martes, 30 de marzo de 2010

Depredador


(Predator) USA, 1987. 107m. C.
D.: John McTiernan
I.: Arnold Schwarzenegger, Carl Weathers, Elpidia Carrillo, Bill Duke

Algún día habría que escribir uno de esos estudios serios y profundos (y deliciosamente pedante y aburrido) acerca del por qué en la que posiblemente sea la peor década de la historia del cine americano (los 80), una época en la que el cine fue sumergido por el capitalismo salvaje que caracterizó a la época del hedonismo y los excesos (y que tan bién supo reflejar Bret Easton Ellis en American Psycho), la década en que nació el concepto de saga entendida como franquicia cinematográfica, como es posible, decíamos, que el cine de acción viviera su edad de oro, hasta el punto de que muchos de sus títulos son considerados hoy clásicos modernos.

El caso de Depredador es especialmente interesante al ser un producto derivativo, el intento de aprovechar el éxito de films como Alien. El octavo pasajero y Rambo. Acorralado 2ª parte. Del film de Ridley Scott utiliza la estructura básica de aquella: el enfrentamiento de un grupo especializado contra una desconocida criatura alienígena en un entorno del que no se puede escapar (un entorno abierto que acaba siendo tan claustrofóbico como la Nostromo: la jungla); por otro, la naturaleza marcial de ese grupo, así como las escenas de acción que protagoniza, recuerda inevitablemente a la segunda aventura de John Rambo (recordemos, con guión de James Cameron, cuya belicosa Aliens. El regreso también sirve de influencia). Como vemos, un dechado de originalidad. Y si Depredador no sólo puede presumir de personalidad propia sino de haber entrado por meritos propios en esa galería de clásicos a la que aludíamos antes es gracias al talento de su director, John McTiernan.

Un McTiernan que, como haría al siguiente año con la también mítica Jungla de cristal, oficia de narrador, de contador de historias, poniéndose al servicio de lo que cuenta y no como un medio de lucimiento. Destaquemos como ejemplo la presentación del grupo comandado por Arnold Schwarzenegger, quienes con cuatro pinceladas (un plano y una frase) adquieren personalidad propia, carisma. Pero si en la primera aventura de John McLane, McTiernan hará gala de una puesta en escena exquisita, de cuidados encuadres aprovechando el scope, acorde con el ambiente lujoso en el que se desarrollaban los sucesos, en Depredador luce una planificación más abrupta y directa, menos bonita pero más trepidante. De esta manera, McTiernan explota la jungla convirtiendola en un personaje más, en el enemigo durante gran parte del film, transformándola en un entorno extraño y amenazante.

Al comienzo del film, el mayor Dutch y su grupo penetran en este territorio con toda su tecnología y maquinaria arrasando con lo que encuentran a su paso, sintiéndose fuertes y seguros. A medida que el grupo va siendo diezmado, las armas desaparecerán y tendrán que utilizar tanto su inteligencia como su fuerza física para sobrevivir. Del día pasamos a la noche; y de la jungla a un entorno onírico y fantasioso. Schwarzenegger comienza siendo Comando para acabar en Conan, el bárbaro, en un recorrido lleno de pólvora, sangre, miedo y honor.


domingo, 28 de marzo de 2010

Jeepers Creepers


(Jeepers Creepers) USA, 2001. 90m. C.
D.: Victor Salva
I.: Gina Philips, Justin Long, Jonathan Breck, Patricia Belcher

Gran parte de la efectividad de Jeepers Creepers viene dada por sus primeros minutos. El paisaje puede ser conocido, incluso tópico: una carretera desierta bañada, o, mejor dicho, quemada por el inclemente sol; un coche que la recorre en el cual, además, viajan dos adolescentes. Incluso se incluyen algunos detalles previsibles como el programa de un exaltado predicador, única emisora que los protagonistas pueden sintonizar en la radio del coche. Desde luego, no es un marco precisamente esperanzador para el aficionado pero, en seguida, este se da cuenta de que algo es diferente: los dos protagonistas, Trish (Gina Philips) y Darry (Justin Long) son hermanos y su conversación, repleta de bromas y juegos infantiles (junto a insultos no menos infantiles), resulta particularmente creíble. De esta manera, la película adquiere un tono de cotidianidad, de normalidad, que resultará especialmente efectivo ante la irrupción del horror.

Porque
Jeepers Creepers es una película acerca del horror. El horror escondido entre los pliegues de nuestra cotidianidad, invisible a nuestra vista pero que, sin duda, determina nuestras vidas. Puede aparecer en medio de la carretera, en forma de estruendoso y oxidado camión o internarse en las profundidades de la tierra a través de una mugrienta tubería. El director Victor Salva explora ese terror a lo desconocido, a aquello que se oculta en la oscuridad y cuya ubicuidad parece convertirlo en nuestra sombra. Y resulta meritorio el que, sin ceder a explicaciones racionalistas, manteniendo el misterio alrededor de su criatura, consiga hacernos creer que esta está alrededor de nosotros desde el principio de los tiempos, es decir, potenciar su mitología.

Es esta falta de explicaciones lo que convierte al Creeper en la manifestación física de nuestros miedos, en el receptáculo donde volcar todos nuestros temores y obsesiones: en un momento dado, los protagonistas recordarán una oscura y escalofriante leyenda urbana que se hará realidad en los dominios del horror.
Jeepers Creepers carece de cualquier elemento metafísico o irónico: el terror es cercano y familiar, profundamente físico: el sudor provocado por el pánico a lo irracional, el templequeo de las manos tras sentir el triunfo de la muerte sobre la carne, el silencio que se apodera de nuestra boca, pues de ella sólo podría salir un tartamudeo que manifestaría nuestra imposibilidad para describir un terror que se escapa a nuestra comprensión.

Incluso los elementos más claramente sobrenaturales como el personaje de la médium que vaticina el futuro de los protagonistas parece estar ahí para subrayar la imposibilidad de escapar de un final que ya fue decidido en el momento en el que el espanto se cruzó en el camino de los protagonistas. En los minutos finales, Victor Salva parece ceder a los convencionalismos del género con el enfrentamiento del Creeper contra los policías en el interior de una comisaría, pero en realidad está preparando un anticlimax que frustre las expectativas liberadoras de su público: en
Jeepers Creepers la salida del sol no trae consigo ni la calma ni la seguridad sino que nos sumerge en nuestras tinieblas internas donde buscamos explicaciones a unos hechos y a un ser cuya existencia, seguramente, carece de respuestas y cuyo arte, sumergido en las profundidades húmedas y herrumbrosas de una fábrica abandonada, tiene su materia prima en nuestros miedos y en nuestro dolor.


viernes, 26 de marzo de 2010

Pesadilla en Elm Street


(A Nightmare On Elm Street)
USA, 1984. 91m. C.
D.: Wes Craven
I.: John Saxon, Ronee Blakley, Heather Langenkamp, Amanda Wyss

Freddy Krueger es un icono más social que cinematográfico, todo un mito de la cultura popular que ha desarrollado una ingente cantidad de merchandising, el cual no sólo ha prolongado su figura más allá de la pantalla, sino que la ha reformulado. A través de los cómics, las novelas, las series de TV., los vídeo-clips, los juegos (de cualquier tipo), las figuras y muñecos varios, disfraces, revistas, y un largo etcétera, el personaje en cuestión ha ido mutando, y ha llevado a la gran pantalla todos estos cambios. Dejaremos para un (absurdo) estudio sociológico los motivos por los cuales un personaje creado para aterrorizar y matar adolescentes se ha llegado a convertir en un héroe para esa misma juventud a la que diezma en la pantalla. Más interesante me resulta el tomar la figura de Krueger como modelo de la e(in)volución del cine de terror comercial (USA, si se prefiere): ese discurrir que parte de un género serio y oscuro, cuyo objetivo es perturbar a su público, para terminar en un circo de tres pistas lleno de acrobacias y estruendo. Es por todo lo aquí apuntado que siempre resulta gratificante el recuperar la Pesadilla en Elm Street original y revivir los tiempos en los que Freddy se llamaba Fred (pocas veces una variación de un nombre ha significado tanto); las mangas del jersey no llevaban rayas verdes y el guante con cuchillas en los dedos era algo más que un adorno fetichista. Es decir, cuando Fred(dy) daba miedo de verdad.

Una de las principales bazas del film es jugar con las expectativas de su público potencial: Pesadilla en Elm Street se estrena en 1984. A esas alturas, la saga de Viernes 13 ha estrenado cuatro entregas y la de Halloween, tres (aunque la tercera no debería contar aquí); por otro lado, films como El asesino de Rosemary, Prom Night o San Valentín sangriento ya han arrastrado a miles de adolescentes al cine; incluso se ha estrenado Psicosis II. El regreso de Norman para horror de muchos. Es decir, el cine de psichokiller para adolescentes, iniciado con las seminales películas de Sean S. Cunningham y John Carpenter domina claramente el género de terror. Wes Craven factura un film que se adscribe argumental y visualmente a ese género y utilizará sus códigos para manipular (en el mejor de los sentidos) a su público: al comienzo del film, cuando los tres protagonistas están reunidos en casa, se oye un ruido en el exterior, como si alguien arañara un objeto metálico. El mismo sonido que dicen haber oído en sus pesadillas. Cuando los tres deciden investigar el sonido, Craven sabe que su público piensa que posiblemente sea el asesino, pues éste aún no ha sido mostrado: para el espectador no avisado, puede ser otro loco con máscara de Halloween.

En este sentido, resulta paradójico que siendo esta primera entrega la más concisa y austera de la saga (lejos del espectáculo pirotécnico de posteriores títulos de la serie), sea la más fantástica. Una de las más recurrentes (y recurridas) definiciones del género fantástico es que consiste en la invasión, perturbación, de lo familiar por lo sobrenatural. Fred Krueger es un ente sobrenatural, un espectro vengador del Más Allá que atrapa a sus víctimas en un terreno en el que se sienten seguras, protegidas, para llevarlas al suyo propio. Y es que el espacio, el escenario, cobra una gran importancia en Pesadilla en Elm Street.

El espíritu de Krueger sólo tiene sentido si creen en él. Si le temen. Por eso toma como objetivo a los adolescentes: éstos, lejos del frontal escepticismo de los adultos, tienen una visión del mundo más sencilla, casi pura, que les lleva a creer ya no sólo en lo que ven, sino en lo que intuyen y en lo que oyen (en un momento de la película se llega a identificar a Krueger con el "Hombre del Saco", al igual que ocurría con Michael Myers en La noche de Halloween, remitiendo a los temores colectivos del subconsciente). Para lograr ese temor, esa angustia casi existencial en sus víctimas que mejor que invadir su territorio, demoler lo familiar, lo conocido. Así, los ataques de Krueger se realizan siempre en un escenario aparentemente seguro para los protagonistas (la muerte de Tina (Amanda Wyss) se produce en el porche de su casa; el ataque a Rod (Nick Corri) en su celda; el acoso de Nancy (Heather Langenkamp) en la bañera o de Glen (Johnny Depp) en su habitación) pero que se transformará en un entorno sucio y desconocido, en una trampa (estén donde estén, ya sea en el colegio o en su propia casa, las víctimas de Krueger acaban acorraladas en la fábrica de éste, un pesadillesco laberinto de pasillos y tuberías, lleno de humedad y herrumbre, en el que las sombras lo cibre -y esconde- todo). A medida que Krueger va matando a más jóvenes, y al mismo tiempo, los supervivientes le van temiendo más, su poder crece y se expande, ya no sólo pudiendo transformar el escenario de sus víctimas, sino que directamente lo puede modificar: en una escena, cuando Nancy, huyendo de Freddy, entra en casa y sube las escaleras, sus pies se hunden en los escalones, como si caminara sobre arenas movedizas. Es posible que el objetivo final de Krueger sea el penetrar y manipular la realidad. Eso explicaría la última media hora de la película, sin duda, lo más audaz que ha dirigido Craven en su carrera.

En su parte final, aparentemente, Craven incurre en una serie de incongruencias narrativas que, en las mayoria de las ocasiones, han sido tildadas de fallos por diversos aficionados o críticos. Esta posición, sin duda producto de una mirada tan superficial como perezosa del objeto de estudio, no deja de sorprenderme, sobre todo aplicada a una película que juega constantemente con la dualidad entre realidad/sueño, en la que, en muchas ocasiones, se pretende despistar al espectador. La polémica empieza en una escena en concreto: Nancy está aparentemente despierta cuando contesta al teléfono y este se transforma en la lengua de Fred. Podría ser un error de Craven quien, a la hora de retorcer la trama, se ha liado. La cosa podría quedar ahí si no fuera porque el enfrentamiento final entre Nancy y Krueger se libra en la realidad, y aún así ocurren una serie de hechos decididamente irreales (por ejemplo, la despedida de la madre o la aparición-de-la-nada de Krueger bajo las sábanas). Por no hablar del epílogo, extraño y en absoluto convencional. Da la impresión de que, a esas alturas del metraje, el poder de Krueger es tal, que no conoce fronteras: puede contaminar el mundo real, transformando toda la existencia en una experiencia onírica. En este contexto, los personajes pueden estar dormidos sin saberlo, inmersos en un sueño del que jamás llegan a despertar (lo que convertiría a la película en un juego de cajas chinas, de sueños dentro de sueños). De esta manera, y anticipándose a las heroínas de las secuelas, Nancy se convertiría en una Dream Warrior, para acabar erigiéndose en una Dream Master, modificando su vida a su antojo y transformándola en algo perfecto. Algo imposible, pues el territorio de lo onírico está bajo el poder de Krueger, y él siempre saldrá victorioso jugando en casa.

No quisiera terminar esta reseña sin dedicar unas líneas a los auténticos "malos" de Pesadilla en Elm Street. No me refiero al asesino de las garras de metal, sino a los adultos, concretamente, los padres de los protagonistas. En este sentido, estamos ante una película profundamente generacional, pues Nancy y sus jóvenes amigos viven acosados por los errores de sus padres. Éstos forman un oscuro grupúsculo con armarios repletos de esqueletos, y en su temor, en su cobardía, son incapaces de ayudar a sus hijos, de salvarlos (Tina es atacada por Krueger cuando su madre se ha marchado con su novio, dejándola sola; la madre de Nancy espanta sus fantasmas con alcohol y encierra a su hija en su propia casa; los padres de Glen impiden que Nancy pueda hablar con él, propiciando que éste se duerma). Se puede ver una pequeña crítica a ese cinismo de las apariencias que tanto se asocia con Estados Unidos, con ese retrato de los barrios suburbiales en los cuales todos los vecinos se sonríen, saludan cuando se ven y preparan barbacoas, mientras en el sótano esconden el más horrendo de los secretos (la madre de Nancy esconde las cuchillas de Krueger en la caldera situada en el sótano). En realidad, Fred Krueger no es más que la corporeización (meta)física del sentimiento de culpa de los adultos de la calle Elm.


jueves, 25 de marzo de 2010

Alien: Resurrección


(Alien: Resurrection) USA, 1997. 116m. C.
D.: Jean-Pierre Jeunet
I.: Sigourney Weaver, Winona Ryder, Dominique Pinon, Ron Perlman

Como si se tratara de un grupo musical que, tras el fracaso de su disco anterior, sacaran un recopilatorio, un grandes éxitos, en un intento de que su público no se olvide de su existencia, tras la decepción que supuso Alien 3 en todos los niveles (no convenció ni a crítica ni a público, todo lo contrario que las anteriores entregas), Alien: Resurrección se presenta como un calculado run for cover, un Greatest Hits de la saga, que amalgama en un único film lo mejor de cada entrega (la multiplicidad de criaturas y un grupo de mercernarios que les pueda hacer frente, de Aliens, el regreso; uno de los integrantes del grupo protagonista será un androide, sin que el resto sean conscientes de la autentica naturaleza de su compañero, de Alien. El octavo pasajero; las diferentes mutaciones de la criatura original, de Alien 3). La contratación de Joss Whedon como guionista y de Jean-Pierre Jeunet como director supone un evidente intento de dar empaque autoral a lo que a todas luces es un mastodóntico proyecto industrial.

El creador de la popular serie de televisión Buffy Cazavampiros acierta a la hora de resucitar al personaje de Ripley, utilizando ingeniosamente el recurso de la clonación, pero fracasa a la hora de combinar los elementos de acción y suspense, el frenetismo con el terror (todo lo referente a los experimentos de los militares con los aliens, y las mutaciones resultantes, resulta confuso; el grupo de mercenarios protagonista resulta excesivamente estereotipado). Por su parte, Jeunet se esfuerza en demostrar que es el director de Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos, trayéndose consigo a su equipo fetiche (los actores Dominique Pinon y Ron Perlman; el creador de efectos especiales Pitof; el fotógrafo Darius Khondji) aunque dejándose por el camino a Marc Caro, quien se limitó a supervisar el diseño artístico del film. Jeunet llena el film de rebuscados encuadres y frenéticos movimientos de cámara en un desesperado intento de dejar su huella francesa en una superproducción americana, aunque logrando un par de escenas memorables (el elegante comienzo: un travelling se acerca al tubo criogénico en el que se halla una Ripley aún niña en estado de suspensión. La cámara se detiene en un plano muy cerrado de sus ojos. La piel envejece y la cámara se aleja, mostrando ya a una Ripley mujer; el kilométrico travelling que recorre la cabeza de la reina alien) pero logrando la entrega más anodina de la serie: Alien: Resurrección tiene el tono de un (mal) comic y la estructura de un (aburrido) vídeo-juego.

Alien: Resurrección desperdicia algunas buenas ideas que podrían haber enriquecido la mitología de la saga: finalmente, tras dedicar casi toda su vida en su enfrentamiento con una raza alienígena, Ripley acaba convertida en su mayor enemigo, una representación a nivel genético de las dos caras de una misma moneda; la caida de Ripley en el nido y su traslación hacia los aposentos de la reina recupera el componente sexual de la primera entrega. Seguro que el momento en el que Ripley arranca la lengua de un alien muerto (la lengua está flácida, por tanto, se vuelve erecta para atacar, como si fuera un pene) hizo las delicias de H.R. Giger... si es que vio la película.


miércoles, 24 de marzo de 2010

Alien 3


(Alien 3) USA, 1992. 145m. C.
D.: David Fincher
I.: Sigourney Weaver, Charles S. Dutton, Charles Dance, Paul McGann

En estos tiempos en los que etiquetas como "Versión extendida" o "Director's Cut" se han popularizado hasta niveles absurdos (hasta extremos surrealistas como el de El Exorcita, que en realidad debería llamarse el Producer's Cut, pues William Friedkin sí logró imponer su criterio en su momento) y que está claro que no se trata más que de un reclamo comercial (en realidad, la integración en el film de lo que antes se denominaba como "Escenas eliminadas" en la sección de extras), no deja de ser curioso el caso de la Versión Especial de Alien 3 que si bien no es un genuino DC (pues David Fincher no ha participado en el nuevo montaje ni quiere saber nada del asunto) sí que presenta un montaje más cercano a lo inicialmente pensado por el director de Seven. Este rencor que persiste a pesar del paso de los años es representativo de los problemas que la tercera entrega de la saga de Alien atravesó en todo su proceso y cuyo resultado finalmente no satisfizo a nadie. Un caso que confirma la teoría de que cualquier película que haya tenido la fortuna de contar con una buena secuela, irremediablemente se hundirá en la tercera (pensemos en los casos de Spider-Man, X-Men, Scream, Batman, Terminator... ¿El padrino?).

Ya desde su mismo comienzo, Alien 3 parece querer alejarse de las sombra de su predecesora, eliminando a los supervivientes de Aliens. El regreso, Hicks y Newt, volviendo a dejar a Ripley sola, como si arrastrara una maldición que la une irremediablemente a una mortífera criatura alienígena que le impide la formación de una familia. Una de las constantes de la saga es la utilización de un género concreto, así en Alien. El octavo pasajero se utilizaban los esquemas de un film de casa encantada, convirtiendo a la Nostromo en un caserón gótico, y James Cameron convirtió la segunda entrega en un film bélico, Alien 3 nos encierra en un film carcelario, con la llegada de Ripley a un monasterio medieval, convertida en una Virgen María del Apocalipsis, representación de la tentación, del pecado para los internos. Una lectura religiosa que sustituye al ambiente sexualizado del film de Ridley Scott y al fetichismo militarista de Cameron y que convierte a Alien 3 en el film más siniestro y claustrofóbico de la saga, potenciado por un ambiente sucio y degenerado (esa comunidad de criminales, asesinos y violadores que intentarán ultrajar a la misma Ripley) y marcado por el pesimismo que anuncia la inmolación de la protagonista.

Los esfuerzos de David Fincher, en su debut en el cine, por convertir Alien 3 en un espectaculo visual consiguen un buen puñado de escenas para el recuerdo (los vertiginosos travellings desde el punto de vista de la criatura, el movimiento de cámara que arranca en la puerta de los aseos y termina con el plano de Ripley duchándose, la transparencia que transforma unos cadávares embalsamados en lágrimas) pero no consigue ni remontar un guión absurdo y carente de ideas (¿alguien me explica la relevancia dramática que puede tiener el que el planeta esté infestado de piojos más allá de mostrar a Sigourney Weaver más fea que nunca?) ni dar entidad a la criatura en su ridícula mutación del original. Lo máximo que consigue es convertir un personaje fuerte y carismático en alguien arrogante y lloriqueante, cuyo sacrificio no nos conmueve, ni siquiera nos importa. Como dijo Jesús Palacios, "un triste final para lo que podría haber sido la mejor saga de ciencia-ficción y terror". Lo peor, es que no fue el final.


lunes, 22 de marzo de 2010

Samurai Princess


(Samurai purinsesu: Gedô-hime) Japón, 2009. 82m. C.
D.: Kengo Kaji
I.: Yû Aiba, Takeshi Ayabe, Miki Hirase, Mitsuru Karahashi

La protagonista de Samurai Princess fue atacada junto a su grupo de amigas, entre las que se encontraba su hermana, por un grupo de grotescos energúmenos quienes las violaron y posteriormente descuartizaron. Excepto a ella, que sobrevivió enterrada entre los miembros cercenados de sus amigas. Una monja budista la encuentra agonizante. Una vez recuperada, decidirá vengarse de la afrenta. Contado así, Samurai Princess no parece decirnos nada nuevo. Desde el western hasta los clásicos del subgénero rape & revenge, este es un argumento prototípico. Ahora bien, si decimos que la joven protagonista utiliza sus pechos para formar una arrojadiza bola de enorme impacto, lleva acoplados unos propulsores en sus tobillos y puede conectarse a los cerebros de sus víctimas con un cable membranoso que saca de su nuca, es posible que la cosa se ponga más interesante.

Samurai Princess transcurre en un universo paralelo y absolutamente fantasioso en el que el pasado, el presente y el futuro se hayan unidos en un ejercicio estético que conjunta el japón feudal (los trajes de los protagonistas en general, así como la utilización de katanas y los duelos rituales), el contemporáneo (la utilización de modernos teléfonos móviles, guitarras eléctricas o vestimentas actuales como cazadoras vaqueras) con ciertos elementos cyberpunks (los protagonistas son cyborgs: a las características ya comentadas de la protagonista, destaquemos a sus villanos: uno lleva una sierra mecánica acoplada a una pierna; otra, unas cuchillas sustituyen a su pie). El resultado es lo que podríamos llamar un chambara-punk influenciado por los profetas de la Nueva Carne (los experimento biomecánicos son dignos de Cronenberg y la criatura final podría ser fruto del Tsukamoto de Tetsuo II: El cuerpo de martillo) y el hentai más grotesco (el tentaculoso y monstruoso pene de la criatura final). Película absurda y enloquecidamente gore, absolutamente bizarre y de atmósfera fuertemente erotizada, aburrida en sus momentos de transición y arrolladora en sus escenas cumbres, su utilización de los modos y maneras del manga y el animé (e, incluso, del videojuego) tanto en su estética (en ocasiones parece que estemos ante un desfile de cosplay) como en su narrativa acaba confiriéndole una extraña coherencia interna, lo cual sumado a su desparpajo sin complejos, absurdo sentido del humor y absoluta falta de pretensiones hacen de Samurai Princess un irresistible plato fuerte para connoisseurs.

domingo, 21 de marzo de 2010

The Boy From Hell


(Jigoku kozô) Japón, 2004. 50m. C.
D.:
Mari Asato
I.:
Mirai Yamamoto, Mitsuru Akaboshi, Baku Numata, Hanae Shôji

The Boy From Hell pertenece a una serie formada por seis episodios englobados bajo el título Theater of Horror y que adaptan sendas obras del mangaka Hideshi Hino (las otras cinco entregas serían: Dead Girl Walking, Lizard Baby, The Ravaged House, The Doll Cemetery y Death Train). El propio Hino oficializa de maestro de ceremonias al comienzo de cada entrega, al más puro estilo del Guardián de la Cripta de Historias de la Cripta. En este prólogo, el autor de Panorama infernal deja bien clara su perturbadora visión de la existencia. Para Hino, el mundo en el que vivimos es un catálogo contínuo de atrocidades. Autor especialmente enfermizo y perturbador, obsesionado por el infierno, los contínuos apuntes autobiográficos de su obra no hacen sino potenciar el profundo malestar que sus historias producen en el lector, todo ello visualizado con un estilo grotesco y retorcido.

The Boy From Hell pretenden trasladar esa atmósfera turbadora a través de la historia de una madre que pierde a su hijo pequeño en un accidente de coche (que parece una versión ultragore de La mano, de Oliver Stone). Trastornada por la angustia de la pérdida, la madre llegará a acudir a prácticas esotéricas para conseguir tener de regreso a su hijo. Por tanto The Boy From Hell parte del popular relato de J.J. Jacobs La pata de mono (el deseo de la vuelta a la vida de un familiar muerto es cumplido, con siniestros resultados) para convertirse en una mezcla entre Estoy vivo (el hijo, convertido en una horripilante criatura muy parecida al bebé asesino de Larry Cohen, se dedicará a atacar a cualquier persona que se cruce en su camino para saciar su hambre de carne humana) y Cabeza borradora (el niño deforme como representación de la perturbada psique de su madre).

The Boy From Hell intenta reproducir la turbadora y enfermiza atmósfera de la obra de Hino pero sólo lo consigue en momentos muy puntuales. El film hace gala de unos paupérrimos valores de producción y es precisamente en la explotación de estas carencias cuando se consiguen los mejores momentos (la escena del accidente, en el que el descarado y cutre efecto croma dota de un tono de extrañamiento a toda la escena, punteada por la plano del niño decapitado buscando su cabeza). Desgraciadamente, The Boy From Hell acaba siendo excesivamente convencional y se hunde en esas carencias (toda la trama de la investigación policíaca o los desafortunados toque de humor) o en equivocados elementos estéticos (la utilización de los dibujos originales de Hino, interesante idea pero de risibles resultados). Si se hubiera apostado por la creación de una atmósfera de pesadilla, por un tono más abstracto, posiblemente hubiera funcionado. De esta manera, The Boy From Hell se queda en un puñado de conseguidas escenas (el ritual en el cementerio, el paseo en silla de ruedas, la fiesta de cumpleaños) que no consiguen remontar la pobreza general del film.


sábado, 20 de marzo de 2010

La cinta blanca

(Das weisse Band - Eine deutsche Kindergeschichte) Austria/Alemania/Francia/Italia, 2009. 144m. BN
D.: Michael Haneke
I.: Susanne Lothar, Ulrich Tukur, Burghart Klaussner, Josef Bierbichler

Michael Haneke practica un cine intelectual, teórico. Sus películas tienen como objetivo transmitir un mensaje, una idea. Y todas las decisiones narrativas y estéticas van dirigidas en esa dirección. De ahí que sus películas sean exigentes con el espectador, pues no busca en ningún momento entretenerle, complacerle, sino instruirle. Aquí puede detectarse el principal defecto de Haneke, su posición elitista con respecto al espectador, adoctrinando desde su privilegiada altura de intelectual. Pero sin duda, el principal atractivo del director de El séptimo continente es el objeto de su estudio: el mal. El mal que subyace en todas las personas. Un mal que se origina siempre en el pasado y que pervive hasta el presente de los protagonistas, impregnando su existencia, en ocasiones, sin que estos sean conscientes. En La cinta blanca indaga en una pequeña comunidad rural alemana un par de años antes del estallido de la Primera Guerra Mundial para localizar los primeros síntomas de comportamiento que años después originarán el nazismo. Pero no a nivel político o ideológico, sino puramente humano: la descripción de unos comportamientos, de unas actitudes que desencadenarán una sociedad en la que el nazismo pueda desarrollarse y triunfar.

Haneke vuelve a utilizar los códigos del cine de género para exponer su tesis. En El vídeo de Benny y Caché (Escondido) jugaba con las bases del thriller; en Funny Games nos introducía en un film de psicópatas; en La pianista desarrollaba un melodrama psico-sexual o en El tiempo del lobo, el cine apocalíptico. En esta ocasión, acude de nuevo al thriller de investigación (como en Caché (Escondido)). En la comunidad que aludíamos se produce una escalada de agresiones de violencia creciente. El barón que regenta el lugar está convencido de que el culpable está entre ellos. Un culpable que a Haneke le importa bien poco, más atento a esa violencia, física y moral, que subyace en una comunidad contruida bajo las apariencias, y que tras sus muros esconde la humillación y la represión. Una puesta en escena fría, calculadamente distanciada, de ritmo pausado, resaltada por la fotografía en blanco y negro, potencia los rituales cotidianos (las comidas en familia, las reuniones dominicales en la iglesia, los festejos que celebran la cosecha anual) que exudan una tensión contenida, soterrada, y que parece explotar en esas agresiones que parecen la representación individual de una tensión colectiva.

No sabemos si Haneke sufre algún tipo de culpa, pero sus películas están siempre representadas por una clase burguesa, de alta cultura, a la que pertenece. La pareja burguesa que pasa el fin de semana en su casa en el lago (Funny Games), una prestigiosa profesora de piano (La pianista) o un popular presentador de un programa literario de la televisión (Caché (Escondido)). En La cinta blanca la parte más poderosa de esa comunidad es la que esconde más esqueletos en el armario (el doctor que tiene una aventura con la niñera de sus hijos, a la que, en realidad, repudia; el párroco que educa de manera estricta y represiva a sus hijos, llegando a atar a uno de ellos a la cama por masturbarse, o golpearles por llehar tarde a la mesa a cenar; el propio barón, quien maneja con mano de hierro su camunidad pero es incapaz de mantener su matrimonio). Será precisamente la representación de la clase más popular (el maestro de escuela) el único que se da cuenta qué es lo que está pasando, de la profunda perversión que anida en el corazón de su comunidad. Su relación con una joven y tímida niñera es el único resquicio de calidez en un conjunto marcado por la frialdad y la apatía. El distanciamiento de una pequeña comunidad que, años después, pondría en jaque al mundo.


jueves, 4 de marzo de 2010

Celda 211

(Celda 211) España/Framcia, 2009. 110m. C.
D.: Daniel Monzón
I.: Luís Tosar, Alberto Ammann, Antonio Resines, Carlos Bardem

Resulta altamente gratificante que una película como Celda 211, que apuesta frontalmente y con honestidad por el cine de género de vocación comercial, haya alcanzado un reconocimiento tan clamoroso tanto de crítica como de público. Una recompensa para su director, Daniel Monzón, quien a dedicado toda su carrera, y no sólo como director, sino extensible a su etapa como crítico cinematográfico, a defender la necesidad de desarrollar un cine comercial que no esté reñido con la inteligencia o, incluso, con la densidad. Cuando la ópera prima de Álex de la Iglesia, Acción mutante, fue recibida con especial saña por la prensa especializada, Monzón no dudó en calificarla como "un milagro" en las páginas de la revista Fotogramas. Coherentemente, su primera película como director, tras foguearse como guionistas en films como Desvío al paraíso, también inscrito en el género fantástico (de terror, en este caso), El corazón del guerrero, era una irregular pero prometedora continuación del modelo "de la Iglesia". Celda 211 supone la culminación de esta carrera.

En el panorama del cine español, en el que se valora ante todo el guión, dejando de lado cuestiones como la puesta en escena o la planificación (es decir, las bases de la narración cinematográfica), es inevitable que destaque un film como Celda 211. Siguiendo el libro de estilo de John Carpenter, uno de sus ídolos, nos sitúa en un espacio único, cerrado (una prisión) y dentro de una experiencia límite (un motín, un funcionario novato infiltrado entre los presos) para desarrollar un tour de force que convierte a la prisión en un angosto y claustrofóbico espacio en el que la desesperación de los presos por una vida sin futuro choca con los recuerdos del protagonista de una vida cuya continuidad está en peligro, creando un ambiente tenso que parece chocar en las paredes que les rodea, les confina.

Celda 211 es un film humanista. La relación de amistad entre Malamadre (portentoso Luís Tosar) y Calzones (convincente Alberto Ammann) rompe esquemas maniqueístas, demostrando que un hijo de puta también puede tener sus sentimientos. De igual manera, el agente Utrilla no duda en utilizar la violencia como si fuera uno más de los delincuentes. Todo un microcosmos que coloca al ser humano en un territorio hostil en el que hará lo que pueda para sobrevivir. Es por ello, que el film hace gala de una violencia tan gráfica como directa, siendo la manifestación tanto de la ira como de la desesperación de uno seres humanos para quienes el futuro no deja de ser un espejismo, un sueño producto de una existencia de pesadilla.