martes, 26 de junio de 2012

Joe, el implacable

(Navajo Joe)
Italia/España, 1966. 93m. C.
D.: Sergio Corbucci P.: Luigi Carpentieri & Ermanno Donati G.: Fernando Di Leo & Piero Regnoli, basado en una idea de Ugo Pirro I.: Burt Reynolds, Aldo Sambrell, Nicoletta Machiavelli, Fernando Rey

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Es posible que, hoy en día, Joe, el implacable sea más conocida por la utilización de algunos temas de la extraordinaria banda sonora compuesta por Ennio Morricone (1) por parte de Quentin Tarantino para su Kill Bill Vol.2 (2), que por su posición dentro del spaghetti-western de los 60 o de la propia obra del especialista Sergio Corbucci. Lo cual resulta un detalle no carente de importancia, especialmente a la hora de disfrutar de ella ahora, tras haber visionado antes la conclusión de la sangrienta venganza de Beatrix Kiddo. La utilización por parte del director de Reservoir Dogs ya no sólo de canciones específicamente compuestas para películas concretas, sino de temas de su score, ¿no resulta, en cierto modo, una actitud tan tramposa como injusta?

Tramposa por apropiarse y aprovecharse de la excelencia de unas composiciones para adornar sus propias secuencias, haciendo que éstas adquieran una fuerza que, posiblemente, no tuvieran por sí solas (recordemos, para el caso que nos ocupa, de la utilización de las pistas de la banda sonora de Morricone "A Silhoutte of Doom" para el inicio de Kill Bill Vol.2 y el enfrentamiento entre Beatrix y Elle Driver, y de "The Demise of Barbara and the Return of Joe" para la muerte de Bill). Y decimos injusto porque, en esa apropiación viene implícita una sustitución. Tarantino, que no tiene un pelo de tonto, rescata temas olvidados o poco conocidos por el público en general (está claro que de su admirado Morricone nunca echará mano de temas tan populares como el main theme de El bueno, el feo y el malo prefiriendo utilizar una pista menos célebre como es "Il tramonto"), haciéndolos suyos. De esta manera, en el momento en el que un espectador visiona Joe, el implacable, los temas ya comentados nos recuerdan inevitablemente a Kill Bill Vol.2 hasta el punto de que estaríamos dispuestos a jurar que en el film de Tarantino quedaban mejor encajados.

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Durante los primeros minutos de Joe, el implacable, Corbucci se centra en reflejarnos las violentas actitudes de la banda liderada por Mervyn "Vee" Duncan. Unas actitudes que quedan perfectamente claras en la primera escena, en la cual, de manera cobarde, Duncan mata a una joven india solitaria, sólo para poder cortar su cabellera y poder venderla por un dólar. Con la llegada de los bandidos a un pequeño pueblo y, posteriormente, el asalto a un tren que guarda un suculento botín de 500.000 dólares, demostrarán que su agresividad no se limita a los indios sino que están dispuestos a matar a todo aquel que se interponga en su camino con tal de ganar dinero, ya sea ancianos, mujeres o, incluso, recién nacidos. Este brutal retrato no sirve sólo para definir a Duncan y sus esbirros, sino que funciona como contraste con el protagonista que da su nombre al film, el navajo Joe.

La primera aparición de Joe representa perfectamente la idiosincrasia del personaje. A lomos de su caballo blanco, observando a sus enemigos desde lo alto de una montaña. Cuando Duncan manda a dos de su hombres para capturarle, éstos no encuentran a nadie. Joe conseguirá acabar con ellos sin casi ser visto y con sus propias manos, al contrario que Duncan y los suyos que siempre hacen uso de sus armas de fuego. Los agresivos gritos que Morricone utiliza en su partitura subraya el componente mítico del protagonista quien, incluso, se refugiará en un campamento indio adornado con las calaveras de sus ancestros. Así, Joe representa la fuerza y la pureza de ese territorio desértico y hostil, en comparación con los "civilizados" hombres de la ciudad. Cuando Joe pide a los habitantes de una ciudad a la que se ofrece defender de Duncan que le nombren sheriff y estos se niegan por no considerarle americano, Joe le pregunta al actual comisario de donde son sus antepasados. Cuando este le responde que vienen de Escocia, Joe le replica que su padre, sus abuelos y toda su tribu nació en las montañas y, por tanto, es más americano que él.

En este choque entre vida salvaje y vida civilizada no es casualidad que en el momento en el que Joe se enfrenta a Duncan en la calle mayor de la ciudad el primero sea capturado al intentar salvar a una mujer india que Duncan ha cogido como rehén (es decir, por un acto civilizado de arriesgar su vida por la de otra persona), mientras que la lucha final tiene lugar en medio de las montañas, el territorio natural de Joe, donde se mueve con naturalidad siendo muy superior a sus adversarios. Corbucci refleja muy bien la fuerza telúrica de ese territorio con un movimiento de cámara que nos muestra a Duncan y sus hombre empequeñecidos por las ciclópeas montañas. Igualmente, cuando Joe sea capturado, se encontrará con la indiferencia de la gente a la que intentaba salvar, demasiado cobardes para mover un dedo por él, en cambio, será ayudado por una mujer india y un proxeneta y sus prostitutas. Figuras apartadas de la sociedad, tan desarraigadas como el propio Joe.

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Joe, el implacable no destaca precisamente por su originalidad, haciendo uso a lo largo de su ajustado metraje de varios de los lugares comunes propios del subgénero: la figura solitaria de su protagonista, salido de la nada, de pasado misterioso y futuro incierto; el mercenario tan violento como honesto que intenta proteger él solo a todo un pueblo; la venganza como motor de los movimientos de Joe; el héroe capturado y torturado por sus enemigos. Pero, por paradójico que pueda sonar, el paso del tiempo ha jugado a favor de estos tópicos, revistiendolos de cierta frescura, especialmente desde el momento en el que se ha intentado emular el estilo de los spaghetti-westerns a través de una serie de productos que, al intentar mimetizar sus estilemas daban como resultado una serie de títulos tan cerebrales como de honda vocación postmoderna.

Por contra, Joe, el implacable hace gala de una visión descarnadamente nihilista de la violencia, presentada como una especie de fuerza de orden natural que marca el destino de todos aquellos que se mueven en el centro de su espiral. Nadie parece poder escapar de ella: ni aquellos que viven a su amparo (Duncan y sus esbirros; el propio Joe) o los que viven bajo su influencia (los pasajeros que viajan en el tren asaltado por Duncan; el sacerdote del pueblo que guarda el dinero). De igual manera, aquellos que hacen de la supervivencia su estilo de vida son marcados por la violencia, la cual les atrapa desde el pasado y sentencia su futuro, como un camino de una sola dirección del que nunca se puede escapar.

Sergio Corbucci transmite muy bien esta idea a través de la fisicidad de su puesta en escena: los primeros planos que marcan el sudor que recorre los rostros de los personajes; los encuadres en scope que recorren los agrestes y hostiles escenarios desérticos, coronados por las gigantescas y afiladas montañas que parecen arañar el impecable cielo azulado; el polvo que cubre las solitarias calles de las ciudades, síntoma de la desolación e indefensión que sufren sus habitantes. Joe, el implacable supone, por tanto, tanto un notable relato de venganza como el implacable retrato de unos tiempos marcados por la barbarie.
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(1) Destacar como curiosidad que en la versión americana de Joe, el implacable el popular compositor italiano aparece acreditado con el nombre de Leo Nichols.
(2) La banda sonora no es el único elemento de Joe, el implacable utilizado por Tarantino: el momento en el que Joe graba con su cuchillo en la frente de uno de sus enemigos el símbolo que servía de collar de su mujer posiblemente fuese el germen de una idea parecida de Malditos bastardos: Aldo Raine y sus hombres marcando a cuchillo la esvástica en la frente de los nazis que caen en sus manos.

sábado, 23 de junio de 2012

La tarántula del vientre negro

(La tarantola dal ventre nero)
Italia/Francia, 1971. 98m. C.
D.: Paolo Cavara P.: Marcello Danon G.: Lucile Laks, basado en una idea de Marcello Danon I.: Giancarlo Gianini, Claudine Auger, Barbara Bouchet, Rossella Falk

Un sensual tema de Ennio Morricone sirve para abrir La tarántula del vientre negro acompañando una escena que sirve de declaración de principios de lo que nos va a ofrecer este título clásico del giallo. En ella, vemos como la hermosa Maria Zani disfruta de un no menos sensual masaje que un masajista ciego le da en su cuerpo desnudo. Pero el primer plano del film nos coloca al otro lado de los cristales que separan la sala, potenciando así nuestra posición como ávidos voyeurs. Una sensación subrayada por los movimientos de cámara que recorren el turgente cuerpo de Maria. Lejos de la frialdad expositiva de la fundamental El pájaro de las plumas de cristal, La tarántula del vientre negro apuesta por la calidez de la carne. Pero hay que tener una serie de detalles en cuenta. El primero, que el masajista ciego, tal como sabremos más adelante, no es tal: en un giallo, nada es lo que parece. Y el segundo, y más importante de cara a las intenciones de la película, el juego del despiste al que se juega con la lúbrica mirada del espectador. Qué duda cabe que la relación Eros y Tánatos resulta fundamental a la hora de resumir los estilemas clave del giallo. Pero, aunque en un principio, a través de la escena descrita, pareciera que el film de Paolo Cavara apuesta por lo primero, no llega a hacerlo del todo, evitando la exposición clara de la desnudez a favor de un visto-y-no-visto, convirtiendo a La tarántula del vientre negro en un film indefinido.

Y esto es importante porque también se puede decir lo mismo de los elementos más puramente giallo. La idea de convertir al protagonista en un policía, el inspector Tellini, le permite a Cavara enfatizar los elementos policíacos por encima de los más directamente terrorífico-sangrientos. Así, se sirve de estos para rellenar los múltiples huecos narrativos entre los crímenes, divagando con una investigación sobre narcóticos y chantajes sexuales que si bien en un principio parecen relacionados con los asesinatos, finalmente serán dejados de lado evidenciando su condición de relleno. Más interesantes resultan las escenas familiares de Tellari junto a su esposa, que ayudan a definir al personaje, mostrándole como una persona sensible, lejos de la imagen dura del investigador prototípico (incluso será humillado por el asesino, al enviar éste una grabación a la jefatura donde trabaja Tellari que le muestra haciendo el amor con su mujer). La primera vez que le vemos llegar a casa tras el primer asesinato, le dice a su esposa que no sirve para ese tipo de trabajo, todavía impactado por la imagen del cuerpo de Maria Zani, completamente desnuda, abierta en canal. De esta manera, las escenas situadas en el hogar de los Tellari adquieren un tono acogedor, de seguridad, que contrasta con la hostilidad del exterior y que, inevitablemente, irá siendo vulnerado por la presencia del misterioso asesino.

La tarántula del vientre negro combina lugares comunes propios de los gialli (la delectación con la que la cámara recorre el hogar del asesino, siempre en penumbra, mientras éste se prepara para salir a matar, dándole al conjunto un tono ritual; la indumentaria del asesino, con gabardina y sombrero negros; obviamente, el objetivo de éste, mujeres siempre solitarias, inevitablemente hermosas y en mayor o menor grado de desnudez) con algunas ideas originales (la sustitución de los habituales guantes de piel negros por unos de goma que aportan una atmósfera extraña a las primeras apariciones, dando la impresión que son las manos de un muñeco... o un maniquí, otro icono del subgénero transalpino). Los asesinatos resultan reveladores de lo expuesto: a medida que progresa el metraje, la importancia de éstos va disminuyendo en un proceso de involución gráfica. El más logrado será el primero, tanto en su preparación (los planos de Maria recorriendo la casa vacía, inundada por la oscuridad, mientras la sombra del asesino se funde con la noche, todo ello ilustrado por la extraña y atonal composición de Morricone) como en su exposición (el plano detalle que nos muestra el cuchillo recorriendo el vientre de la desdichada joven, con la sangre manando a borbotones de la herida). A partir de aquí, y a medida que se suceden los crímenes, éstos irán resultando menos explícitos (el segundo, sito en una peletería, se entretiene en el acoso a la víctima, aunque el momento culminante sucederá fuera de plano. Con todo, destaca por la huida de la joven acosada a través de un laberinto de maniquíes) hasta llegar a echar mano de un recurso tan poco habitual en el género como es la elipsis.

A pesar de lo dicho, La tarántula del vientre negro no reniega de detalles tan característicos del giallo como es el sadismo (en el mencionado asesinato de la peletera, ésta agarra el filo del cuchillo cuando están a punto de apuñalarla, cortándose así la palma y llenándolo de sangre; la caída de uno de los sospechosos desde un tejado, golpeándose en la caída contra las paredes del edificio) o la explicación final de la patología del asesino (algo matizada por el desinterés de Tellari por ésta). Con todo, Cavara parece querer compensar la falta de agresividad visual de los asesinatos por el espeluznante concepto del que parten: un entomólogo le explica a Tellari que el asesino imita la técnica de la avispa en sus enfrentamientos con su enemiga la tarántula negra, paralizando a sus víctimas utilizando una afilada aguja de acupuntura, pudiendo destriparlas sin que éstas puedan hacer nada, pero siendo en todo momento conscientes de lo que está sucediendo. Una idea que subraya el terrible sufrimiento de las mujeres asesinadas, espantosamente contrastado por su inmovilidad, como si fueran estatuas construidas para sentir dolor.

Lejos de la estilización de Dario Argento o de la irreal paleta cromática de Mario Bava, el sello de estilo de Paolo Cavara es el uso indiscriminado del zoom y del reencuadre, rematando con ellos cada escena y, casi, cada plano. Aun así, no carece su trabajo en La tarántula del vientre negro de algunos buenos momentos (la poderosa imagen que nos muestra a la peletera abrazando a un maniquí de color blanco, empapándolo con su sangre) y una notable escena que surge, irónicamente, de una deficiente planificación: Tellari está a punto de ser decapitado por los hierros que transporta un camión cuando, al dar marcha atrás, éstos atraviesan el parabrisas de su coche -en una escena que recuerda a una parecida de El cuarto hombre, de Paul Verhoeven-. Un momento que, debido a los rápidos zooms y al torpe montaje rápido, carece de la tensión y espectacularidad necesarias pero que, por contra, adquiere una naturalidad que subraya el continuo peligro al que está sometido el protagonista, pudiendo ser el blanco del asesino en cualquier momento y en cualquier lugar.

domingo, 17 de junio de 2012

Jennifer's Body

(Jennifer's Body)
USA, 2009. 107m. C.
D.: Karyn Kusama P.: Daniel Dubiecki, Mason Novick & Jason Reitman G.: Diablo Cody I.: Megan Fox, Amanda Seyfried, Johnny Simmons, Adam Brody

Esa oda al caos y al ruido que supuso el primer Transformers no sólo sirvió para demostrarnos que el cine es un ente orgánico y vivo cuyo valor estaba por encima del talento de quienes le daban vida, sino que sirvió de carta de presentación de la joven Megan Fox de cara al gran público. La imagen con la que Michael Bay inmortalizaba dicha presentación (el esbelto cuerpo de la actriz de Tennessee flanqueado por la capota abierta de un coche) evidenciaba la sensibilidad camioneril del director de La roca. La celebridad de Megan Fox no viene dada por esa virginal belleza tan propia de la vecinita de al lado (y, por tanto, eficaz actualización de la figura de la princesa en apuros presta a ser rescatada de todo tipo de peligros por el héroe –masculino, of course- de turno), sino que su densa melena oscura, su exótica mirada rasgada y la carnosidad de unos labios tan prestos para el placentero beso como para el doloroso mordisco exudaban la sudorosa e intensa sexualidad de una amazona salida de un taller mecánico.

Es por ello que su presencia en Jennifer’s Body no supone una mera explotación de la reciente fama adquirida ni una pasarela donde lucir su espectacular físico,sino que se trata de un elemento clave en el sentido que encierra la película. No es casualidad que una de las primeras apariciones de su personaje, la estudiante Jennifer que da título al film, sea enfundada en un pizpireto traje de animadora. Jennifer’s Body no reniega de los lugares comunes del cine de terror adolescente –el baile de fin de curso, los conciertos como medio de conseguir un polvo fácil, el cuerpo adolescente como medio de explotación de la degradación de la carne-, sino que los filtra a través de la mirada subjetiva de su protagonista: Anita, a quienes sus amigos llaman Needy, amiga de la infancia de Jennifer, quien representa el poco agraciado papel del patito feo: con su melena desarreglada, la apagada tonalidad de la ropa que viste y sus gafas, su presencia parece calculada para resaltar la de Jennifer.

Los planos en cámara lenta que remarcan los contoneos de Jennifer por el pasillo del instituto, con sus ajustados pantalones vaqueros y sus camisetas prietas que dejan descubierto su ombligo, hacen que ésta resplandezca por encima del gris entorno por el que se mueve, resaltando la turgente carnalidad de sus movimientos. No es extraño, por tanto, que el primer asesinato que presenciamos se lleve a cabo en plena naturaleza, con Jennifer y su víctima –el capitán del equipo de fútbol- siendo observados atentamente por la fauna local. El plano general en picado que muestra a Jennifer nadando desnuda en el lago –un pequeño punto en movimiento en medio de la grandiosidad del entorno natural- la convierte en una tan deseable como peligrosa fuerza atávica, en contraposición a la civilizada y modesta Needy.

El inteligente guión de Diablo Cody radiografía con mirada irónica pero no carente de cierta complicidad un universo teenager basado en la inmediatez de lo virtual: la frase de una de las alumnas del instituto –“tiene que ser verdad, porque lo pone la wikipedia”- evidencia la inmaterialidad en la que viven los personajes, un contexto en el cual la agresividad sexual de Jennifer la convierten en una sanguinaria y caníbal súcubo a ojos de su amiga:comparemos la torpe inseguridad con la que Needy hace el amor con su novio Chip con el festín carnal que Jennifer se da con un joven gótico.

La primera frase que se oye en la película supone un resumen del mensaje de esta: la adolescencia (femenina) es un infierno que surge tanto de los otros como de del interior de uno mismo. Así, las dudas y los conflictos de identidad de Needy (Jennifer pone en evidencia el oculto impulso lésbico de su amiga) son canalizados a través de una irrisoria escapada a la sección de ocultismo de la biblioteca del instituto, con la cual transformar la promiscuidad de Jennifer (quien está dispuesta incluso a robarle el novio) en un film de terror sobrenatural. Las primeras y últimas imágenes de Jennifer's Body (que tienen lugar en una cárcel de menores) resultan reveladoras: las hormonas de la adolescencia suponen una puerta abierta hacia la locura.

domingo, 10 de junio de 2012

Planet Terror

(Planet Terror)
USA, 2007. 105m. C.
D.: Robert Rodriguez P.: Elizabeth Avellán, Robert Rodriguez & Quentin Tarantino G.: Robert Rodriguez I.: Rose McGowan, Freddy Rodriguez, Josh Brolin, Marley Shelton

Resulta complicado acercarse a un film como Planet Terror conociendo su condición de apéndice escindido -podríamos decir que extirpado de manera violenta y antinatura- de un cuerpo cuya característica bicéfala consistía la razón de su ser. Recordemos que originalmente lo que podríamos denominar como el proyecto "Grindhouse" suponía un largometraje de más de tres horas de duración compuesto por dos películas independientes (la que nos ocupa firmada por Robert Rodriguez, más Death Proof, dirigida por Quentin Tarantino), acompañadas de una serie de trailers falsos (dirigidos por Rob Zombie -Werewolf Women on the SS-, Eli Roth -Thanksgiving-, Edgar Wright -Don't- y el propio Rodriguez -Machete-.), y cuyo fracaso comercial en el circuito norteamericano llevó a los hermanos Wenstein (productores del invento) a dividirlo en dos partes (en dos películas) para su explotación europea.

Por tanto, no es exagerado asegurar que Planet Terror nos llega falseada (como aseguraba Antonio José Navarro en su crítica publicada en las páginas de la revista Dirigido por), desvirtuada, sin que podamos medir su funcionamiento no como producto independiente, sino dentro de un contexto concreto. Porque esa es la clave del proyecto "Grindhouse", no tanto el emular un tipo de cine en concreto (y ya en desuso), sino en reproducir (rescatar) lo que le rodea, la experiencia por encima del conocimiento. "Grindhouse" se nos aparece, así, como una particular máquina del tiempo de motor emocional y de armazón romántico cuyo objetivo es trasladar al espectador a un momento, a un espacio, que sólo pervive en la memoria de sus artífices. Romanticismo que choca de frente con el doloroso pragmatismo de una industria (1) y de un público alejados de ese espacio emocional (en los primeros pases de "Grindhouse" en Estados Unidos, una parte del público abandonaba la sala al aparecer los créditos finales de Planet Terror, desconocedores de que la sesión continuaba). En la distancia que separa al emisor y al receptor, el mensaje, el significado, se pierde a través de una brecha generacional.

Es posible, a raíz de lo expuesto, que ese contexto perdido sea el componente aglutinador del que carece Planet Terror por sí misma. Tomando la forma de una película de zombies (un poco antes de que estallara la zombimanía -algo falsa, si se me permite decirlo- en la que nos vemos sumergidos en la actualidad), pero adornándola con una atmósfera, unos personajes e, incluso, una música heredadas del cine de John Carpenter (lo que no deja de resultar chocante, pues la elegancia y cuidado estético del que hace gala el director de La cosa puede considerarse en las antípodas de la dejadez y desidia del cine exploitation), Planet Terror no oculta el catálogo de referencias que compone su metraje, tanto a títulos concretos (Virus, de Antonio Margheritti, o el Demons, de Lamberto Bava), cineastas fetiche (Lucio Fulci en particular: la estaca en el ojo del soldado interpretado por el propio Tarantino o las escenas del hospital que recuerdan a El Más allá) o a la propia carrera de los creadores de este "Grindhouse".

Y ahí es donde podemos localizar el defecto de base de una propuesta tan a priori atractiva como es Planet Terror, en los guiños a la propia obra de Rodriguez, especialmente la más divertida Abierto hasta el amanecer (los títulos de crédito, con el baile de Rose McGowan en una barra americana, reminiscente del de Salma Hayek), o al universo compartido con Tarantino (la aparición del oficial de policía Earl McGraw, presentado en Abierto en el amanecer, y que repetiría en Kill Bill Vo.1 y en Death Proof; la marca de cigarrillos que compra El Wray, la misma que Butch en Pulp Fiction). El plano detalle que nos muestra la marca de ese paquete de cigarrillos denota la existencia de una mirada, de una personalidad cinematográfica consciente, una idea que contradice la misma esencia del producto que se quiere conseguir, un tipo de cine sacado adelante no tanto por artesanos como por mercenarios de género.

Planet Terror resulta un producto demasiado complejo -o, mejor dicho, complicado- con su extensa galería de personajes, con el cuidado para trazar las líneas que los une, de, en definitiva, confeccionar un trabajo sólido y coherente. Es por ello que el resultado final acaba siendo menos gamberro y desprejuiciado de lo que da a entender en un principio, como si Robert Rodriguez no se atreviera a desaparecer detrás de las imágenes -y, por tanto, a perder su firma-, dejándolas volar libre, a su antojo (que es cuando el film funciona: la exageradas y regocijantes explosiones ultragore; el burdo erotismo -de raíz camioneril- del baile con el que se nos presenta a Cherry Darling; la sensualidad de corte fetichista que exuda la metralleta que sustituye su pierna cortada). El relegar para el final la conversión de su protagonista en un arma viviente, tan sexy como mortífera, marca la distancia entre un título tan calculado como es Planet Terror de una propuesta realmente bizarre y extreme como es la nipona The Machine Girl. Finalmente, en la ironía implícita en la creación de un celuloide raído y estropeado, a punto de romperse, por obra de las modernas técnicas digitales podemos hallar la clave de la superficialidad con la que Planet Terror mira al cine exploitation, con miedo a mancharse las manos.
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 (1) No es una casualidad que, de los cuatro fake trailers iniciales, sólo uno haya sobrevivido en las copias europeas de "Grindhouse", Machete, situado al comienzo de Planet Terror y precisamente el único que dio lugar a un largometraje real, dirigido por el propio Robert Rodriguez.

domingo, 3 de junio de 2012

Sacrificio

(Offret)
Suecia/UK/Francia, 1986. 142m. C.
D.: Andrei Tarkovski P.: Anna-Lena Wibom G.: Andrei Tarkovski I.: Erland Josephson, Susan Fleetwood, Allan Edwall, Guorún Gísladóttir

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Los títulos de crédito de Sacrificio se superponen a un detalle de la pintura Adoración de los magos, una de las primeras grandes obras de Leonardo da Vinci, en el que se nos muestra al niño Jesús, sujetado por los brazos de la Virgen María, tocando con sus pequeñas manos uno de los presentes entregados por los tres Reyes Magos. Como acompañamiento sonoro de esta secuencia se escucha el bello Matthäus-Passion: Erbarme Dich, compuesto por Johann Sebastian Bach. Por tanto, podemos afirmar que los genéricos de Sacrificio presentan una cualidad netamente artística. Pero, cuando dejan de desfilar los créditos y la cámara empieza a moverse, recorriendo el cuadro en vertical, mostrando el árbol que se levanta por encima de los adoradores del Mesías recién nacido, la música se desvanece, siendo sustituida por el sonido ambiente de una costa pedregosa: el ruido de las gaviotas, las olas rompiendo contra la orilla rocosa, el viento meciendo la hierba. Ese movimiento de cámara nos transporta de un territorio puramente artístico a uno más inconcreto en el que el arte (la pintura expuesta) y la realidad (el sonido naturalista) se funden formando un único elemento.

La primera imagen de la película ahonda en esta idea. Un plano general que muestra al protagonista, el profesor universitario Alexander, plantando un árbol estéril con la ayuda de su hijo de corta edad. El sonido que se escucha es el mismo que acompañaba la pintura, por tanto, inicialmente, pudiera pensarse que lo que ha pretendido Tarkovski es un enlace entre el arte y la realidad, pero enseguida comprobamos que no es así. Los lentos y ceremoniosos movimientos de cámara que siguen a los personajes en sus movimientos son análogos al que recorría el cuadro de Da Vinci: las diferencias entre el arte y la realidad, entre lo artificioso y lo naturalista, se rompe desde los primeros minutos de esta obra maestra en la cual Tarkovski despliega su penetrante mirada poética para alcanzar un poderoso, tan arrollador en su fuerza como liviano en su humilde presentación, estilo trascendental. Los planos secuencia que dan forma a este estilo toman la forma de composiciones pictóricas en movimiento, en las que el tiempo se comprime y los movimientos de los personajes se aletargan.

Pero el cuadro de Da Vinci no sirve sólo como presentación de una idea al principio de la película, sino que aparecerá materialmente integrado en la acción. Cuando el cartero Otto se topa con este cuadro en la casa de Alexander, colgado en una desnuda pared blanca y protegido tras un cristal, éste confiesa que le produce escalofríos entre otras cosas porque hay algo oculto que parece esconderse en él. En la tenue distancia entre la pintura y el cristal que la protege parece hallarse la fractura que sesga la realidad en la que se mueven los personajes. Así, a lo largo del metraje de Sacrificio encontramos varios motivos que apuntan a una cierta artificiosidad instalada en los pliegues de la cotidianidad: la estudiada teatralidad de las escenas que acontecen en el interior de la estancia de la casa de Alexander; el pasado como actor teatral del propio Alexander; el pasado como profesor de historia del cartero Otto así como su tendencia a filosofar; el mapa europeo del siglo XVII que Otto le regala a Alexander y que, según este, no representa en absoluto la realidad, de igual manera a que no lo hacen los mapas contemporáneos; la reproducción en miniatura de su casa que encuentra Alexander en medio del bosque.

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Durante las primeras secuencias de Sacrificio observamos a Alexander dando un paseo con su hijo por el bosque cercano a su casa. El niño ha sufrido una reciente operación de anginas, por lo cual no puede hablar así que, durante todo el itinerario, permanece en silencio escuchando a su padre. Un padre quien en sus largos monólogos da muestra de una actitud desencantada acerca de su vida en particular y de la especie humana en general. Una especie que no ha sido capaz de convivir en armonía con la naturaleza, sino que ha invadido el propio medio que necesitan para sobrevivir, sometiéndola bajo su fuerza. En un momento del paseo, y tras llegar a la conclusión de que, quizás, lo mejor hubiera sido que el ser humano no hubiera existido, Alexander se da cuenta de que su hijo ha desaparecido. Entonces, Tarkovski introduce un plano de hondo calado sugestivo: la imagen de una parte del bosque, con la brillante hierba verde mecida por el viento, rodeada de los gruesos y oscuros troncos de los árboles. En un principio, es inevitable pensar, al igual que lo hace Alexander, que el pequeño ha sido absorbido por la propia Naturaleza.

Más adelante, será la empleada de Alexander, Maria, la primera que rompa la cuarta pared mirando y hablando directamente a la cámara, dirigiéndose ya no al resto de los personajes, sino al propio equipo de rodaje y, más allá, a los mismos espectadores. Minutos más tarde, Alexander realizará lo propio, implorando a la fuerza que se agazapa más allá de la pantalla y ofreciéndole (ofreciéndonos) aquello que más le importa con objetivo de salvar a esa misma humanidad que poco antes exterminaba conceptualmente. Lo fantástico surge en Sacrificio no tanto a través de su argumento (la llegada del apocalipsis desde la perspectiva de una familia acomodada apartada del mundanal ruido) como de su forma. La puesta en escena de Tarkovski no busca el retratar el entorno, el mostrarlo, sino diseccionarlo, separar las capas que forman la realidad de cara a mostrar el motor oculto que la mueve. Así, con un movimiento de cámara podemos pasar de lo familiar, lo cotidiano, a lo desconocido, lo extraño.

Es por ello que lo sobrenatural se abre paso con naturalidad a través de las imágenes de Sacrificio. La historia de fantasmas que cuenta Otto, la llegada del fin del mundo o la propia Maria, quien es señalada como una bruja que tiene el poder para salvar a la humanidad. Que lo esotérico forme parte de la existencia de los protagonistas, sin que ni siquiera estos se den cuenta de ello, no deja de ser un apunte más del discurso de Tarkovski acerca de la multiplicidad de niveles que forman nuestra percepción de la realidad. Anotemos que serán Alexander y Maria los que miren directamente a la cámara, como si ambos hubieran dado un paso adelante en esa misma percepción, rasgando el velo que cubre la mirada del resto de sus congéneres. Un paso que tendrá que pagarse, que solicitará un tributo, un sacrificio, que quizás no sea lo que más queremos, sino lo que más necesitamos: la cordura.

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Estrenada siete meses antes de que su director muriera por causa del cáncer, es inevitable ver Sacrificio sin tener en cuenta dicho dato. Por tanto, resulta tentador intentar analizar, descubrir, este título como el testamento de Andrei Tarkovski, como coda final de su cine, pero también de su filosofía vital. Inevitable, tentador y posiblemente necesario. Porque, a pesar de su aparente discurso pesimista, Sacrificio ofrece en sus planos finales un rayo de esperanza, de optimismo, de cara al futuro del hombre. A la atmósfera mortuoria que acompaña al apocalipsis se contrapone la inocencia del futuro. Un futuro representado en la frágil figura de un niño pequeño (el hijo de Alexander) quien en su pureza logrará triunfar allí donde fracasa la oscuridad de los adultos.

Sacrificio finaliza enlazando con su principio. La cámara vuelve a partir de la imagen de un niño para realizar un movimiento ascendente, recorriendo el tronco de un árbol hasta terminar en su copa, mientras de fondo se escucha, de nuevo, el mismo tema de Bach. Pero esta vez no es una pintura, sino una imagen directamente extraída de la realidad. Aunque, ¿acaso importa? El cegador fundido en blanco con el que concluye la película nos confirma que el mensaje, la idea que promueve Sacrificio, no supone tanto la posible interrelación entre la realidad y la ficción, lo natural y el arte, como las complejidades de una existencia, ante la cual una posición pesimista resulta tan necesaria como imprescindible una actitud esperanzadora.

sábado, 2 de junio de 2012

Tenemos que hablar de Kevin

(We Need to Talk About Kevin)
UK/USA, 2011. 112m. C.
D.: Lynne Ramsay P.: Jennifer Fox, Luc Roeg & Robert Salerno G.: Lynne Ramsay & Rory Kinnear, basado en la novela de Lionel Shriver I.: Tilda Swinton, John C. Reilly, Ezra Miller, Ashley Gerasimovich

En el número de mayo de la revista Dirigido por, dentro del dossier dedicado al "Cine de terror moderno e inédito", con motivo de su reseña dedicada al film británico The Children, José María Latorre realiza un sucinto repaso a la figura de los niños asesinos dentro de la literatura. En esa lista, formada por nombres tan reputados como William Golding, Richard Hughes y J.G. Ballard (con un autoapunte a la obra del propio Latorre), perfectamente podría haber incluido el de la escritora norteamericana Lionel Shriver quien en su prestigiosa novela Tenemos que hablar de Kevin recoge el fantasma de Columbine para realizar un brutal retrato de la esencia de la idiosincrasia de lo americano vista tanto desde dentro como desde fuera. Lo que distingue tanto la obra de Shriver como la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Lynne Ramsay consiste en que, en este caso, el punto de vista se centra en el de la madre de Kevin, cuya vida se verá condicionada por el nacimiento de su hijo, algo lógico, pero no en el sentido que espera. Esta perspectiva convierte a Tenemos que hablar de Kevin no tanto en la radiografía de la génesis y crecimiento (tanto a nivel físico como psicológico) de un ser asocial, cuyo distanciamiento emocional con los congéneres que le rodean le llevará a realizar un atroz acto de cariz catártico, como en una -satírica en ocasiones, escalofriante en otras- mirada a la maternidad entendida como la invasión -a nivel corporal y existencial- de un ser extraño cuya conexión sentimental es más teórica que práctica.

Pero mientras que en las páginas escritas por Shriver el mencionado acto es descrito al final del primer capítulo, eliminando el elemento de misterio, en cambio, Ramsay y su guionista Rory Kinnear lo mantienen en secreto desplegando a lo largo del metraje una serie de pistas y señales que preparen el terreno del factor sorpresa de cara al clímax final. A partir de esta idea, Tenemos que hablar de Kevin luce una estructura fuertemente fragmentada, utilizando dicho acto como motor central de la acción a partir del cual el pasado y el presente se funden y se confunden en la mente de la protagonista. Esta decisión de puesta en escena puede resultar tan discutible como tangencial para el resultado final. De esta manera, las preguntas que surgen a raíz de lo expuesto al final del primer párrafo -¿es el amor entre una madre y un hijo un acuerdo tácito pre-natural antes que un sentimiento puro? ¿hasta qué punto es responsable una madre de las acciones de su hijo? ¿es el medio familiar un caldo de cultivo de cara a la educación del individuo o, al contrario, dicho medio se ve condicionado por la presencia y actos de éste?- adquieren un nuevo matiz desde el momento en el que viajamos por los recuerdos rotos de una mujer convertida en una paria en su comunidad debido a los sucesos protagonizados por un hijo que, en realidad, nunca fue deseado.

Es por ello que, desde el comienzo, Tenemos que hablar de Kevin nos coloca en el terreno de lo simbólico. El impactante plano que nos muestra a la protagonista, Eva Khatchadourian, madre del Kevin del título, en medio de la tomatina de Buñol, embadurnada con trozos de tomate y siendo elevada con los brazos extendidos como si fuera un Cristo crucificado no sirve de dato informativo de la afición por viajar de la protagonista -apuntada apenas en la película, más desarrollada en el libro- sino que oficia de introducción alegórica. El rojo estará presente a lo largo de todo el metraje, casi en cada plano, como representación del sentimiento de culpa de Eva. Así, durante los sucesos situados en el pasado (es decir, antes del acto), el rojo está presente a través de todo tipo de objetos cotidianos -una silla, una pelota, la luz intermitente del despertador, un peluche- como señales que nos avisaran de que en los aparentemente idílicos escenarios se está incubando el germen de la catástrofe; mientras que cuando la acción se sitúa en el presente adquiere una forma amenazante -la pintura que los vecinos lanzan contra la fachada blanca de la casa de Eva, como si fuera una herida que estuviera sangrando-. La tonalidad rojiza que inunda el interior de la casa debido a la pintura que ha cubierto los cristales de las ventanas transmuta el hogar en un infierno personal.

El cuidado esteticista de las imágenes -con sus cuidados encuadres en scope, su equilibrio cromático- unido a su elaborado diseño de sonido -destacando el uso que se hace de los canales traseros, como si el sonido viniera de un lugar lejano, como ecos que Eva escuchara en su cabeza- nos revelan que los hechos narrados están embellecidos por el recuerdo: o, lo que es lo mismo, que la fragmentación a la que están sometidos esos mismos recuerdos no sea más que el medio por el cual Eva se resiste a afrontar la verdad. Y esta es... ¿de donde surge ese sentimiento de culpa? ¿A qué se debe? ¿Es Kevin, tal y como nos cuenta Eva, el prototipo de un sociópata; un ser cuyo único sentido a su existencia, ya siendo un bebé, es molestarla, estropear la vida de su propia madre? ¿O es el resultado de la inexistencia del sentimiento materno por parte de Eva, de su incapacidad a aceptar su responsabilidad de cara al fruto de su vientre?

Es en este terreno ambiguo en el que Tenemos que hablar de Kevin logra sus mayores logros, especialmente en su condición de complemento de una película como Elephant. Si en aquel film Gus van Sant envasaba al vacío el sentido y las motivaciones de sus asesinos protagonistas, perdidos en el laberinto de la cotidianidad, Tenemos que hablar de Kevin bucea en esas motivaciones para toparse, cara a cara, con la Nada. El rostro demacrado y chupado por la culpa de una extraordinaria Tilda Swinton acaba resultando el escalofriante retrato tanto de las complejidades del concepto de la maternidad como las dificultades a la hora de enfrentarnos al nacimiento del Mal dentro del seno familiar.

viernes, 1 de junio de 2012

Taxi Driver

(Taxi Driver)
USA, 1976. 113m. C.
D.: Martin Scorsese P.: Julian Phillips & Michael Phillips G.: Paul Schrader I.: Robert De Niro, Jodie Foster, Cybill Shepherd, Harvey Keitel


Taxi Driver comienza con una sinfonía de imágenes distorsionadas a través de las cuales vislumbramos los contornos desvaídos de una urbe nocturna. Intercalados entre ellas, los planos recurrentes de unos ojos en primer plano nos informan que esas imágenes están filtradas por un punto de vista. ¿Y a quien pertenece esa mirada? ¿Y de donde provienen esas formas borrosas, esas figuras espectrales, esos rostros fusionados con la oscuridad como si formaran una única y tenebrosa estampa? Esas son las preguntas a las que responde Taxi Driver, porque la película dirigida por Martin Scorsese y escrita por Paul Schrader no es tanto la radiografía del descenso a los infiernos de un ser solitario y distanciado de la realidad que le rodea, como la puesta en imágenes de un estado de ánimo. De ahí que, a pesar de la cruda fisicidad de la que hace gala la dirección de Scorsese -con ese estilo cuasi documental, a pie del asfalto, tan propia del cine americano de los 70, en los cuales la cámara no salía a las calles sino que parecían vivir en ellas, no eran un escenario, sino una realidad cotidiana-, el itinerario dantesco de Travis Bickle tras el volante de su taxi, lúcido a la vez que alucinado vigilante de la decadencia que le rodea, adquiere una atmósfera abstracta, casi propia del cine de terror (anotemos que algunos momentos de la extraordinaria banda sonora de Bernard Herrman recuerdan a su inmortal trabajo para Psicosis).

Es por ello que la ciudad de Nueva York es presentada como un protagonista más, pues representa a través de sus erosionadas y sórdidas formas aquello que, literalmente, le quita el sueño a Travis. Las sucias nubes de vapor que surgen de las alcantarillas abiertas, las luces de neón de las marquesinas de las salas para adultos, los anuncios de los locales de strip-tease, los torrenciales chorros de agua que escapan de las bocas de incendio abiertas y con las que los niños juegan, intentando calmar los ardores de la noche. No ha de extrañarnos que de este infernal ambiente surja una fauna que a ojos de Travis (siempre desde su perspectiva, recordemos) supone la representación humana de esa misma decadencia. Repasemos los clientes de Travis: una prostituta y su cliente; un marido celoso dispuesto a matar a su mujer. Proxenetas y camellos; negros y homosexuales (A través de sus miradas y contraídos gestos, Travis deja clara su postura racista y homófoba) . El taxi de Travis se convierte, así, en el catalizador de la basura que él mismo está dispuesto a limpiar: el propio conductor nos relata como tiene que limpiar de semen y sangre el asiento trasero del vehículo al final de cada jornada.

La vibrante y explosiva puesta en escena de Scorsese dinamiza y subraya dicha subjetividad, convirtiendo a Taxi Driver en el retrato expresionista de una mente en proceso de desintegración. Rescatemos tres movimientos de cámara que ilustran lo dicho: tras su entrevista con el encargado de la empresa de taxis, Travis camina por la estación donde están aparcados los vehículos; Scorsese abandona a su protagonista y realiza un giro de 360º que retrata ese mundo del que, a partir de ese momento, va a formar parte; ese giro también nos informa de que su día a día va a estar enlazado con ese mundo en un constante reiterativo, jornada a jornada, cliente a cliente. El segundo es el zoom que se acerca al vaso de agua en el que Travis ha echado una aspirina; las burbujas del proceso efervescente resulta una febril metáfora de la consciencia en ebullición del protagonista. Y, finalmente, el travelling en picado que recorre la masacre perpetrada por Travis en el sangriento clímax del relato y que parte del cuerpo derrumbado y herido de éste para terminar saliendo del edificio, como si la mente de Travis por fin se sintiera liberada tras la catarsis que ha supuesto su ajusticiamiento a sangre y fuego de las cadenas que lo aprisionaban.

Así, todos los elementos repartidos a lo largo del metraje son piezas de un gran puzzle alegórico. La primera aparición de Betsy es enmarcada por el director de La edad de la inocencia con un movimiento de cámara al ralentí que, en combinación con la larga melena rubia y el vestido blanco, simboliza su pureza, la de un ser angelical que no forma parte del sucio entorno que la rodea, sino que flota por encima de la basura. Betsy supone un posible camino hacia la felicidad, hacia un futuro posible de estabilidad. Algo a todas luces imposible, pues Travis, en realidad, es parte de esa suciedad, forma parte de ella por mucho que le desagrade (hay a lo largo de Taxi Driver continuos apuntes hacia lo escindido, la esquizofrenia de una identidad que está dentro y fuera a la vez: los planos de la mirada de Travis por el espejo retrovisor; la escena en la que se increpa a su propio reflejo en el espejo; la pureza de Betsy confrontada a la suciedad de Iris; el senador Palantine, para quien trabaja la primera, y Sport, el chulo de Iris). En una de sus salidas, los dos acaban en el interior de una sala pornográfica, territorio natural de Travis, quien, de manera inconsciente, intenta ensuciar a su objeto de deseo.

Tras el fracaso de su relación con Betsy, Travis centrará sus esfuerzos en Iris, esta sí, un producto de su mismo ambiente: una prostituta de apenas doce años que supone el camino para que el protagonista concentre su misión redentora. A estas alturas, está claro que el objetivo de Travis no es la salvación, sino el sacrificio. De ahí su radical cambio de aspecto, afeitándose la cabeza y dejando una cresta que divide su cráneo (un nuevo signo de su esquizofrenia), nihilista imagen de una empresa marcada por el fatalismo. El brutal enfrentamiento de Travis en su intento de rescate de Iris de las garras de su chulo y sus clientes, con su tono de colores apagados y virados a sepia (efecto impuesto por la necesidad de evitar la clasificación X en el momento del estreno), dota a toda la escena de un alucinatorio tono pesadillesco.

Porque, en su conjunto, Taxi Driver supone la plasmación de la pesadilla en la que se veían inmerso los ciudadanos de las grandes ciudades norteamericanas de los 70, una vez que el sueño americano se había disuelto, hundido por las altas cotas de criminalidad, la pobreza y la desconfianza en los poderes gobernantes. La imagen que muestra a Travis apuntando a unos viandantes con su pistola a través de la ventana del apartamento en el que ha quedado con el vendedor de armas resulta, sin duda, un escalofriante resumen del naturalista terror cotidiano que marcó a los 70 como la década del desencanto.