martes, 30 de abril de 2013

The Lords of Salem

(The Lords of Salem)
USA/UK/Canadá, 2012. 101m. C.
D.: Rob Zombie P.: Jason Blum, Andy Gould, Oren Peli, Steven Schneider & Rob Zombie G.: Rob Zombie I.: Sheri Moon Zombie, Bruce Davison, Jeff Daniel Phillips, Judy Geeson



American Witch
¿Cuál es el motivo por el cual, de una película a otra, Rob Zombie parece haber sido condenado al ostracismo por los distribuidores de nuestro país? Recordemos que la irrupción del hasta ese momento músico norteamericano con La casa de los 1.000 cadáveres coincidió con la aparición de un grupo de jóvenes cineastas dispuestos a renovar el panorama del género de terror mirando, precisamente, a su pasado. Películas como Cabin Fever, Alta tensión, Dog Soldiers o la propia ópera prima de Zombie se miraban en el espejo de las icónicas muestras genéricas de los años 70, recuperando sus texturas hiperrealistas, su descarnada visión de la violencia y su retorcida mirada política. No es extraño que algunos de sus directores acabaran realizando remakes oficiales de aquellos títulos. Es precisamente una de estas nuevas versiones, Halloween. El origen, la despedida de Zombie de nuestras pantallas grandes. Su siguiente título, Halloween II, tras ser retenida durante más de dos años, finalmente vería la luz en los márgenes del mercado doméstico. ¿Tiene que ver con esta situación la radicalización del concepto del horror del director de Los renegados del diablo? ¿Acaso las imágenes turbulentas, profundamente insanas e incómodas, de sus trabajos le han convertido en persona non grata? ¿Quizás es que el cine de Rob Zombie da miedo de verdad? Si fuera así, posiblemente un título tan radical como The Lords of Salem permanezca para siempre inédita.

Si bien con The Lords of Salem Rob Zombie ha asentado las bases para el desarrollo de una mirada personal e intransferible del horror, no por ello carece de las referencias habituales de su cine, las cuales, al contrario de lo habitual, no son desplegadas a través de una serie de citas o guiños cómplices, sino que están integradas con naturalidad dentro de la trama. A la hora de bucear en este océano referencial se ha acudido al nombre de John Carpenter, concretamente a uno de sus mejores films, La niebla. Efectivamente, la protagonista de The Lords of Salem, Heidi, es una locutora de radio, al igual que el personaje interpretado por Adrienne Barbeau en la película de Carpenter quien se verá acosada por una amenaza sobrenatural terriblemente física cuyo origen está en su propio árbol genealógico. Pero, más allá de estos apuntes, Zombie rescata la atmósfera de La niebla, especialmente en los planos que nos muestra las desoladoras calles del Salem actual, ausentes sin vida, casi siempre oscurecidas por la llegada del crepúsculo, mientras las sombras se apoderan poco a poco de los edificios.

Si nos centramos en el aspecto argumental, encontramos referentes más evidentes. La acción se centra en un edificio, convertido en un bloque de apartamentos en alquiler. Al final del pasillo en el que vive Heidi se sitúa la puerta de uno de los apartamentos, el número cinco, el cual, como sabremos más tarde, es un enlace que conecta directamente con el infierno. Una idea que nos trae a la memoria un título clave del cine satánico de los 70, aunque quizás no de los más recordados, como es La centinela, e, incluso, El más allá, de Lucio Fulci. Más allá de la importancia de este decorado, la atención de Zombie se centra, sin duda, en La semilla del Diablo (si bien algunos elementos simbólicos también remiten a una película menos prestigiosa, los Ritos satánicos de Brian Yuzna). No andamos desencaminados si consideramos a The Lords of Salem como un remake introspectivo del film de Polanski. Sin en este seguíamos los avatares de Rosemary, compartiendo su confusión y temores subjetivos, pero sin llegar a penetrar en la materialización de esos miedos, Rob Zombie nos transporta de lleno al centro de la pesadilla.

Living Dead Girl
Ya en los primeros minutos, Rob Zombie establece la atmósfera que presidirá el resto del relato. Intercalado entre los créditos iniciales, nos presentan a Heidi a través de una serie de primeros planos en los que queda en evidencia su cansancio, estando a punto de caer dormida. Seguidamente, damos un salto en el tiempo, situándonos en el siglo XVII, asistiendo, mediante la escritura del diario de un reverendo obsesionado por la brujería, a un aquelarre oficiado por un grupo de brujas, presididas por la anciana Margaret Morgan. En el interior de los oscuros bosque de Salem, alrededor de una fogata, las brujas dan rienda suelta a sus discursos blasfemos para despojarse de sus vestiduras, mostrando sus maltrechos y tortuosos cuerpos. La imagen de los ojos y cuernos de una cabra nos trae de vuelta al presente. Heidi está acostada, completamente desnuda. La cámara recorre con delectación su joven y esbelta figura.

De esta manera, Zombie nos informa de que hay una unión entre el pasado y el presente, entre los cuerpos desnudos de las brujas y el de Heidi, la cual, antes de cualquier información, queda emparentada con ellas. Incluso la decoración de la habitación, con esos gigantescos paneles que remiten al cine de George Méliès impregnan el ambiente de un tono esotérico (el rostro de la luna tuerta presidiendo la cabecera de la cama), penetrantemente onírico y fantasioso. Por tanto, la ambigüedad se impone en los márgenes de los fotogramas, desvirtuando lo que conocemos como realidad para señalar que en su interior se mueven los engranajes de lo irreal.

The Lords of Salem nos propone una estructura episódica en un doble sentido: por un lado, la división del metraje en los días de la semana; a un nivel interno, las sucesivas pesadillas que poco a poco van minando la seguridad de Heidi. Esa ambigüedad de la que hablábamos  antes preside por entero The Lords of Salem. Durante tres cuartas partes de la película, Rob Zombie nos presenta una trama aparentemente convencional: la presentación de los personajes, las tímidas miradas a su pasado, los escasos apuntes sentimentales, el propio desarrollo de la acción (las investigaciones del escritor Francis Matthias que van aclarando la trama). El escalofrío se apodera del espectador al constatar que las diferencias entre la vigilia y el sueño no son tan aparentes como parece, y que esa convencionalidad es relativa.

A través de un atento trabajo de planificación, Zombie pervierte la seguridad de la protagonista, a la vez que la del público. Destaquemos la perenne oscuridad que ensombrece los pasillos del edificio en el que vive Heidi, apenas iluminados por unas lámparas colgantes que se agitan movidas por una fuerza invisible. La colocación de la cámara siempre busca el potenciar el carácter amenazante de las imágenes, convirtiendo cualquier momento, por aparentemente tranquilo o relajado que pudiera parecer, en fuente continua de hostilidad. Un panorama en el que el Mal puede integrarse con naturalidad y, sobre todo, con una pavorosa presencia física: el tortuoso cuerpo desnudo de Margaret "encajonado" en una esquina de la cocina, sin que Heidi se percate de su presencia; la figura enmascarada que pasea una cabra en los alrededores de una iglesia.

Las sucesivas pesadillas que sufre Heidi van desmontando sus puntos de seguridad, dejándola sola: la lasciva escena en la que busca refugio en la solemne paz de una iglesia, donde será acosada por el sacerdote, obligándola a realizarle una felación; ese otro momento en el que Heidi huye de su casa para buscar el consuelo en el hogar de uno de sus amigos, quien resultará poseído por los poderes oscuros que la persiguen implacablemente. Así, desolada, carente de consuelo propio ni ajeno, Heidi volverá a recaer en la adicción a las drogas. El proceso de desintegración psicológico y físico ha finalizado. Las barreras han caído: la hora de Satán ha llegado.

Demonoid Phenomenon
A nadie que conociera el pasado musical de Rob Zombie debió sorprenderle el estilo excesivo y fragmentado de La casa de los 1.000 cadáveres, cercano al de los vídeo-clips de White Zombie, el grupo que capitaneara a partir de los años 80 y que escenificaban a través del uso del maquillaje y la ropa los aspectos más oscuros, agresivos y satánicos del heavy metal. Un estilo que se relajaría con su siguiente propuesta, la magnífica Los renegados del diablo, más atenta a un trabajo de realización frontal y desnudo, dispuesto a destapar el horror agazapado en lo cotidiano (¿alguien puede olvidar la frenética carrera hacia la demencia de una mujer con el rostro cubierto por una máscara de piel humana?).

Con The Lords of Salem vuelve a rescatar su herencia musical, pero no en forma de canciones, sino haciendo uso de la misma esencia diabólica intrínsecamente relacionada con la música rock. No hace falta sacar a colación la vertiente más dura del macro-género popular por excelencia, con sus grupos convertidos en escalofriantes criaturas del averno dispuestos a castigar nuestros oídos con brutales estallidos sonoros a modo de preámbulo sónico del infierno: recordemos a los Beatles incluyendo a Aleister Crowley en su mosaico pop para la emblemática portada del inmortal Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band.

Para su última propuesta, Zombie rescata la cara más esotérica del rock a través de uno de sus leyendas urbanas más sugerentes: el disco maldito, aquel que reproducido a la inversa descubre luciferinos cantos y rituales maléficos. Al principio del metraje, Heidi y sus compañeros de radio entrevistan al miembro de una banda de heavy metal. Éste proclama sus discursos blasfemos contra Dios, la iglesia y la religión cristiana en general. Sus palabras son tomadas a risas por los otros, que no le toman en serio. Este personaje no volverá a salir, pero en su breve participación ya nos ha inoculado el temor: cuando Heidi recibe de manera anónima un vinilo con una oscura grabación a nombre de los Señores de Salem (the Lords of Salem) la risa se nos congela en los labios.

De manera coherente, el clímax final de The Lords of Salem tiene lugar en un teatro. El nacimiento del Anticristo no será una celebración silenciosa en el anonimato, sino un himno origiástico. La utilización del Requiem de Mozart une puentes entre la música clásica (Mozart, J.S. Bach) y la música contemporánea más estruendosa (Leviathan the Fleeing Serpent; en realidad, grupo de heavy ficticio creado por Rob Zombie y John 5) y sensual (The Velvet Undreground). Nosotros, como público sentado en las butacas de esa sala, somos testigos y participantes del mayor rito satánico que se haya concebido jamás en una sala cinematográfica. Una violenta y arrolladora batería de imágenes de histérico componente sacrílego (esos curas de rostro desfigurado masturbándose, Heidi montando a una cabra, un feto crucificado y envuelto en llamas) que tiene como resultado no la oscuridad, la llegada de las tinieblas, sino la luz de la revelación.

Los créditos finales transcurren por la pantalla mientras la cámara realiza un incesante giro de 360º por las calles de Salem. Hemos vuelto al exterior, al frío, al viento, a la lluvia. ¿A la realidad? Los planos fijos y los travellings suaves ya no tienen cabida. Nuestra percepción de la realidad ya no tiene bases sólidas sobre las que asentarse. Estoy convencido de que cada vez que alguien ve The Lords of Salem se abre uno de los cerrojos de la puerta del Infierno.



viernes, 26 de abril de 2013

Un verano con Mónica

(Sommaren med Monika)
Suecia, 1953. 96m. BN
D.: Ingmar Bergman P.: Allan Ekelund G.: Per Anders Fogëlstrom, basado en su novela I.: Harriet Andersson, Lars Ekborg, Dagmar Ebbensen, Âke Fridell

Las primeras imágenes de Un verano con Mónica nos sitúan en el puerto de una ciudad. La cámara parece embelesada por el tranquilo vaivén de las aguas. Los rayos del sol atraviesan las nubes, iluminando el mar calmado. Una idílica estampa que es rota por la presencia industrial de la misma ciudad, que con sus fábricas de largas chimeneas y sus barcos parece pretender cercar a la naturaleza. Ya en estos primeros minutos Ingmar Bergman nos plantea el tema principal de la película: la difícil relación entre el impulso salvaje de lo dionisíaco (representado por la propia naturaleza) con las obligaciones económico/sociales de la sociedad postindustrial (la ciudad descrita a través de sus máquinas de acero: el tren, el tranvía, los coches que inundan las calles, casi rodeando y apartando al joven repartidor que circula con su bicicleta).

Un verano con Mónica nos presenta una historia sentimental, la relación de una joven pareja, divida en tres partes, cada una correspondiente a una estación del año, las cuales, con su paso y sus cambios climáticos, matizarán dicha relación, proponiendo un discurso de fondo  con forma de atento demiurgo, como si el transcurrir de los meses impusiera un sello funesto, a modo de inevitable destino.

La acción comienza en la primavera. Lo dos jóvenes, Mónica y Harry, se conocen en un bar mientras descansan de sus respectivos trabajos. El resto del local está compuesto por la clientela habitual, ancianos que se sientan callados delante de sus bebidas, quizás recordando los lejanos tiempos de su juventud en los que el aire primaveral significaba algo más que unas hojas en el calendario. No por casualidad, Mónica y Harry ocupan una esquina del local, dándose mutuamente la espalda, como si cada uno fuera la sombra del otro. Como sabremos más tarde, ambos proceden de un entorno familiar diferente: él vive con su padre, enfermo crónico del estómago, en una casa amplia y bien decorada; en cambio, ella tiene que compartir el humilde y angosto espacio hogareño con sus padres y sus dos molestos hermanos menores. Pero hay un nexo común que les une: ambos se ven atrapados por sus respectivos trabajos, los cuales parecen buscar minarles sus juventud y transformarles en peones útiles para la sociedad (mientras que Harry no para de recibir continuas broncas de sus jefes, Mónica tiene que apartar sin descanso a los moscones que pululan por la tienda intentando meterle mano). Partiendo de este punto, las mencionadas diferencias se convierte en elementos compatibles de la relación: Harry anhela compañía en una vida marcada por la soledad; Mónica necesita espacio, sentir que hay sitio para su intimidad.

Ante este panorama, no debería extrañarnos la rapidez con la que los dos protagonistas se enamoran, en los minutos que separan la petición de una cerilla de una invitación para ir al cine. Cuando Harry acompaña a Mónica a su casa tras una de sus citas se encuentra con un antiguo novio de ella, quien acabará propinándole una paliza. Mónica parece ser el único rayo de luz -de juventud, de frescura, de esperanza- en un entorno vital semejante a un callejón sin salida: el pavimento gris y sucio, los edificios de paredes negras, las calles llenas de ancianos como recordatorio del inevitable futuro de los jóvenes, la sombría iluminación de la casa de Harry o la claustrofóbica habitación de Mónica, que hace las veces de comedor, cocina y dormitorio.

 Es por ello que, con la llegada del verano, Mónica y Harry deciden abandonarlo todo -sus hogares y sus trabajos- y huir juntos embarcándose en la barca del padre del segundo y trasladándose a una costa aparentemente deshabitada. Allí, poco a poco, irán deshaciéndose de cualquier atisbo de civilización para sumergirse en una celebración telúrica de su amor. Bergman describe estos pasajes a través de dos figuras narrativas: por un lado, planos generales que fusionan a los protagonistas con el paisaje de naturaleza salvaje que les rodea: Mónica saltando entre las rocas, metiéndose en el agua para lavarse la cara, situándose detrás de un árbol para orinar; por otro, encuadres cerrados que unen los rostros de los dos en el mismo plano, representándose así su unión. El uniforme de faena y los trajes son sustituidos por pantalones cortos y camiseta de tirantes. Las convenciones establecidas se van dejando de lado hasta que, finalmente, Mónica se desnuda del todo y pasea tan desinhibida como el escenario que le rodea. Incluso se repite la situación de una pelea, como la que tuvo lugar en la ciudad, en su momento una humillación, ahora convertido en una reafirmación de su libertad.

Pero la realidad parece imponerse. Mónica se queda embarazada y el fin del verano transforma el hasta ese momento idílico paisaje: el cielo se nubla, la lluvia cae con fuerza, las ramas hieren las piernas y las rocas castigan los pies, y mientras, el hambre se abre paso entre las ilusiones de Mónica y Harry. El regreso resulta desolador: un plano subjetivo nos muestra a los protagonistas navegando con su barca. El agua parece infinita, el horizonte lleno de posibilidades, hasta que, de manera oscura y amenazadora, surge la silueta de la ciudad. A su paso, se encuentran con un gigantesco barco que llena el cielo con la negrura del humo que surge de su chimenea, como dándoles la bienvenida al agujero del que nunca debieron intentar escapar.

Los espacios abiertos han desaparecido. A partir de este momento, la acción de la película se desarrollará en interiores. Los antaño hogares individuales de Harry y Mónica finalmente han convergido en una única ratonera: los tres -pues ya ha nacido su hija- comparten la misma habitación, pero durmiendo en camas diferentes: de nuevo, Mónica se ve agobiada y Harry, solo. La colocación de la cámara convierte las rejas del cabecero de la cama en barrotes que aprisionan a la pareja en la cárcel de su vida en común. Bergman se cuida de no mostrar al bebé, el cual se ha convertido en la constatación del fracaso de la utopía romántica, hasta los minutos finales, cuando se descubre como la última esperanza de futuro para Harry.

De la fuerza de la pasión y del deseo que alimentó la relación de los chicos al comienzo, pasando por la explosión del amor y la libertad, nos hemos convertido en testigos de la decadencia de esa fuerza regeneradora, tornada en potencia autodestructiva. ¿Podemos concluir, por tanto, que Un verano con Mónica es una película pesimista? La respuesta la encontramos en el plano más magnético del relato: Mónica ha dejado a su hija con la tía de Harry y por fin puede salir a divertirse. Se ha comprado un nuevo abrigo con el dinero que Harry le dio para pagar el alquiler y flirtea con un chico en un bar. Éste pone una canción en la máquina tocadiscos. La cámaras se acerca hasta detenerse en un primer plano de Mónica. Ésta se gira y mira a la cámara directamente. El fondo desaparece tintándose de negro. Y un ruido industrial acaba apagando la canción. Mónica nos mira desafiante: es el semblante de la derrota, pero también de una dignidad humillada: la de quien es consciente de su fracaso, pero también de su intento por romper las cadenas que, de nuevo, siente alrededor de su cuello.


martes, 23 de abril de 2013

Gritos y susurros

(Viskningar och rop)
Suecia, 1972. 91m. C.
D.: Ingmar Bergman P.: Lars-Owe Carlberg G.: Ingmar Bergman I.: Harriet Andersson, Kari Sylwan, Ingrid Thulin, Liv Ullman

Cuando la revista norteamericana especialista en cine fantástico y de terror Fangoria incluyó a La hora del lobo como una de las mejores películas de género de la historia, estaba, en cierto modo, oficializando un secreto a voces: que Ingmar Bergman es uno de los mejores directores dentro del cine de terror, a pesar de que ninguna de sus películas son inscritas en tal contenedor genérico, para muchos, aún hoy, de escasa dignidad. Pero, si nos paramos a analizar los elementos que dan forma, y sustancia, a la obra del desaparecido director sueco, ¿acaso hay algo más escalofriante que la soledad existencial, la parálisis vital o esas cuestiones sobre nosotros mismos y nuestra situación en el mundo que nos atenazan con su imposibilidad de solución? Las dudas religiosas en Como en un espejo, los conflictos de identidad en Persona o las relaciones de pareja en Pasión son convertidos en auténticos viajes al horror. O, siguiendo con esta hipotética lista, la degradación moral y vital de una burguesía acomodada paralizada por sus miedos y obsesiones en Gritos y susurros.

La integridad del relato transcurre en el interior de una mansión. Sólo saldremos al exterior en dos ocasiones: una, al comienzo, en una serie de planos que nos muestra el extenso jardín que rodea la casa mientras los primeros rayos del sol se abren paso a través de las hojas de los árboles; más tarde, a lo largo del metraje, una serie de fugas mentales a base de recuerdos o notas escritas en un diario. En el interior de la casa conviven cuatro personajes femeninos, tres hermanas y una criada. Una de esas hermanas, Agnes, se encuentra gravemente enferma, teniendo que permanecer en la cama soportando fuertes dolores. Durante los primeros minutos, Gritos y susurros se nos aparece como un estudio de la enfermedad y sus brutales consecuencias en el cuerpo: Agnes despierta. Un primer plano muestra su rostro pálido y sereno, el cual se transmuta en una mueca de dolor al intentar moverse.

La enfermedad no supone una fuerza devastadora encerrada en una materia sellada (esto es, el cuerpo de Agnes), sino que se asemeja a un virus que se extiende por la zona (la casa) afectando a todo lo que se encuentra a su alcance. La intensa presencia del color rojo, presente tanto en la pintura de las paredes como en el forro del mobiliario, supone la constatación de la presencia triunfante del dolor y la angustia, tanto de la enferma como de quienes le rodean. Recordemos el momento en el que Agnes, como caída en trance, se retuerce exhalando una fuerte, despiadada, respiración, que supone tanto un grito de ayuda como la súplica ensordecedora de un cuerpo desintegrándose. A su lado, Maria no puede sino llevarse las manos a la cara, atenazada por el miedo y la impotencia; Karin mantiene la distancia, impresionada y a la vez ausente del suceso. Y sólo Anna, la criada, parece ser capaz de darle un tierno consuelo a Agnes.

La postura de cada mujer destapa el auténtico discurso de Gritos y susurros. Hay algo que nos llama la atención de Agnes: a pesar de su mortificada existencia, su rostro nos transmite un sentimiento de calma, de paz espiritual, que contrasta con las rígidas posturas de sus hermanas "sanas". A lo largo del film, Bergman nos sumerge en el interior de cada uno de los personajes a través de una serie de primeros planos que desaparecen con un fundido en rojo. Si con Agnes visitamos el recuerdo de su madre ya fallecida -quien, no por casualidad, aparece andando por el jardín, fuera de la casa-, Maria y Karin son las protagonistas de sus propios relatos: la primera, engañando a su marido con el médico de la familia y, la segunda, mostrando la distanciada relación que mantiene con su esposo.

Es entonces cuando la enfermedad de Agnes adquiere su auténtica razón de ser, no como protagonista, sino como consecuencia de un entorno depravado y asfixiante. Bajo sus facciones dulces y sus ademanes amables, Maria esconde un espíritu infantil y egoísta, tan despreocupado por el dolor de los demás como atenta a su propio ego -su incapacidad para ayudar a su marido herido-. El rostro hierático de Karin y su frialdad extrema -no soporta que la toquen- son el escudo de una insatisfacción vital y física cuya frigidez es la consecuencia de un impulso masoquista soterrado -la escena en la que se mutila los genitales con un trozo de cristal para, después, saborear su propia sangre, mientras embadurna su rostro de rojo.

¿Es, por tanto, Gritos y susurros una película de casa encantada, protagonizado por fantasmas que aún no son conscientes de su condición? No resulta difícil imaginar las paredes de la mansión blancas en un pasado remoto, poco a poco enrojecidas  por la vileza de sus habitantes, de la cual también es víctima la propia Agnes. A pesar de su formalista uso del color, en ocasiones casi esteticista, Bergman despliega una puesta en escena austera, colocando a sus personajes en unos espacios vacíos, encerrados en una prisión infernal. Los rápidos y bruscos movimientos de cámara, acompañados de fugaces zooms, buscan capturar los gestos airados y las miradas perdidas.

En el centro de la forma y el contenido de Gritos y susurros se encuentra una de las escenas más terroríficas de la historia del cine: el espectro de Agnes solicita, de una en una, a sus hermanas que entren en su habitación. Bergman deja su presencia en off, haciendo que Maria o Karin llenen el encuadre. Sobre su figura, flota a su alrededor la voz en off de la fallecida, la cual deja caer las máscaras, dejando al descubierto la auténtica esencia de cada una: la total ausencia de amor de Karin; la cobardía de Maria. Al igual que hiciera en Persona o La hora del lobo, el director de El silencio evidencia que la esencia de lo fantástico no reside en su contenido, sino en sus formas. El escalofrío no surge de la presencia de un fantasma, sino de la ausencia de vitalidad de un cuerpo inanimado.

Tras esta apoteosis del horror, sólo queda lugar para la mezquindad. Tras la completa desaparición del cuerpo, y, por tanto, de ese espejo que refleja el Mal interior, sólo queda la eliminación de la única luz que pueda romper con unas sombras que, finalmente, se han adueñado de todo: la bondad y la piedad son sentimientos que no se puede permitir un estrato social que hace de las apariencias y el poder su única razón de ser. Gritos y susurros finaliza en el exterior de la casa, el mismo lugar que iniciaba el relato, pero ahora es un recuerdo que nos lega una hermosa estampa que sabemos que es falsa: la putrefacción ya se estaba abriendo paso, capa a capa, a través de su interior.


viernes, 12 de abril de 2013

Posesión infernal (2013)


(Evil Dead)
USA, 2013. 91m. C.
D.: Fede Álvarez P.: Bruce Campbell, Sam Raimi & Robert G. Tapert G.: Fede Álvarez & Rodo Sayagues, basado en el guión de Sam Raimi I.: Jane Levy, Shiloh Fernandez, Lou Taylor Pucci, Jessica Lucas


En el contexto del revival por el cine de terror de los 70 en el que se ve inmerso el género en estos momentos (ya sea a base de remakes oficiales o la utilización de los códigos más evidentes), la nueva versión de Posesión infernal viene a cumplir el mismo propósito que parecía perseguir (de manera seguramente impremeditada) la película original estrenada en 1981: una descarga de energía en el corazón de los lugares comunes del género. Si, independientemente de los resultados, algo hay que valorar de la ópera prima de Fede Álvarez es su firme convicción en construir una película de terror sin concesiones con el espectador. En este sentido, la aparición del título es una meridiana declaración de principios: tras el pirotécnico prólogo, sin más prolegómenos, aparece el título, formado por gigantescas letras rojas que llenan toda la pantalla, con el fondo negro, mientras un esquizoide conjunto de cuerdas crispa los nervios de la platea. Una idea audiovisual parecida a la utilizada para Insidious y cuyo mensaje resulta claro: esto va en serio.

Y es que, a pesar de la convicción generalizada, el horror era la figura predominante en el original Posesión infernal. Si en las secuelas se acentuó el componente cómico -siempre, eso sí, dentro de los márgenes de lo macabro-, la película inicial suponía un vertiginoso viaje al núcleo de la demencia a través de su hiperbólico acercamiento al terror, la violencia y la propia gramática cinematográfica. En Posesión infernal, versión 2013, no hay lugar para los interludios cómicos o sentimentales: por si tuviéramos alguna duda, ahí está la figura de la novia de David, sin duda, el personaje menos desarrollado, como si subrayara su condición de cuerpo destinado al desmembramiento.

Esta mirada, digamos, seria coloca a Posesión infernal en un terreno inicial curioso: durante sus primeros minutos, el equipo de este remake parece perseguir como objetivo el realizar una versión dramatizada del original, dando un trasfondo a los personajes del que carecían en el arrollador debut de Sam Raimi: en esta ocasión no se trata de un grupo de amigos dispuestos a pasar un idílico fin de semana juntos en una cabaña aislada en un bosque de Tennessee. En el centro del nuevo grupo de cinco jóvenes se encuentra Mía, la protagonista indirecta de la película, hermana de David, y quien pasa por una turbulenta época de adicción a la heroína, con sobredosis incluida. Por tanto, el escenario es el antitético al de la propuesta de 1981: no se trata de un viaje de placer, sino de un esfuerzo solidario para sacar a una amiga y a una hermana de su propio infierno personal.

La primera vez que vemos a Mía es a través de un plano en ligero contrapicado, sentada en el capó de un coche. En sus manos sostiene un bloc en el que está dibujando el tenebroso bosque que la rodea. Un bosque invadido por una densa niebla que apenas nos deja entrever la negrura de los troncos de los árboles. El cielo permanentemente encapotado impide que se filtre ni un ligero rayo de sol que pudiera dañar la oscuridad que empapa el lugar. Tras tirar la única dosis que le quedaba en un pozo cercano, Mía se prepara para soportar el terrible síndrome de abstinencia que sufrirá en unas pocas horas. A raíz de estos datos, no es casualidad que Mía sea, precisamente, la primera víctima de las fuerzas diabólicas que serán despertadas en el bosque tras la lectura de un extraño libro encuadernado en piel humana encontrado en el sótano.

De esta manera, Posesión infernal plantea la posibilidad de que los brutales incidentes que tendrán lugar durante las próximas veinticuatro horas estén filtradas por la mirada alucinada y afectada de Mía. Una idea harto interesante que sustituiría el trasfondo sobrenatural de raíz lovecraftiana del original por una turbia crónica de sucesos: ¿los brutales asesinatos que tendrán lugar en el interior de la cabaña no serán producto de una psicosis colectiva provocada por la tensión y la claustrofobia consecuencia del estado de un ser querido que sufre sin que se le pueda ayudar? Después de todo, es ella quien les ruega que tienen que sacarla del bosque, porque hay algo malvado y amenazante en él, lo cual unido a la fascinación de uno de los chicos, Eric, por los arcanos escritos que intenta descifrar en el libro encontrado, forman un caldo de cultivo infernal.

Que el director y su guionista no apuren esta posibilidad, la cual se diluye a medida que la película se interna en el territorio de la convención, es la clave por la cual Posesión infernal se aleja de su modelo. Si, como decíamos líneas arriba, la Posesión infernal de los 80 suponía un pesadillesco descenso a la locura, subrayada a partir del momento en el que Ash se quedaba solo, la actual confecciona un intenso pero controlado carrusel del horror en el que los pies nunca abandonan el seguro y confortable suelo de la referencialidad (y no solo a la primera entrega de la saga Evil Dead, sino también a su primera secuela, Terroríficamente muertos: por ejemplo, el momento en el que uno de los jóvenes se ve obligado a cortarse su mano infectada).

Pero, aún así, parecen no haber entendido muy bien el sentido que en el título original tenía el uso desmedido del gore (lo cual, teniendo en cuenta que entre los productores se encuentran los pilares básicos de aquella: el director Sam Raimi, el productor Robert Tapert y el actor Bruce Campbell, nos aclara lo alejados que éstos están del espíritu de su propia obra), el cual no era un fin, sino parte del proceso de radicalización que Raimi y su equipo hacían de los arquetipos del cine de terror.

La electrizante energía de Posesión infernal, versión 1981, provenía del desasosiego que producía su capacidad para desmontar los principios narrativos del género para llevarlos al terreno del delirio exacerbado, lo cual no se puede decir de la versión que nos ocupa, la cual se conforma con desplegar una retorcida exhibición de atrocidades (notablemente gráficas y tremendistas, eso sí) pero sin levantar nunca el pie del freno, excepto en su clímax final, único instante en el que podemos entrever el descontrolado descenso a los infiernos que podía haber sido. Posiblemente, la diferencia entre la obra original y su copia esté en la que hay entre una producción calculada para colocarse en el primer puesto en la taquilla al menos el fin de semana de su estreno y la irreverencia de un adolescente dispuesto a revolucionar el cine de terror con la única arma de su descaro juvenil.