domingo, 3 de febrero de 2013

La pianista


(La pianiste)
Austria/Francia/Alemania, 2001. 131m. C.
D.: Michael Haneke P.: Veit Heiduschka G.: Michael Haneke, basado en la novela de Elfriede Jelinek I.: Isabelle Huppert, Annie Giradot, Benoît Magimel, Susanne Lothar




En uno de los momentos de La pianista, la protagonista, Erika, una prestigiosa profesora de piano especializada en Schubert, acude a un recital privado junto a su madre. Tras terminar su participación, y tras recibir los calurosos aplausos de los oyentes, conversa con el joven Walter, miembro de la familia que ha organizado el evento y a su vez un talentoso pianista, a pesar de no ser esta su principal vocación. En medio de la breve charla, Walter comenta que es una lástima que este tipo de reuniones musicales se hayan perdido. En sus palabras se intuye un reproche a una sociedad que ha ido descuidando su alimento espiritual, sustituido por una voracidad material (como indica, no sin cierta petulancia, la anfitriona). Por tanto, esa reunión social con poso artístico adquiere, así, una postura elitista, como salvaguardianes de una altura intelectual y, por qué no, moral, que de manera lenta pero irreversible, se está perdiendo.

No deja de resultar curiosa esta información teniendo en cuenta que en el film nunca salimos de ese aparente reducido universo, como si estuviera encerrado dentro de una campana de cristal aislado del resto del mundo. Como si este ni siquiera existiera. Conservatorios de música, clases privadas de piano, padres que se apoyan en la explotación del talento artístico de sus hijos de cara a mitigar sus defectos personales, conciertos de música clásica y, por supuesto, recitales privados. Éstos son los márgenes que limitan el campo de acción de La pianista y que se corresponde al objeto de estudio de la filmografía de su director, el austriaco Michael Haneke: la disección implacable de esa burguesía de clase alta, aficionada al arte y relacionada, de manera más o menos profesional, con la cultura y cuyo alarde, y ostentación, de intelectualidad no es más que una pantalla de humo con la que esconder sus miserias personales y morales.

Y Erika, que duda cabe, pertenece a ese estrato social como parece querer subrayar en todo momento su presencia y su actitud: vestida con ropas discretas de tonalidades apagadas, cuando no directamente oscuras; enfundando siempre sus manos en sus guantes de cuero cuando sale al exterior, como si quiera evitar entrar el contacto con ese entorno degradado que la rodea (tras chocar con un paseante mientras recorre un centro comercial, Erika no puede evitar pasar su mano continuamente por su hombro, como si quisiera limpiar la mancha que le ha dejado ese inoportuno contacto). La personalidad de la pianista es sumamente fría y distanciada, un témpano de hielo dispuesta a increpar cruelmente a sus alumnos por sus fallos y a recibir los halagos con desdén.

Pero ya desde la primera escena del film, Haneke nos informa de que detrás de esa apariencia rígida y de perfil duramente conservador se esconde una pulsión turbia: es de noche y Erika llega a su casa. Antes de poder entrar en su habitación, su madre sale a recibirla visiblemente molesta y echándole en cara que llegue tan tarde a casa. La escena resulta desconcertante, pues Erika ya es una mujer adulta que tiene casi 50 años, pero seguidamente entra en el terreno de lo perturbador cuando la madre registra el bolso de su hija, descubriendo una blusa que ésta ha comprado. Ambas acaban llegando a las manos, rompiendo la blusa, hecho por el cual Erika tira de los pelos salvajemente a su madre. El final de la escena no hace sino subrayar su atmósfera opresiva al comprobar que Erika y la madre duermen juntas en la misma cama.

En La pianista Michael Haneke retrata las patologías sexuales (y sentimentales) producidas por un entorno represivo, así como la comunión entre una profundidad espiritual mediante el arte y los oscuros pensamientos que pueden acompañarla. Para ello, se apoya en la utilización de piezas clásicas a piano para contrastar con mayor hondura los erráticos comportamientos de su protagonista: destaquemos la utilización del bellísimo "Piano Trio in E flat, D.929, Andante con moto" de Franz Peter Schubert para ilustrar a Erika dirigiéndose a un sex shop, en el cual, ante la sorprendida mirada de sus clientes masculinos, cambia monedas por fichas, espera (im)pacientemente ante una cabina y, en cuanto queda libre entra, eligiendo  un vídeo pornográfico, el cual observa mientras huele un kleenex usado dejado por el cliente anterior.

El director de Funny Games hace gala de su habitual mirada distanciada y de su pulso clínico a la hora de seguir y mostrar estas acciones, utilizando el plano secuencia para medir la graduación de lo inaceptable, de lo horroroso, en un entorno aséptico y controlado. Esa frialdad expositiva le permite anular el componente provocativo de lo mostrado sin renegar de su fuerza trangresora, sumamente incómoda. Y para ello, encuentra un perfecto complemento en la desgarrada interpretación de Isabelle Huppert. Resulta injusto, si no imposible, hablar de esta película sin hacer mención al colosal trabajo de la actriz francesa, capaz de mantener una postura hierática e impenetrable a la vez que transmitir una escalofriante fragilidad. Atento a ello, la puesta en escena de Haneke hace un notable uso del primer plano, con el rostro de su actriz/personaje convertido en una esfinge apartada de un mundo que le atrae y le repele a la vez, deseosa de sumergirse en él, a la vez que le repugna profundamente.

Porque, ¿qué es lo que busca Erika en su descenso en espiral hacia el núcleo del sadomasoquismo? ¿Es un intento de autohumillación, de represión de su volcán interior a través de la dura disciplina del castigo corporal? ¿O es el único medio de lograr sentir algo, a través de un cúmulo de sensaciones límites, convirtiendo el dolor en el reverso del placer sexual? En un momento de su turbulenta relación con Walter le espeta que ella no tiene sentimientos y que si los tuviera, no dejaría que se impusieran a su intelecto. Ahí radica, quizás, la contradicción de tan esquivo personaje: la única manera de superar la repulsión que siente por unos instintos que considera nocivos es a través de la ritualización -esto es, la intelec-tualización- de la humillación. Así, en vez de dejarse arrastrar por sus pasiones, Erika le entrega una carta a Walter donde le describe exhaustivamente el vejatorio trato que él, como maestro, tiene que darle a ella, su esclava. En la que sin duda es la escena más popular de la película, aquella en que Erika se mutila el clítoris con una cuchilla de afeitar, lo terrible no es el acto en sí, sino lo mecánico de su planteamiento (con la cuchilla envuelta en un papel), nudo (la manera de colocar y sostener un pequeño espejo de mano entre las piernas) y desenlace (la colocación de una compresa para detener la hemorragia, la limpieza de la bañera, la manera en la cual la sangre mezclada con el agua se escurre por el sumidero) del mismo.

La pianista, en el atento seguimiento de su protagonista, acaba convirtiéndose en un título tan esquivo como ésta en su afán por radiografiar sus abisales comportamientos filtrados por una mirada geométrica. Finalicemos estas líneas echando mano a dos imágenes antitéticas pero complementarias: Erika avanzando torpemente a través de una pista de hielo y, hacia el final del metraje, tapándose su magullada nariz, mientras la sangre le recorre el brazo y salpica su blusa blanca. Una metáfora del gélido yermo emocional por el que transita la protagonista en contraposición con el fulgente dolor del maltrato físico que componen una rima asonante que delimita el recorrido de Erika hacia la más absoluta desolación existencial.


2 comentarios:

dora dijo...

yo estoy leyendo esa novela justo, la leo un poquito cada noche antes de acostarme y voy por la mitad

José M. García dijo...

No se si "La pianista" es una novela adecuada para leer entes de dormir, a riesgo de perturbar profundamente el sueño. No he podido leerla para compararla con el film de Haneke, pero espero poder hacerlo algún día.

Un saludo.