jueves, 20 de diciembre de 2012

Cinerama 2012 (y IV)





















Argo
Ben Affleck prosigue con su carrera de director, cada vez más ascendente, pero sin abandonar su trabajo como actor. En este caso, se aleja de las pequeñas-historias-de-barrio para realizar un ejercicio de suspense político tomando como punto de partida un suceso real -seis diplomáticos estadounidenses se refugian en la embajada canadiense en el Irán de 1979 después de que su propia embajada haya sido asaltada-, realizando una especie de Misión: Imposible a contrarreloj de corte realista a la vez que una sátira de la industria de Hoollywood. A pesar de logrados momento de tensión, el resultado está parcialmente conseguido, especialmente debido a la tímida puesta en escena de Affleck y su incapacidad para dar relieve a la historia que nos está contando.





















Skyfall
No sólo una entrega más a mayor gloria de Daniel Craig en su papel como James Bond, sino que Sam Mendes aprovecha los 50 años del personaje en su andadura cinematográfica para realizar una mirada postmoderna acerca del mismo que funciona a la vez como recopilatorio de las constantes de la saga, homenaje sentido e irónico a la vez y summa argumental cohesionadora. Tan desbordante en lo espectacular como atenta al trasfondo dramático (y freudiano) de Bond, no cabe duda de que nos encontramos, posiblemente, ante la entrega más compleja y elegante de la saga.




















Holy Motors
Tras trece años apartado de la actualidad cinematográfica -con la excepción del segmento Merde, perteneciente al film colectivo Tokyo!-, Leos Carax se despierta, levanta de su cama y (literalmente) abre la puerta que nos lleva al centro de su imaginación. Holy Motors confirma el carácter (ultra)romántico de su autor a través de una odisea metafórica protagonizada por su actor fetiche, Denis Lavant, quien realiza un vertiginoso recital camaleónico para exponer un repaso a los géneros cinematográficos, íntimamente fusionados con la vida, y que transmuta la realidad que nos rodea en un inagotable escenario en el que somos actores a tiempo completo de nuestra propia existencia. Intrigante y episódica, en ocasiones arbitraria, siempre sorprendente.





















El Hobbit. Un viaje inesperado
Casi una década después de cerrar la trilogía dedicada a El Señor de los Anillos de Tolkien con El Señor de los Anillos. El retorno del Rey, Peter Jackson y su equipo regresa a la Tierra Media para relatarnos la aventura anterior protagonizada por Bilbo Bolsón. Sin duda, resulta discutible la decisión de transformar un libro de corta extensión en una trilogía de casi nueve horas de duración, pero Jackson sabe compensarlo inteligentemente convirtiendo la odisea de Bilbo, Gandalf y los trece enanos en un relato que recopila la historia de la Tierra Media a través de una estructura fragmentada y enriquecida con las historias y las leyendas que dieron forma a tan legendaria era. La mayor liviandad de la aventura le sirve a Jackson para desplegar su aliento grandilocuente, engrandeciendo la épica epopeya de unos pequeños seres empecinados en enfrentarse a lo imposible.


miércoles, 19 de diciembre de 2012

Cinerama 2012 (III)





















Mátalos suavemente
Tras su exitosa El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, Andrew Dominik regresa con un nuevo ejercicio postmoderno, en este caso, centrado en el terreno del cine noir. Para ello, echa mano de una novela escrita en los años 70 para ambientarla en nuestra época conservando, por un lado, el estilo seco y violento propio de su década para adornarlo con un exceso de retórica emparentada con el locuaz cine de Quentin Tarantino. Su interpretación del género negro como metáfora socio-económica resulta harto sugerente pero en el debe hay que anotar ciertos arrebatos esteticistas algo incongruentes con el conjunto.





















Cosmópolis
A modo de reto personal, David Cronenberg parece empecinado en convertirse en el ilustrador cinematográfico de la literatura imposible. Tras los aciertos con Burroughs, Ballard y McGraht le toca el turno a Don DeLillo con una de sus obras más abstractas y complejas. El resultado es uno de los trabajos más retóricos de su autor, en el que los crípticos diálogos responden a una serie de cifrados mensajes a través de los cuales descifrar las bases del apocalipsis capitalista. La presencia de un Robert Pattinson en perpetuo estado de letargo sirve de perfecta metáfora de una estructura tan unidireccional como de envenenado estatismo y que hacen del visionado de Cosmópolis una de las experiencias cinematográficas más desafiantes del año.





















Looper
En su deslumbrante debut, Brick, Rian Johnson demostró que Raymond Chandler y el cine teenager de instituto podían convivir en el mismo punto espaciotemporal. A falta de ver su segundo film, The Brothers Bloom, inédito en nuestro país, Looper le confirma como uno de los renovadores genéricos más personales del panorama cinematográfico actual. Partiendo de un tema tan caro (y tan aparentemente agotado) a la ciencia-ficción como es el de los viajes temporales, Looper hace de su centro -la paradoja temporal- el punto neurálgico de su sentido exprimiendo todas las posibilidades de un brillante punto de partida. Pero, en última instancia, lo más sorprendente no son las excelentes interpretaciones, el inteligente y racionado uso de los efectos especiales, los calculados giros de guión o el notable sentido del espacio fílmico de su director, sino la habilidad con la que expone su elaborada arquitectura con envidiable sencillez.





















Outrage
Tras el paréntesis metareflexivo que centró sus tres descon-certantes películas previas, a primera vista Outrage podría parecer un calculado, y no poco lógico, run for cover, retornando al cine de yakuzas con el que Takeshi Kitano alcanzó su prestigio internacional. Nada más lejos de la realidad. Por contra, Outrage supone una extraña parodia seria del género, despojándolo de cualquier adorno argumental o narrativo para exponer su esqueleto al desnudo. Una espiral de desaforada violencia que reduce los movimientos de los personajes a una danza de pura abstracción cuyo sentido último seguramente sea tan absurdo como lo parece.


domingo, 16 de diciembre de 2012

Cinerama 2012 (II)





















Los Vengadores
El acontecimiento blockbuster del año, qué duda cabe. A la vez, culminación del proyecto "Vengadores", que se venía preparando desde hace años a través del sucesivo estreno de títulos satélite; traslación del esquema de publicación propio de los cómics a la gran pantalla; y golpe de autoridad de la compañía Marvel a la hora de reivindicar una aproximación al género más cercana al sentido de la maravilla original que a oscuros estudios psicológicos. El resultado es más que apreciable, con un conseguido equilibrio entre acción, humor, suspense y logrando, puntualmente, transmitir ese heroísmo bigger-than-life tan propio de las viñetas. Sólo podemos achacarle la falta de mayor arrojo narrativo en un producto excesivamente fabricado. 





















Martha Marcy May Marlene
Asfixiante y claustrofóbico acercamiento al esquivo tema de las sectas desde una óptica introspectiva a través de la odisea de una joven que ha logrado escapar de las garras de una comunidad liderada por una suerte de mesiánico profeta de oscuros instintos. La estudiada construcción en flashbacks, los cuales llegan a confundirse con la realidad más inmediata de la protagonista, transmite de manera tan eficaz como perturbadora la mente en proceso de desintegración de ésta, a la vez que cuestiona los pilares del bienestar sobre los que sostenemos las lujosas apariencias de nuestra sociedad. En realidad, todo forma un cerrado túnel del cual la protagonista nunca logrará escapar.





















Red State
Imprevisible giro en la carrera de Kevin Smith, quien abandona sus estudios generacionales para desplegar una implacable radiografía del Mal, incubado en los relucientes salones de los hogares del sur norteamericano a través de un caldo de cultivo compuesto por el miedo y la intolerancia y cuya representación supone la secta liderada por un apocalíptico profeta. Partiendo del esquema propio de sus anteriores films -con un grupo de jóvenes ávidos de experiencias sexuales-, Red State desemboca en una muestra de cine de acción descarnada y áspera, de corte documental, y cuyos escarceos con el delirio son, desgraciadamente, anulados por un exceso retórico a la hora de transmitir su mensaje.





















The Amazing Spider-Man
El principal problema de The Amazing Spider-Man no es el presentarse como un nuevo comienzo tras la trilogía que realizó Sam Raimi sobre el mismo personaje y la cual, a excepción del tercer título, había dejado un buen sabor de boca, sino el hacer de su handicap su razón de ser. Así, la mayor parte del (largo) metraje es dedicada a contar un origen sobradamente conocido y con escasas e irrelevantes modificaciones -destacando en el conjunto un tono juvenil muy agradable-, dejando poco espacio para el espectáculo y la emoción. Un tímido episodio piloto, por tanto, que esperemos que acabe de despegar en su preceptiva continuación.





















El caballero oscuro. La leyenda renace
Lejos de limitarse a repetir los logros de su anterior y exitosa entrega, Christopher Nolan efectúa un más difícil todavía con un título que supone tanto la culminación de su etapa a cargo del hombre murciélago como un puente que cohesiona los tres títulos en un todo argumental. A medio camino entre el universo de los cómics de Batman y la más inmediata y cruda realidad en la que estamos inmersos, la trilogía dedicada al Caballero Oscuro se nos descubre como la crónica de un hombre solitario cuya rabia por lo injusto y miedo por lo desconocido le hizo sumergirse en las tinieblas para convertirse en una solución -un símbolo-, y cómo éstas estuvieron a punto de contaminarle para siempre. Tan sumamente ambiciosa como irregular por necesidad, en conjunto, El caballero oscuro. La leyenda renace supone una de las experiencias más arrolladoras del año.





















Prometheus
Víctima de las excesivas expectativas con las que se aguardaba su estreno, motivadas, en gran parte, por la muy estudiada campaña de promoción, Prometheus supone una de los más interesantes trabajos de su director en muchos años. Su equilibrio entre su condición de precuela de una saga mítica ya asentada a la vez que propuesta enteramente original le permite fundir lo mejor de los dos mundos: una estructura heredada del primer Alien. El octavo pasajero y el turbador diseño de producción  por un lado; y un sugerente discurso existencialista acerca de los orígenes del ser humano, por otro. Perjudicada por su sumisión al cine espectáculo más convencional, Prometheus supone, con todo, la mejor consecuencia de la película dirigida por Ridley Scott en 1971 desde la ya lejana Aliens. El regreso de James Cameron.


sábado, 15 de diciembre de 2012

Cinerama 2012 (I)





















Millennium. Los hombres que no amaban a las mujeres
David Fincher regresa al terreno que le labrara fama y prestigio, el thriller de base psicopática, con esta oscura adaptación del best-seller de Stieg Larsson, a su vez un remake de la primera versión cinematográfica sueca, que recupera al Fincher más siniestro y descarnadamente violento. El mayor logro reside en el retrato de la pareja protagonista, destacando la vulnerabilidad con la que Daniel Craig dota a su personaje, y el impecable virtuosismo visual marca de su director, desgraciadamente en esta ocasión puesto al servicio del más absoluto vacío narrativo.





















J. Edgar
Clint Eastwood utiliza una de las figuras más importantes y controvertidas de la reciente historia norteamericana para plantear una hábil disquisición acerca de la relatividad de la verdad. Tomando como base la dualidad que preside la vida de su protagonista y como estructura una narración a base de flashbacks de fuerte componente subjetivo, en J. Edgar se nos retrata los miedos y deseos de una nación tan obsesionada por la pulcritud de las apariencias como atormentada por los secretos que esconde en lo más oscuro de su interior, dispuesta, si es necesario, a reescribir su propia realidad para ello. 





















La invención de Hugo
Partiendo de las más avanzadas técnicas cinematográficas, los efectos especiales digitales y las tres dimensiones, Scorsese rescata el más primitivo pasado del cine en un juego de fusión/contraste que resulta en una de las más hermosas declaraciones de amor al séptimo arte realizada desde una perspectiva infantil -y, por tanto, abierta a la fantasía- que supone la representación de la mirada, siempre fascinada, de un director para quien el cine es tan importante como la propia vida. Los trucajes de George Méliès se dan la mano con la magia de los ordenadores, aunque queda en evidencia la sumisión perfeccionista de estos últimos ante la grandeza de la fuerza poética de los primeros.





















Tenemos que hablar de Kevin
Adaptación de la prestigiosa novela de Lionel Shriver que nos plantea una angustiosa radiografía del lado más oscuro -y, a la postre, humano- de la maternidad, entendida como la relación entre dos extraños unidos por un irrevocable nexo carnal/emocional. A medio camino entre una secuela de La semilla del Diablo y una precuela de Elephant, Tenemos que hablar de Kevin hace gala de un trabajo visual penetrantemente esteticista cuyo poder simbólico -los colores, la iluminación, el diseño de sonido- se descubre como la materialización del sentimiento de culpa de su protagonista, encarnada, en todos los sentidos, por una portentosa Tilda Swinton.





















Titanic
Haciendo gala del muy lucrativo donde-dije-digo-digo-Diego, James Cameron se olvida de las críticas que dirigió hacia aquellos productos que utilizaban el renacido 3D como lifting hiperbólico para hacer lo propio con uno de sus títulos más míticos. Lo importante es  el rescate de una película tan exageradamente encumbrada en su momento como no menos injustamente atacada después. Por encima de su impresionante acabado catastrofista -aún hoy sorprendente-, lo más apreciable sigue siendo esa atmósfera ensoñadora -propia de un cuento de hadas- con la que se plantea una pequeña e ingenua historia de amor en el marco de un grandioso desastre marítimo convertido en leyenda del siglo XX.





















Take Shelter
Recogiendo el testigo del más personal M. Night Shyamalan, Take Shelter se acerca al apocalipsis desde una perspectiva tan minimalista como introspectiva. Lo real y lo soñado, la vigilia y lo onírico, se mezclan y confunden en la mente del protagonista como herencia genética de la esquizofrenia. Convertido en una versión moderna y urbana de la Casandra mitológica, el protagonista se tendrá que enfrentar a todo aquello que ha construido alrededor de su vida y que la sustenta -su familia, su trabajo, sus amigos, su casa- mientras intenta convencer a los que le rodean que el fin del mundo no sólo está dentro de su cabeza.


jueves, 29 de noviembre de 2012

La condena

(Kárhozat)
Hungría, 1988. 120m. BN
D.: Béla Tarr P.: József Marx G.: Lázló Krasznahorkai & Béla Tarr I.: Dábor Balogh, János Balogh, Péter Breznyik Berg, Imre Chmelik

¿Qué es el estilo? Desde un punto de vista cinematográfico, con estilo podríamos referirnos al uso que un cineasta hace de las herramientas que tiene a su disposición para plasmar una idea marcada por su impronta personal. Por tanto, supone una seña de identidad, una marca de fábrica, en términos industriales, que distingue su mirada de la de cualquier otro profesional. Pero existe el caso de determinados autores en el que podríamos decir algo más, y, de hecho, deberíamos. Para éstos, para quienes el cine no sólo es un medio para contar historias, el estilo supone la manera con la cual exponer los conflictos existenciales, morales o filosóficos que forman parte de su ser, a la vez como persona y como creador. Por tanto, en estos casos, el estilo supone la representación de la mirada del cineasta, a la vez que la reconstrucción del mundo que se filtra a través de ella. Béla Tarr es, qué duda cabe, uno de estos autores, y La condena un perfecto ejemplo de su estilo.

Argumentalmente, La condena nos presenta un turbulento triángulo amoroso filtrado a través de unos elementos sacados del cine noir: el protagonista es un pobre perdedor, que ahoga sus penas en alcohol, enamorado/obsesionado de una femme fatale que lleva a los hombres a su perdición y cuyos problemas económicos son consecuencia de las deudas amontonadas por su marido. Tenemos, por tanto, a tres personajes dando vueltas en un círculo vicioso formado por sus propias obsesiones y temores, ansiedades y complejos, y cuyo epicentro es un oscuro desagüe a través del cual se escapa sus vidas. Un elemento genuinamente noir, casi un McGuffin -un sospechoso trabajo para el dueño de un bar, consistente en traerle una misteriosa caja de cuyo contenido nunca tendremos información- parece ser la única luz al final de un túnel largo y oscuro.

Pero el extraordinario plano con el que comienza la película nos informa de que, por encima de su excusa argumental, La condena nos cuenta algo más. La imagen nos muestra un páramo yermo, sin aparente vida, coronado por un teleférico cuyas cabinas están en perpetuo movimiento; lenta, casi imperceptiblemente, la cámara retrocede para mostrarnos al protagonista viendo, embelesado, dicho escenario a través de la ventana de su casa. Aquí, Béla Tarr nos presenta el sello estilístico con el que marcará toda la película: una serie de planos secuencia a través de los cuales la cámara se mueve de manera tan imparable como ceremoniosa, reencuadrando los elementos dentro del encuadre según las conveniencias narrativas de lo que se nos está contando. De esta manera, las imágenes adquieren un tono hiperrealista, como contadas en tiempo real, dando la impresión de que existe un mundo vivo detrás de ellas: en las escenas desarrolladas en el bar en el que se reúnen los protagonistas, las personas que llenan el lugar no parecen simples figurantes, sino seres humanos de carne y hueso, con un pasado y un presente, que se mueven por propia convicción.

Un tono realista matizado por el incesante movimiento de la cámara, que desvirtúa el espacio, seleccionando aquello que le interesa destacar, a la vez que condena a los protagonistas a una existencia petrificada, a modo de amargos tablaux vivantes, atados a una liturgia cinematográfica férrea, sin concesiones. Destaquemos la primera visita al club Titanik: un serpenteante travelling se mueve entre los clientes del lugar, paralizados como si fueran figuras de cera hundidas en un océano de oscuridad, hipnotizados, como nosotros los espectadores, por un punto central en forma de una cantante que, de manera lánguida, casi desmayada, desgrana la letra de una canción que canaliza la tristeza de sus oyentes. De esta manera, la puesta en escena de La condena no sólo construye un mundo, sino que pone en imágenes un sentimiento, una postura existencial que "provocan en el espectador más atento sentimientos encontrados como la ira, el aburrimiento, la curiosidad, la sorpresa. Sentimientos que nos hacen tomar conciencia de nuestro ser en el mundo gracias a una experiencia artística radical, extrema, y en ocasiones no muy placentera en el sentido vulgar del término" (1)

Una atmósfera desesperanzadora que se extiende al entorno en el que se mueven los personajes, contaminándolo. Ya comentábamos líneas arriba el desolador paisaje que se dibuja a lo largo de las vistas del protagonista desde su casa, anunciando un entorno post-apocalíptico -las sentencias bíblicas de la mujer que se encarga del guardarropa del Titanik- que se confirma a lo largo del metraje. Un entorno marcado por las ruinas, castigado por una implacable lluvia (¿ácida?), por calles conquistadas por una espesa niebla y con las enormes chimeneas que se dibujan en el horizonte, símbolo de una sociedad industrial en la que el factor humano ha sido eliminado para ser sustituido por el imperio de las bestias (nunca vemos gente en las calles excepto a los principales integrantes de la historia, sustituida por jaurías de perros y aullidos constantes). La escena en la que los amantes hacen el amor de manera desapasionada, como dos seres artificiales que imitan mecánicamente unos movimientos almacenados en su memoria a la búsqueda de un sentimiento lejano, demuestra hasta qué punto en el universo de La condena no hay espacio para el calor humano.

No ha de extrañarnos, a raíz de lo expuesto, que las escenas más escalofriantes no se den en esos decorados muertos, sino en un espacio más luminoso, demostrando que la angustia metafísica puede propagarse al exterior, pero tiene su núcleo en el interior. La parte final se desarrolla en el mismo bar al que aludíamos antes (¿quizás el único que queda en pie?): se está celebrando una fiesta y los habitantes del lugar bailan alegremente. Sobre ese panorama festivo, se recorta la angustia de los protagonistas, completamente perdidos en sus propios laberintos anímicos y cuya única salida viene marcada por el desprendimiento de todo aquello que les hacen humanos, a estas alturas, ya irremediablemente corrompido. La diferencia entre el estatismo de éstos y la movilidad del resto nos hace pensar que, quizás, esos movimientos son un intento desesperado por huir de ese virus destructor y que amenaza con cobrarse más vidas -ahí están esos integrantes que bailan solos de manera exasperada-. Ante esto, la única duda que queda en el espectador es: ¿quienes serán los siguientes?
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(1) Antonio José Navarro, "El 'film noir' según Béla Tarr", Dirigido por nº 389. Mayo 2009, pag. 85.


martes, 27 de noviembre de 2012

Sanguinario


(Halloween II)
USA, 1981. 92m. C.
D.: Rick Rosenthal P.: John Carpenter & Debra Hill G.: John Carpenter & Debra Hill I.: Jamie Lee Curtis, Donald Pleasence, Charles Cyphers, Jeffrey Kramer

Haciendo gala de una concisión heredada de las habilidades de su productor y guionista, la primera secuela de La noche de Halloween (cuyo parentesco nos fue extrañamente ocultado por los distribuidores españoles en su estreno en nuestro país) consigue en sus primeros cinco minutos tanto presentar una justificación narrativa para su propia existencia como banalizar el espíritu de su predecesora. Aprovechando el final abierto con el que John Carpenter concluía la primera aparición cinematográfica de Michael Myers, Sanguinario retoma la acción donde se dejara, mostrándonos el plano que sigue a aquel con el que se cerraba la primera parte. Así, Rosenthal comienza el film retomando el final del anterior, volviéndonos a mostrar al doctor Loomis salvando in extremis a Laurie de las manos de Michael Myers y descargando su revolver sobre el cuerpo de éste, haciendo que caiga por el balcón de la casa.

Pero ya aquí encontramos una diferencia que marcará el tono de la película. Entre esta reutilización de planos de archivo, Rosenthal introduce uno nuevo, mostrándonos la caída de Myers desde otro punto de vista: la cámara ya no está dentro de la casa sino en el exterior, concretamente desde la calle de enfrente, dando lugar a una perspectiva distanciada, alejada de los hechos. Efectivamente, los sucesos de Sanguinario transcurren la misma noche que La noche de Halloween y el equipo del film cuidan que la estética y la formulación visual de este hereden la de Carpenter. Para ello echan mano de elementos tanto técnicos -el formato panorámico, la fotografía de Dean Cundey, los temas de la banda sonora compuesta por el propio Carpenter- como argumentales -la utilización de varios de los personajes del primer film, interpretados por los mismos actores-, buscando el lograr convencer al público de que están viendo la segunda parte de una misma película.

Pero, como indicábamos al comienzo de este texto, es suficiente con observar atentamente los primeros planos "nuevos" para darnos cuenta de que no es así. Tras ver que el cuerpo de Myers ha desaparecido, Loomis sale de la casa y se acerca al lugar donde debería estar el cadáver de su némesis. Lo que encuentra, en su lugar, es la silueta marcada en la hierba y un rastro de sangre. Recordemos que John Carpenter no terminó La noche de Halloween con esa misteriosa desaparición, sino que, a continuación, nos presentaba un montaje de los espacios donde había transcurrido la acción, ahora vacíos, pero acompañados con la respiración de Myers. La fría determinación de la que hacía gala y su aparente inmortalidad adquirían carta de naturaleza con ese escalofriante epílogo: no habíamos asistido a la cruenta historia de un asesino enmascarado que se dedicaba a matar adolescentes en celo, sino a la llegada a un pequeño y pacífico pueblo norteamericano del Mal absoluto -sin motivaciones ni razonamiento- dispuesto a contaminar el lugar. De ahí que, a pesar de ser golpeado, apuñalado y disparado, nunca veíamos sangrar a La Silueta, pues su forma humano no era más que un envoltorio.

En Sanguinario el Mal se hace carne, como indica los títulos de crédito: al lado de los nombres aparece una calabaza de Halloween encendida que se acerca poco a poco a la cámara hasta abrirse y mostrar en su interior una calavera. Detrás de la máscara sólo hay un ser humano: un asesino sanguinario. Esta corporeidad afecta a toda la película: los travellings de la primera mitad del film carecen de la ingravidez de los diseñados por Carpenter. Sin de la abstracción de La noche de HaloweenSanguinario se convierte en un festival de la carne, moviéndose entre el Eros -la enfermera que se acuesta con su compañero de trabajo y enseña los pechos- y el Thanatos -los crímenes cometidos por Myers son más gráficos y sangriento-. El culmen de este proceso supondrá la búsqueda de una identidad de Myers, convirtiéndole en algo así como una reencarnación del espíritu celta de los muertos Samhain (1), a la vez que una justificación para la fijación de éste por la joven y herida Laurie Strode. 

Transformado en una máquina de matar andante -aquí Myers empieza a experimentar con los asesinatos creativos: el doctor con la aguja clavada en el ojo o la enfermera jefe a la que realiza una radical transfusión de sangre hasta quedar desangrada- Michael Myers está más cerca de Jason Voorhees que de cualquier espíritu existencial. A raíz de esto, desaparecida la amenaza apocalíptica de corte metafísico, el doctor Loomis queda reducido a un personaje obsesionado, que no para de soltar frases grandilocuentes y amenazadoras, y deseoso de sacar su pistola cada poco.

Con todo, seamos justos, y destaquemos la única buena idea aportada por esta desafortunada Sanguinario: la tela de araña que la amenaza de Myers tiende sobre todos los habitantes de Haddonfield, una vez descubiertos los cuerpos, cayendo presa de una histeria colectiva: la escena en la que una joven que está sola en casa recibe una llamada de su amiga, contándole lo que ha ocurrido en su misma calle, parece la recreación de una leyenda urbana; un grupo exaltado de ciudadanos tirando piedras a la abandonada casa de los Myers; el joven que porta una máscara parecida a la del asesino y que resulta atropellado; o ese brillante momento en el que la cámara se mueve entre anónimos ciudadanos conectados por un mismo sentimiento: el miedo. Myers parece haber triunfado instalando el temor en el corazón de los habitantes de su antiguo pueblo. Lástima que Rick Rosenthal no desarrolle esta idea -el pánico como virus existencial, como triunfo del Mal- y prefiera hacer saltar un gato dentro del encuadre acompañado de una enfática banda sonora.
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(1) Durante el 31 de octubre los antiguos pueblos celtas celebraban una fiesta conmemorando el final de la cosecha denominada con la palabra gaélica Samhain que significa "final del verano". Esta festividad representaba el momento del año en el que los celtas almacenaban provisiones para el invierno y sacrificaban animales. Bajo la creencia que esa noche era la elegida por los espíritus para volver a nuestro mundo, encendían grandes hogueras para ahuyentar a los espíritus malignos. Con el paso del tiempo, esta fiesta serviría de base para la noche de Halloween, recogiendo la tradición de dejar comida para los muertos y encender velas para que encuentren su camino hacia la luz, hoy adaptado a los niños disfrazados de muertos y criaturas de la noche pidiendo caramelos.


domingo, 28 de octubre de 2012

Barry Lyndon

(Barry Lyndon)
UK/USA, 1975. 184m. C.
D.: Stanley Kubrick P.: Stanley Kubrick G.: Stanley Kubrick, basado en la novela de William Makepeace Thackeray I.: Ryan O'Neal, Marisa Berenson, Patrick Magee, Hardy Krüger

A la hora de acercarse al cine de Stanley Kubrick suele destacarse la aparente indiferencia que éste mostraba por sus protagonistas, una indiferencia subrayada por la gelidez emocional de la que hacía gala su obra. Daba la impresión de que para el director norteamericano el componente humano de sus films no era más que un mal necesario, un elemento más dentro de un conjunto cinematográfico equiparable a los decorados, el vestuario o la fotografía; pero, seguramente, más irritante, al empecinarse en mostrar una personalidad propia frente a los requerimientos del realizador del film.

Algo extraño si se tiene en cuenta que Kubrick dedicó su obra precisamente a radiografiar los comportamientos más idiosincrásicos del ser humano a través de impulsos como la codicia (Atraco perfecto), el ansia de poder (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú), la fascinación por la violencia (La naranja mecánica, La chaqueta metálica), las difíciles relaciones dentro del núcleo familiar (El resplandor), las represiones sexuales (Lolita, Eyes Wide Shut) o, directamente, la propia historia del hombre, así como su posición dentro del inconmensurable cosmos (2001. Una odisea del espacio). A raíz de esto, podemos afirmar que el director de Espartaco estaba interesado tanto por su propia condición de ser humano como de la de sus semejantes. Pero también, repasando el tono que caracteriza a los títulos enumerados, nos es difícil aventurar su escaso apego al mismo.

Realizada tras dos éxitos consecutivos como fueron 2001. Una odisea del espacio y La naranja mecánica, ambos pertenecientes al cine de género, parcela ciencia-ficción, Barry Lyndon ha sido comúnmente considerada tanto una ejemplar muestra de las obsesiones de su director como un ejercicio de estilo que volvía a evidenciar la búsqueda de la perfección artística. Partiendo, una vez más, de un referente literario -la novela La suerte de Barry Lyndon. Romance del siglo pasado, escrita por William Makepeace Thackeray y publicada originalmente en 1844- realiza una incursión dentro del cine de época para contarnos un relato de corte moralista protagonizado por el joven Redmon Barry, cuya vida plagada de infortunios en combinación con sus aspiraciones arribistas le llevarán a escalar a los primeros puestos de la aristocracia desde donde, afectado por el vértigo del poder y el lujo, acabará precipitándose de vuelta a sus orígenes, más viejo y desgraciado. Por tanto, el punto de partida supone una combinación de elementos cómico-satíricos (el uso por parte de Barry de la picaresca para lograr sus objetivos) y melodrama (las penalidades a las que tendrá que enfrentarse el protagonista a lo largo de su existencia), cuyos componentes emocionales poco parecen interesarle a Kubrick.

La elección de Ryan O'Neal como protagonista resulta definitoria de cara a entender las intenciones de su director. Revelado tras el estruendoso éxito de Love Story, O'Neal demuestra aquí, al igual que hará tres años después en la hipnótica Driver, su capacidad para la composición hierática y el porte estático. Una no-actuación, desapegada de cualquier signo dramático, que se extiende al resto del reparto, definiéndoles antes como figurantes que como personajes. El uso recurrente por parte de Kubrick de la técnica del zoom, a través del cual parte de un plano detalle dentro del encuadre para, a continuación, retroceder lentamente hasta abarcar el todo, fusionando así los ingredientes que lo conforman -paisaje, mobiliario, decorados, actores- transforma cada plano en una pintura viviente. La estoica voz en off del narrador que nos relata, imperturbable, los hechos a los que estamos asistiendo nos sitúa, antes que en una sala de cine, en una especie de museo virtual, en el que cada cuadro correspondiera a un momento en la vida de Redmon Barry, en suma, a una escena individual. En este terreno juega el papel de la banda sonora, una selección de música clásica y tradicional arreglada y adaptada por el oscarizado Leonard Rosenman y que funciona a base de bloques, ilustrando no tanto las acciones del protagonista como los avatares biográficos que sufre.

Así, Barry Lyndon elude los elementos emocionales que mencionamos líneas atrás para acogerse al estilo distanciado y frío que caracteriza al director de El beso del asesino, de nuevo convertido en un vigilante que sigue los movimientos de sus personajes desde la superioridad que le confiere su posición de demiurgo. La película está estructurada de manera geométrica, dividida en dos partes diferenciadas (a las que hay que añadir la inclusión de un intermedio en la mitad del metraje y un epílogo con forma de texto al final), las cuales cada una sirve de reflejo invertido de la otra: en ambos casos, la presencia de una mujer llevará a Barry a tener que batirse en duelo, de cuyo resultado se decidirá la suerte del protagonista.

Pero nos equivocaríamos si, ante la perfeccionista búsqueda por parte de Kubrick del valor exacto de la geometría narrativa, pensáramos que Barry Lyndon es un título sin alma. La decisión de rodar únicamente con luz natural, iluminando los interiores con cientos de velas, confiere a las imágenes una atmósfera tenebrista y claustrofóbica que tiñe de un tono fatalista a los movimientos de Barry, como si su destino estuviera sellado de antemano. Lo mismo se deduce de los movimientos de cámara mencionados anteriormente, los cuales desvirtúan el escenario, haciendo que la meticulosa recreación de la época evocada pierda su carácter de estudiado academicismo para, a través de un enfermizo hiperrealismo, entrar en el terreno de la abstracción. Viendo Barry Lyndon, fascinado por la belleza de sus imágenes, uno tiene la sensación de que Kubrick no ha abandonado el cine fantástico, una sensación que empapa el resto de su filmografía, siempre dispuesta a llevar al cinematógrafo a sus más altas cotas artísticas.


sábado, 27 de octubre de 2012

La cabaña en el bosque

(The Cabin in the Woods)
USA, 2011. 95m. C.
D.: Drew Goddard P.: Joss Whedon G.: Joss Whedon & Drew Goddan I.: Kristen Connolly, Chris Hemsworth, Anna Hutchison, Fran Kranz

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El 15 de octubre de 1981 se estrenaba en la ciudad de Detroit, perteneciente al estado de Michigan, Posesión infernal, la ópera prima de un joven director que contaba por entonces con sólo veintidós años de edad y que presentaba como tarjeta profesional una película de terror realizada con 375.000 dólares y rodada junto a un grupo de amigos en una cabaña situada en los alrededores de Morristown, en Tennessee. El impacto de esta pequeña pero poderosa película aún se puede sentir hoy en día, dos secuelas después, diversos vídeo-juegos y cómics, y con un remake que se estrenará en breve. Pero los elementos que daban forma a la primera entrega de la saga Evil Dead no eran precisamente originales.

Más bien al contrario, Raimi y su equipo echaban mano de las películas más populares dentro del cine terror de las pasadas décadas para conformar algo así como un popurrí genérico que lograba desarrollar su propia identidad a través de la energía salvaje de su representación. En cierto modo, podía considerarse a Posesión infernal como la ratificación burlesca de que el terror había llegado a encerrarse en un callejón sin salida conformado por sus propios lugares comunes: las posesiones demoníacas de ingenuos adolescentes; la cabaña aislada en medio del bosque; el sexo como experiencia física al límite y preámbulo de una muerte atroz; la gasolinera que parece haberse estancado en el tiempo y regentada por extraños y hostiles personajes, etc.

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La cabaña en el bosque, tras un breve prólogo, comienza en terreno conocido. La cámara se eleva por encima de los árboles que recorren una calle y se acerca a la ventana abierta de una casa. A través de dicha ventana vemos a Dana haciendo una maleta. Como única ropa lleva una apretada camiseta y unas bragas. De entrada, Goddard nos presenta uno de los iconos inamovibles del género: la heroína guapa ligera de ropa. A continuación, entra en la habitación su mejor amiga, que es, por supuesto, rubia y que viene acompañada de su novio, cuya complexión física nos informa que, seguramente, sea el capitán del equipo de fútbol americano de la universidad. Han decidido pasar el fin de semana en una cabaña en medio del bosque propiedad del primo de este último. Como podemos comprobar, Goddard y Joss Whedon parecen prepararnos para disfrutar un título de terror sin que falte ninguno de sus ingredientes. Pero enseguida nos percatamos de que las cosas no son exactamente lo que parecen: la chica rubia en realidad no lo es, sino que se ha teñido el pelo; el chico no es un atleta, sino todo un estudiante de sociología, ademas de un experto en libros filosóficos; por si esto fuera poco, la chica que aparece en ropa interior es virgen (o, al menos, todo lo virgen que se puede ser en estos tiempos).

¿Es, por tanto, La cabaña en el bosque un juguete postmoderno que se dedica a deconstruir las normas elementales del género al que ella misma pertenece? Sí y no. Sí, porque, especialmente durante su primera mitad, el objetivo principal del film consiste en buscar y encontrar la complicidad de su público idóneo, presentándoles de manera deliberada guiños directos sacados de sus películas favoritas (por ejemplo, la puerta del sótano que se abre sola de repente mientras los protagonistas están hablando y riendo entre ellos, sampleado directamente de Posesión infernal). La aparente falta de originalidad de La cabaña en el bosque juega a su favor, especialmente cuando la utiliza para desbaratar las expectativas del espectador. 

Después de la presentación de una Dana apenas vestida, éste espera el poder verla desnuda del todo. Algo que parece que va a ocurrir cuando uno de los componentes de la excursión, Holden, descubre que el espejo de su habitación es, en realidad, una ventana oculta a la estancia de enfrente, en la cual, Dana está cambiándose de ropa. En ese momento, Holden se convierte en un espectador que puede disfrutar de la desnudez de la joven sin que ésta se dé cuenta: en suma, es un voyeur, como el público. Pero, al contrario que nosotros, él si tiene la opción de parar el asunto, dejando al descubierto nuestras más bajas pasiones. ¿Podemos decir, a tenor de lo dicho, que La cabaña en el bosque es a Posesión infernal lo que Scream. Vigila quien llama a La noche de Halloween? Aquí es donde viene la respuesta negativa, porque si el efectivo pero simple ejercicio metaligüístico orquestado por Wes Craven y Kevin Williamson se limitaba a exponer los tópicos del cine slasher para dejarlos en evidencia, Goddard y Whedon se muestran más ambiciosos.

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En 2004, el guionista escocés Grant Morrison decidió concluir su excelente etapa en la cabecera Nuevos X-Men con una saga en cuatro partes publicada entre los números 151 a 154 titulada "Bienvenidos al mañana", ilustrada por los lápices de Marc Silvestri. En este heterodoxo y estimulante arco, Morrison nos presentó a una colonia bacteriana denominada Sublime con la cual, de un plumazo, aportó una lógica interna a toda la historia de los superhéroes: de golpe, las continuos combates y peleas sin fin entre héroes y villanos desde el principio de los tiempos (que podemos datar en junio de 1938 con la aparición del Action Comics número 1) tenía una explicación... retrospectiva.

No sabemos si Joss Whedon pensaba en el guionista de Animal Man a la hora de dar forma a su guión, pero teniendo en cuenta las conexiones del creador de Buffy cazavampiros con el universo Marvel (aparte de dirigir la exitosa Los Vengadores se encargó de escribir las aventuras de la Patrulla X tras la marcha de Grant Morrison bajo el nombre de Astonishing X-Men) tampoco sería descabellado. Y es que, precisamente, lo que hizo Morrison con el cómic de superhéroes es lo mismo que hace aquí Whedon con el género de terror: a través de una elaborada pirueta argumental, La cabaña en el bosque se convierte en una enciclopedia que consigue comprimir todo el género (a un nivel argumental, estético o icónico) para, a la vez, dotarlo de una coherencia interna tan desmitificadora como fascinante.

Una idea que alcanza su mayor nivel de sugerencia al presentarnos, como sustitución de los gastados clichés que nos hemos acostumbrado a ver en la pantalla de un cine o en nuestra propia casa, cómodamente sentados en nuestros sillones, un horror primigenio y mitológico que se alimenta de los instintos más atávicos del ser humano al cual convierte en el auténtico monstruo de la película en su capacidad de hacer lo que sea -incluso ofrecer en sacrificio a sus propios semejantes- con tal de sobrevivir. Un mensaje pesimista que, sin embargo, acaba aportando una tenue luz de esperanza en su nihilista final: el imprevisto nacimiento de un último atisbo de humanidad en dos seres nacidos (podríamos decir creados) para ser masacrados y que, en un último arrebato de lucidez, son conscientes de que el mundo que se abre al otro lado del espejo ha agotado sus últimas oportunidades de redención.

lunes, 22 de octubre de 2012

Audition


Japón, 1999. 115m. C.
D.: Takashi Miike P.: Satoshi Fukushima & Akemi Suyama G.: Daisuke Tengan, basado en la novela de Ryû Mirakami I.: Ryo Ishibasi, Eihi Shiina, Tetsu Sawaki, Jun Kunimura

Aunque el pase de la extravagante Fudoh dentro del marco de la IX Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián que tuvo lugar en 1998 ya despertó la curiosidad de ciertos espectadores acerca de un, hasta ese momento, desconocido director japonés llamado Takashi Miike, no sería hasta cuatro años después cuando, gracias al estreno (limitado, eso sí) en salas españolas de la película que nos ocupa, el nombre del director de la trilogía Dead or Alive empezaría a resultar habitual entre los aficionados al cine fantástico en particular y los cinéfilos con inquietudes en general. Mucho ha llovido desde entonces, y hoy en día Miike se ha convertido en una presencia imprescindible en los certámenes de género especializados, como el mencionado de San Sebastián o Sitges, llegando incluso a competir por la Palma de Oro en Cannes. Miike parece haber dejado atrás las numerosas producciones de bajo presupuesto directas al mercado videográfico y ha encontrado su lugar dentro de la industria nipona, haciéndose cargo de importantes y exitosas superproducciones, y despertando la admiración de compañeros de profesión internacionales, como el propio Quentin Tarantino.

En su momento, Audition se publicitó subrayando su carácter extreme, su condición de desafío al aguante del espectador aficionado ante una propuesta radical y que prometía llevarle a terrenos descarnados y oscuros apenas visitados. Todo esto es cierto, pues Audition supone un ejemplo de cine de terror extremo, cuyo objetivo no es, como es habitual en las muestras más convencionales del género, hacer pasar un buen rato a su público a través de la simulación de una experiencia terrorífica, sino agredirles con esa misma experiencia: Miike no busca nuestra empatía con los protagonistas del film, haciendo que su dolor se refleje en nosotros, sino transmitir ese mismo dolor, convirtiéndonos en sus víctimas. Pero, aunque lo más celebrado de la película sea su media hora final, allí donde el reino del horror se hace físico a través de un minucioso y espantoso ritual que mezcla carne, sangre, sadismo y catarsis existencial, no es esto lo más inquietante. Después de todo, cuando el miedo adquiere forma, por insoportable que ésta sea, pierde ese elemento que, antes que asustarnos, nos inquieta, nos produce un temor profundo e inexplicable cuyo núcleo se encuentra en nuestro subconsciente: el miedo a lo desconocido, a aquello que perturba nuestro mundo, pues no conseguimos aprehenderlo con nuestras propias manos ni catalogarlo, pues escapa a cualquier análisis racional.

Si bien a la hora de definir la cuidada estructura de la que hace gala Audition se la ha comparado con una serpiente que muda la piel, siempre he pensado que las intenciones de Miike son el preparar una imperceptible trampa en la que el espectador quedará, irremediablemente, atrapado. El prólogo empieza a colocar los primeros elementos de la misma: una escena situada en un hospital, donde el protagonista, Aoyama, observa sin que pueda hacer nada por evitarlo como la vida de su mujer se apaga. Un instante que obliga al espectador, consumidor habitual de explosivas muertes a través de una pantalla de cine, a enfrentarse a la muerte en su estado más natural, más realista. Las imágenes que nos muestran el rostro de la moribunda, con la mirada perdida, mientras su marido le coge tiernamente la mano, como si, de alguna manera, quisiera retenerla con él, mantenerla viva, resultan tan escalofriantes como conmovedores, un sentimiento subrayado por el pudoroso plano cenital que nos aleja de una pareja ya rota por la irracional lógica de la vida.

A partir de este punto, Audition adquiere un tono realista a través de una puesta en escena aparentemente clásica, acorde con la vida monótona e insustancial de un hombre maduro que, tras perder a su esposa, se ha volcado en el cuidado de su hijo y en su carrera profesional, encontrando el éxito en ambas facetas, pero que ha renunciado a sus propias motivaciones sentimentales, como si la defunción de su esposa se hubiera llevado con ella su pasión por vivir. Sus compañeros de trabajo hablan de Japón como de una ciudad muerta, habitada por ciudadanos solitarios y su propio hijo, ya adolescente, le insiste en que se tiene que buscar una nueva pareja. Así, lejos de los contornos habituales de una película de terror, durante su primera hora Audition parece tomar la forma de una bonita historia de amor otoñal desde el momento en el que Aoyama conozca a la joven Asami a través de una audición preparada por él y un amigo suyo de cara a que pueda conocer chicas. Audition adquiere, entonces, un ritmo reposado, siguiendo los diferentes encuentros entre ambos, a medida que se van conociendo y la pasión nace entre ellos. Todo ello planificado por encuadres sólidos, sin movimientos de cámara, desarrollando un ambiente relajado y familiar. En suma, seguro.

Pero será a partir de un suceso, que atañe a una desaparición, cuando Miike empiece a enseñar sus cartas: en el momento en el que un alterado Aoyama busca desesperado a la persona desaparecida, Miike rompe esa planificación tranquila para seguir al protagonista con una cámara temblorosa, con movimientos agresivos. Es entonces cuando el espectador es consciente de que, lejos de estar asistiendo a un film de corte clásico, ha observado en todo momento una narración subjetiva, condicionada por la perspectiva y el estado de ánimo del protagonista. La iluminación neutra y naturalista que marcaba los escenarios hasta ese momento es sustituída por unos angustiosos tonos rojizos y los encuadres empiezan a torcerse consiguiendo que los escenarios por los que se mueve Aoyama adquieran un aspecto amenazador. La trampa se cierra alrededor del protagonista y nosotros quedamos encerrados con él pues, al igual que éste, también hemos bajado nuestras defensas, tranquilizados por las plácidas imágenes que discurrían ante nosotros, sin percatarnos, sin querer atender quizás, a los avisos desplegados a lo largo del metraje.

No es casualidad que sea precisamente una de las secuencias de planificación más agresiva y radical la que nos proporcione la información que reescribirá todo lo que hemos visto hasta ese momento: a través de un encadenado de flashes que pasan por la mente del protagonista en los que se funden el pasado y el presente, a la vez que se confunde lo real con lo imaginado, Miike llena los agujeros desplegados por el metraje: los perturbadores insertos que nos mostraban a Asami esperando en su habitación, con una postura inhumanamente estática, delante de un teléfono y un saco cuyo interior no deja de moverse violentamente ; así como los extraños cortes de montaje que ilustraban las citas entre Aoyama y Asami, utilizados para eliminar aquellos datos de la segunda que no interesan al primero, adquieren la forma de oscuros presagios, intentos de la realidad de romper el seductor sueño en el que vive mecido el protagonista.

Hay quienes han encontrado el final de Audition excesivamente convencional y acomodaticio, como si su director no se atreviera a llevar lo planteado a sus últimas consecuencias. Efectivamente, así puede parecerlo, pero quizás esta decisión no sea sino una engañosa actitud de retroceso de cara a cerrar su trampa, dejando a sus protagonistas una salida entre tanta oscuridad porque sabe que, en determinadas circunstancias, la muerte no es el mayor espanto al que se puede enfrentar el hombre, sino el ver la realidad, su realidad, atacada, vulnerada, desprovista de los asideros a los que podía agarrarse. Igualmente, mientras los títulos de crédito surcan la pantalla, las luces se encienden y las puertas del cine se abren, el espectador también es libre, puede salir y reencontrarse con ese mundo que ha dejado a un lado durante dos horas. Sólo que ahora es distinto, porque también han desaparecido esos seguros asideros. Miramos a nuestro alrededor y no reconocemos lo que vemos y nos da miedo. Porque sabemos que va a ser así para siempre.

jueves, 18 de octubre de 2012

Redada asesina

(Serbuan Maut)
Indonesia/USA, 2011. 101m. C.
D.: Gareth Evans P.: Ario Sagantoro G.: Gareth Evans I.: Iko Uwais, Joe Taslim, Donny Alamsyah, Yayan Ruhian

Puede resultar difícil explicar el porqué una película como la que nos ocupa, que puede presumir de lucir un apartado técnico irreprochable y de presentar a lo largo de su metraje un buen puñado de escenas de acción asombrosas, tanto en lo que se corresponde al aspecto pirotécnico como al marcial, puede no funcionar. Para ello, quizás habría que analizar con detenimiento cuales son los elementos que confeccionan un buen actioner, género en el que Redada asesina se inscribe con la encomiable intención de suponer un punto y aparte en la historia del mismo aunque sea a un nivel cuantitativo. Desde un punto de vista estrictamente evasivo hay que reconocer el intento de su director (quién también se encarga de las labores de guión y montaje) para construir un título que hace del ritmo non-stop-action su sentido, además de proponer una mezcolanza, a modo de recopilatorio, de las posibles variaciones subgenéricas del cine de acción.

La premisa argumental de la que parte Redada asesina -un grupo policial de fuerzas especiales queda encerrado en el interior de un enorme edificio de quince pisos, siendo acosado y diezmado por los habitantes del mismo, peligrosos criminales todos ellos- nos trae a la memoria otros vehículos de claustrofobia supervivencialista como Asalto a la comisaría del distrito 13, de John Carpenter, o El tiempo de los intrusos, de Walter Hill. Las primeras imágenes de la película, en las cuales viajamos junto a los soldados en el interior de una furgoneta mientras su sargento les pone al día de los objetivos de la operación, transmiten una atmósfera realista, potenciada tanto por una fotografía grisácea y cromáticamente apagada como por los seguimientos que la cámara hace de los movimientos del grupo en su asalto al edificio. Los interiores, con sus paredes sucias y de mala calidad y la basura que llena los pasillos, redunda en el aspecto sórdido del conjunto, situándonos en un ambiente de profunda miseria. Destaca, en este sentido, el contraste entre los modernizados uniformes de los soldados frente a las ropas sucias y deterioradas de sus enemigos. Por tanto, Redada asesina parece querer proponer ese viaje hacia lo atávico tan dado en el subgénero supervivencialista -desde clásicos como Defensa o La presa a propuestas más recientes como The descent o Alta tensión-: si al principio los enfrentamientos se dirimen utilizando armas de fuego, pronto estas serán sustituidas por una variedad de herrumbrosas armas blancas compuesta por cuchillos, puñales y machetes hasta, finalmente, utilizar el propio cuerpo-.

Pero, a medida que transcurren los minutos, Evans demuestra no estar interesado en profundizar en los instintos supervivencialistas reprimidos que afloran en una situación límite o transmutar la acción al terreno de la abstracción, sino poner en pie un virtuoso espectáculo de ruido y furia que encuentra en su milimetrada apariencia su identidad. Sería injusto despreciar la calidad de la que hacen gala las varias peleas que conforman el metraje de Redada asesina: largas escenas llenas de movimientos marciales rápidos y contundentes, con sus protagonistas enzarzados en deslumbrantes y complejas coreografías las cuales, y aquí radica lo más importante, están filmadas y montadas con una envidiable claridad expositiva, rehuyendo el frenético -e ininteligible- montaje corto tan habitual en las muestras norteamericanas, acercándose más al exhibicionismo de sus homólogos chinos. Una claridad que potencia el componente físico de las escenas -pues vemos cómo los actores pelean "de verdad"- y que también encontramos en los instantes protagonizados por los devastadores tiroteos: ahí está la energía con las que las balas destrozan los cuerpos de las víctimas y la brutalidad con las que los cuerpos son golpeados, mutilados o descuartizados.

Por tanto, y como ha quedado expuesto, desde un punto de vista, digamos, explosivo, Redada asesina supone un grato espectáculo para el aficionado ávido de emociones fuertes. Pero Evans debería saber que la épica -y, después de todo, lo épico supone el elemento básico, imprescindible, de la aventura- surge, inevitablemente, del drama. Lo físico, los movimientos, más o menos agresivos, como manifestación de los convulsos sentimientos internos de los protagonistas. En Redada asesina no se nos propone un viaje hacia esa zona oscura y terrorífica en la un hombre -un ser racional y civilizado bajo unos valores sociales de respeto y educación- se convierte en una bestia salvaje capaz de apagar con sus propias manos la vida de sus semejantes. La emoción está ausente en los frenéticos movimientos de los protagonistas hasta el punto de que la perfección técnica de la dirección de Evans acaba jugando en su contra dando lugar a un artefacto tan vistoso como mecánico en el que los planos, todos ellos calculados y de atractivo acabado estético, no buscan mostrar algo, transmitir un mensaje, sino brillar por sí mismos.

En este sentido, aunque comenzamos este texto citando una serie de películas que podrían estar en la base argumental de esta Redada asesina, pronto abandonamos el llamado séptimo arte para entrar en el terreno de los vídeo-juegos. Y no se trata de desprestigiar a tan atractivo universo lúdico-audiovisual -los que me conocen saben bien mi afición a los mismos- y, de hecho, habría que ir pensando en realizar un estudio serio sobre los recíprocos canales de influencia entre ambos medios. Al igual que hay vídeo-juegos buenos y los hay malos, igualmente hay influencias buenas (ahí está, por ejemplo, Old Boy) y no tan buenas. Redada asesina se nos aparece, así, como un beat'm up de carne y hueso, con sus niveles -cada uno de los pisos del bloque de apartamentos- y sus jefes finales -el guardaespaldas del sanguinario controlador del lugar- en el que ha desaparecido el aspecto interactivo, quedando un frío recopilatorio de cut-scenes.

En un momento del film, Jaka, el protagonista, le pregunta a su aliado acerca de un par de cadáveres que se encuentran en el lugar donde éste le ha esperado. Éste, tras mirar los cuerpos fugazmente, le responde que no son nadie y se desentiende de ellos. Efectivamente, así son los personajes que habitan el sórdido y violento mundo de Redada asesina: un grupo de NPC (No-Player Character) cuya misión se limita a bloquear el trayecto de los héroes hacia la pantalla final, igual que la de estos últimos es llegar a ella y superarla para ver el correspondiente vídeo final.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Los Vengadores

(The Avengers)
USA, 2012. 143m. C.
D.: Joss Whedon P.: Kevin Feige G.: Joss Whedon, basao en una idea de Zak Penn & Joss Whedon, basada en los personajes creados por Stan Lee, Jack Kirby & Joe Simon I.: Robert Downey Jr., Chris Evans, Mark Ruffalo, Chris Hemsworth

Resulta difícil ver, y valorar, Los Vengadores como lo que es o debería ser: una propuesta cinematográfica. Esto es, una película,  a la cual analizar por sus propios valores intrínsicamente fílmicos. Y resulta difícil porque desde sus propios productores, esto es, Marvel Studios en alianza con Paramount Pictures, se ha vendido como algo más: un triunfo industrial como en su momento lo fuera la trilogía de El Señor de los Anillos o la serie consagrada a Harry Potter. Estamos, por tanto, ante un nuevo intento por ensanchar y llevar más lejos las posibilidades industriales de Hollywood como sistema capaz de levantar las más espectaculares y apasionantes propuestas, siempre un paso más allá de lo conocido. En el caso que nos ocupa, a la hora de fabricar un sistema solar superheróico, con Los Vengadores como fuerza central alrededor de la cual giran una serie de títulos asumidamente menores que le prestan su energía para poder seguir funcionando.

Esto, de entrada, aporta al film de Whedon un discurso metalingüístico sumamente revelador: durante la primera mitad del metraje, los supuestos superhéroes, convocados para salvar al planeta Tierra de la conquista de una raza extraterrestre encabezada por el villano asgardiano Loki, se enzarzan en una serie de enfrentamientos entre ellos, ya sea a nivel físico -la pelea a tres bandas entre Iron Man, Thor y el Capitán América en medio de un bosque que, lógicamente, quedará arrasado- o dialéctico -las contínuas discusiones una vez reunidos en la fortaleza voladora de S.H.I.E.L.D., cada uno defendiendo su propio punto de vista-. No hay que hacer mucho esfuerzo para ver a los representantes de cinco películas diferentes -esto es, El increíble Hulk, Capitán América. El primer vengador, Thor y las dos entregas de Iron Man- defendiendo individualmente sus propios intereses. En este sentido, Los Vengadores entona un sincero mea culpa -no podemos asegurar si premeditado o no, o por parte de quien- reconociendo la escasa entidad de una serie de títulos cuya existencia ha venido condicionada como camino para llegar a un objetivo establecido de antemano: la película en la cual están integradas ahora. El hecho de que sea un suceso trágico -la muerte de un personaje recurrente en la serie- el que les una, concienciándoles de la necesidad de formar una sola unidad para detener un mal mayor subraya la condición de divertimentos de los productos que les preceden: ahora, sí que es serio.

A raíz de lo expuesto, ¿podemos llegar a la conclusión de que Los Vengadores sólo nos puede aportar un interés puramente industrial/histórico? En absoluto. Los Vengadores se erige en un impecable producto bien fait, al que difícilmente podemos encontrarle alguna pega desde un punto de vista técnico. Y no hablamos de técnica en relación a las labores de producción -es decir, del equipo de efectos visuales, fotografía, montaje o sonido, la cual se le presupone a una superproducción de este tipo- sino al sentido de la téchne, esto es, de la elaboración de un discurso cinematográfico/artístico a través de la aplicación del conocimiento práctico, del oficio, (1) cualidades generalmente atribuidas a lo que conocemos como "artesanos": aquellos creadores capaces de desempeñar hábilmente su trabajo -hacer películas- y carentes de la fuerza del genio. Desde este punto, Los Vengadores está construida con una estudiada dosificación de sus ingredientes - comenzamos con una espectacular escena, de las mejores diseñadas y ejecutadas de toda la película, con el derrumbamiento de la base subterránea de S.H.I.E.L.D.- pasando, a continuación, a una serie de momentos muertos en los cuales se intentan presentar y desarrollar los elementos de la trama, salpicados de algún instante de impacto cuyo objetivo supone el calentar los motores de cara a la grand finale.

Se le puede acusar a Los Vengadores de un exceso de prudencia, de una claudicación a los estándares más reconocibles del cine de acción/aventuras, pero no precisamente de no saber manejar los elementos que la conforman: destaquemos la fluidez con la que consigue fusionar diferentes formas genéricas: desde cine de espionaje -los interrogatorios protagonizados por Natasha Romanoff- al de terror -la angustiosa escena en la cual Natasha huye de un encolerizado Hulk en el interior de los oscuros y angostos pasillos de la nave en la que viajan y que conecta con las formas de la monster movie-, pasando por agradables apuntes humorísticos, hasta desembocar en el pirotécnico clímax final en el que los Vengadores, formando un sólo equipo, se enfrentan a un interminable ejército de criaturas acompañadas por gigantescos y pavorosos seres voladores en medio de Manhattan.

Es aquí donde Los Vengadores muestra sus mejores armas en su intento de traducir el entrañable sentido de la maravilla de los cómics en los que se basa a través de un sucesivo despliegue de impactantes portadas y splash pages reformuladas con los códigos de la era digital. Pletórico de imágenes para el recuerdo (especialmente las protagonizadas por Hulk, imponiéndose el instante en que logra detener a uno de los inabarcables monstruos voladores de un solo golpe) y de un contagioso sentido de la épica y del heroísmo (al que se añade alguna afortunada fuga poética: la imagen de Iron Man perdiendo toda la energía de su armadura y dejándose caer rodeado por la oscuridad y el silencio de una galaxia de otra dimensión).

Finalmente podemos sintetizar las virtudes y las insuficiencias que resumen el resultado final de Los Vengadores con uno de sus planos más celebrados: el virtuoso plano secuencia que sigue a los diferentes miembros del equipo mientras combaten contra sus enemigos. Un momento que ejemplifica por sí mismo las posibilidades evasivas de un espectáculo bigger than life, la consolidación de una nueva mitología en la que volcar nuestros sueños, deseos y miedos; pero cuyo alcance, a la vez, se ve menguado por su envoltura de fría virtualidad, de perfección numérica, carente del vértigo y el escalofrío que nos producen aquellas obras que nos empujan al filo del abismo y nos obligan a asomarnos a él.  Habrá que esperar a la pertinente continuación para comprobar si Joss Whedon y Marvel Studios están dispuestos a sumergirse en el interior de su reluciente máquina para deslumbrarnos a todos con el resplandor de su alma.
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(1) Asalto al tren Pelham 1 2 3. Suspense y "Morality Play", por Antonio José Navarro. Dirigido por nº391, julio-agosto 2009. Págs 38-39.