 72 y 86 hombres, mujeres y niños, contando entre las víctimas el propio David Koresh.

Este es el escalofriante suceso real del que parte Kevin Smith para realizar con Red State una pavorosa radiografía de la facilidad con la cual el Mal está instaurado en nuestra apacible cotidianidad y cómo las máscaras más horrendas de Éste no son más que el reflejo distorsionado -y fácilmente acusable- de nuestra propia oscuridad. Porque para el director de Mallrats no hay distinción entre buenos y malos en el enfrentamiento entre el destacamento del ATF comandado por Joseph Keenan y la secta dirigida por Abin Cooper más allá de las etiquetas con las que se presenta cada uno. Así, las apocalípticas arengas con las que el segundo alienta a su grupo de seguidores, utilizando para ello agresivos pasajes bíblicos para dibujar un panorama desolador motivado por la permisividad sexual y moral de la época que les ha tocado vivir, tiene su contrapartida en las inhumanas órdenes que recibe Keenan por parte de sus superiores, una voz sin rostro que surge del teléfono móvil y que decide quien tiene derecho a vivir y quien no, de igual manera a los mensajes divinos de los que Cooper asegura ser transmisor.

Siguiendo la retórica religiosa, nadie en Red State está libre de culpa. Ni los jóvenes adolescentes que sólo piensan en aprovecharse de una mujer madura que malvive en un destartalado remolque para satisfacer sus apetitos sexuales y que, en el momento crítico, cada uno sólo será capaz de pensar en sí mismo, sustituyendo la lealtad por un atávico sentido de la supervivencia; ni la integrante del grupo de Cooper que hace uso de su supuesta fe para satisfacer su sed de venganza; ni el sheriff local que utiliza a la secta como diana con la que intentar ocultar sus oscuros secretos, incapaz de enfrentarse a su propia vergüenza. El horror forma parte de una pequeña localidad, un horror que se instala con inusitada y terrorífica cotidianidad incluso en los rincones más iluminados como pueda ser un aula de colegio o familiares como el salón de un hogar. En este sentido, uno de los momentos más escalofriantes de la película es aquel en el que Keena conversa con sus superiores utilizando un manos libres, preparando la misión, mientras desayuna con su mujer, haciendo que la sombra de la muerte cubra tan cotidiano momento. No es casualidad que Kevin Smith decida escoger uno de los numerosos cabos sueltos del suceso original -quien abrió primero fuego en el acoso en Waco- para acentuar su discurso: en Red State el infierno no son los otros, sino que lo construimos entre todos.

Es por ello que Kevin Smith salta de un bando a otro, deteniéndose tanto en las dudas de algunos de los federales ante las atroces órdenes recibidas como manifestando la preocupación de algunos miembros del grupo de Cooper por intentar salvar a los niños refugiados en el lugar, hermanados todos por un estilo documental, con una cámara rápida y casi omnisciente, que vacía de dramaturgia los sucesos narrados: no hay lugar para el drama o los sentimientos a la hora de mostrar las víctimas del choque. Rehenes y agentes del orden, jóvenes y adultos, víctimas y verdugos, todos caen abatidos por los disparos en planos fugaces y directos, casi anónimos, reducidos a su esencia básica: cuerpos destrozados en una espiral de violencia dirigida por una simbología tan abstracta como pueda ser la religión o la ley.

Todo el sentido de Red State puede reducirse a la imagen de esa joven ensangrentada, cuya desesperada obsesión por intentar sacar del lugar a los niños acaba llevándola a empuñar un arma para disparar a su propia madre; imagen enfrentada al comité al que evalúa a Keena en los últimos minutos del film y que, situados detrás de sus impolutos despachos, dictan con métodos no menos arbitrarios qué es el Bien y qué el Mal, quien merece vivir y quien morir. De la fisicidad de un rostro manchado de sangre y pólvora a la abstracción de un traje y corbata, Red State establece una delgada línea roja formada por la locura y la intransigencia, construida y sujetada por el ser humano.


jueves, 17 de mayo de 2012

Take Shelter

(Take Shelter)
USA, 2011. 120m. C.
D.: Jeff Nichols P.: Tyler Davidson & Sophia Lin G.: Jeff Nichols I.: Michael Shannon, Jessica Chastain, Tova Stewart, Shea Whigham

Se puede decir que Curtis es un hombre afortunado. Vive en una acogedora casa en una pequeña y tranquila localidad de Ohio junto a su hermosa y comprensiva mujer y su no menos bella hija pequeña. Tiene un buen trabajo que le proporciona una acomodada estabilidad económica y que, además, incluye un seguro con el que podrá operar la sordera de su hija. Tampoco se puede quejar de sus amigos y vecinos, con los que se reúne para realizar alegres comidas, sale a tomar unas copas después del trabajo y que están dispuestos a echarle una mano siempre que lo necesite. Efectivamente, Curtis cumple cualquier requisito que podamos imaginar para ser feliz. Pero no lo es. Cada día, Curtis se despierta sobresaltado, al borde de las lágrimas, incluso escupiendo sangre producto de sus labios cortados por sus propios dientes, debido a unas aterradoras pesadillas, tan realistas, tan vívidas, como el día a día.

No es una casualidad que en estas pesadillas Curtis se vea enfrentado a una serie de elementos familiares de su vida cotidiana que, de manera repentina, se convierten en una amenaza descarnadamente hostil: su fiel perro le ataca violentamente desgarrándole el brazo; su compañero de trabajo le ataca empuñando un hacha; él y su hija son atacados en el interior de su vehículo por sus vecinos; su esposa le amenaza con un cuchillo. Son las evidencias de un peligro latente agazapado, escondido, entre los pliegues de su confortable cotidianeidad. El carácter apocalíptico de estos sueños (una lluvia de aceite; unos cegadores rayos que rasgan el cielo y queman la tierra; el diluvio de pájaros negros muertos) son los indicios que pronostican una abrumadora tormenta dispuesta a arrasar con todo lo que encuentre a su paso. Pero los efectos de este catastrófico fenómeno climático no parece conllevar tanto riesgo a su persona física como a su estabilidad social y familiar, pues a medida que Curtis se obsesiona con la inminente llegada de la tormenta, llegando a construir un refugio en el patio de su casa, verá como la idílica vida que había construido se derrumba, demostrando la endeble base sobre la que estaba levantada (el préstamo que pide para poder costear el refugio desestabiliza su posición económica; es despedido del trabajo, poniendo en peligro la operación de su hija; sus familiares y vecinos le rehuyen o censuran, pues piensan que ha perdido la cabeza).

La manera con la que el director y guionista Jeff Nichols muestra las pesadillas que sufre su protagonista reflejan la manera por la cual éstas parecen cruzar la frontera de los sueños para instalarse en el territorio de la vigilia. Durante las primeras secuencias oníricas, Nichols establece esa frontera cortando de manera directa a la imagen de Curtis despertando angustiado en su cama, aunque las sensaciones vividas en el sueño permanecen (el brazo donde supuestamente le mordió su perro le sigue doliendo durante el resto del día). Pero en uno de los último sueños el corte no es directo, sino que es sustituido por un frenético montaje paralelo que nos muestra a Curtis gritando en su cama mientras se sigue sucediendo la pesadilla. A partir de este momento, Curtis empezará a experimentar estas visiones mientras está despierto, oyendo los ecos de una estruendosa tormento o viendo los desnortados movimientos de una bandada de pájaros enloquecidos.

¿De donde provienen estas visiones? ¿Cual es el origen de las pesadillas? La visita que Curtis hace a su madre en la residencia en la que ésta vive desde hace décadas no da una pista: cuando tenía sólo diez años su madre fue ingresada en una institución mental tras serle diagnosticado un caso de esquizofrenia. Con esta información, Take Shelter entra en el terreno de la ambigüedad: ¿es Curtis un ser visionario cuyas pesadillas le avisan sobre un inminente peligro? ¿O acaso son los primeros indicios de una mente en proceso de desintegración? La puesta en escena de Nichols refuerza esta ambigüedad a través de una puesta en escena fría y de calculadas y rectas composiciones en scope que parecen rehuir cualquier componente fantástico, explotando antes lo ordinario que lo extraordinario. Y es precisamente la naturalidad con la que su protagonista se ve abocado a un destino que parece ineludible, a medio camino entre el delirio y la iluminación, el medio por el cual Take Shelter recorre el camino de la calma a la inquietud.

Así, Take Shelter parece acogerse a la imagen del apocalipsis de bolsillo que popularizara de nuevo M. Night Shyamalan a través de títulos tan memorables como Señales y El incidente, filtrando los códigos del cine de catástrofes a través de una mirada minimalista e inequívocamente indie. Pero la escena en la cual Curtis se enfrenta a un grupo de vecinos, intentando avisarles ante su incrédula mirada del horror de lo que se avecina, unido al ambivalente plano final, nos proporciona una tercera vía más estimulante: aquella por la cual la esquizofrenia de Curtis le proporciona la habilidad para ver ese plano de la existencia que se oculta a nuestros ojos, permitindole captar los símbolos y señales que anuncian las grietas de esa misma existencia. De esta manera, Curtis, junto con la Justine de la abrumadora Melancholia de Lars von Trier, se convierte en la reencarnación de Casandra (1) que los aciagos tiempos que nos ha tocado vivir parecen solicitar.
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(1) En la mitología griega, Casandra era hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya. Fue sacerdotisa de Apolo, con quien pactó, a cambio de un encuentro carnal, la concesión del don de la profecía. Sin embargo, cuando finalmente fue rechazado por ésta, la maldijo permitiéndole conservar su don pero sin que nadie creyese jamás sus pronósticos, como sucedió tiempo después cuando vaticinó la caída de Troya.


lunes, 14 de mayo de 2012

Martha Marcy May Marlene

(Martha Marcy May Marlene)
USA, 2011. 102m. C.
D.: Sean Durkin P.: Antonio Campos, Patrick Cunningham, Chris Maybach & Josh Mond G.: Sean Durkin I.: Elizabeth Olsen, Hugh Dancy, Sarah Paulson, John Hawkes

Las primeras imágenes de Martha Marcy May Marlene nos colocan en un espacio idílico: una pequeña comunidad aislada del mundanal ruido de la ciudad, un grupo de personas viviendo juntas en contacto directo con la naturaleza. Los hombres reparando o construyendo la casa de madera en la que viven; las mujeres colgando la ropa lavada al aire libre para que se seque o cosiendo sentadas a la sombra del porche de la vivienda; el niño que juega descalzo con su pelota. Un ambiente casi paradisíaco que se rompe con las secuencias que vienen a continuación. La luminosidad del exterior es sustituida por la oscuridad de los interiores. Cuando vemos a los hombres comiendo juntos mientras las mujeres esperan a que terminen para que les llegue el turno para poder alimentarse nos vemos inmersos en una angustiosa comunidad fuertemente jerarquizada. Una sensación acrecentada por la imagen que nos muestra una habitación llena de cuerpos durmiendo. La importancia de este comienza no solo estriba en presentarnos el punto de partida de la huida de su protagonista, la joven Martha, intentando escapar de la secta en la que se ha visto sumergida los dos últimos años de su vida, sino establecer la naturalidad con la que lo ordinario puede esconder la sombra de lo turbulento.

Y esta transformación es reflejada por el director Sean Durkin a través de una mirada limpia que aúna objetividad y subjetividad, a la búsqueda de reflejar sin caer en en una fácil mirada morbosa tanto la convivencia en el seno de una secta como transmitir las consecuencias que esta vivencia tiene en la protagonista. Durkin se centra en dos puntos argumentales a la hora de desarrollar la historia que cuenta Martha Marcy May Marlene: el choque entre el estilo de vida de la hermana de Martha y su marido, quienes la acogen en su hogar, un estilo de vida que podríamos definir como aceptado, "normal", y las enseñanzas que Martha ha adquirido en la secta (Martha se baña en el lago situado cerca de la casa completamente desnuda delante de su hermana y su marido; se acuesta en la cama de ambos mientras están haciendo el amor); y el temor de Martha a que sus antiguos compañeros la localicen y se la lleven de nuevo, haciendo daño a su escasa familia.

Para ello, Durkin despliega dos elementos narrativos: la utilización del scope le sirve para colocar a su protagonista en los amplios espacios en los que vive, subrayando cada rincón, cada habitación y cada esquina como un lugar amenazante, tanto por lo que se pueda esconder en ellos como por su propia vacuidad intrínseca. Una de las figuras estilísticas recurrentes en Martha Marcy May Marlene consiste en colocar a Martha en primer plano difuminando el resto del encuadre, enfatizando de esta manera la incógnita en la que vive, moviéndose por un terreno completamente desconocido y, por tanto, amenazante. El segundo elemento al que aludíamos consiste en la continua fragmentación temporal de los hechos narrados, mezclando el pasado de Martha viviendo en la secta como el presente en la casa de su hermana.

El objetivo de esta mezcla no viene dada para informarnos de dicho pasado, sino que sirve como testimonio de la fractura mental en la que vive encerrada la protagonista. De ahí que no podamos hablar de flashbacks, pues esta mezcla se muestra con naturalidad como si, antes que recordar su pasado, Martha saltara continuamente entre su éste y el presente, viéndose arrastrada una y otra vez de vuelta al origen de sus pesadillas. De esta manera, también, Durkin equipara las rígidas y deshumanizadoras normas de la secta encabezada por el escalofriante gurú Patrick y la existencia anclada en las apariencias y el éxito material. En suma, Martha ha salido de una sórdida cárcel de madera (en la cual las mujeres son violadas haciéndoles creer que están pasando por un ritual de purificación) para quedar encerrada de nuevo en una lujosa prisión de oro. Es por esto que Durkin, a la hora de saltar de un espacio temporal a otro, en numerosas ocasiones nos coloca en el terreno de la incertidumbre, sin que sepamos al principio en qué momento estamos: ¿estamos en peligro? ¿podemos dormir con tranquilidad? ¿o acaso eso no existe?

Es por este camino por el cual Martha Marcy May Marlene se convierte en una angustiosa película de terror, haciendo universal los miedos de su personaje principal. Lo que nos cuenta Sean Durkin no es el difícil proceso de integración de un frágil ser alienado por su traumática experiencia en el interior de una secta, sino la paulatina desintegración de los pilares que sostienen su percepción de la realidad: cuando unos ruidos en la noche pueden ser las pisadas de unos intrusos invadiendo el hogar; el timbre del teléfono la señal de alarma de un peligro inminente. El momento en el que los movimientos de los demás son un indicio constante de hostilidad, de amenaza, dejamos de vivir y nos convertimos en muertos vivientes vaciados de cualquier atisbo emocional. Porque, después de todo, cuando el peligro, la incertidumbre y la angustia se convierten en la definición de nuestra existencia cotidiana ¿esta merece seguir llamándose vida?.


lunes, 7 de mayo de 2012

El hombre sin sombra

(Hollow Man)
USA/Alemania, 2000. 112m. C.
D.: Paul Verhoeven P.: Alan Marshall & Douglas Wick G.: Andrew W. Marlowe, basado en una idea de Gary Scott Thompson & Andrew W. Marlowe I.: Elisabeth Shue, Kevin Bacon, Josh Brolin, Kim Dickens

Con la conocida anécdota por la cual el realizador holandés Paul Verhoeven inicialmente rechazó el guión original de Robocop por considerarlo ridículo para, finalmente, aceptar el proyecto siguiendo el consejo de su esposa, el director de El cuarto hombre relativizaba el concepto que tenemos del cineasta autor. Convertido en su carrera americana en un cineasta especializado en cine de ciencia-ficción, un cine, aparentemente, alejado de los títulos que le consagraron en su Holanda natal, en cambio, podemos detectar en cada uno de sus títulos norteamericanos las huellas de una mirada personal. Y es, precisamente, en El hombre sin sombra, posiblemente su proyecto más comercial, haciéndose cargo de una superproducción de casi 100 millones de dólares repleta de efectos especiales, donde más honda podemos detectar esa huella. Y lo hacemos a los pocos minutos del comienzo de la película, en una de sus escenas más espectaculares.

El proceso por el cual la gorila Isabelle, cobaya para un experimento sobre la invisibilidad, se vuelve visible ante nuestros ojos supone tanto un ejemplo de los lujosos y asombrosos efectos especiales visuales que luce la película como de la particular mirada de Verhoeven a la hora de manejarlos. Porque, que duda cabe, El hombre sin sombra supone un medio, me atrevería a decir una excusa, para desplegar un completo y exhaustivo catálogo de las posibilidades actuales (al menos, las disponibles en el momento del estreno del film) de los efectos especiales digitales, los cuales, por su carácter virtual, se colocan en las antípodas de lo físico.

La imagen del cuerpo de Isabelle formándose, mostrando cómo las venas recorren el cuerpo, el corazón latiendo frenéticamente en primer plano, los músculos cubriendo los huesos de la estructura ósea, evidencia el discurso de Verhoeven: el enfrentamiento entre lo lo etéreo -lo invisible- y lo corpóreo. En este sentido, el hombre hueco al que alude el título original hace referencia tanto a lo externo como a lo interno. Prisionero de su propia invisibilidad, el ansia de poder de Sebastian Caine son obsesivamente terrenales, pasando por los celos, el acoso sexual y la avidez carnal. ¿Es nuestro cuerpo, el envoltorio carnal que nos da forma y nos identifica, el que reprime nuestros deseos más oscuros y profundos?

El enfrentamiento entre Sebastian y sus antiguos compañeros de trabajo que ocupa el último tercio de metraje supone la puesta en práctica de la teoría expuesta en la primera parte: la colisión frontal entre la vulnerable carnalidad de los segundos en contraposición con la agresiva ausencia del primero. La brillante imagen en la cual Sarah utiliza una bolsa de sangre para descubrir a Sebastian certifica su vulnerabilidad: es el líquido hemoglobínico que recorre nuestro organismo dotándole de vida el que nos demuestra que el cuerpo de Sebastian está ahí, podamos verlo o no. No ha de extrañarnos que el clímax final de El hombre sin sombra entre en el terreno convencional de una monster movie pues, para sus aterrados compañeros, Sebastian ha dejado se ser humano. No por la pérdida de su cuerpo, sino por haberse librado de las ataduras morales y éticas que les convierten en ciudadanos modernos civilizados.