domingo, 28 de octubre de 2012

Barry Lyndon

(Barry Lyndon)
UK/USA, 1975. 184m. C.
D.: Stanley Kubrick P.: Stanley Kubrick G.: Stanley Kubrick, basado en la novela de William Makepeace Thackeray I.: Ryan O'Neal, Marisa Berenson, Patrick Magee, Hardy Krüger

A la hora de acercarse al cine de Stanley Kubrick suele destacarse la aparente indiferencia que éste mostraba por sus protagonistas, una indiferencia subrayada por la gelidez emocional de la que hacía gala su obra. Daba la impresión de que para el director norteamericano el componente humano de sus films no era más que un mal necesario, un elemento más dentro de un conjunto cinematográfico equiparable a los decorados, el vestuario o la fotografía; pero, seguramente, más irritante, al empecinarse en mostrar una personalidad propia frente a los requerimientos del realizador del film.

Algo extraño si se tiene en cuenta que Kubrick dedicó su obra precisamente a radiografiar los comportamientos más idiosincrásicos del ser humano a través de impulsos como la codicia (Atraco perfecto), el ansia de poder (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú), la fascinación por la violencia (La naranja mecánica, La chaqueta metálica), las difíciles relaciones dentro del núcleo familiar (El resplandor), las represiones sexuales (Lolita, Eyes Wide Shut) o, directamente, la propia historia del hombre, así como su posición dentro del inconmensurable cosmos (2001. Una odisea del espacio). A raíz de esto, podemos afirmar que el director de Espartaco estaba interesado tanto por su propia condición de ser humano como de la de sus semejantes. Pero también, repasando el tono que caracteriza a los títulos enumerados, nos es difícil aventurar su escaso apego al mismo.

Realizada tras dos éxitos consecutivos como fueron 2001. Una odisea del espacio y La naranja mecánica, ambos pertenecientes al cine de género, parcela ciencia-ficción, Barry Lyndon ha sido comúnmente considerada tanto una ejemplar muestra de las obsesiones de su director como un ejercicio de estilo que volvía a evidenciar la búsqueda de la perfección artística. Partiendo, una vez más, de un referente literario -la novela La suerte de Barry Lyndon. Romance del siglo pasado, escrita por William Makepeace Thackeray y publicada originalmente en 1844- realiza una incursión dentro del cine de época para contarnos un relato de corte moralista protagonizado por el joven Redmon Barry, cuya vida plagada de infortunios en combinación con sus aspiraciones arribistas le llevarán a escalar a los primeros puestos de la aristocracia desde donde, afectado por el vértigo del poder y el lujo, acabará precipitándose de vuelta a sus orígenes, más viejo y desgraciado. Por tanto, el punto de partida supone una combinación de elementos cómico-satíricos (el uso por parte de Barry de la picaresca para lograr sus objetivos) y melodrama (las penalidades a las que tendrá que enfrentarse el protagonista a lo largo de su existencia), cuyos componentes emocionales poco parecen interesarle a Kubrick.

La elección de Ryan O'Neal como protagonista resulta definitoria de cara a entender las intenciones de su director. Revelado tras el estruendoso éxito de Love Story, O'Neal demuestra aquí, al igual que hará tres años después en la hipnótica Driver, su capacidad para la composición hierática y el porte estático. Una no-actuación, desapegada de cualquier signo dramático, que se extiende al resto del reparto, definiéndoles antes como figurantes que como personajes. El uso recurrente por parte de Kubrick de la técnica del zoom, a través del cual parte de un plano detalle dentro del encuadre para, a continuación, retroceder lentamente hasta abarcar el todo, fusionando así los ingredientes que lo conforman -paisaje, mobiliario, decorados, actores- transforma cada plano en una pintura viviente. La estoica voz en off del narrador que nos relata, imperturbable, los hechos a los que estamos asistiendo nos sitúa, antes que en una sala de cine, en una especie de museo virtual, en el que cada cuadro correspondiera a un momento en la vida de Redmon Barry, en suma, a una escena individual. En este terreno juega el papel de la banda sonora, una selección de música clásica y tradicional arreglada y adaptada por el oscarizado Leonard Rosenman y que funciona a base de bloques, ilustrando no tanto las acciones del protagonista como los avatares biográficos que sufre.

Así, Barry Lyndon elude los elementos emocionales que mencionamos líneas atrás para acogerse al estilo distanciado y frío que caracteriza al director de El beso del asesino, de nuevo convertido en un vigilante que sigue los movimientos de sus personajes desde la superioridad que le confiere su posición de demiurgo. La película está estructurada de manera geométrica, dividida en dos partes diferenciadas (a las que hay que añadir la inclusión de un intermedio en la mitad del metraje y un epílogo con forma de texto al final), las cuales cada una sirve de reflejo invertido de la otra: en ambos casos, la presencia de una mujer llevará a Barry a tener que batirse en duelo, de cuyo resultado se decidirá la suerte del protagonista.

Pero nos equivocaríamos si, ante la perfeccionista búsqueda por parte de Kubrick del valor exacto de la geometría narrativa, pensáramos que Barry Lyndon es un título sin alma. La decisión de rodar únicamente con luz natural, iluminando los interiores con cientos de velas, confiere a las imágenes una atmósfera tenebrista y claustrofóbica que tiñe de un tono fatalista a los movimientos de Barry, como si su destino estuviera sellado de antemano. Lo mismo se deduce de los movimientos de cámara mencionados anteriormente, los cuales desvirtúan el escenario, haciendo que la meticulosa recreación de la época evocada pierda su carácter de estudiado academicismo para, a través de un enfermizo hiperrealismo, entrar en el terreno de la abstracción. Viendo Barry Lyndon, fascinado por la belleza de sus imágenes, uno tiene la sensación de que Kubrick no ha abandonado el cine fantástico, una sensación que empapa el resto de su filmografía, siempre dispuesta a llevar al cinematógrafo a sus más altas cotas artísticas.


sábado, 27 de octubre de 2012

La cabaña en el bosque

(The Cabin in the Woods)
USA, 2011. 95m. C.
D.: Drew Goddard P.: Joss Whedon G.: Joss Whedon & Drew Goddan I.: Kristen Connolly, Chris Hemsworth, Anna Hutchison, Fran Kranz

1
El 15 de octubre de 1981 se estrenaba en la ciudad de Detroit, perteneciente al estado de Michigan, Posesión infernal, la ópera prima de un joven director que contaba por entonces con sólo veintidós años de edad y que presentaba como tarjeta profesional una película de terror realizada con 375.000 dólares y rodada junto a un grupo de amigos en una cabaña situada en los alrededores de Morristown, en Tennessee. El impacto de esta pequeña pero poderosa película aún se puede sentir hoy en día, dos secuelas después, diversos vídeo-juegos y cómics, y con un remake que se estrenará en breve. Pero los elementos que daban forma a la primera entrega de la saga Evil Dead no eran precisamente originales.

Más bien al contrario, Raimi y su equipo echaban mano de las películas más populares dentro del cine terror de las pasadas décadas para conformar algo así como un popurrí genérico que lograba desarrollar su propia identidad a través de la energía salvaje de su representación. En cierto modo, podía considerarse a Posesión infernal como la ratificación burlesca de que el terror había llegado a encerrarse en un callejón sin salida conformado por sus propios lugares comunes: las posesiones demoníacas de ingenuos adolescentes; la cabaña aislada en medio del bosque; el sexo como experiencia física al límite y preámbulo de una muerte atroz; la gasolinera que parece haberse estancado en el tiempo y regentada por extraños y hostiles personajes, etc.

2
La cabaña en el bosque, tras un breve prólogo, comienza en terreno conocido. La cámara se eleva por encima de los árboles que recorren una calle y se acerca a la ventana abierta de una casa. A través de dicha ventana vemos a Dana haciendo una maleta. Como única ropa lleva una apretada camiseta y unas bragas. De entrada, Goddard nos presenta uno de los iconos inamovibles del género: la heroína guapa ligera de ropa. A continuación, entra en la habitación su mejor amiga, que es, por supuesto, rubia y que viene acompañada de su novio, cuya complexión física nos informa que, seguramente, sea el capitán del equipo de fútbol americano de la universidad. Han decidido pasar el fin de semana en una cabaña en medio del bosque propiedad del primo de este último. Como podemos comprobar, Goddard y Joss Whedon parecen prepararnos para disfrutar un título de terror sin que falte ninguno de sus ingredientes. Pero enseguida nos percatamos de que las cosas no son exactamente lo que parecen: la chica rubia en realidad no lo es, sino que se ha teñido el pelo; el chico no es un atleta, sino todo un estudiante de sociología, ademas de un experto en libros filosóficos; por si esto fuera poco, la chica que aparece en ropa interior es virgen (o, al menos, todo lo virgen que se puede ser en estos tiempos).

¿Es, por tanto, La cabaña en el bosque un juguete postmoderno que se dedica a deconstruir las normas elementales del género al que ella misma pertenece? Sí y no. Sí, porque, especialmente durante su primera mitad, el objetivo principal del film consiste en buscar y encontrar la complicidad de su público idóneo, presentándoles de manera deliberada guiños directos sacados de sus películas favoritas (por ejemplo, la puerta del sótano que se abre sola de repente mientras los protagonistas están hablando y riendo entre ellos, sampleado directamente de Posesión infernal). La aparente falta de originalidad de La cabaña en el bosque juega a su favor, especialmente cuando la utiliza para desbaratar las expectativas del espectador. 

Después de la presentación de una Dana apenas vestida, éste espera el poder verla desnuda del todo. Algo que parece que va a ocurrir cuando uno de los componentes de la excursión, Holden, descubre que el espejo de su habitación es, en realidad, una ventana oculta a la estancia de enfrente, en la cual, Dana está cambiándose de ropa. En ese momento, Holden se convierte en un espectador que puede disfrutar de la desnudez de la joven sin que ésta se dé cuenta: en suma, es un voyeur, como el público. Pero, al contrario que nosotros, él si tiene la opción de parar el asunto, dejando al descubierto nuestras más bajas pasiones. ¿Podemos decir, a tenor de lo dicho, que La cabaña en el bosque es a Posesión infernal lo que Scream. Vigila quien llama a La noche de Halloween? Aquí es donde viene la respuesta negativa, porque si el efectivo pero simple ejercicio metaligüístico orquestado por Wes Craven y Kevin Williamson se limitaba a exponer los tópicos del cine slasher para dejarlos en evidencia, Goddard y Whedon se muestran más ambiciosos.

3
En 2004, el guionista escocés Grant Morrison decidió concluir su excelente etapa en la cabecera Nuevos X-Men con una saga en cuatro partes publicada entre los números 151 a 154 titulada "Bienvenidos al mañana", ilustrada por los lápices de Marc Silvestri. En este heterodoxo y estimulante arco, Morrison nos presentó a una colonia bacteriana denominada Sublime con la cual, de un plumazo, aportó una lógica interna a toda la historia de los superhéroes: de golpe, las continuos combates y peleas sin fin entre héroes y villanos desde el principio de los tiempos (que podemos datar en junio de 1938 con la aparición del Action Comics número 1) tenía una explicación... retrospectiva.

No sabemos si Joss Whedon pensaba en el guionista de Animal Man a la hora de dar forma a su guión, pero teniendo en cuenta las conexiones del creador de Buffy cazavampiros con el universo Marvel (aparte de dirigir la exitosa Los Vengadores se encargó de escribir las aventuras de la Patrulla X tras la marcha de Grant Morrison bajo el nombre de Astonishing X-Men) tampoco sería descabellado. Y es que, precisamente, lo que hizo Morrison con el cómic de superhéroes es lo mismo que hace aquí Whedon con el género de terror: a través de una elaborada pirueta argumental, La cabaña en el bosque se convierte en una enciclopedia que consigue comprimir todo el género (a un nivel argumental, estético o icónico) para, a la vez, dotarlo de una coherencia interna tan desmitificadora como fascinante.

Una idea que alcanza su mayor nivel de sugerencia al presentarnos, como sustitución de los gastados clichés que nos hemos acostumbrado a ver en la pantalla de un cine o en nuestra propia casa, cómodamente sentados en nuestros sillones, un horror primigenio y mitológico que se alimenta de los instintos más atávicos del ser humano al cual convierte en el auténtico monstruo de la película en su capacidad de hacer lo que sea -incluso ofrecer en sacrificio a sus propios semejantes- con tal de sobrevivir. Un mensaje pesimista que, sin embargo, acaba aportando una tenue luz de esperanza en su nihilista final: el imprevisto nacimiento de un último atisbo de humanidad en dos seres nacidos (podríamos decir creados) para ser masacrados y que, en un último arrebato de lucidez, son conscientes de que el mundo que se abre al otro lado del espejo ha agotado sus últimas oportunidades de redención.

lunes, 22 de octubre de 2012

Audition


Japón, 1999. 115m. C.
D.: Takashi Miike P.: Satoshi Fukushima & Akemi Suyama G.: Daisuke Tengan, basado en la novela de Ryû Mirakami I.: Ryo Ishibasi, Eihi Shiina, Tetsu Sawaki, Jun Kunimura

Aunque el pase de la extravagante Fudoh dentro del marco de la IX Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián que tuvo lugar en 1998 ya despertó la curiosidad de ciertos espectadores acerca de un, hasta ese momento, desconocido director japonés llamado Takashi Miike, no sería hasta cuatro años después cuando, gracias al estreno (limitado, eso sí) en salas españolas de la película que nos ocupa, el nombre del director de la trilogía Dead or Alive empezaría a resultar habitual entre los aficionados al cine fantástico en particular y los cinéfilos con inquietudes en general. Mucho ha llovido desde entonces, y hoy en día Miike se ha convertido en una presencia imprescindible en los certámenes de género especializados, como el mencionado de San Sebastián o Sitges, llegando incluso a competir por la Palma de Oro en Cannes. Miike parece haber dejado atrás las numerosas producciones de bajo presupuesto directas al mercado videográfico y ha encontrado su lugar dentro de la industria nipona, haciéndose cargo de importantes y exitosas superproducciones, y despertando la admiración de compañeros de profesión internacionales, como el propio Quentin Tarantino.

En su momento, Audition se publicitó subrayando su carácter extreme, su condición de desafío al aguante del espectador aficionado ante una propuesta radical y que prometía llevarle a terrenos descarnados y oscuros apenas visitados. Todo esto es cierto, pues Audition supone un ejemplo de cine de terror extremo, cuyo objetivo no es, como es habitual en las muestras más convencionales del género, hacer pasar un buen rato a su público a través de la simulación de una experiencia terrorífica, sino agredirles con esa misma experiencia: Miike no busca nuestra empatía con los protagonistas del film, haciendo que su dolor se refleje en nosotros, sino transmitir ese mismo dolor, convirtiéndonos en sus víctimas. Pero, aunque lo más celebrado de la película sea su media hora final, allí donde el reino del horror se hace físico a través de un minucioso y espantoso ritual que mezcla carne, sangre, sadismo y catarsis existencial, no es esto lo más inquietante. Después de todo, cuando el miedo adquiere forma, por insoportable que ésta sea, pierde ese elemento que, antes que asustarnos, nos inquieta, nos produce un temor profundo e inexplicable cuyo núcleo se encuentra en nuestro subconsciente: el miedo a lo desconocido, a aquello que perturba nuestro mundo, pues no conseguimos aprehenderlo con nuestras propias manos ni catalogarlo, pues escapa a cualquier análisis racional.

Si bien a la hora de definir la cuidada estructura de la que hace gala Audition se la ha comparado con una serpiente que muda la piel, siempre he pensado que las intenciones de Miike son el preparar una imperceptible trampa en la que el espectador quedará, irremediablemente, atrapado. El prólogo empieza a colocar los primeros elementos de la misma: una escena situada en un hospital, donde el protagonista, Aoyama, observa sin que pueda hacer nada por evitarlo como la vida de su mujer se apaga. Un instante que obliga al espectador, consumidor habitual de explosivas muertes a través de una pantalla de cine, a enfrentarse a la muerte en su estado más natural, más realista. Las imágenes que nos muestran el rostro de la moribunda, con la mirada perdida, mientras su marido le coge tiernamente la mano, como si, de alguna manera, quisiera retenerla con él, mantenerla viva, resultan tan escalofriantes como conmovedores, un sentimiento subrayado por el pudoroso plano cenital que nos aleja de una pareja ya rota por la irracional lógica de la vida.

A partir de este punto, Audition adquiere un tono realista a través de una puesta en escena aparentemente clásica, acorde con la vida monótona e insustancial de un hombre maduro que, tras perder a su esposa, se ha volcado en el cuidado de su hijo y en su carrera profesional, encontrando el éxito en ambas facetas, pero que ha renunciado a sus propias motivaciones sentimentales, como si la defunción de su esposa se hubiera llevado con ella su pasión por vivir. Sus compañeros de trabajo hablan de Japón como de una ciudad muerta, habitada por ciudadanos solitarios y su propio hijo, ya adolescente, le insiste en que se tiene que buscar una nueva pareja. Así, lejos de los contornos habituales de una película de terror, durante su primera hora Audition parece tomar la forma de una bonita historia de amor otoñal desde el momento en el que Aoyama conozca a la joven Asami a través de una audición preparada por él y un amigo suyo de cara a que pueda conocer chicas. Audition adquiere, entonces, un ritmo reposado, siguiendo los diferentes encuentros entre ambos, a medida que se van conociendo y la pasión nace entre ellos. Todo ello planificado por encuadres sólidos, sin movimientos de cámara, desarrollando un ambiente relajado y familiar. En suma, seguro.

Pero será a partir de un suceso, que atañe a una desaparición, cuando Miike empiece a enseñar sus cartas: en el momento en el que un alterado Aoyama busca desesperado a la persona desaparecida, Miike rompe esa planificación tranquila para seguir al protagonista con una cámara temblorosa, con movimientos agresivos. Es entonces cuando el espectador es consciente de que, lejos de estar asistiendo a un film de corte clásico, ha observado en todo momento una narración subjetiva, condicionada por la perspectiva y el estado de ánimo del protagonista. La iluminación neutra y naturalista que marcaba los escenarios hasta ese momento es sustituída por unos angustiosos tonos rojizos y los encuadres empiezan a torcerse consiguiendo que los escenarios por los que se mueve Aoyama adquieran un aspecto amenazador. La trampa se cierra alrededor del protagonista y nosotros quedamos encerrados con él pues, al igual que éste, también hemos bajado nuestras defensas, tranquilizados por las plácidas imágenes que discurrían ante nosotros, sin percatarnos, sin querer atender quizás, a los avisos desplegados a lo largo del metraje.

No es casualidad que sea precisamente una de las secuencias de planificación más agresiva y radical la que nos proporcione la información que reescribirá todo lo que hemos visto hasta ese momento: a través de un encadenado de flashes que pasan por la mente del protagonista en los que se funden el pasado y el presente, a la vez que se confunde lo real con lo imaginado, Miike llena los agujeros desplegados por el metraje: los perturbadores insertos que nos mostraban a Asami esperando en su habitación, con una postura inhumanamente estática, delante de un teléfono y un saco cuyo interior no deja de moverse violentamente ; así como los extraños cortes de montaje que ilustraban las citas entre Aoyama y Asami, utilizados para eliminar aquellos datos de la segunda que no interesan al primero, adquieren la forma de oscuros presagios, intentos de la realidad de romper el seductor sueño en el que vive mecido el protagonista.

Hay quienes han encontrado el final de Audition excesivamente convencional y acomodaticio, como si su director no se atreviera a llevar lo planteado a sus últimas consecuencias. Efectivamente, así puede parecerlo, pero quizás esta decisión no sea sino una engañosa actitud de retroceso de cara a cerrar su trampa, dejando a sus protagonistas una salida entre tanta oscuridad porque sabe que, en determinadas circunstancias, la muerte no es el mayor espanto al que se puede enfrentar el hombre, sino el ver la realidad, su realidad, atacada, vulnerada, desprovista de los asideros a los que podía agarrarse. Igualmente, mientras los títulos de crédito surcan la pantalla, las luces se encienden y las puertas del cine se abren, el espectador también es libre, puede salir y reencontrarse con ese mundo que ha dejado a un lado durante dos horas. Sólo que ahora es distinto, porque también han desaparecido esos seguros asideros. Miramos a nuestro alrededor y no reconocemos lo que vemos y nos da miedo. Porque sabemos que va a ser así para siempre.

jueves, 18 de octubre de 2012

Redada asesina

(Serbuan Maut)
Indonesia/USA, 2011. 101m. C.
D.: Gareth Evans P.: Ario Sagantoro G.: Gareth Evans I.: Iko Uwais, Joe Taslim, Donny Alamsyah, Yayan Ruhian

Puede resultar difícil explicar el porqué una película como la que nos ocupa, que puede presumir de lucir un apartado técnico irreprochable y de presentar a lo largo de su metraje un buen puñado de escenas de acción asombrosas, tanto en lo que se corresponde al aspecto pirotécnico como al marcial, puede no funcionar. Para ello, quizás habría que analizar con detenimiento cuales son los elementos que confeccionan un buen actioner, género en el que Redada asesina se inscribe con la encomiable intención de suponer un punto y aparte en la historia del mismo aunque sea a un nivel cuantitativo. Desde un punto de vista estrictamente evasivo hay que reconocer el intento de su director (quién también se encarga de las labores de guión y montaje) para construir un título que hace del ritmo non-stop-action su sentido, además de proponer una mezcolanza, a modo de recopilatorio, de las posibles variaciones subgenéricas del cine de acción.

La premisa argumental de la que parte Redada asesina -un grupo policial de fuerzas especiales queda encerrado en el interior de un enorme edificio de quince pisos, siendo acosado y diezmado por los habitantes del mismo, peligrosos criminales todos ellos- nos trae a la memoria otros vehículos de claustrofobia supervivencialista como Asalto a la comisaría del distrito 13, de John Carpenter, o El tiempo de los intrusos, de Walter Hill. Las primeras imágenes de la película, en las cuales viajamos junto a los soldados en el interior de una furgoneta mientras su sargento les pone al día de los objetivos de la operación, transmiten una atmósfera realista, potenciada tanto por una fotografía grisácea y cromáticamente apagada como por los seguimientos que la cámara hace de los movimientos del grupo en su asalto al edificio. Los interiores, con sus paredes sucias y de mala calidad y la basura que llena los pasillos, redunda en el aspecto sórdido del conjunto, situándonos en un ambiente de profunda miseria. Destaca, en este sentido, el contraste entre los modernizados uniformes de los soldados frente a las ropas sucias y deterioradas de sus enemigos. Por tanto, Redada asesina parece querer proponer ese viaje hacia lo atávico tan dado en el subgénero supervivencialista -desde clásicos como Defensa o La presa a propuestas más recientes como The descent o Alta tensión-: si al principio los enfrentamientos se dirimen utilizando armas de fuego, pronto estas serán sustituidas por una variedad de herrumbrosas armas blancas compuesta por cuchillos, puñales y machetes hasta, finalmente, utilizar el propio cuerpo-.

Pero, a medida que transcurren los minutos, Evans demuestra no estar interesado en profundizar en los instintos supervivencialistas reprimidos que afloran en una situación límite o transmutar la acción al terreno de la abstracción, sino poner en pie un virtuoso espectáculo de ruido y furia que encuentra en su milimetrada apariencia su identidad. Sería injusto despreciar la calidad de la que hacen gala las varias peleas que conforman el metraje de Redada asesina: largas escenas llenas de movimientos marciales rápidos y contundentes, con sus protagonistas enzarzados en deslumbrantes y complejas coreografías las cuales, y aquí radica lo más importante, están filmadas y montadas con una envidiable claridad expositiva, rehuyendo el frenético -e ininteligible- montaje corto tan habitual en las muestras norteamericanas, acercándose más al exhibicionismo de sus homólogos chinos. Una claridad que potencia el componente físico de las escenas -pues vemos cómo los actores pelean "de verdad"- y que también encontramos en los instantes protagonizados por los devastadores tiroteos: ahí está la energía con las que las balas destrozan los cuerpos de las víctimas y la brutalidad con las que los cuerpos son golpeados, mutilados o descuartizados.

Por tanto, y como ha quedado expuesto, desde un punto de vista, digamos, explosivo, Redada asesina supone un grato espectáculo para el aficionado ávido de emociones fuertes. Pero Evans debería saber que la épica -y, después de todo, lo épico supone el elemento básico, imprescindible, de la aventura- surge, inevitablemente, del drama. Lo físico, los movimientos, más o menos agresivos, como manifestación de los convulsos sentimientos internos de los protagonistas. En Redada asesina no se nos propone un viaje hacia esa zona oscura y terrorífica en la un hombre -un ser racional y civilizado bajo unos valores sociales de respeto y educación- se convierte en una bestia salvaje capaz de apagar con sus propias manos la vida de sus semejantes. La emoción está ausente en los frenéticos movimientos de los protagonistas hasta el punto de que la perfección técnica de la dirección de Evans acaba jugando en su contra dando lugar a un artefacto tan vistoso como mecánico en el que los planos, todos ellos calculados y de atractivo acabado estético, no buscan mostrar algo, transmitir un mensaje, sino brillar por sí mismos.

En este sentido, aunque comenzamos este texto citando una serie de películas que podrían estar en la base argumental de esta Redada asesina, pronto abandonamos el llamado séptimo arte para entrar en el terreno de los vídeo-juegos. Y no se trata de desprestigiar a tan atractivo universo lúdico-audiovisual -los que me conocen saben bien mi afición a los mismos- y, de hecho, habría que ir pensando en realizar un estudio serio sobre los recíprocos canales de influencia entre ambos medios. Al igual que hay vídeo-juegos buenos y los hay malos, igualmente hay influencias buenas (ahí está, por ejemplo, Old Boy) y no tan buenas. Redada asesina se nos aparece, así, como un beat'm up de carne y hueso, con sus niveles -cada uno de los pisos del bloque de apartamentos- y sus jefes finales -el guardaespaldas del sanguinario controlador del lugar- en el que ha desaparecido el aspecto interactivo, quedando un frío recopilatorio de cut-scenes.

En un momento del film, Jaka, el protagonista, le pregunta a su aliado acerca de un par de cadáveres que se encuentran en el lugar donde éste le ha esperado. Éste, tras mirar los cuerpos fugazmente, le responde que no son nadie y se desentiende de ellos. Efectivamente, así son los personajes que habitan el sórdido y violento mundo de Redada asesina: un grupo de NPC (No-Player Character) cuya misión se limita a bloquear el trayecto de los héroes hacia la pantalla final, igual que la de estos últimos es llegar a ella y superarla para ver el correspondiente vídeo final.