miércoles, 27 de abril de 2011

Estrella Oscura

(Dark Star)
USA, 1974. 83m. C.
D.: John Carpenter P.: John Carpenter G.: John Carpenter & Dan O'Bannon I.: Brian Narelle, Cal Kuniholm, Dre Pahich, Dan O'Bannon F.: 1.85:1

Lo primero que llama la atención de la divertida ópera prima de John Carpenter no es su ambientación espacial (que su director no volverá a repetir, pues sus siguientes incursiones en la ciencia-ficción serán más, digamos, terrenales, escorándose a menudo al cine de terror) ni el tono paródico del conjunto, sino su forma: Estrella Oscura es el único título de la carrera del director de Starman que no luce el rectangular formato scope tan querido por él (si obviamos, por supuesto, sus trabajos para la televisión). Un detalle que pone en evidencia el carácter amateur del film, rodado por Carpenter en su etapa estudiantil y cuyo presupuesto alcanzaría los 60.000 dólares.

Esta información resulta útil a la hora de visionar un film de las características que nos ocupa. No se trata de disculpar las evidentes limitaciones técnicas, pero también argumentales, del producto final (el cual inicialmente se proyectó como un mediometraje de 45 minutos, para alargarse posteriormente a una duración estándar gracias a la inversión de Jack H. Harris), sino de profundizar en el motor interno que mueve al film. Que le da vida. Así, Estrella Oscura, vista hoy en día, supone todo un testimonio de una época. Un doble testimonio, además: tanto por su forma, como por su fondo.

Tanto por su año de producción (el rodaje se inició en 1972) como por el entorno universitario en el que se gesta y desarrolla, Estrella Oscura supone un aporte más de unos tiempos cinematográficos (finales de los 60 a comienzos de los 70) que cambiaron el panorama fílmico americano. Las descoloridas imágenes, así como sus rudimentarios (pero eficaces) efectos especiales, se alinean en el terreno de Easy Rider. Buscando su destino, La noche de los muertos vivientes o La matanza de Texas. Agonizado el sistema de estudios que reinó en la etapa clásica del cine americano, el desarrollo de equipos más ligeros y económicos de rodaje, así como un ambiente general propicio, impulsó el que una serie de jóvenes pero entusiastas bárbaros se lanzaran a un coto hasta hace poco privado. Estrella Oscura, al igual que los títulos anteriormente citados, luce en sus planos un amor por el género que se traduce en un entusiasmo que se filtra al espectador a través de las deshilachadas costuras de tan irregular trabajo.

Pero el ambiente al que me refería en el párrafo anterior no queda restringido al exterior (es decir, detrás las cámaras), sino que empapa al propio film. El comienzo es significativo: el primer tripulante de la nave espacial "Dark Star" que conocemos es Talby, quien permanece todo el tiempo aislado en una angosta cabina de cristal, observando las estrellas. Por su mirada alucinada y su postura estática, diríamos que está en pleno colocón. Estrella Oscura no supone tanto una película de ciencia-ficción ambientada en el futuro, como la representación de un viaje ligérsico por parte de cuatro hippies (los tripulantes de la nave). A pesar del entorno electrónico de casero high-tech (lleno de botones y parpadeantes lucecitas de colores), el desarrollo del film está repleto de detalles anacrónicos que rompen la ambientación futurista: la caja de cerillas que utilizan para encender sus cigarrillos; el cuchitril en el que descansan, lleno de basura, con las paredes cubiertas de graffitis y páginas de revistas eróticas, más propio de una comuna que de una nave intergaláctica; la revista de comics de tono que lee uno de ellos.

Estrella Oscura no resulta tanto una parodia de la mítica 2001. Una odisea del espacio como el resultado de su propuesta estética. El alucinante viaje del austronauta Dave Bowman "más allá de las estrellas" (denominado en la versión original "the ultimate trip") supone el centro de partida de la película de Carpenter. Al igual que Bowman se introducía en el interior del misterioso monolito, Estrella Oscura pliega el tiempo y el espacio para apuntar al pasado (las trascendentales disquisiciones existenciales entre Doolittle y la bomba número 20 remiten a los angustiosos diálogos entre Bowman y HAL 9.000 en el film de Stanley Kubrick) a la vez que echar una mirada al futuro (los saltos al hiperespacio serán imitados por La guerra de las galaxias; la larga escena en la que Pinback, interpretado por Dan O'Bannon, se enfrenta a un extreterrestre con forma de pelota de playa con garras supone una versión primigenia del guión de Alien. El octavo pasajero, escrito por el propio O'Bannon). Estrella Oscura, en su rudimentaria modestia, acaba convirtiéndose en el hilarante punto de encuentro contracultural de los títulos más importantes de la ciencia-ficción moderna.


lunes, 25 de abril de 2011

Carlos

(Carlos)
Francia/Alemania, 2010. 330m. C.
D.: Olivier Assayas P.: Jens Meurer & Daniel Leconte G.: Olivier Assayas, Dan Franck & Daniel Leconte I.: Édgar Ramírez, Alexander Scheer, Juana Acosta, Nora von Waldstätten F.: 2.35:1

Tempus Fugit
Estrenada en las salas cinematográficas con una versión reducida de 165 minutos, ver de un tirón las cinco horas y media que supone el montaje íntegro de Carlos no sólo supone una de las experiencias fílmicas más penetrantes del año, sino que nos lleva a una pequeña reflexión acerca de las limitaciones del cine como medio narrativo popular. No es la primera vez que un film ve reducido su metraje (apuntemos, por ejemplo, el clásico Fanny y Alexander de Ingmar Bergman, que pasó de 312 minutos a 188) o dividido (el caso de la biografía del Che Guevara que Steven Soderbergh concibió como una sola película, pero que se estrenó en dos partes: Che, el argentino y Che: Guerrilla) para adecuarlo a unos estándares de exhibición. El cine parece no entender de relatividades artísticas. Es decir, de las necesidades de cada título, intrínsicamente considerados. En este sentido, nos alejamos de las posibilidades de la literatura, en la cual una novela puede ir desde las 200 páginas a las 1.500 sin que el editor o el lector se escandalice por ello.

En la entrevista publicada en el último número de la revista Cahiers du Cinema-España, Olivier Assayas declara que tuvo que aceptar el formato de miniserie televisiva para Carlos como único medio para poder realizar el film tal y como lo había pensado, pero que para él supone una sola película dividida en tres partes. Así es como se estrenó en el Festival de Cannes y así es como ha de ser visionado para comprender el alcance de la propuesta del director francés. La comparación del metraje original con su versión cinematográfica resulta reveladora: construida por el propio Assayas y conocida como Carlos. Le Film, éste conserva todo el mensaje de la idea original, así como el retrato que se hace de su protagonista. Para todos aquellos que únicamente puedan visionar esta última versión, indicar que no supone un mero resumen de compromiso por parte del director de Irma Vep, quien ha logrado concentrar los puntos claves de su proyecto a pesar de suprimir casi tres horas de metraje.

Aunque, como es lógico, la versión íntegra es mucho más completa, deteniéndose en aspectos de la vida de Carlos que la película apenas apunta, el retrato del personaje, con sus complejidades y contradicciones, resulta nítido en Carlos. Le Film. Por tanto, no supone una cuestión de mensaje. No, las importantes diferencias entre una versión y otra se reduce a términos puramente cinematográficos. Por extraño, o inverosímil, que pueda sonar, los 330 minutos originales acaban resultando más entretenidos y amenos que los 165 minutos cinematográficos, puesto que en los primeros se respeta el ritmo y la cadencia trabajada por Assayas, la fluidez con la que recorremos los diferentes momentos de la vida de su personaje principal (y en un film que concentra su acción a lo largo de dos décadas, el manejo de la elipsis es fundamental).

A tenor de lo dicho, no resulta casual que el mejor momento del film (la detallada exposición del secuestro de los integrantes de la conferencia de la OPEP en Viena en 1975) prácticamente carezca de cortes, exhibiéndose casi íntegro. En cambio, la película pierde gas durante su recta final la cual, sustraídos más de 60 minutos de metraje con detalles tan importantes como los trabajos de Carlos bajo el mandato de los sirios o aspectos de su relación con su mujer, se reduce a un precipitado y casi confuso cúmulo de saltos bruscos de tiempos y espacios. Dicho esto, esta crítica, y la puntuación que la acompaña, está escrita basándome en el metraje íntegro de cinco horas y media.

Geopolítica-Ficción
Carlos se nos presenta inicialmente como un biopic centrado en la controvertida figura de Ilich Ramírez Sánchez quien, bajo el nom de guerre de Carlos "El Chacal", perteneció a la FPLP (Frente Popular por la Liberación de Palestina) durante los años 70 y cuyos actos terroristas y asesinatos le llegaron a convertir en el enemigo público número uno. Assayas comienza el film con el típico rótulo explicativo que nos informa de que los acontecimientos que vamos a ver están basados en hechos reales, pero con un detalle diferenciador que marca la propuesta de Assayas: si bien Carlos parte de una serie de personajes reales y de unos sucesos históricos, ha de verse como un film de ficción más basado que atado a hechos reales. Consciente de la imposibilidad de aprehender la realidad (más en un personaje con tantos rincones oscuros y contradictorios como es Carlos), Assayas decide desde el principio anteponer la mirada cinematográfica al peso de lo didáctico.

De ahí que se nos ahorre cualquier tipo de información de los primeros años de Carlos, introduciéndole cuando contacta con Wadied Haddad, líder del brazo armado del FPLP. A Assayas no le interesa tanto facturar una biografía completa de su protagonista, como realizar un retrato poliédrico de su figura mítica, tanto desde su postura como belicoso militante izquierdista como su forma más humana. Pero el director de Demonlover rehuye el conferir un acercamiento psicologista, dejando en manos de la puesta en escena el contraste entre los discursos ideológicos de Carlos y sus acciones. Carlos carece de cualquier tipo de efectismo, sin caer ni en perspectivas románticas ni ceder a una mirada fascinadora, mostrando las acciones de Carlos y sus compañeros de manera tan sobria como directa, confiando en la propia fuerza de las escenas, en su colocación en el metraje y su distancia entre unas y otras, para diseccionar a su protagonista.

Así, al principio del film vemos a Carlos completamente desnudo, saliendo de una bañera y colocándose delante de un espejo de cuerpo entero, tocándose los genitales, para, finalmente, colocarse delante de una ventana. Un hombre fascinado por el atractivo de su propio cuerpo a la vez que deseoso de exhibirlo a los demás. Más adelante, en una cafetería parisina, Carlos hace gala de su aparente postura ideológica, diciéndole a su acompañante que la única manera de liberar a los pueblos oprimidos del Tercer Mundo del sometimiento del poder imperialista es la lucha armada. Un discurso político que contrasta con el narcisismo de la escena anterior. Esta contradicción se extiende a lo largo de todo el metraje, puntualizando cada movimiento de Carlos, con esas dos secuencias como omnipresentes puntos de fuga.

El momento en el que Carlos seduce a una chica utilizando una granada de mano para acabar sentenciando que las armas son una extensión natural de su cuerpo nos vuelve a remitir a su egocentrismo fetichista. De igual manera, tras el fracaso de la mencionada toma de rehenes de la conferencia de la OPEP, Carlos decidirá traicionar los principios de sus compañeros con tal de salvar su vida, poniendo en entredicho la veracidad de sus discurso. A través del dibujo de su protagonista, Carlos propone un repaso a las utópicas convicciones revolucionarias sesenteras, a la forma con la que bajo la bandera del idealismo se pueden esconder los fantasmas del integrismo exarcebado (y contradictorio: la escena en la que Angie, miembro de una célula alemana, se indigna al conocer las posturas antisemitas de sus compañeros de lucha). A pesar de que Carlos no deja de reivindicar su postura solidaria propalestina, el instante en el que tras ejecutar a un (supuesto) traidor y huir, vuelve sobre sus pasos para disparar de nuevo al cuerpo ya cadáver nos muestra, en realidad, a un asesino sediento de sangre.

Una idea confirmada con la conversión de Carlos en un vulgar mercenario, carente de cualquier compromiso (Haddad le llega a decir que pensaba que había un mínimo de política en él, pero que se equivocaba) y dispuesto a saltar entre bandos, siempre a la búsqueda del mejor postor, sin preocuparse por ofender las creencias incluso de aquellos que le apoyan (instalado en Sudán, Carlos utiliza los servicios de las prostitutas, a pesar de la condena de la ley musulmana). La decadencia física de Carlos nos ofrece una lectura psicosomática de su degradado intelecto, como si la oscuridad inherente de sus acciones superara su propio cuerpo, retorciéndolo y mutándolo.

Las operaciones a nivel internacional, con la creación de múltiples bases funcionando a modo de células repartidas a lo largo del globo y que obedecen a un mismo cuerpo, convierten a Carlos en el primer terrorista geopolítico a la vez que instauran una lectura irónica: finalmente, tras intentar unificar a todo el mapa en su lucha, Carlos no encontrará lugar donde esconderse, rechazado y/o perseguido por todos.

Mondo Sonoro
La importancia del papel que juega el sonido en su combinación, adaptación o contraste con las imágenes que acompaña es, sin duda, uno de los aspectos más significativos del cine de Olivier Assayas. Y Carlos no sólo no supone una excepción, sino que resulta un ejemplo meridiano de su postura ante los hechos narrados.

Lejos de ofrecer un acercamiento diegético, identificando la época a través de las canciones que se escuchaban en ese momento, Assayas echa manos de grupos como New Order, Wire o The Feelies, utilizando su valor anacrónico no para ilustra sino para manipular. Las crepitantes atmosferas sonoras de Brian Eno y Robert Fripp; las energía post-punk de Wire; o los oscuros ritmos electrónicos de New Order matizan las imágenes que acompañan hasta el punto de convertirse en apuntes a pie de página, notas al margen con las que el director reivindica una mirada exterior, e incluso fantasiosa, a la realidad. En resumen, la Historia al servicio del cine, y no viceversa.


sábado, 23 de abril de 2011

Detrás de la máscara. El encumbramiento de Leslie Vernon

(Behind the Mask: The Rise of Leslie Vernon)
USA, 2006. 92m. C.
D.: Scott Glosserman P.: Scott Glosserman G.: Scott Glosserman & David J. Stieve I.: Nathan Baesel, Angela Goethals, Robert Englund, Scott Wilson F.: 1.85:1

El éxito de Scream. Vigila quien llama significó varias cosas: la confirmación de su director, Wes Craven, como uno de los denominados maestros del terror que mejor ha sabido adaptarse a los cambios del género en el que se ha especializado (de ahí que haya logrado marcar cada década en la que ha trabajado con un título importante); el carácter cíclico de dicho género, resucitando un tipo de cine, las slasher movies, que tras reinar en la década de los 80, parecía haber desaparecido para siempre bajo el peso del thriller psicológico; y, especialmente, la mirada postmoderna que se apoderaba tanto de los creadores como de los espectadores, cómplices en unos tiempos en los que la inocencia era sustituída por una postura cínica. Pero esa perspectiva metalingüística no era novedosa y, sin ir más lejos, en esa misma década la escalofriante Ocurrió cerca de su casa ya ofrecía un acercamiento desmitificador a la figura del asesino en serie utilizando las técnicas del falso documental.

Detrás de la máscara. El encumbramiento de Leslie Vernon surge de la combinación de los dos films mencionados, adoptando las formas del mockumentary para deconstruir el subgénero slasher a través de la identificación de sus estilemas y lugares comunes. Pero, a pesar de lo que pudiera parecer inicialmente, el film dirigido por Scott Glosserman resulta más complejo: en los primeros minutos, las imágenes de un noticiario nos sitúa en el escenario principal, haciendo un repaso a los brutales y reiterativos crímenes que han asolado a las poblaciones colindantes: en Detrás de la máscara. El encumbramiento de Leslie Vernon Jason Voorhes, Michael Myers o Freddy Krueger no son personajes de ficción, sino que son seres reales que cometen asesinatos reales. Por tanto, ya de entrada, el film da un paso más lejos que Scream. Vigila quien llama al colocarnos al otro lado del espejo desde el principio y construyendo una atmósfera de extrañamiento al filtrar a través de las técnicas del cinéma verite una serie de elementos asociados a la ficción (el hogar de Nancy en Pesadilla en Elm Street o el campamento de Crystal Lake de Viernes 13).

A través de un reportaje que están grabando un equipo de jóvenes periodistas conocemos a Leslie Vernon, un seguidor de los icónicos psychokiller enmascarados, quien está ultimando los detalles de su entrada en la "profesión", utilizando una vieja leyenda local como macabro trasfondo legendario. Así, a través de sus palabras, asistimos a la preparación de su debut: la búsqueda de sus víctimas, la elección del escenario adecuado, el entrenamiento adecuado para preparar su físico de cara a la acción. Si la divertida pero simplona Scream. Vigila quien llama se limitaba a coleccionar una serie de guiños y referencias de cara a despertar la simpatía cómplice del espectador de género, Detrás de la máscara. El encumbramiento de Leslie Vernon va más lejos al profundizar en la esencia misma del slasher a través de un mago que descubre sus trucos. Como se indica en su título, Glosserman retira la máscara a su protagonista para descubrir que detrás de ella sólo hay un ser humano, un profesional que se toma muy en serio su trabajo: los tópicos más manidos, y más inverosímiles, del género son justificados como parte de una performance en la que el asesino en serie actúa más como orquestador que como un ejecutor.

A raíz de esto, el objetivo de Detrás de la máscara. El encumbramiento de Leslie Vernon parece ser el desmitificar la figura del psychokiller sobrenatural a través de la deconstrucción tanto de su forma como de su fondo. La inclusión de una serie de escenas que rompen el enfoque documental, abrazando la estética de una auténtica película de psicópatas nos descubre que, en realidad, la intención de su director es bien distinta. De hecho, es lo contrario. En el clímax del film, los protagonistas pierden su condición de testigos para convertirse en los personajes principales de una horror movie cuyos lugares comunes (el grupo de adolescentes que montan una fiesta en una cabaña aislada en medio del bosque; la desinhibida pareja que practica sexo; las luces que se apagan de repente; la chica virginal destinada a enfrentarse al asesino) son desvirtuados al conocer los engranajes que mueven el motor de la acción.

Será en el final cuando Scott Glosserman descubra sus cartas: el vaciado previo del psychokiller para, una vez conocida su esencia primaria, volverlo a rellenar para transformarlo en una figura bigger than life, cuyas sangrientas acciones toman la forma de un ritual esotérico iniciático cuya conclusió será su confirmación como ser mitológico. Una idea subrayada por la escena que acompaña los créditos finales: la elección de la magistral canción "Psycho Killer", de Talking Heads, para ilustrar dichas imágenes supone un homenaje más sentido al cine slasher que la saga Scream en su conjunto.

jueves, 21 de abril de 2011

American Psycho

(American Psycho)
USA, 2000. 102m. C.
D.: Mary Harron P.: Christian Halsey Solomon, Chris Hanley & Edward R. Pressman G.: Mary Harron & Guinevere Turner, basado en la novela de Bret Easton Ellis I.: Christian Bale, Justin Theroux, Chloë Sevigny, Willem Dafoe F.: 2.35:1

La sangrienta hoguera de las vanidades
Todos aquellos que criticaron esta estimulante adaptación de la tan controvertida como exitosa novela de Bret Easton Ellis por su radical reducción del efectismo sangriento del libro, quizás habría que recordarles que hasta pasadas las doscientas páginas Ellis no describía, con todo lujo de detalles, un asesinato de su protagonista, Patrick Bateman. Siguiendo con el razonamiento de dichos detractores, ¿tendríamos que considerar las páginas anteriores una pérdida de tiempo? Nada más lejos de la verdad.

American Psycho, tercera novela de Ellis, nacía a la sombra de la famosa obra de Tom Wolfe (a la que llega a citar a través de la firma en la que trabajan Bateman y sus compañeros, Pierce & Pierce, la misma en la que trabaja Sherman McCoy) para convertirse en una prolongación que se alejaba de la distanciada mirada irónica de La hoguera de las vanidades para desarrollar un viaje introspectivo a través de uno de esos jóvenes tiburones de Wall Street que protagonizaban la excelente novela de Wolfe para descubrirnos que su interior era más oscuro que su resplandeciente exterior. Pero Patrick Bateman no se conformaba con ser un Sherman McCoy con instintos asesinos, sino que le servía al autor de la icónica Menos que cero para construir una fantasía masculina a través de los instintos primarios del ser humano (el sexo y la violencia, esencialmente) que, filtrados por el feroz materialismo y el culto a la imagen de la década de los 80, convertía a Bateman en una figura mítica, la representación y el producto de la era del capitalismo hiperbólico.

Así, las brutales hazañas sanguinolientas de Bateman (en las que Ellis se sumerge de lleno en el ultragore) resultaban la metáfora sangrante (nunca mejor dicho) del vacío insondable que rige la vida del joven broker, perdido en un laberinto retroalimentado de lujosos restaurantes, elegantes trajes, rayas de cocaína y despampanantes supermodelos. Las exageradas crónicas homicidas partían de lo cruento para alcanzar el delirio, oficiando de fuga casi cómica que, en su surrealismo, servía de liberación, tanto para el protagonista como del lector, que se refugiaba en la fantasía de un universo gélido, alienante y depredador: el aburrimiento existencial convertido en un pozo sin fondo.

Tratamiento facial
La secuencia de créditos de American Psycho funciona tanto como resumen del mundo en el que se desarrollará la historia como definición del espíritu de la película. Lo que inicialmente parecen ser las evidencias de un asesinato pasa a ser los ingredientes de un plato de la Haute Cuisine. La sangre se confunde con la salsa y un afilado cuchillo sirve para tanto para matar como para cocinar. Pero el extrañamiento continúa cuando ese plato es llevado a su mesa y observamos a unos camareros que recitan la carta del día como si fueran robots y unos comensales más pendientes de las formas de sus platos que de apaciguar el hambre. El resultado es una atmósfera artificiosa en la que la mutilación se camufla con naturalidad.

Poco después, cuando navegamos por el apartamento de Bateman, la atmósfera irreal continúa. Las blancas paredes y los afilados ángulos rectos, la desapegada decoración nos muestra un entorno frío, en el que la calidez del hogar ha sido sustituída por el control ordenado de una exposición mobiliaria. La silueta rígida y musculosa de Bateman queda enmarcada por ese entorno: a pesar de su desnudez y de los consejos de cuidado corporal que nos relata, no hay nada cálido en él. La escalofriante imagen que cierra la secuencia, con un primer plano de Bateman quitándose una mascarilla facial como si fuese una segunda piel confirma a American Psycho como un enorme trampantojo en el que el fondo es ocultado por la forma.

La fotografía de Andrzej Sekula imprime a toda al película de esa gelidez (subrayada por los rectangulares encuadres en scope), con los personajes como hieráticos modelos inmersos en espaciosos entornos. Una atmósfera que Mary Harron se encarga de dinamitar a través de recurrentes decisiones de puesta en escena. A pesar de la utilización de la voz en off, de manera muy puntual, el punto de vista de American Psycho resulta menos subjetivo que el de la novela, por razones obvias: la visualización del físico de Patrick Bateman acaba forzando la perspectiva desde la tercera persona, anulando el monólogo interior de las páginas originales. Harron, consciente de esto, extiende la mirada de Bateman al entorno que le rodea. Y aquí reside la principal diferencia entre el libro y la película.

Fin de los años 80
Si en la novela no había más verdad que la que el protagonista contaba, pues jamás llegábamos a salir de su cabeza, en el film, al observarle a la distancia, es necesario un elemento desestabilizador. Y este elemento aparece en forma de pistas que la directora de Yo disparé a Andy Warhol despliega por el metraje: la obsesión con los reflejos (en espejos, cartas de restaurantes o las propias armas que porta Bateman); el rostro de Bateman difuminado tras el cristal de separación de un taxi; la mitad de su rostro ensangrentado y el otro limpio tras matar a un compañero de oficina; las pantallas del televisor que muestran siempre imágenes extremas (ya sea cine de terror o pornográfico) como proyección mental del protagonista. Detalles que remarcan la dualidad de su protagonista (de quien, en los últimos minutos, se llegará a dudar de su propia identidad) y subraya la (posible) falsedad de lo narrado.

El dibujo histriónico que se hace de Patrick Bateman lleva a American Psycho al terreno de la comedia negra, lo cual ahonda en la ambigüedad del conjunto. Una ambigüedad inexistente en la novela, en la cual si en algún momento dudábamos de lo que se nos estaba contando no era por intención del narrador, sino por la inverosimilitud de sus palabras. Una ambigüedad potenciada ya sea por momentos concretos (el enfrentamiento de Bateman con la policía, según los códigos del cine de acción hollywoodiense) o por personajes (Jean, la secretaria de Bateman, sirve de fractura del omnipresente punto de vista del protagonista). Por eso, los crímenes no tienen la misma importancia que en el libro: ya no son necesarios. Allí eran el punto clave desestabilizador, aquí la prueba definitiva de la caída en la locura de Bateman.

Resulta significativo, ante esto, que American Psycho finalice con un primer plano que se va cerrando poco a poco hasta enmarcar los ojos de Bateman. Así, la película parece efectuar el camino inverso a la letra impresa: tras conocerlo desde fuera, podemos integrarnos en su mente. E, incluso, en el final, Mary Harron no puede evitar acechar a su protagonista: la anticlimática última frase de Bateman -"Esta confesión no significa nada"- es contapunteada por la nihilista frase que está escrita en la puerta detrás suyo -"Esto no es una salida"-.

miércoles, 13 de abril de 2011

El pueblo de los malditos

(Village of the Damned)
USA, 1995. 99m. C.
D.: John Carpenter P.: Sandy King & Michael Preger G.: David Himmelstein, basado en el guión de Stirling Silliphant, Wolf Rilla & Ronald Kinnoch, basado en la novela de John Wyndham I.: Christopher Reeve, Kirstie Alley, Linda Kozlowski, Michael Paré F.: 2.35:1

Durante los años 50, el espectador americano se acostumbró a mirar al cielo a la espera de un peligro que nunca llegaba pero que el cine representaba a través de las más variopintas invasiones extraterrestres. La permanente sombra nuclear de la Guerra Fría propició que las amenazas que atenazaban a las idílicas familias norteamericanas provinieran del exterior. Con la llegada de la década siguiente, el desencanto se apoderó de esas mismas familias que descubrían que ese país que hasta el momento velaba por su seguridad mantenía su rostro más oculto en las sombras que visible en la luz: el enemigo estaba en el mismo hogar. La original Village of the Damned, producida en 1960, se mostraba así como un film bisagra, que recogía ídeas de la ciencia-ficción de la década recién clausurada (la invasión extraterrestre) para desarrollarla con el espíritu que dominaría la presente (la incubación de los alienígenas en el seno de la comunidad que pretenden diezmar).

Siguiendo esto, resulta coherente que, a la hora de afrontar el segundo remake de su carrera, John Carpenter se fijara en el film dirigido por Wolf Rilla para rehacer ese mismo recorrido del enfoque de la maldad: si con La cosa se encargaba de actualizar uno de los grandes clásicos del género de los 50, El enigma de otro mundo, ahora, con El pueblo de los malditos, hace lo mismo con la ciencia-ficción de los 60: los habitantes de la pequeña comunidad de Midwich no combaten con una extravagante criatura llegada del espacio, sino que son aterrorizados por su propia semilla.

El pueblo de los malditos comienza con una serie de planos fijos que nos muestran diferentes localizaciones de Midwich: sus establecimientos, sus calles, sus paisajes. Incluso nos acercamos a las casas para conocer a los habitantes del lugar, despertando con el amanecer de un nuevo día. Intercaladas con estas escenas, una serie de panorámicas nos muestran los lugares más idílicos de la población pero que, por los movimientos de la cámara y los sonidos que los acompaña -a modo de un conjunto de susurros-, adquieren un clima amenazador sin que los escenarios cambien lo más mínimo: resulta una amenaza invisible, como si viniera del mismo interior del lugar.

Es la irrupción de un peligro invisible en un controlado ambiente cotidiano lo que dota al primer tercio del film de una conseguida atmósfera de incertidumbre: las imágenes de todos los habitantes de una población desmayados -contrapunteadas por los planos que muestran a los animales igualmente derrumbados- resultan escalofriantes por la incógnita que representan. La línea que la policía pinta en la carretera, punto en el que comienza el poder invisible, delimita los márgenes de lo fantástico. Cuando se pasa el efecto y todos despiertan da la impresión de que no ha sucedido nada nocivo, pero la terrorífica imagen que nos muestra el cuerpo carbonizado de una persona que se desmayó encima de una parrilla nos informa que lo maligno está enlazado con ese suceso misterioso.

Cuando, a continuación, vemos el pueblo lleno de mujeres embarazadas, se profundiza en esa inquietud producto de un entorno normal vulnerado por un elemento extraño. Sin embargo, con el nacimiento de los bebés, los cuales, una vez crecidos, se han convertido en un grupo de niños albinos con poderes telepáticos, esa inquietud desaparece al tomar la forma de un peligro reconocible. Y es aquí donde El pueblo de los malditos se convierte en una contradicción: por un lado, quizás movido por una amenaza que hace de la inocencia su tarjeta de presentación, Carpenter busca el construir un terror sutil a base de un ritmo tan mesurado como los movimientos coordinados del grupo de niños asesinos y cuyo principal consecuencia es una puesta en escena excesivamente transparente, carente de fuerza.

Pero, quizás consciente de la blandura general del trabajo, Carpenter adorna el conjunto con una serie de golpes de efecto -las retorcidas muertes producto de los poderes de los chicos; los refulgentes brillos en sus ojos; la presencia de un escalofriante bebé alienígena-, cuya estridente irrupción en la atmósfera de tranquilidad imperante no hace más que subrayar las carencias, la tibieza, de la que hace gala el film.

A pesar de lo dicho, El pueblo de los malditos no es una película del todo despreciable, sirviendo de muestra, además, del talento de su director quien, incluso en un título menor como el que nos ocupa, demuestra sus habilidades narrativa (especialmente la claridad expositiva de sus planos), aportando, incluso, algunas buenas ideas de planificación -la representación de la fortaleza mental del protagonista, quien oculta sus pensamientos detrás de un muro de ladrillos que se irá derrumbando por los ataques psíquicos de los niños-, pero está claro que, en esta ocasión, el director de La noche de Halloween se ha tomado el proyecto de manera mucho menos personal que con La cosa.

martes, 12 de abril de 2011

Somewhere

(Somewhere)
USA/Italia, 2010. 97m. C.
D.: Sofia Coppola P.: G. Mac Brown, Roman Coppola & Sofia Coppola G.: Sofia Coppola I.: Stephen Dorff, Elle Fanning, Chris Pontius, Erin Wasson F.: 2.35:1

Los comentarios vertidos acerca de Sofia Coppola, y más sobre ella que sobre sus películas, viene a demostrar tanto el peso que puede tener un apellido (el cual, a la vez, abre puertas y afila los cuchillos) como la mirada prejuiciosa desgraciadamente habitual en no pocas firmas privilegiadas. Castigada por los pecados de su padre (quien la elegió para un papel que le iba grande en El padrino III) y rechazada por ciertos grupos elitistas con alergia a lo cool, con sólo cuatro películas, la hija del director de La ley de la calle ha demostrado, mal que pese, ser todo un auteur. Lo cual no quiere decir, por sí mismo, que sea una buena directora, pero lo que resulta innegable es que Sofia Coppola está dotada de una mirada personal e, incluso, de un discurso, el cual es detectable en cada uno de sus títulos. No importa que trabaje sobre material ajeno (la hermosa novela de Jeffrey Eugenides en la que se basó para su ópera prima, Las vírgenes suicidas) o con una base parcialmente autobiográfica (Lost in Translation). Resulta curioso, en este sentido, que fuera María Antonieta, film que no repitió la acogida de los dos títulos precedentes, donde se certificara la fuerza de esa mirada, llevando a su terreno un género tan codificado como es el de época y logrando, en el proceso, uno de sus films más conseguidos.

Tomando como base dicha película, la presente Somewhere adquiere múltiples lecturas: el intento de Sofia en agrandar esa postura autoral a la que nos referíamos, insistiendo en los mismo temas; un run for cover a un tipo de film más pequeño e intimista después del frío recibimiento de Maria Antonieta, retomando los modos y maneras de la película protagonizada por Scarlett Johansson y Bill Murray, la más exitosa de su carrera; o un callejón sin salida, demostrando que esos temas ya están agotados.

En el excelente vídeoclip de la canción "Everytime", perteneciente al disco In the Zone, Stephen Dorff aparecía como el airado compañero de una Britney Spears acosada por una legión de paparazzi. Dorff tomaba la imagen de la star cuya única manera de soportar la fama consiste en dar rienda suelta a su violencia mientras la famosa cantante se refugiaba en una amargura casi existencial cuyo único punto de fuga parecía ser el suicidio. No sabemos si Sofia Coppola ha visto dicho vídeoclip (de entrada, nada más lejos que el electro-pop mainstream de Britney Spears de los gustos musicales, más indies, de Sofia), pero en su último film Stephen Dorff parece retomar dicho papel, pero sustituyendo la ira por la apatía.

En Somewhere Dorff interpreta a Johnny Marco, un actor en la cresta de la ola, amado por el público y reconocido por los críticos, cuyo día a día se ve reducido a un bucle contínuo, paseando por desnudas e intercambiables habitaciones de hotel, asistiendo a multitudinarias fiestas en las que no conoce a nadie y acostándose con despampanantes modelos de cuyo nombre no se acuerda. Una vida disoluta, con el hedonismo como motor diario, que Johnny, lejos de disfrutar, parece soportar poseído por un aburrimiento metafísico, desconectado de todo lo que le rodea (su agente le despierta para recordarle sus compromisos profesionales; confunde los días de la semana), perdido en su propia existencia. Los únicos instantes en los que Johnny parece reflejar algún tipo de sentimiento es cuando pasa el tiempo con su hija pequeña, único nexo de unión que conserva con el resto de los seres humanos.

Sofia Coppola filma todos estos momentos perdidos como si estuviese contagiada por el mismo sopor que hunde a su protagonista. De esta manera, la herramienta estilística recurrente de Somewhere es el plano fijo, captando a Johnny sentado, o tirado, en su sofá o en su cama durantes largos minutos, como si la cámara no quisiera entrometerse en el espacio de su actor. Al igual que ocurriera con Lost in Translation, Somewhere se compone de una serie de tiempos muertos, pero si en aquel film la inconfesa historia de amor entre los dos protagonistas aportaba un elemento dramático que acababa superando la frialdad del conjunto, en esta ocasión, al centrarse en su solitario personaje, encerrado en una burbuja impenetrable propiciada por sus fama y excesos, da lugar a un film solipsista. Tan obsesionada está Sofia por recoger sin artificios la espesura vital de su protagonista que acaba dando lugar a un film igualmente vacío y monótono.

Somewhere comienza con una imagen que nos muestra a Johnny conduciendo su impresionante ferrari color negro dando vueltas en una carretera desierta una y otra vez. Una imagen que sirve de perfecta doble metáfora: del propio film: reflejando de manera meridiana el mensaje de la película (lo cual convierte el resto del metraje en redundante); y de la propia directora, quien, por cuarta vez consecutiva, recorre el mismo camino ya transitado en sus anteriores trabajos. Somewhere finaliza con Johnny abandonando su flamante coche, dispuesto a caminar por su propio pie la misma carretera del comienzo: es posible que Sofia Coppola haya concebido su último film como un epílogo y esté dispuesta a transitar nuevos caminos.

viernes, 8 de abril de 2011

El luchador

(Hard Times)
USA, 1975. 93m. C.
D.: Walter Hill P.: Lawrence Gordon G.: Walter Hill, Bryan Gindoff & Bruce Henstell, basado en una idea de Bryan Gindoff & Bruce Henstell I.: Charles Bronson, James Coburn, Jill Ireland, Strother Martin F.: 2.35:1

Si nos fijamos en el título español de la primera película de Walter Hill y lo sumamos al protagonismo de un actor tan codificado (de manera apresurada, con todo) como es Charles Bronson podríamos llegar a la errónea conclusión de que El luchador supone una muestra prototípica del cine de acción más tendencioso de la época. Pero si nos detenemos en el título original, éste definirá mejor, como es habitual, el contenido del film. Ambientada durante la Gran Depresión norteamericana y situada en la ciudad de Nueva Orleans, El luchador nos retrata, sin duda, unos tiempos difíciles, como bien ejemplifica el arranque del film: un plano fijo que nos muestra como se acerca un tren, en el cual, a modo de polizón, viaja Chaney. La lentitud de la máquina y la tranquilidad con la que Chaney baja del vagón que ocupa antes de que el tren llegue a la estación nos describe la parsimonia con la que el protagonista vive una vida marcada por la pobreza y el día a día.

La Gran Depresión es un escenario permanente a pesar de estar situado en segundo plano. Walter Hill se centra en las clases más desfavorecidas, un grupo de perdedores que no pueden perder el tiempo lamentando los tiempos que les ha tocado vivir, porque están preocupados por buscar la forma de resistir cada día. Ya en su ópera prima, el futuro director de La presa huye de lo intelectual para centrarse en lo material: las acciones por encima de la reflexión. Sin ningún tipo de teorización, en el momento en el que vemos como Chaney se ofrece como luchador en peleas clandestinas nos refleja los duros ambientes en los que se mueven los personajes, quienes se tienen sólo a sí mismos y sus habilidades para defenderse.

En este sentido funciona la elección del reparto, en el que Hill antepone, como será usual en su carrera, la caracterización física por encima de los valores interpretativos, consciente de que el valor de un actor no lo mide únicamente su talento como el escenario en el que se le coloca. Así, el rostro rocoso pero arrugado de Charles Bronson define a su personaje sin necesidad de ningún estudio psicológico: la dureza de sus facciones nos informa de un físico curtido a base de golpear y ser golpeado, mientras que las arrugas que las surcan son carreteras de una existencia larga habituada a esquivar obstáculos. Incluso Hill utiliza el pasado del popular actor para terminar de construir su rol: el laconismo de Chaney le convierte en la reencarnación del Hombre de la Armónica que Bronson interpretara en la extraordinara Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone (quien también aparecía por primera vez tras apearse de un tren): si en aquella se decía que él no hablaba, sino que tocaba, en El luchador se puede utilizar esa misma definición con una ligera variante: Chaney no habla, sino que golpea.

En El luchador encontramos ya el proceso de estilización al que Hill somete a sus acercamientos genéricos pero, en esta ocasión, no aplicado al entorno, como sucederá en la hipnótica Driven, sino en el esquematismo de sus personajes, de los cuales no tenemos más información que los movimientos presentes que observamos, como si su presencia fuese un producto de los duros tiempos que nos relatan: cuando el "doctor" Poe le hace una revisión física, llega a la conclusión de que si Chaney es tan buen luchador no es por su técnica, sino porque es una máquina de ingeniería diseñada para la supervivencia. Por esa razón, las escenas de peleas son planteadas por Hill sin ningún tipo de aditivo, planificándolas de igual manera que el resto de las secuencias: estos momentos de acción, para Chaney, es una prolongación natural de su existencia.

La presencia de Speed, mánager de Chaney que se encarga de organizarle las peleas y mover las apuestas, encarnado por James Coburn, otro actor célebre por sus interpretaciones en el western, nos plantea el recorrido genérico habitual en la filmografía de Hill. Si Chaney representa el cine de acción/artes marciales, Speed resulta un icono propio del cine de gangsters: un vividor cuya integridad física está perpetuamente hipotecada a base de pedir préstamos a la mafia sin importarle las consecuencias de retrasarse en los pagos.

De esta manera, a través del cine de género, El luchador ofrece, de manera sutil pero decidida, una visión especialmente pesimista de esos "tiempos difíciles", así como la imposibilidad de huir de ellos: Chaney dice que sólo peleará para conseguir el dinero necesario para continuar su viaje, pero cuando lo ha conseguido no le importará desprenderse de la mayoría, como si, una vez conseguido, ya no tuviera ningún valor; con las victorias de Chaney, Speed gana la cantidad que necesita para saldar sus deudas, pero, en seguida, lo pierde todo al jugárselo a los dados, como si forzara su suerte para que, inevitablemente, tuviera que volver a las peleas. El luchador finaliza en el mismo escenario en el que arrancaba con la diferencia de que ahora es de noche, subrayando el nihilismo de la propuesta: el dibujo de dos personajes dando vueltas dentro de un círculo vicioso del que, posiblemente, ellos mismos no quieran salir.

miércoles, 6 de abril de 2011

La niebla

(The Fog)
USA, 1980. 89m. C.
D.: John Carpenter P.: Debra Hill G.: John Carpenter & Debra Hill I.: Adrienne Barbeau, Jamie Lee Curtis, Janet Leigh, Tom Atkins F.: 2.35:1

En La noche de Halloween, John Carpenter sometió a los ingredientes propios del cine de terror a una estilización tal, que transmutó su naturaleza, dando lugar a lo que podríamos llamar terror metafísico. A pesar de la visceralidad de su punto de partida (la hermana de Michael Myers siendo cosida a puñaladas; el perro parcialmente devorado por Myers que encuentra Sam Loomis en el abandonado hogar del primero), la personalidad vaciada de sentido del asesino enmascarado y los fluidos movimientos de cámara (el plano secuencia del prólogo) daban forma a una atmósfera abstracta en la que Michael Myers encarnaba al Mal absoluto en estado puro, sin motivaciones ni objetivos. Su único destino es existir, una existencia condicionada a la degradación total de lo que lo rodea.

Tras el fenomenal éxito de aquel film fundacional, no resulta extraño que para su siguiente película el director de Starman decidiera abordar de nuevo el género que tan buen resultado le había dado pero, en esta ocasión, desde una perspectiva más clásica. Algo que queda patente desde el mismo inicio: abrir La niebla con una cita de Edgar Allan Poe certifica el intento de Carpenter por retrotraerse a los principios básicos del terror (aunque, por la localización marítima de la historia, el film recuerda más a los relatos de William Hope Hodgson): en este sentido, La niebla resulta una actualización de la clásica historia de fantasmas, con los elementos de venganza sobrenatural propia de los comics de la E.C.

La primera escena no sólo resulta una declaración de principios de lo expuesto en el párrafo anterior, sino un sentido homenaje a las raices originarias de la ficción terrorífica: el cuento que el brujo de la tribu cuenta a los suyos alrededor de una fogata. Un viejo lobo de mar relata la oscura leyenda sobre la que se sustenta los orígenes de su población, Antonio Bay, que ahora cumple cien años. Las caras fascinadas y aterrorizadas de los niños que escuchan atentos las palabras del narrador supone el espejo que Carpenter coloca delante de sus espectadores, esperando de ellos la misma atención y complicidad.

La primera mitad de La niebla supone una lección de cómo crear una atmósfera, cómo trabajar un escenario, y a sus integrantes, de cara a la irrupción de lo sobrenatural. Carpenter nos describe la población de Antonio Bay y lo hace a través de unos planos que exudan tranquilidad, la propia de una pequeña comunidad que, cuando cae la noche, se refugia en sus hogares dejando las calles desiertas: un supermercado, una gasolinera, los teléfonos públicos. Una tranquilidad vulnerada de golpe por lo misterioso. Lo enigmático se integra poco a poco en ese ambiente cotidiano, ensombreciéndolo, y demostrando su fragilidad (los cristales de la camioneta en la que viajan Elizabeth y Nick estallando de golpe; la tabla de madera que encuentra el hijo de Stevie y que esconde una ominosa amenaza grabada).

Pero como indicábamos al principio de estas líneas, el elemento sobrenatural clásico es puesto al día a través de una fisicidad que conecta con el pasado (los comentados comics de la editorial capitaneada por William Gaines) y sirve de apuesta por el futuro (la inminencia de la moda slasher que Carpenter inauguró con la citada La noche de Halloween): la niebla que da nombre al film no sólo supone la tarjeta de visita de los revenants, sino que, con su densidad, su brillo y su autonomía (moviéndose en contra de la dirección del viento) adquiere personalidad propia (la manera con la que se va apoderando de las calles de Antonio Bay hace pensar en la viscosa criatura del clásico de los 50 La masa devoradora); los rostros agusanados de los espectros, con sus ropajes roídos y portando oxidados garfios con los que golpean las puertas de los hogares en lo que quieren entrar (necesitan ser invitados para irrumpir en los hogares de sus víctimas, como los vampiros).

Con esto, La niebla se nos aparece como un recopilatorio, realizado con tanto cariño como convicción, del género, una mirada hacia el legado del pasado (incluída la presencia de Janet Leigh, la primera víctima de Norman Bates y, por tanto, piedra angular del terror moderno) y un aviso del futuro, a la vez que le sirve a su director, con su cuarta película, para asentar las bases de un universo propio, tanto en su equipo de producción (la productora Debra Hill, las actrices Jamie Lee Curtis y Adrienne Barbeau, el chico-para-todo Tommy Lee Wallace) como en lugares comunes argumentales (el acoso del grupo de protagonistas refugiados en la iglesia recuerda a Asalto en la comisaría del distrito 13) y estilísticos (las elegantes composiciones en scope; el ritmo sobrio). En suma, la confirmación del nacimiento de un autor.

martes, 5 de abril de 2011

Driver

(The Driver)
USA/UK, 1978. 91m. C.
D.: Walter Hill P.: Lawrence Gordon G.: Walter Hill I.: Ryan O'Neal, Bruce Dern, Isabelle Adjani, Ronee Blakey P.: 1.85:1

Driver comienza con una larga persecución automovilística que sintetiza las constantes estilísticas de la segunda película de Walter Hill: el protagonista, al que conocemos por el apodo de "El Conductor", intenta escapar de hasta tres coches de policía que le persiguen a él y a los dos hombres que lleva en el coche tras haber dado un golpe a un concurrido casino. Las marcas que los neumáticos dejan grabadas en el asfalto, acompañadas del chirriar de los frenos; los golpes entre los automóviles; los diferentes objetos que arrollan por el camino (cubos de basura, cajas de cartón, una puerta de madera); los disparos que agujerean las lunas de los coches; todo ello, sumado a la trepidante velocidad a la que conducen, confiere una intensa fisicidad a toda la escena.

Pero, por otro lado, en todo el momento, el mencionado Conductor no sólo no dice ni una palabra sino que su rostro permanece impertérrito a pesar de la tensión imperante, mientras que sus compañeros no paran de sudar o gritar. Esta actitud fría, sumada a sus casi sobrenaturales actitudes automovilísticas, transforma la fisicidad apuntada líneas arriba en pura abstracción. La concentración del protagonista, sumada a las imágenes nocturnas de las carreteras, nos sitúa en un espacio mental que torna la ciudad en un laberinto onírico.

Fisicidad y abstracción. O, mejor dicho, un punto de partida de intensa fisicidad que, por el camino, transmuta en una atmósfera abstracta. Esa es una de las constantes primordiales del cine de Walter Hill, a quien le gusta operar con personajes y tramas procedentes de géneros tan codificados como el thriller, el western o el de artes marciales -todos ellos marcados por la fuerza, por la intensidad, por la agresividad- para someterlos a un proceso de estilización que desnude a sus estilemas de todos sus adornos para dejarlos en los huesos, convertidos en vacíos arquetipos. No nos ha de extrañar, por tanto, que los personajes de Driver carezcan de nombres propios y sean definidos por su papel -El Conductor, El Policía, La Jugadora- o que durante todo el metraje lleven la misma ropa -subrayando su condición de caracteres diseñados-: son figuras, fichas, en un tablero de juego en forma de entorno urbano.

Todos los personajes de Driver se definen por sus propias acciones, como si se vieran guiados por un código de honor interior que no entiende de ideologías, romanticismo ni codicia (El Policía no busca atrapar a El Conductor tanto porque éste infrinja la ley sino porque le supone un reto; el austero modo de vida de El Conductor demuestra que el dinero que gana por su trabajo no es más que un mero trámite). Los desnudos escenarios en los que se mueven los protagonistas delatan su condición más metafísica que material, así como las estáticas posturas de los mismos los convierten en estatuas de un tableau vivant, perdidos en su propia fascinación: la frialdad de El Conductor, convertido en una reencarnación del samurái melvilliano de El silencio de un hombre o la hipnótica mirada de una jovencísima Isabelle Adjani.

De ahí que los personajes parezcan moverse como fantasmas, apariciendo y desapareciendo según la necesidad: un plano muestra a La Jugadora dentro de un coche; volvemos a El Conductor que se enfrenta a quienes le han traicionado; de vuelta al coche, La Jugadora está fuera del vehículo. Otro ejemplo: El Conductor entra en una estación de tren y observa que está vacía; se dirige a las taquillas a recoger un maletín; el siguiente plano muestra la estación llena de agentes de policía.

No es casualidad que El Policía se refiera a El Conductor como "cowboy" o "forajido". Como decíamos, el western es uno de los géneros predilectos de Hill y Driver sirve de prueba: a pesar de los modernos entornos urbanos y de la sustitución de los caballos por coches, Driver podría considerarse, en espíritu, una muestra de western crepuscular: El Conductor y El Policía son muestras de un tipo de héroe que ya ha desaparecido, convertidos ambos en solitarios exponentes de su oficio: el primero se niega a trabajar con un grupo de atracadores por considerarles unos aficionados; el segundo tiene que enfrentarse a sus compañeros porque no entienden, ni comparten, sus métodos.

Por esto, a pesar de ser enemigos acérrimos, hasta el punto de que uno supone la obsesión del otro, no pueden evitar admirarse, pues reconocen en su contrincante su propio reflejo invertido ("Tú eres muy bueno en tu trabajo. Y yo lo soy en el mío" le dice El Policía a su némesis). Y Walter Hill, como cinéfilo aficionado a un cine en proceso de desaparición, comparte esa admiración: no sólo les convierte a ambos en objetivos de una misma traición, sino que utiliza la misma planificación para despedirles. Para el director de Los amos de la noche los protagonistas de Driver son las dos caras de una misma moneda desgastada por el tiempo.

viernes, 1 de abril de 2011

Sucker Punch

(Sucker Punch)
USA/Canadá, 2011. 110m. C.
D.: Zack Snyder P.: Deborah Snyder & Zack Snyder G.: Zack Snyder & Steve Shibuya, basado en una idea de Zack Snyder I.: Emily Browning, Abbie Cornish, Jena Malone, Vanessa Hudgens F.: 2.35:1

Para empezar, he de reconocer que siento simpatía por Zack Snyder, un director que parece haber concebido su filmografía como una carrera de obstáculos. Ahí es nada, debutar con el remake de uno de los films más seminales de los 70, el Zombi de George A. Romero, no sólo logrando una notable actualización de éste, sino conseguiendo, al igual que pasó con la película de Romero, poner de nuevo de moda a la figura del muerto viviente. Posteriormente se centraría en el mundo del cómic, fijándose en dos de sus autores más importantes: Frank Miller y su irregular 300, a la cual Snyder imprimió una energía ausente en las páginas originales; y el monumental Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons, cuya adaptación cinematográfica hacía gala de una emoción de la que carecía el calculado mecanismo de relojería creado por el mago inglés. Pero lo más importante consistía en la habiliad de Snyder para manejar los elementos propios del vídeo-clip o el cine espectáculo (la cámara lenta, los efectos digitales, el montaje corto, la utilización de canciones) para dotarlos de una fuerza y un contenido que sublimaba su condición meramente esteticista.

Tras su film de animación, Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes, que no he visto, Snyder vuelve a fijarse un nuevo objetivo con su último film: Sucker Punch aspira a convertirse en la perfecta fusión entre el cinematógrafo y el vídeo-juego, no sólo a un nivel estético, sino también narrativo, pretendiendo corregir y aumentar los logros de los films de los hermanos Wachowsky dedicados al mismo tema: la trilogía de Matrix (especialmente su segunda entrega) y la infravalorada Speed Racer, un film que, a pesar de sus innegables irregularidades, proponía un estimulante nuevo camino para el lenguaje cinematográfico consistente en una mixtura de diferentes medios expresivos: el cine, los vídeo-juegos y el anime.

Con el desarrollo de los entornos 3D, el mundo del vídeo-juego dio un paso adelante en sus posibilidades narrativas al incorporar cut-scenes que, utilizando las técnicas cinematográficas e intercaladas entre los niveles jugables, ayudaban a ampliar las historias que se contaban y, sobre todo, a ahondar en su espectacularidad. El consistir en pequeñas piezas enmarcadas dentro de un entorno generalmente fantástico o de acción, permitía a los directores de las cinemáticas centrar sus esfuerzos en el aspecto más espectacular y cinético, construyendo alambicados planos e imposibles movimientos de cámara, anteponiendo lo aparente por lo dramático. El resultado son escenas sin duda espectaculares, pero también demasiado mecánicas (por supuesto, hay excepciones, pero son escasas: pocos son los vídeo-juegos que han desarrollado una puesta en escena para sus vídeos. Posiblemente, el primer Metal Gear Solid, sacado para la consola de Sony PlayStation y dirigido por Hideo Kojima, sea la excepción que confirma la regla).

En su esfuerzo por imitar la estructura y forma de un vídeo-juego, Sucker Punch toma la forma de un recopilatorio de cinemáticas, como si fuera un DVD-Bonus en el que se han extraído las partes jugables. Snyder es consciente de cual es su público potencial y quiere demostrarles que están hablando el mismo idioma: a lo largo de su metraje, Sucker Punch propone un recorrido por algunos de los títulos más populares en estos momentos del universo de los vídeo-juegos: la escena en la que la protagonista, Baby Doll, se enfrenta, armada con una katana y una pistola, a un trío de gigantescos demonios samuráis en el interior de un templo japonés medieval remite a los modernos hack'n slash como los Ninja Gaiden de nueva generación o, más acorde con la estética del film, Bayonetta; la siguiente secuencia, presenta a Baby Doll y sus compañeras combatiendo en unas trincheras en plena Segunda Guerra Mundial y luchando contra unos soldados atraviados con ropas oscuras de corte nazi y provistos de máscaras de gas, inspirados claramente en la trilogía Killzone; cuando el grupo de chicas guerreras se acercan, a bordo de su avión de combate, a un castillo en cuyo patio está luchando una horda de criaturas parecidas a orcos, la perspectiva cenital los asemeja a las piezas colocadas en un tablero de un juego de estrategia de fantasía heróica (o, rizando el rizo metanlingüístico, un vídeo-juego basado en las películas de El Señor de los Anillos).

De esta forma, Sucker Punch toma forma a través de una mecánica estructura a base de niveles, en el que los escenarios se van sucediendo como episodios independientes y autoconclusivos. Pero si Snyder ha sabido reconocer cual es su público objetivo, parece haberlo infravalorado: en su obsesión por fabricar sus propias cinemáticas, Snyder diluye el componente dramático para levantar un espectáculo que se sostiene sobre su propia condición espectacular sin darse cuenta de que este tipo de imágenes no son nuevas y, de hecho, son las habituales dentro de un vídeo-juego. Demonios, mechas, dragones, zombies-nazi, samuráis, robots y, sobre todo, muchas luces y mucho ruido son los ingredientes de un espectáculo tan previsible y redundante que acaba resultando fastidioso.

Pero lo peor de Sucker Punch no es la vacuidad de sus aparentes imágines, sino el no haber apostado por el puro delirio o vender su alma al ruido y la furia (como sí hacia el Transformers de Michael Bay, que hacía del caos su motor y mensaje), y es que esta oda a la pantalla verde no carece de pretensiones: Sucker Punch presenta una estructura a base de cajas chinas introspectivas, proponiendo una reflexión acerca de la necesidad de la imaginación como desorbitada fuga mental para superar los percances de la gris y dura realidad. Atrapada dentro de un prostíbulo de lujo, la protagonista superará las difíciles pruebas a las que es sometida, teniendo que realizar insinuantes bailes para sus clientes, sublimándolas a través de su mente y convirtiendo a los vídeo-juegos en las herramientas con las que filtrar nuestra existencia, un espacio en el que podemos convertirnos en héroes, en el que podemos ganar. Todo ello, como último destello de una mente trastornada antes de ser apagada definitivamente.

Con todo, hemos de reconocer que Zack Snyder es honesto, haciendo visible sus cartas desde el inicio del film, el cual arranca dentro, literalmente, de un escenario teatral, advirtiéndonos del carácter representativo, ficticio, de todo lo que vamos a ver. El prólogo, en el que se nos cuenta la traumática experiencia por la cual Baby Doll será encerrada en un oscuro y sórdido manicomio, ya nos avisa de las intenciones del director: planteado como un manierista vídeo-clip de ensimismado esteticismo, la dureza de los dramáticos hechos que nos cuenta desaparece en favor de la belleza de las imágenes. En suma, Sucker Punch acaba siendo tan impresionante y tan aburrida como ver completo el walkthrough de un vídeo-juego en You Tube. Eso sí, Zack Snyder puede enorgullecerse de haber realizado la obra cumbre del No-Cine.