domingo, 29 de enero de 2012

El hombre elefante

(The Elephant Man)
USA, 1980. 124m. BN
D.: David Lynch P.: Jonathan Sanger G.: Christopher De Vore, Eric Bergren & David Lynch, basado en los libros de Frederick Treves y de Ashley Montagu I.: Anthony Hopkins, John Hurt, Anne Bancroft, John Gielgud

En las páginas del monumental y literalmente mágico From Hell, el guionista Alan Moore utilizó la figura de John Merrick como una representación carnal de la divinidad hindú Ganesha, a quien el cirujano William Gull ofrecía sus respetos antes de embarcarse en su trascendental y sangrienta misión. Las horribles desfi-guraciones que cubrían la cabeza y el cuerpo del llamado hombre elefante y que le habían condenado a una tortuosa existencia como morboso objeto de exhibición en las más sórdidas ferias itinerantes le habrían convertido en un dios humano en la India, según las palabras del médico de la realeza inglesa.

En su acercamiento a tan extraordinario personaje, el director David Lynch también rodeó a John Merrick de una aureola mítica: El hombre elefante comienza con un prólogo de absorbente tono onírico en el que se nos muestra el brutal ataque que sufre la madre de Merrick por un elefante: el encadenado de imágenes, la neblina de textura óxida del blanco y negro, el rostro de la mujer convertido en una borrosa masa de carne y los siniestros y metálicos efectos de sonido nos sumergen en el terreno de la pesadilla. Más adelante comprobamos que este supuesto "origen" del hombre elefante forma parte del discurso con el que Bytes atrae la atención de los posibles clientes de su puesto en la feria de fenómenos con la que viaja. Así, de entrada, Lynch nos coloca ante la leyenda antes de situarnos en la realidad del Londres victoriano, de manera que la primera contagia inevitablemente al segundo.

El Londres en el que transcurren los hechos narrados en El hombre elefante está sumergido en plena revolución industrial: las chimeneas que expulsan un humo negro como el carbón, la maquinaria que comparte espacio con el decorado tradicional y los trabajadores sudorosos y sucios nos retratan una sociedad marcada por el ritmo de los avances tecnológicos. La primera vez que vemos al doctor Frederick Treves es en plena operación: en la mesa de operaciones está tendido el cuerpo de un hombre con el pecho completamente destrozado. Mientras intenta solucionar tal desastre cárnico, Treves se lamenta de que últimamente no cesa de tratar a hombres que han sufrido accidentes con sus máquinas de trabajo. Ese cuerpo brutalmente violentado supone una mancha que ensucia la esterilizada blancura del centro de trabajo de Treves, el London Hospital. Sus pasillos iluminados por las lámparas de gas, los utensilios quirúrgicos y los severos e impolutos trajes que portan los integrantes del comité central que rigen el lugar representan una sociedad avanzada e ilustrada que dejan atrás las oscuras sombras de la barbarie y la ignorancia supersticiosa.

En contraste con tan resplandeciente espacio aparece la feria de fenómenos en la que Bytes exhibe a Merrick. Un lugar que supone un sucio y maloliente reducto de la curiosidad morbosa, el contacto con lo desconocido y lo extremo, de, en suma, la fascinación que lo hórrido despierta en el ser humano cuando se funde con lo inexplicable -el tarro que contiene un feto deformado junto a una manzana mordida y que es presentado con un cartel que dice: "El fruto del pecado original". De este agujero surgirá la figura de John Merrick como un ser a medio camino entre dos mundos: su físico retorcido y lleno de abisales protuberancias suponen una agresión para la elegante alta sociedad, mientras que su corazón bondadoso y sus buenos modales le condenan a ser una criatura desgraciada y esclavizada.

A pesar de las apariencias iniciales, El hombre elefante -basada en hechos reales, con su elegante fotografía en blanco y negro y sus cuidados encuadres en scope- no se aleja tanto como parece de la primera película de David Lynch, la inmediatamente precedente Cabeza borradora. Si aquel inolvidable título nos colocaba ante el relato introspectivo de un joven padre que tenía que enfrentarse a una paternidad no deseada, reflejándose ésta en clave industrial y pesadillesca, la película que nos ocupa supone una mirada externa a esa misma realidad. Lynch desvela las complejidades del extraño mundo que habitamos a través de una puesta en escena basada en planos estáticos, remarcando la naturalidad de los espacios fotografiados, los cuales serán vulnerados por la inclusión en estos de John Merrick. El perturbador diseño de sonido, en el cual participó el propio Lynch, a modo de constante ruido de fondo enrarece incluso las escenas más bucólicas, haciendo que una incómoda sensación de extrañamiento se imponga a los momentos más sentimentales.

Cuando Bytes le dice a Treves que ambos se entienden está evidenciando que los mundos a los que pertenecen cada uno de ellos tienen más puntos de contacto de lo que al segundo le gustaría saber. A pesar de los cuidados que le dispensa, en realidad Treves está condenando a Merrick a seguir siendo un curioso espécimen que mostrar al público, lo único que ha cambiado es el aspecto de los espectadores. La huida de Francia y el regreso a Londres confirman el lugar al que pertenece Merrick -los miembros de un circo, inadaptados y apartados por sus irregularidades físicas, son los únicos que le ayudan desinteresadamente- quien, por mucho que grite su humanidad, siempre será un animal encerrado en una jaula, con barrotes ya sean sucios y oxidados o de oro. Es por eso que, al llegar al cenit de su popularidad ante la alta sociedad tras asistir al teatro y probar así la gloria de un mundo al que nunca pertenecerá, Merrick firma la catedral en la que le gustaría refugiarse como un Quasimodo moderno y abraza su condición de ser humano para fundirse con el cosmos, un lugar en el que, convertidos en pura energía, sólo importa lo que somos, no el cómo.


miércoles, 25 de enero de 2012

Spider-Man

(Spider-Man)
USA, 2002. 121m. C.
D.: Sam Raimi P.: Ian Bryce & Laura Ziskin G.: David Koepp, basado en los personajes creados por Stan Lee & Steve Ditko I.: Tobey Maguire, Willem Dafoe, Kirsten Dunst, James Franco

1
Los tiempos cambian. Y la gente -que ineludiblemente está atada al que le ha tocado, aquel en el que han crecido- también. Pero hay cosas, detalles, que se mantienen. Uno de esos detalles es la esencia del héroe. El héroe como aquel miembro de la tribu -perfectamente indistinguible de sus compañeros- que, ya sea por parte de un poder superior, una fuerza misteriosa o una decisión del destino, es encomendado a una misión que supera su condición humana, de simple mortal, pero a la que está atado tanto a nivel físico como espiritual. Este es el motivo por el cual los superhéroes que Stan Lee y su equipo de dibujantes crearon para la editorial Marvel durante los años 60 calaron tan hondamente, principalmente en su público objetivo pero creciendo hasta formar una mitología americana personal moderna: por rescatar esa esencia, y reformularla a través del lenguaje fantasioso del comic-book: si por algo destacaban personajes como el doctor Bruce Banner, el abogado Matt Murdock, los miembros de los 4 Fantásticos o la Patrulla X era porque sus poderes o habilidades especiales venían servidos, y matizados, por una envoltura humana identificable.

En este sentido, no ha de extrañarnos que Spiderman, el hombre araña, fuera la creación más querida de Stan Lee, pues era la meridiana representación de su concepto de "superhéroes con superproblemas... cotidianos". El joven y apocado Peter Parker, criado por sus tíos tras perder a sus padres, con su aspecto de número uno de la clase de ciencias, diana de los matones del colegio e invisible a las miradas de las chicas, era el perfecto espejo en el que el el lector podía reflejarse y fantasear con la idea de que, mientras esquiva los golpes a la hora del almuerzo, por la noche puede salvar a la chica de sus sueños de las garras del supervillano de turno.

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Esta dicotomía entre lo novedoso y lo clásico, lo moderno y el legado, queda reflejado en los primeros minutos del Spider-Man dirigido por Sam Raimi en 2002. La radiactividad como fuente de los poderes de Peter Parker, a través de la picadura de una araña afectada, ha sido sustituido por la experimentación genética, pero la esencia a la que aludíamos al principio de este texto sigue siendo la misma: el propio Peter Parker nos introduce en su historia a través del uso de la voz en off y nos dice que, como siempre, todo empezó por una chica. Posiblemente este sea la mayor virtud de Spider-Man: su capacidad para mantenerse notablemente fiel a la fuente (el "origen" del superhéroe, tanto de sus poderes como la decisión de combatir el mal) a la vez que actualizarla (aquí las redes que lanza no provienen de un artilugio de su invención, sino que surgen de su propio cuerpo). O, lo que es lo mismo, contentar al seguidor de toda la vida a la vez que atraer a una nueva audiencia.

La película equipara la identidad de Peter Parker como un estudiante corriente y su alter-ego superheróico a través del personaje de Mary Jane, de quien está enamorado desde la infancia, haciendo que la relación que establece con ella se desarrolle paralelamente al conocimiento de su adquiridos nuevos poderes: la primera vez que Peter consigue quedarse un momento a solas con Mary Jane le hace una serie de fotografía, inmediatamente tras lo cual será picado por la araña experimental; descubre sus inhumanos reflejos al evitar que Mary Jane se caiga en la cafetería del instituto y tras desplazarse por toda la ciudad gracias a su habilidad para trepar por las paredes y balancearse entre los edificios usando sus redes, mantendrá una conversación nocturna con ella. De hecho, esa conversación será la que decida a Peter a ganar dinero utilizando sus poderes para poder comprarse un coche con el que impresionarla, lo cual dará lugar al desafortunado incidente que le decidirá a utilizar esos mismo poderes para luchar contra la delincuencia.

A raíz de lo dicho, la famosa escena en la cual Mary Jane besa a Spiderman mientras este cuelga boca abajo resulta fundamental, pues a la vez que Mary Jane se acerca a Spiderman, al retirar una parte de la máscara está besando los labios de Peter Parker, fusionando así las dos entidades. Es gracias a esto que, cuando en el combate final el Duende Verde le haga elegir entre salvar a un grupo de niños atrapados o a la mujer a la que ama, Peter Parker/Spiderman será capaz de rescatar a ambos. De hecho, en el clímax del enfrentamiento la máscara de Spiderman estará hecha jirones, mostrando parte del rostro de Peter Parker. El sacrificio final que hace Peter confirma que ha alcanzado la esencia del héroe, dispuesto a dejar tras de sí cualquier atisbo de felicidad que se interponga en su camino: el de ser el salvador de sus semejantes.

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La escena en la cual vemos como la cadena de ADN de Peter suma un nuevo y extraño gen evidencia los motivos de la contratación del director Sam Raimi para tan importante proyecto. En su personal aproximación al género de los superhéroes, la magistral Darkman, el director de Posesión infernal ya nos había sumergido en los circuitos nerviosos de su atormentado protagonista para enseñarnos como éstos saltaban por los aires. Aunque Darkman suponía un acercamiento al subgénero desde una óptica más oscura (inspirándose en personajes como el fantasma de la ópera, la Sombra o Batman), su frenético ritmo y sus torrente de soluciones visuales colocaban a su director en la posición ideal para hacerse cargo de la primera aparición importante del trepamuros en la gran pantalla.

En este sentido, el resultado final que depara Spider-Man es irregular. Si bien podemos encontrar momentos en los que se deja ver la personalidad de Raimi (los montajes con transparencias que nos muestran los avances de Peter Parker a la hora de diseñar su traje; los vertiginosos balanceos de Spiderman a través de los rascacielos de la ciudad; el plano secuencia que sigue a Peter mientras se cambia el traje; la aparición en sendos cameos de intérpretes habituales en su filmografía como son su hermano Ted Raimi y Bruce Campbell), la sensación final que se tiene es que el realizador de Un plan sencillo se ha visto obligado a mitigar su hiperbólico estilo de cara a unas necesidades narrativas concretas (y no poco condicionadas por el departamento de efectos especiales).

Destaquemos, con todo, algunas buenas ideas de puesta en escena, como el cara a cara entre Norman Osborn y su personalidad maligna, diferenciada con el uso de un espejo (aunque gran parte de la eficacia del momento viene dado por el trabajo del gran Willem Dafoe) o aquel otro instante en el que una gota de sangre está a punto de descubrirle delante de su enemigo. También llama la atención la tremenda fisicidad de la pelea entre Spiderman y el Duende Verde en el interior de un edificio derruido, pero en última instancia Spider-Man se asemeja a una carta de presentación que pretende abarcar mucho en poco tiempo de cara, sin duda, a dejar todo bien atado de cara a la expansión de una lucrativa franquicia. Lo mejor es que, afortunadamente para todos, así fue.


sábado, 21 de enero de 2012

Donnie Darko

(Donnie Darko)
USA, 2001. 133m. C.
D.: Richard Kelly P.: Adam Fields, Nancy Juvonen & Sean McKittrick G.: Richard Kelly I.: Jake Gyllenhaal, Jena Malone, Holme Osborne, Daveigh Chase

Suele ser habitual la comparación de Richard Kelly con el director David Lynch. Los motivos de dicha comparación suelen venir dados por las intrincadas tramas que el primero suele desarrollar, a medio camino entre lo tangible y lo abstracto, la vigila y el sueño, y que tienen como resultado productos tan fascinantes como crípticos y que colocan al espectador en el sugerente terreno de la confusión y la pasión. El comienzo de Donnie Darko, su debut en el campo del largometraje, refuta esos paralelismos con el director de Carretera perdida, pero no tanto a un nivel argumental como por una cuestión de tono, de mirada.

La película comienza presentándonos a su joven protagonista en una situación sumamente extraña: tirado en medio de la carretera, no sabemos si dormido o desmayado. Cuando despierta no obtenemos mucha más información, más allá de que, por su actitud, no parece que esta situación sea anómala para él. El regreso de Donnie a su casa, montado en su bicicleta, sirve para introducirnos en la apacible comunidad en la que vive: las imágenes de su padre limpiando las hojas secas del jardín y gastándole una broma a su hija adolescente cuando pasa y de su hermana pequeña saltando en la cama elástica, dilatadas por la utilización de la cámara lenta, nos transmiten el retrato de un hogar acomodado confortable y seguro. Pero a Richard Kelly no le hace falta penetrar entre las hierbas que forman el césped para localizar la oscuridad que sirve de base a esa brillante comunidad. Los movimientos aletargados de su protagonista y su desmayado comportamiento enrarecen la atmósfera por donde pasa, revelándose como un objeto extraño y alienado cuya presencia sirve para dinamitar tan lujoso envoltorio.

Que la película utilice el nombre de su principal protagonista como título es un indicativo del carácter subjetivo de ésta: Donnie Darko es un film apocalíptico introspectivo. A lo largo del metraje abundan los primeros planos del ojo de Donnie, demostrándonos que todo lo que estamos viendo está condicionado por la mirada de tan introvertido personaje, quien toma unas pastillas recetadas por su psiquiatra y que se siente al borde de la locura, atormentado por las visiones que le anuncian que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. A través de este punto de vista, Richard Kelly se interna en géneros tan populares como el cine de adolescentes -las secuencias que transcurren en el instituto; los matones que acosan a Donnie; los festivales organizados por los alumnos; los amores y desamores entre estos-, sin renegar de lugares tan comunes entre estos como los conflictos familiares -las discusiones de Donnie con su hermana cuando están cenando- o la figura del profesor dispuesto a transgredir las normas del centro en favor de sus alumnos -los profesores de literatura inglesa y ciencias que ven en Donnie un chico diferente y con talento-, todos ellos elementos que el director de The box somete a esa mirada ausente de su protagonista con la que se cubre este escenario y estas acciones de una atmósfera extraña que los torna en algo desconocido y, por tanto, perturbador.

Como si la esquizofrenia que sufre Donnie abriera una puerta de percepción especial en su mente, Donnie Darko penetra en el terreno de la ciencia-ficción a un nivel teórico, manejando conceptos como los viajes en el tiempo o los agujeros de gusano como posibilidades metafísicas de nuestra realidad. El tiempo y el espacio son, por tanto, elementos fundamentales y Richard Kelly los moldea con su cámara. La primera vez que vemos a Donnie llegar al instituto, un plano secuencia conecta a los diferentes protagonistas del drama, a modo de hilo conductor invisible, convirtiéndoles en piezas involuntarias e inconscientes de un complejo engranaje superior. La utilización de la cámara lenta y de la imagen acelerada representan las distorsiones temporales de nuestra realidad, sólo perceptibles para un ser tan desarraigado de la existencia como Donnie.

Donnie Darko resulta, así, un héroe trágico, condenado a ver, a entender, mientras se siente encerrado en una comunidad que, atenazada por el miedo a saber, se encierra en una caza de brujas con la que desterrar aquellos elementos anómalos o perturbadores que puedan romper el espejismo de bienestar en el que viven. Es por ello que, a partir de un momento, la actitud de Donnie ya no nos resulta tan extraña: cuando, en los últimos minutos de metraje, Donnie elije un traje de esqueleto como disfraz de Halloween comprendemos que, desde el inicio, hemos presenciado los movimientos de un alma condenada, de una persona muerta en vida. Pero un tenue hálito romántico ilumina tan oscuro final: finalmente, Donnie asimilará y aceptará su destino, pero no para salvar al mundo, sino para devolver a la vida a la única persona que justifica la existencia de éste.


jueves, 19 de enero de 2012

Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres

(The Girl with the Dragon Tattoo)
USA/Suecia/UK/Alemania, 2011. 158m. C.
D.: David Fincher P.: Ceán Chaffin, Scott Rudin, Søren Stærmose & Olen Søndberg G.: Steven Zaillian, basado en la novela de Stieg Larsson I.: Daniel Craig, Rooney Mara, Christopher Plummer, Stellan Skarsgård

A pesar de los múltiples caminos y encrucijadas por los que está transitando su filmografía, el asesino en serie resulta una figura recurrente en la carreta de David Fincher. Ya sea como ángel exterminador reclamado por los gritos de una ciudad moribunda en Seven o como pieza motriz del engranaje de la historia en Zodiac, la cualidad compartida de éste en los dos títulos señalados es su condición de demiurgo metafísico, de fuerza invisible y sin forma que se define a sí misma por los resultados de sus sangrientas acciones a la vez que refleja el desorden anímico y la deriva emocional de quienes le persiguen. Es por eso que, a pesar de las apariencias, no resulta extraño que el director de La red social se haya interesado por acercarse al Best-Seller internacional de Stieg Larsson adaptando la primera entrega de su célebre trilogía Millenium, ya llevada al cine en la producción sueca de mismo título en 2009.

Cuando el periodista Mikael Blomkvist es contratado por el poderoso empresario Henrik Vanger para investigar el caso de desaparición de su sobrina, Harriet, acaecida en 1966, el primero no se nos aparece con la forma del detective clásico, sino que, en realidad, se convertirá en un arqueólogo que tiene que investigar, remover y desenterrar las piezas de un suceso que, desde el pasado, extiende sus ondas de choque al presente. En Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres el Mal toma la forma de un gen hereditario que recorre a los miembros de un árbol genealógico que tras la fachada de sus ampulosas mansiones esconden un ejército de polvorientos esqueletos. El escenario en el que transcurren los hechos define perfectamente lo dicho: instalado en una cabaña cercana a la mansión de Henrik, Blomkvist puede observar como ésta se convierte en el centro de un tablero a cuyo alrededor se sitúan los hogares de los miembros del clan Vanger, pero las intensas y permanentes nevadas que asolan el lugar forman una barrera que las separan. Unas nevadas que cubren el suelo con una perpetua sábana blanca, como intentando ocultar la oscuridad de intensa tonalidad rojiza que lucen las piedras con las que se construyó el patrimonio familiar de los Vanger.

Durante la primera mitad del metraje, Fincher retrata los movimientos de los principales protagonistas, el mencionado Mikael Blomkvist y la investigadora Lisbeth Salander, a través de una estructura en paralelo, hermanándoles a pesar de sus aparentes diferencias (de edad, de aspecto, de comportamiento), mostrándoles como las dos caras de una misma moneda: ambos son seres desarraigados, expulsados de los círculos de una sociedad que no duda en señalarles con el dedo por su condición de inadaptados confesos (al comienzo de la película, Blomkvist es encontrado culpable por la justicia de difamación por haber sacado a la luz los oscuros negocios de un relevante personalidad pública en la revista de la que es director, Millenium; Salander huye de un pasado de vejaciones sexuales a través de una máscara asocial y hostil, al límite de la psicopatía). Las capacidades deductivas de los dos parecen surgir de su situación fuera de esa sociedad a la que investigan, pudiendo observarla desde lejos y localizar los puntos clave que la están consumiendo.

La unión de los dos en la misma investigación será inevitable, así como la consumación física de su relación, pues, como descubrirán, ambos se complementan, siendo cada uno el reflejo del otro: la ira interior de Blomkvist es representada a través del impactante aspecto punk de Salander, mientras que la tranquilidad y aparente afabilidad del primero evidencia el dolor y la fragilidad que la segunda esconde tras esa coraza de tatuajes, piercings y ropaje negro. De manera lógica, el primer acercamiento sexual entre ambos surge después de un momento de debilidad: tras coserle a Bolmkvist la herida que le ha provocado el roce de una bala, Salander se desnudará delante de él para, a continuación, hacer el amor, consciente de haber encontrado una persona con la que compartir su vulnerabilidad física y psicológica.

La colaboración de los dos protagonistas a la hora de resolver un crimen puede traernos a la memoria las formas de buddy movie de la ya mencionada Seven; una impresión fortalecida por el monólogo del asesino en serie, que recuerda los desgarradores discursos del psicópata bíblico de la película protagonizada por Brad Pitt y Morgan Freeman. Pero sería un error buscar en los elementos argumentales las claves del discurso autoral de David Fincher, pues si algo vuelve a evidenciar el director de La habitación del pánico es su portentosa habilidad como creador de imágenes con las cuales retratar los movimientos de sus personajes a través de un hiperrealista escenario (afilado por las sombrías tonalidades metálicas de la fotografía), a la vez que destaparlo como fuente de la que se alimenta el Mal. Señalemos la escena en la cual Salander es acosada por primera vez por su tutor legal en el despacho de éste; el incesante y perturbador ruido de fondo de una aspiradora enrarece la atmósfera, dando forma al bullicioso tormento interior de la joven.

Quizás consciente de caminar por las inestables bases propias de los best-seller multiventas del que parte (una trama excesivamente alargada y deliberadamente complicada, que no compleja; su estructura episódica; los teóricos momentos fuertes diseminados a lo largo del relato) Fincher se entrega a facturar un potente ejercicio de estilo, contrapunteando la superflua investigación que cuenta con la gravedad de su modélica puesta en escena, dando lugar a una película bicéfala, en continua lucha consigo misma: la salvaje agresión que sufre Salander en casa de su tutor y su no menos brutal respuesta o las explícitas escenas del sexo evidencian los desesperados intentos por parte de la película en demostrar que nos encontramos antes un thriller adulto y turbio.

Posiblemente sea la secuencia inicial de créditos la que mejor resuma las virtudes y las limitaciones del irregular y finalmente decepcionante último trabajo del director de Alien 3: una impresionante galería de inquietantes y siniestras imágenes, de hondo calado industrial y obsesivo fetichismo, que ilustran la arrolladora versión que Trent Reznor, Atticus Ross y Karen O hacen del "Immigrant Song" de Led Zeppelin, pero que al contrario que las también memorables secuencias de crédito de Seven y El club de la lucha, las cuales escondían las claves para desentrañar los misterios que las películas proponían, se encierra en sí misma, como un lujoso e independiente vídeo-clip. En este sentido, Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres supone toda una elaborada exhibición de virtuosismo narrativo suspendida sobre el vacío.


martes, 17 de enero de 2012

Thriller. A Cruel Picture

(Thriller. En Grym Film)
Suecia, 1974. 104m. C.
D.: Bo Arne Vibenius P.: Bo Arne Vibenius G.: Bo Arne Vibenius I.: Christina Lindberg, Heinz Hopf, Despina Tomazani, Solveig Andersson

A pesar de la dramática historia, y sus explosivas consecuencias, que narra, las imágenes de Thriller. A Cruel Picture lucen un inquietante tono documental. La cadencia con la que se nos radiografía la odisea rape & revenge de Madeleine, con el obsesivo detallismo con el que se ritualiza el descenso a los infiernos de la joven, parece buscar más la distancia de una mirada ajena que la morbosidad del voyeur. Esto es lo que hace de Thriller. A Cruel Picture toda una rara avis dentro del ya de por sí particular universo sexploitation. Si por un lado, el argumento del film se inscribe decididamente en los parámetros de dicho subgénero (una joven muda, producto del trauma sufrido cuando fue violada siendo una niña, es secuestrada y, tras convertirla en adicta a la heroína, obligada a prostituirse), el desarrollo de la acción bloquea esos elementos a través de la morosidad expositiva de los hechos.

Una frialdad que viene dada por la identificación que se establece entre el punto de vista de la película y su torturada protagonista (durante los primeros minutos abundan los planos subjetivos de ésta). Arrebatada del edénico hogar rural en el que vive con sus padres, sumergida en un perpetuo letargo narcótico y sin una voz propia con la que gritar, Madeleine acaba siendo reducida a un cuerpo sin identidad, cuyo valor depende del uso que le den sus diferentes clientes (que va desde fotografiarla a penetrarla, pasando por golpearla). El momento en el que su secuestrador y proxeneta Tony le entrega la lista de clientes, Madeleine coge la hoja y de manera automática extiende el otro brazo pidiendo su dosis, evidenciando que ha dejado de ser una persona para transformarse en una máquina cuyo único objetivo es sobrevivir hasta la próxima dosis.

Así, durante su primera mitad, Thriller. A Cruel Picture supone un nihilista vivir-cada-día donde se nos relata de manera reiterativa los encuentros con los clientes, como se inyecta la droga o sus reuniones con Tony. En este contexto, los insertos pornográficos responden a dos motivos: por un lado, subrayar la mera condición carnal a la que ha sido reducida la protagonista y mostrar gráficamente como es violada -tanto física como psicológicamente-; y, por otro, ahondar en el tono verista del relato: las escenas de sexo son reales: el sufrimiento es real.

A raíz de esto, resulta lógico que el disparador que pone en marcha a Madeleine, que le saca de esa rutina terminal, supone arrebatarle la única fuente de calor y esperanza que tiene a su alcance: su compañera de esclavitud Sally. Pero, a pesar de este cambio de actitud interna, Bo Arne Vibenius mantiene la misma mirada: el bloque en el que se intercala los avances de Madeleine en su entrenamiento de cara a su venganza (aprendiendo artes marciales, adiestrándose en el uso de las armas de fuego y entrenando para poder dominar un vehículo a gran velocidad) con su tortuoso día-a-día en el apartamento de Tony nos muestra que ambas acciones comparten un mismo destino, aportando un elemento fatalista: en realidad, Madeleine sabe que no hay salida posible y que su cruzada vengativa está condenada, pase lo que pase, al fracaso: jamás podrá recuperar su humanidad perdida.

No es extraño, así, que el único momento en el que desaparece esa mirada frontal sea durante las escenas de violencia, quizás el único reducto de pasión que le queda. Todos los enfrentamientos son retratados con una minuciosa cámara lenta que aporta una atmósfera onírica. Incluso los personajes son aislados del escenario, congelados sobre un fondo negro que les encierra en un pesadillesco infierno de barbarie y rabia. La espiral de fuego, pólvora y sangre por la que desciende Madeleine acaba recalando en terrenos surrealistas (el tiroteo en el puerto contra un enemigo invisible, siempre fuera de plano) hasta aterrizar en un terreno yermo que supone tanto un homenaje a los desérticos duelos de los spaghetti-westerns como representación de su inhóspito futuro.

Thriller. A Cruel Picture hace gala de un obsesivo fetichismo centrado en su protagonista (los parches de diferentes colores que tapan el ojo extraído por Tony como castigo por agredir a un cliente; su gabardina de cuero negro; el travelling que enfoca sus botas, también de color negro, mientras se dirige a su antiguo hogar), transformándola en un hierático ángel exterminador destinado a convertirse en icono de culto. Las referencias, homenajes o guiños localizables en films tan importantes como Mad Max. Salvajes de la autopista, Ángel de venganza o el díptico Kill Bill nos confirma que, efectivamente, así ha sido.


sábado, 14 de enero de 2012

Immortals

(Immortals)
USA, 2011. 110m. C.
D.: Tarsem Singh P.: Mark Canton, Ryan Kavanaugh & Gianni Nunnari G.: Charley Parlapanides & Vlas Parlapanides I.: Henry Cavill, Mickey Rourke, Stephen Dorff, Freida Pinto

Aunque el comienzo de Immortals parece remitirnos al relato clásico de aventuras -con una voz en off que relata los fabulosos sucesos de una leyenda fantástica primigenia, la cual es ilustrada por pinturas que subrayan su componente mítico-, a los pocos minutos queda claro que la última película del director de La celda está más interesada en su condición de producto coyuntural que en mirar al pasado: a la hora de defender a su madre de un agresivo soldado, Teseo le derrota rápidamente con una serie de golpes encadenados más propios de la era post-Matrix. A nadie debería escandalizar que Immortals traduzca el mito griego de Teseo a través de los códigos del blockbuster superheróico. Después de todo, la mitología griega supone la base sobre la que se asienta la figura del héroe que ha llegado a nuestros días, y el hecho de que estos tiempos del espectáculo infográfico que vivimos sigan acudiendo a ella en busca de ideas, personajes o simples puntos de partido de cara a contar "nuevas" historias no hace sino refutar su universalidad e importancia atemporal.

Es en este cruce, casi confrontación, entre el hipertrofiado actioner millonario y el sentido de la maravilla propio de las narraciones legendarias donde Immortals ofrece sus más interesantes valores. Desechando el núcleo mítico en favor de un espectáculo epidérmico, el film supone una oda a unos tiempos en los que la lucha es el único camino para la supervivencia: durante gran parte del metraje, Zeus observa los continuos enfrentamientos entre los hombres, situado en la cima del Olimpo y negándose a participar en los acontecimientos, pero, finalmente, será consciente de que la intervención bélica es inevitable. En el clímax final, se desarrollan en paralelo los combates entre los dioses y los titanes por un lado y entre Teseo e Hiperión por otro. Tarsem diferencia la divinidad de los primeros, con sus movimientos a cámara lenta y sus golpes imposibles a gran velocidad, con la simple carnalidad de los segundos, con una cámara temblorosa y planos cortos. Pero, a pesar de estas diferencias, todo acaba siendo lo mismo: la degradación de la carne -los cuerpos desmembrados, las explosiones de sangre, el penetrante dolor de los impactos- une a dioses y hombres en la danza mortal de la guerra.

A Tarsem no parece preocuparle mucho la falta de coherencia o sentido de la historia que está contando, consciente de que su papel no es el de narrador, sino el de ilustrador. Immortals supone un intenso espectáculo visual en el que cada imagen supone un fin en sí mismo. La obsesiva utilización de la cámara lenta transforma cada plano en tableaux vivantes cuya penetrante fisicidad viene dada por la utilización de los valores tridimensionales del CGI. La imagen final que cierra la película, una desordenada batalla en el cielo a modo de belicosa Capilla Sixtina helénica, confirma las intenciones de Tarsem de convertirse en el Miguel Ángel de la era digital.

Seguramente al director de The Fall. El sueño de Alexandria le gustaría que a la hora de hablar de su último trabajo sacáramos a colación todo tipo de referencias pictóricas, pero mucho nos tememos que los más inmediatos referentes de Immortals resultan más pragmáticos y menos elegantes: la sombra de la muy influyente 300 de Zack Snyder vacía de identidad los momentos más impactantes del film, como esos travellings que siguen los movimientos de Teseo mientras lucha contra un grupo de enemigos. Y es en este choque entre las ambiciones de su director y las necesidades comerciales de la producción donde se desvela la auténtica naturaleza de Immortals: la línea que separa la grandiosidad de lo hortera (en esta ocasión, los diseños de la reputada Eiko Ishioka están más cerca de lo risible que de lo majestuoso) define perfectamente los desesperados intentos de un producto por negar su razón de ser: la psicotrónica derivación Serie B de un gran éxito hollywoodiense.


viernes, 13 de enero de 2012

Vivir y morir en Los Ángeles

(To Live and Die in L.A.)
USA, 1985. 116m. C.
D.: William Friedkin P.: Irving H. Levin G.: William Friedkin & Gerald Petievich, basado en la novela de Gerald Petievich I.: William Petersen, Willem Dafoe, John Pankow, John Turturro

Resulta sorprendente la capacidad del director William Friedkin para adaptarse a las formas visuales imperantes en el thriller de los años 80 (y que podríamos extender al cine comercial americano de la época en general). Recordemos que Friedkin es uno de los nombres clave del cine norteamericano de los 70 y los éxitos consecutivos de Contra el imperio de la droga y El exorcista colocaron algunos de los principales pilares de lo que se conoce como el nuevo Hollywood. Nada más lejos que la visión grisácea y a ras del suelo del cine policíaco de los 70 que la mirada esteticista (a medio camino entre el vídeoclip y el estilo publicitario) y luminosa del de los 80, una mirada a la que el director de La tutora se entrega con los brazos abiertos, como demuestra el inicio de Vivir y morir en Los Ángeles: la imagen que abre la película supone toda una carta de presentación de la época: un plano general que nos muestra el skyline angelino recortado por un cielo de intenso tono rojizo con el sol en el horizonte. La secuencia de créditos, consistente en una serie de imágenes que nos muestra cómo el dinero negro recorre la ciudad acompañado de la banda sonora de corte pop compuesta por el grupo Wang Chung, supone toda una prueba de autenticidad.

A primera vista, uno diría que Friedkin se agarra a la moda imperante como a un clavo ardiendo, posiblemente buscando recuperar el crédito que sus primeras obras le habían dado y que rápidamente se había dilapidado con sus últimos trabajos (especialmente, el remake suicida de Carga maldita): la acción se desarrolla en ambientes sofisticados y de marcado glamour (el falsificador Eric Masters es también un reputado pintor con cierta pose maldita -al principio le vemos quemar una de sus obras- y su dedicación casi ritual a la hora de imprimir dinero falso tiene algo de postura artística; su novia es bailarina en una pequeña compañía de danza alternativa); el protagonista del film, el policía Richard Chance, tras perder a su veterano compañero -a quien le faltaban unos pocos días para jubilase, comme il fault- tiene que cargar con un nuevo y joven compañero que no comparte los expeditivos métodos de Richard.

A raíz de lo comentado, Vivir y morir en Los Ángeles parece tener poco interés más allá de evidenciar los estilemas más desfasados y horteras del momento (en ocasiones, la realización nos remite a productos televisivos clave como Corrupción en Miami). Pero a medida que transcurre el metraje, las intenciones de Friedkin se hacen más diáfanas y estas quedan resumidas en el perfil del protagonista. El porte de Richard Chance le convierte en un producto casi en estado puro de los 80: su camisas con el cuello abierto, su cazadora de cuero negra, sus gafas de sol, sus pantalones vaqueros ajustados y su asumida postura chulesca le convierten en toda una representación de lo cool.

Pero Chance está lejos de ser un policía modelo: obsesionado por atrapar al criminal que mató a su compañero, estará dispuesto a llegar al límite de la ley e, incluso, saltársela con tal de conseguir sus objetivos, sin importarle a quien arrastra consigo: recordemos la escena en la que roba una prueba de la escena del crimen o cuando se propone secuestrar a un traficante de diamantes para conseguir el dinero que porta en la maleta que lleva. La actitud arrogante de Chance no se limita a su labor profesional, sino que se extiende a su vida privada: la manera en la que trata a Ruth, una informante que trabaja como taquillera en un club de strip-tease y con la que se acuesta cuando le apetece y a quien chantajea con devolverla a la cárcel si deja de suministrarle información, deja bien claro los escasos valores morales que rigen a un oscuro personaje que en no pocas ocasiones podríamos confundir con uno de los criminales a los que persigue.

Así, a pesar de su lujoso envoltorio, Vivir y morir en Los Ángeles luce un corazón mucho más sucio y sórdido, encontrándonos ante un cruce entre los policías (oscuramente) humanizados de Contra el imperio de la droga y las formas audiovisuales del género en los 80. Las escenas de acción son escasamente espectaculares, haciendo gala de una suciedad y sadismo que subrayan su fisicidad (los recurrentes golpes en la entrepierna del contrario para ganar ventaja; los numerosos primeros planos que recogen las cabezas reventadas por los impactos de bala). Incluso se incluye una larga y aparatosa persecución automovilística a modo de firma personal del autor que convierte el escenario urbano en una laberíntica ratonera de carácter surrealista (esos enemigos que surgen por todas partes; Chance conduciendo en dirección contraria y esquivando un callejón lleno de camiones) y aporta algunas de las mejores ideas de puesta en escena (el travelling vertiginoso que sigue al coche de Chance bajo el puente mientras sube por el paso elevado para encontrase con los perseguidores que circulan por la parte superior de la estructura).

Si la figura de la mujer en el cine de acción de los 80, por lo general, estaba limitada a ser una figura secundaria cuyo objetivo era ofrecer el ingrediente cálido y sensual del conjunto, Friedkin también se utiliza este apartado para darle romper las expectativas del espectador. Vivir y morir en Los Ángeles hace gala de una serie de apuntes homoeróticos que nos recuerda a la controvertida A la caza: a pesar de la presencia de Ruth y Bianca, la novia de Masters, la película se recrea en sus personajes masculinos a través de sus recurrentes desnudos (incluso William Petersen se atreve con un frontal integral); los dos antagonistas se echan mutuamente unos cumplidos destacando la belleza del contrario a la hora de cerrar sus acuerdos; la escena en la que Chance y su compañero se hacen pasar por unos banqueros que quieren hacer un negocio con Masters tiene lugar en un escenario: primero, les vemos desnudarse en el vestuario; después, levantar pesas mientras hablan; finalmente, cuando se cierra el trato, los tres están metidos en la sauna, sudando copiosamente.

Son todos estos detalles que hemos expuesto los cuales hacen de Vivir y morir en Los Ángeles un film policíaco sumamente desconcertante, que se acoge a las modas imperantes del momento de cara a lograr la acepción del público, a la vez que parece querer vulnerarlas una a una, sin que llegue a quedar claro si es una operación consciente. Una vez terminada la película, uno no tiene claro si Vivir y morir en Los Ángeles es buena o mala, pero sí resulta innegable su personalidad.


jueves, 12 de enero de 2012

El topo

(Tinker Tailor Soldier Spy)
Francia/UK/Alemania, 2011. 127m. C.
D.: Tomas Alfredson P.: Tim Bevan, Eric Fellner & Robyn Slovo G.: Bridget O'Connor & Peter Straughan, basado en la novela de John le Carré I.: Gary Oldman, Benedict Cumberbatch, Colin Firth, Tom Hardy

En un momento de la investigación que George Smiley realiza en busca del topo soviético que se ha introducido en su organización, denominada Circus (y que en la literatura de John le Carré representa al MI6, la agencia de inteligencia externa perteneciente al Servicio de Inteligencia Secreto del Reino Unido), una antigua compañera de trabajo le confiesa que añora los tiempos pasados, cuando todos trabajaban juntos. Cuando Smiley, desconcertado, le dice que antes estaban en guerra, ésta le responde que, al menos, era una guerra de verdad. No ha de extrañarnos que la mayoría de films cuya acción tiene lugar durante el período conocido como la guerra fría hagan gala de una frialdad tonal que, a pesar de trabajar con unos hechos históricos, tienden a la abstracción. Así, los films de espionaje suelen caracterizarse por tramas complejas llenas de laberintos en los que el sentido acaba atrapado en callejones sin salida, los personajes se confunden como si portaran máscaras intercambiables y los nombres acaban convirtiéndose en un cúmulo de códigos ininteligibles. En la guerra fría, el enemigo es un abstracción, una idea, y como tal resulta permeable a la propia realidad que rodea a los personajes, quienes en ocasiones tienen la impresión de estar enfrentándose a un espejo.

Una sensación que queda perfectamente reflejada en la primera secuencia de El topo. En esta, vemos como un agente del Circus se dirige a un encuentro con un posible informador. El escenario de dicho encuentro no puede ser más cotidiano: una terraza de una cafetería situada en una tranquila calle peatonal. Pero antes de que el camarero con su sudor -la gota que cae sobra la mesa- nos advierta que algo marcha mal, el director Tomas Alfredson ya nos ha avisado: los planos generales que nos muestra la disposición del escenario y sus integrantes, en combinación con los planos detalle que nos muestra a éstos (la mujer que está amamantando a su bebé; el hombre que lee un periódico; la anciana que se asoma al balcón de su casa), dota al conjunto de un elemento artificioso, revelando su condición de "puesta-en-escena". La transformación de lo familiar en una amenaza -como un virus que se introduce en un cuerpo para modificarlo- es el mayor peligro al que se enfrentan los protagonistas de El topo.

Un peligro que no se limita a las misiones de espionaje a las que son enviados los agentes, sino que se contagia a la propia actitud de los protagonistas. Cuando vemos a los principales miembros de Circus reunidos en la sala especial donde se discuten y preparan las operaciones, constatamos que esa misma intranquilidad se palpa en el ambiente. A pesar de ser miembros del mismo bando, las miradas, los silencios o las lacónicas palabras revelan a unos individuos que miden cuidadosamente lo que dicen y calcula meticulosamente lo que hacen. Cuando se nos presenta a Smiley, éste se asemeja a una estatua: de movimientos lentos y casi imperceptibles; el rostro convertido en una máscara sin emociones. Pasarán varios minutos antes de que le oigamos decir las primeras palabras, como si su actitud fuera la de un ensimismado y atento oyente. Una actitud que, antes que una persona fría y calculadora, nos refleja a quien la experiencia ha enseñado a mantener las distancias de todo lo que le rodea.

El topo hace uso del ritmo lento y la gelidez expositiva propio del cine de espionaje de corte realista, pero esta frialdad no viene dada por el mecánico desarrollo de los hechos, sino por la cansada postura (física y existencial) de sus personajes. Una imagen nos muestra a Smiley, una vez ha sido retirado de la agencia, sentado en el sofá de su casa, con el salón en penumbra, viendo un antiguo documental en la televisión. Es el retrato de una persona que se ha alejado de la realidad, la cual ha dejado de tener sentido para él al descubrir que, en realidad, no es más que un puzzle cuyas piezas siempre tienen dos caras. En su investigación, Smiley siempre mantiene la misma postura: nunca se enfada, nunca habla en voz alta, ni parece nervioso ante las situaciones más críticas, como si supiera que en un mundo construido sobre las apariencias, el engaño y los dobles sentidos, cualquier victoria conlleva inevitablemente un fracaso en su interior.

Una tonalidad que no resulta nueva para el director sueco Tomas Alfredson, quien en su anterior trabajo, la excelente Déjame entrar, había elaborado un sangriento film de vampiros a través de una penetrante y helada gravedad existencial. Si algo caracteriza a El topo es su permanente condición de película anticlimática. Incluso en la plasmación de sus instantes más tensos (uno de los ayudantes de Smiley se infiltra en el edificio del Circus para intentar robar unos documentos secretos; la narración del agente Ricki Tarr de los sucesos acaecidos en su funesta misión; la operación final para atrapar al topo, una vez descubierta su identidad), Alfredson baja la graduación emocional y hace uso del fuera de campo (Smiley con la pistola en la mano escuchando como los diferentes vehículos llegan a la casa donde se ha ocultado; cuando su ayudante llega, todo ha terminado), negando cualquier atisbo épico, consciente de que para sus personajes cualquier triunfo supone una pírrica victoria.

Y es así porque, en realidad, El topo supone un drama personal, en el que la trama de espionaje no es el motor de la tragedia, sino las consecuencias de ésta. La tragedia de una serie de hombres preparados para enfrentarse a todo tipo de situaciones límites -tanto físicas como psicológicas, éticas como ideológicas, morales o patrióticas-, pero perdiendo en el transcurso la llama que le da sentido, y calor, a su existencia. Los flashbacks repartidos por el metraje no tienen como objetivo suministrar información de la trama, sino que sirven para evidenciar los lazos personales que unen a los personajes. Los grandes momentos no son acompañados de espectaculares movimientos, sino que se centran en las miradas: la expresión de Smiley al descubrir quien es el topo; la tristeza en el rostro de un agente oculto al ver reflejado en la cara de un introvertido niño su propio reflejo. Es por ello que, a pesar del ligero tono optimista con el que concluye la película, no puede haber lugar para el final feliz: la imagen que cierra el film, con Smiley sentado en la sala central del Circus nos recuerda a la citada escena que le mostraba en su casa: el escenario ha cambiado y la atmósfera también, pero un sombrío sentimiento de tristeza permanece como pegado a la piel de unos seres demasiado cansados como para permitirse ser felices.

miércoles, 11 de enero de 2012

Las reglas del juego

(The Rules of Attraction)
USA/Alemania, 2002. 110m. C.
D.: Roger Avary P.: Greg Saphiro G.: Roger Avary, basado en la novela de Bret Easton Ellis I.: James Van Der Beek, Shannyn Sossamon, Jessica Biel, Ian Somerhalder

La irresistible atracción del abismo
Una de las señas de identidad de la literatura de Bret Easton Ellis (o, al menos, de sus primeros trabajos) consistía en cómo el estilo minimalista y glacial de su prosa suponía la representación del vacío emocional en el que permanecían sumidos sus personajes. Las frases directas y cortantes, carentes de cualquier elaboración retórica y tan afiladas como una mirada penetrante, dibujan un universo cuyo frágil equilibrio se sostiene sobre un juego de las apariencias. Así, los personajes de Ellis salen de fiesta, se emborrachan, follan o matan de manera instintiva. No existe ninguna satisfacción en esas acciones, sino que son realizadas de manera mecánica, como si el único objetivo fuese mantener el cuerpo en movimiento para evitar que, finalmente, se queden petrificados eternamente como relucientes y hermosas estatuas.

Posiblemente, a raíz de lo dicho, podemos considerar su segunda novela, Las leyes de la atracción, como la obra más ambiciosa de su autor. Situando la acción en un campus universitario, el autor de Glamourama despliega un grupo de personajes quienes, a través de una serie de obsesivos monólogos introspectivos a modo de micro-capítulos, nos van relatando la acción en un caleidoscopio de puntos de vista que antes que servir de complemento conllevan a la confusión. Perdido en una intrincada maraña subjetiva, el lector, a modo de investigador, tendrá que acudir no tanto a las palabras como a las aristas de éstas y bucear en un océano de medias verdades, mentiras, fantasías y chismorreos para acercarse, aunque sea ligeramente, a esa entelequia llamada verdad.

La forma como declaración de principios
En la secuencia pre-créditos de Las reglas del juego, el director y guionista Roger Avary parece centrarse en demostrar la posibilidad de encontrar una mirada cinematográfica que suponga la representación fílmica del estilo de Bret Easton Ellis. En este sentido, se puede considerar un toque de atención a la cobardía de adaptaciones anteriores como Golpe al sueño americano (que adaptaba la seminal Menos que cero) y American Psycho, más centradas en el discurso del escritor norteamericano que en plasmar fielmente dicho estilo. Al igual que la novela homónima que adapta (y cuyo título fue incomprensiblemente modificado en nuestro país: supongo que pensaron que los "juegos" serían menos provocativos que la "atracción"), Las reglas del juego comienza en medio de una bulliciosa fiesta universitaria llena de jóvenes en celo, música a todo volumen, alcohol y drogas. Avary nos presenta a los tres personajes principales (Lauren, Paul y Sean), pasando por algunos de los secundarios, y les coloca en tres situaciones diferentes que suceden a la vez. Renegando de la elipsis o de la narración paralela, el director de la magnífica Killing Zoe hace uso de la técnica del rebobinado para mostrar esos tres momentos en un único período temporal. Además, le permite establecer un hilo conductor ininterrumpido que conecta a los tres personajes, además de provocar una sensación de extrañamiento en el espectador, quien ve como una situación reconocible (una fiesta universitaria) es desvirtuada y convertido en algo desconocido.

No será el único recurso formal de una película cuyo objetivo secundario parece ser el demostrar las posibilidades narrativas del medio cinematográfico a la hora de relatar una historia. La utilización de la split-screen (la pantalla partida) sirve para sembrar las semillas de una relación (Lauren y Sean ocupa cada uno una parte de la pantalla dividida, mostrando así que pertenecen a dos mundos diferentes; cuando la división desaparezca y compartan el mismo plano, esos dos mundos se habrán fusionado en uno solo, creando una unión entre los dos) o retratar las fantasías de los personajes (Paul se masturba mientras imagina que se enrolla con Sean). Incluso los insertos son utilizados para desvelar los auténticos sentimientos o motivaciones de los protagonistas (cuando Paul ve cómo una chica se lleva al chico con el que estaba ligando; los planos que muestran a Lauren ayudando a una estudiante que se ha cortado las venas aparecen intercalados con su imagen petrificada, como si en su cabeza repasara lo que tiene que hacer, pero se viera incapaz de hacerlo).

La insoportable levedad del angst adolescente
Incluso el momento en el que Las reglas del juego utiliza un recurso más convencional como el flashback lo hace para negarse a sí misma: al final de la película, cuando retomamos la acción que abría la película, asistimos atónitos como los personajes rechazan los actos que ya les hemos visto hacer y desandan su propio destino, eligiendo por sí mismos el curso de los acontecimientos. Es en ese momento cuando Avary muestra sus cartas y somos conscientes que el llamativo aparato visual desplegado sirve para reflejar los desequilibrios de una serie de laberínticas tramas sentimentales suspendidas sobre el vacío.

Permitiéndose desde inusitados arrebatos poéticos (ese solitario copo de nieve que se posa en la cara de Sean formando una lágrima al derretirse y que permite que el vampiro emocional pueda llorar), agresivas digresiones (el bloque de las vacaciones europeas de Victor, casi una micro-película en sí misma considerada), paréntesis genéricos (la trama con los traficantes de cocaína) y desternillantes muestras de humor slapstick (los intentos de suicidio de Sean), Las reglas del juego, en su libertad narrativa, acaba reflejando las complejidades de un microcosmos vital que bajo la brillantez y el atractivo de sus formas, esconde un insondable abismo del que los protagonistas huyen a través una desesperada entrega al hedonismo más fugaz.

Un suicidio anónimo fractura la estructura de la película. Este acto, mostrado con un ensimismamiento ritual, nos muestra al que es el único personaje positivo de la película, cuya presencia subliminal en los fotogramas le convierte en la representación de la pureza y de la inocencia, ahogada por las oscuras y pasionales fuerzas que le rodean. Su sacrificio será necesario para convertir a Sean, Paul y Lauren en figuras míticas, perdidas en un infierno nevado de inquietante atmósfera sobrenatural, aisladas en un universo amoral que se retroalimenta de su propias criaturas. Las reglas del juego concluye con una carretera perdida nocturna a toda velocidad, con los copos de nieve convertidos en destellos intermitentes y una voz en off que se corta a mitad de frase. No hay salida posible. No hay juicios ni moralejas. Sólo oscuridad y huida. Hacia ninguna parte. Hacia la nada.

martes, 10 de enero de 2012

Super 8

(Super 8)
USA, 2011. 112m. C.
D.: J.J. Abrams P.: J.J. Abrams, Bryan Burk & Steven Spielberg G.: J.J. Abrams I.: Kyle Chandler, Elle Fanning, Joel Courtney, Gabriel Basso

Si tenemos en cuenta que los cimientos sobre los que se edificó las filmografías de Steven Spielberg y de George Lucas (y que supusieron las bases del cine comercial hollywoodiense de los 80 en particular y de las últimas décadas en general) tuvieron como modelo un cine perdido para el nuevo público pero que resistía en la memoria de quienes se alimentaron con él, no ha de resultar extraño que algunos de los representantes de las más recientes generaciones de directores americanos hayan sentido el impulso de hacer lo mismo. Esto es, rendir su particular homenaje a esos dos nombres totémicos del cine contemporáneo a modo de (intento) de relevo generacional a la vez que demostración de lo robustos que siguen siendo los pilares de la industria hollywoodiense tan atenta a conservar el pasado como a mirar el futuro. Nombres como Kevin Smith, Guillermo del Toro, Roland Emmerich o M. Night Shyamalan serían algunos lustrosos ejemplos.

De esta posible lista, el últimamente muy de moda J.J. Abrams se ha puesto a la cabeza con un proyecto algo más osado. Si en las películas de los realizadores anteriormente citados podemos localizar guiños concretos o referencias más o menos explícitas, con Super 8, el creador de la serie Alias nos propone un ejercicio de mimetismo: el objetivo no es hacernos recordar las añoradas producciones Amblin, sino el intentar hacernos creer que estamos ante una de ellas. A lo largo del metraje podemos encontrar todo tipo de apuntes o notas a la filmografía de Spielberg, ya sea como director (Encuentros en la tercera fase y E.T. El Extraterrestre, principalmente, pero también con guiños a Tiburón o Parque Jurásico) como en su faceta de productor (Los Goonies, Gremlins o Regreso al futuro). El resultado es un monstruo de Frankenstein cuyas diferentes partes provienen de un título concreto en la carrera del denominado Rey Midas de Hollywood y en el que Abrams antes que como realizador orquesta como cirujano.

Pero, a raíz de lo dicho, surge una pregunta inevitable: ¿puede un alumno volar libre bajo la sombra de su maestro? La participación del propio Spielberg como productor de Super 8 sirve para conferir a la película un sello de autenticidad, de producto oficial, pero, al mismo tiempo, la cubre con su alargadísima sombra, imponiendo, aunque sea de manera inconsciente, su presencia. De esta manera, Super 8 corre el riesgo de pasar de ser un homenaje sentido a convertirse en un acto de pleitesía. Algo que afecta principalmente a la propia estructura del film, tan mecánica en ocasiones como previsible en otras, como si el orden de las escenas vinieran impuestas, no tanto por una lógica narrativa, sino por que tiene que ser así, porque lo dice la guía de ruta.

Afortunadamente, Super 8 no se limita a ser una bonita pero estéril pieza de museo, sino que Abrams desarrolla su particular homenaje al cine con el que creció a la vez que dibuja un autorretrato sentimental de los inicios de su pasión por el cine. Super 8 nos muestra, así, el plano y el contraplano: la pantalla sobre la que se proyecta un mundo espectacular y lleno de maravillas y el rostro boquiabierto y fascinado del niño que las contempla desde su butaca. Y es ahí, en el amor con el que Abrams ha cuidado y mimado las costuras de su criatura donde encontramos los mayores valores del film, los cuales se revelan en una de las escenas iniciales, aquella en la que el grupo de niños protagonistas que están rodando una película de zombies con una cámara de Super 8 se ve envuelto en un accidente de tren: el aparatoso descarrilamiento de los vagones queda contrapunteado, y matizado, por el tierno momento que lo precede: Joe maquillando a Alice con la delicadeza de quien tiene miedo de romper una figura de porcelana, pero, a la vez, no puede resistir sentirse atraído por su belleza.

La importancia de un film como Super 8 viene dada por su condición de toque de atención hacia las actuales muestras de producciones blockbuster, los cuales parecen haber perdido el impulso y la energía inicial para limitarse a encerrarse en una lujosa y espectacular jaula de fríos avances tecnológicos. Recordemos esa bonita escena en la que, tras encontrar a una aturdida Alice en el interior de la guarida de la criatura alienígena que asola su población, y ante la pregunta de ésta de qué está haciendo ahí, Joe le responde que está haciendo todo lo que está en sus manos para salvarla. Super 8 identifica las carencias afectivas de su jóvenes protagonistas (el emotivo arranque del film, con Joe sentado en un columpio rodeado de nieve durante el velatorio de su madre; Alice huyendo de casa mientras su padre, en estado de embriaguez, la persigue) con la soledad de una criatura alejada de su hogar y atrapada en un mundo que desconoce. Y por el camino, el cine en general y el blockbuster en particular se destapan como una caja de resonancia de los sentimientos de sus personajes y de los espectadores, fusionados durante un período de tiempo que muchos desearíamos que fuese eterno.


viernes, 6 de enero de 2012

2011 en 5 películas

Antes que nada, espero que todos los visitantes de este blog hayan pasado unas felices fiestas y desear el mejor 2012 para todos. Sí, sé que llego con retraso, pero hasta hace poco he estado apartado de Internet. Los que hayan seguido este blog se habrán percatado que durante este año mi asistencia a las salas cinematográficas ha sido notablemente mayor a la de anteriores años, a lo que hay que sumar aquellos estrenos que he visto en casa. Todo ello ha redundado positivamente al conferirle al blog un plus de actualidad. Indicar que a la hora de hablar de estrenos cuento también aquellos films que se han estrenado directamente en formato doméstico y entre los que podemos encontrar títulos realmente interesantes. Elegir sólo cinco películas ha resultado harto complicado pues no han escaseado precisamente el buen cine (aunque tampoco el malo). Sin más dilación, a continuación los cinco títulos más interesantes del 2011 según un servidor.




















5. La piel que habito
La confirmación, por si alguien lo dudaba todavía, de que Pedro Almodóvar es el director español más radical y libre de nuestro cine. Partiendo de los Ojos sin rostro de Franju para llegar a la Carne para Frankenstein warholiana, pero manteniéndose siempre en un territorio inequívocamente almodovariano, La piel que habito supone un pastiche fílmico en el que ciencia-ficción, cine negro, erotismo bizarre y melodrama al límite se funden y confunden con el delirio como eje vertebrador.




















4. Cisne negro
La mejor película de Darren Aronofsky supone un resumen tanto de sus virtudes como sus defectos como director. Por un lado, su innegable poderío visual, su concepción del cine como violento aparato sensorial con el que agredir al espectador, cualidades que se ven mermadas por su tendencia al subrayado y el tremendismo. Con todo, la fuerza visual de la dirección, la entrega de Natalie Portman y el casi subliminal diseño de sonido (destacando la excelente banda sonora compuesta por Clint Mansell a partir del celebérrimo El lago de los cisnes) convierten a Cisne negro en la experiencia cinematográfica más arrebatadora del año.




















3. Un método peligroso
Aparente ejercicio de clasicismo que, en realidad, supone un ejemplar análisis teórico acerca de las obsesiones de su director. Cronenberg utiliza las figuras reales de Sigmund Freud, Carl Jung y Sabina Spielrein como los antecedentes de los atormentados protagonistas de su filmografía a la vez que disecciona de manera tan implacable como elegante las múltiples capas de sentido (moral, psicológico, sexual) que conforman la realidad, la del pasado y la nuestra.




















2. Drive
Fascinante ejercicio neo-noir, a medio camino entre la reconstrucción postmoderna de los estilemas del cine comercial ochentero y el thriller cerebral de autor, Drive nos narra el camino de redención sentimental de un experto conductor cuya frialdad exterior encubre su fuego interior. Su elaborado formalismo, en su conjunción de paroxísticas explosiones de violencia y abstracción narrativa, hacen de Drive una de las propuestas más complejas e hipnóticas del pasado año.




















1. Confessions
Incisiva radiografía de la sociedad contemporánea nipona que utiliza el escenario de una clase de primaria como microcosmos en el que escenificar los males de la sociedad moderna a través de un obsesivo esteticismo audiovisual al borde del manierismo que confiere al film una sugerente atmósfera fantástica. Realidad y ficción; pasado, presente y futuro; verdades y mentiras se diseminan a lo largo del metraje como piezas desordenadas de un puzzle apasionante de armar.

jueves, 5 de enero de 2012

Drive

(Drive)
USA, 2011. 100m. C.
D.: Nicolas Winding Refn P.: Michel Litvak, John Palermo, Marc Platt, Gigi Pritzker & Adam Siegel G.: Hossein Amini, basado en el libro de James Sallis I.: Ryan Gosling, Carey Mulligan, Bryan Cranston, Albert Brooks

Los primeros minutos de Drive remiten directamente al comienzo del inolvidable Driver, de Walter Hill. Como si fuese una reencarnación del anónimo personaje incorporado por Ryan O'Neal, la presentación del conductor interpretado por Ryan Gosling -del que, igualmente, nunca conoceremos el nombre- le colocan en medio de un atraco en el que hace gala de sus milimétricas aptitudes a la hora de manejar un volante. El conductor de Drive supone, hasta el momento, el último eslabón en una cadena que se inicia con el hierático Jef Costello de El silencio de un hombre. En la tensa concentración que muestra en todo momento, en su capacidad para conservar una calma casi sobrehumana incluso cuando está siendo perseguido por un helicóptero, su habilidad para la improvisación en los momentos más tensos o las inquebrantables reglas que rigen sus trabajos nos reflejan a una persona, a un ser, cuyas asombrosas cualidades van unidas a una posición vital altamente ritualizada. Así nos lo confirma la desnudez de la habitación en la que espera a que llegue la hora del siguiente trabajo. Pero ya en este inicio se nos muestra una imagen reveladora: el conductor, de espaldas a la cámara, contempla a través de la ventana el paisaje urbano de un Los Ángeles nocturno: es una imagen de fuerte componente melancólico que nos retrata a un ser humano que observa fascinado a una humanidad -representada por la ciudad- a la que quiere pertenecer pero de la que se ve apartado por una fina barrera de frío cristal.

Las semejanzas con Driver acaban ahí. Si el protagonista de la película de Walter Hill antes que un personaje con entidad propia tomaba la forma de un arquetipo, de un icono genérico, cuya hieratismo y frialdad, y ausencia de sentimientos, empapaba a toda la película, tras el prólogo, Drive marca las distancias. El encuentro del conductor con su vecina Irene, madre de un niño pequeño cuyo marido está en prisión, nos refleja que bajo esa coraza impertérrita con la que se mueve se esconde un volcán a punto de explotar. En este sentido, Winding Refn nos está contando una historia de muertos vivientes, o, al menos, de un muerto viviente: sin pasado ni identidad propia, el conductor se mueve de manera mecánica, sin aparentes objetivos, como si lo que le rodea fuese un escenario en continuo proceso de cambio. Sus trabajos diurnos despiden igualmente un hálito mortuorio: especialista de escenas peligrosas en películas de acción en las que corre el riesgo de perder la vida y como mecánico en un taller donde intenta devolver la vida a los vehículos que le traen. Incluso uno de los compañeros de rodaje le dice que parece un zombie.

Drive nos relata la historia de una redención sentimental a través de la cual su protagonista busca darle un sentido, una calidez, a una vida solitaria y mecánica. Lo que convierte al film de Winding Refn en la propuesta fílmica más hipnótica y fascinante del pasado 2011 es el contraste que se establece entre lo que se cuenta (esa búsqueda de la pasión) y cómo se cuenta. Durante la primera media hora se nos muestra el acercamiento del conductor a esa familia desestructurada y cómo se integra en ella, empezando un romance con Irene y relacionándose con su hijo. Pero a pesar de la calidez de las escenas, Winding Refn mantiene su mirada esteticista y fuertemente formalista a base de planos estáticos, medidos movimientos de cámara, ralentizaciones y largos silencios, elaborando así una atmósfera de tensión: a pesar de sus intentos de integración, el conductor se asemeja a un extraterrestre que intenta imitar las acciones de sus modelos.

Una tensión que explota en la segunda parte del metraje, en la que el protagonista se ve involucrado en una trama de atracos, mafias y traiciones. Es aquí donde el contraste que comentamos líneas arriba explota, fusionando los escalofriantes y brutales arrebatos gore del conductor con sus movimientos mecánicos (escenas como la del ascensor o el asalto al camerino de un local de strip-tease parecen suceder únicamente en la mente del protagonista). El regreso de un muerto a la vida conlleva, igualmente, una reconciliación con el dolor y la propia muerte, empapando a la atmósfera de Drive de un tono fatalista que nos devuelve, de nuevo, a El silencio de un hombre.

No es una casualidad que a la hora de hablar de Drive se traiga a colación el título de tan ilustres precedentes, pues el film, en su conjunto, supone un artefacto postmoderno, y cerebral, que se nutre de las formas del cine comercial de los ochenta como evidencia los títulos de crédito (reminiscentes de los de películas clave como Risky Business o American Gigolo) y la banda sonora (a base de ritmos electrónicos minimalistas al estilo de Tangerine Dream) o la actitud estudiadamente cool del conductor (el palillo en los labios, la cazadora con el símbolo del escorpión). De esta manera, Drive supone una propuesta coherente tanto a nivel interno como externo, pues supone la resurrección de un cine que ya pasó a mejor vida, esto es, a servir de modelo de culto para directores como Nicolas Winding Refn.