jueves, 29 de septiembre de 2011

La piel que habito

España, 2011. 117m. C.
D.: Pedro Almodóvar P.: Agustín Almodóvar & Esther García G.: Pedro Almodóvar, basado en la novela de Thierry Jonquet I.: Antonio Banderas, Elena Anaya, Blanca Suárez, Marisa Paredes

En 1960, con Ojos sin rostro, George Franju hizo uso de la figura icónica del mad doctor para sumergirlo en una espiral claustrofóbica en la que lo físico -las pavorosas intervenciones quirúrgicas de cambios de piel facial- y lo poético -la figura enmascarada de la protagonista como un fantasma errante sin identidad- se daban la mano en un conjunto armónico en el que partiendo de la pasión visceral surgía un aliento romántico de profundo sentimiento fantastique. La alargada sombra del clásico del director francés se extiende a lo largo del cine de género posterior, pudiendo notar su presencia incluso en propuestas aparentemente tan antitéticas como era Carne para Frankenstein. Heterodoxo acercamiento al inmortal clásico de Mary Shelley financiado por Andy Warhol y cuya autoría sigue siendo un misterio (acreditada a Paul Morrissey, numerosas fuentes indican que en realidad fue dirigida por Antonio Margheriti), a medio camino entre la nueva carne cronenbergiana más purulenta y el sexpoitation de vocación arty propio de la Factory warholiana, en su combinación de desenfrenadas pasiones y visceralidad gore podríamos encontrar una versión trash y asumidamente naïf de los postulados de Ojos sin rostro.

La confluencia de dos títulos tan alejados entre sí como entre sus admiradores en el metraje de La piel que habito evidencia el pulso iconoclasta y el espíritu desprejuiciado que mueven el último film de Pedro Almodóvar. Si la película de Franju es utilizada como molde para el punto de partida del argumento -filtrado por la novela Tarántula de Thierry Jonquet que le sirve de inspiración-, así como motor de algunas poderosas imágenes -el rostro de Vera oculto por una inexpresiva máscara blanca que le confiere un aspecto de humanoide artificial-, la escena en la que el doctor Robert Ledgard se acuesta con el fruto de su experimento recuerda inevitablemente al doctor Frankenstein interpretado por Udo Kier haciéndole el amor a su inacabada criatura a través de la herida que tiene en el torso.

No son las únicas referencias de una película que hace del cóctel genérico tanto el espejo en el que reflejarse como el medio por el que desplegar su personalidad. Al igual que la piel de Vera es dividida por Robert en pequeños compartimentos que ir rellenando, La piel que habito supone en sí misma una criatura frankensteiniana formada por los trozos sin pulir del cine de género en la cual las cicatrices por las que entrevemos las toscas costuras son utilizadas por el director de Tacones lejanos para grabar su seña de identidad a modo de un cirujano que quisiera firmar su obra con un escalpelo directamente en el cuerpo de su paciente. De esta manera, la mirada de Almodóvar no va dirigida tanto a la apariencia de los elementos genéricos utilizados, sino a su mismo corazón a través de un ejercicio postmoderno que parece buscar el alma extravagante que se oculta en todos ellos: antes que a los seriales silentes de Louis Feuillade, La piel que habito nos recuerda a Irma Vep, sustituyendo la disección cinéfaga de Olivier Assayas por la impronta bizarre y gamberra del director manchego.

Un buen ejemplo de la manera con la cual la personalidad de Almodóvar se mueve con insolente libertad por los materiales manejados lo tenemos en la primera media hora del film: durante sus minutos iniciales, La piel que habito luce un estilo frío y mecánico (los planos detalles que nos muestran el trabajo de Robert en su laboratorio) que denota su condición de película de gélida ciencia-ficción (las cámaras que vigilan a Vera encerrada en su habitación). La repentina aparición del grotesco Hombre Tigre desestabiliza este calculado marco con su ridícula presencia, como si fuese un enviado del Planeta Almodóvar cuyo objetivo fuese darle la vuelta a un relato excesivamente serio y demostrar que, bajo esa superficie solemne, se esconde el virus del delirio.

La piel que habito se presenta así como el fruto de un creador que exhibe de manera impúdica, casi haciendo alarde de ello, la confianza ciega que tiene tanto en su mundo personal como en su habilidad para transmitirlo al espectador; y en su condición de director funámbulo hace continuos juegos de equilibrio entre la delgada cuerda que separa lo ridículo de lo antológico, consciente de que al caer en lo risible alguna parte de su cuerpo rozará lo sublime. Esa confianza es producto del elaborado formalismo de su puesta en escena, cuyo elegante esteticismo sirve para controlar los desvaríos internos de igual manera en la que los rectos y esterilizados escenarios enfrían los impulsos al límite de los personajes que se mueven por ellos.

Es así como La piel que habito, utilizando sus virtudes y sus defectos, sus apabullantes logros y sus alucinantes fracasos, sirve de revulsivo cinematográfico cuyo desconcierto en el espectador -que se mueve constantemente entre la mofa y la fascinación- supone su mayor triunfo. El inenarrable plano que cierra el film se nos presenta como una declaración de principios de una película que reafirma su identidad tras abrirse paso a través de las heridas de un cuerpo fílmico tan hermoso como enfermizo y de un creador tan dado a jugar con lo ajeno como a hacerlo, siempre, con sus propias y personalizadas reglas.


miércoles, 28 de septiembre de 2011

Superman II

(Superman II)
USA/UK, 1980. 127m. C.
D.: Richard Lester P.: Pierre Spengler G.: Mario Puzo, David Newman & Leslie Newman, basado en una idea de Mario Puzo, basada en los personajes creados por Jerry Siegel & Joe Shuster I.: Gene Hackman, Christopher Reeve, Margot Kidder, Terence Stamp

Superman II comienza con una larga secuencia de créditos en la cual, intercalados entre los nombres del equipo técnico y artístico, se recuperan numerosos momentos de la película anterior dirigida por Richard Donner a modo tanto de resumen del episodio precedente como de posible opening oficial de la serie. De esta manera, se subraya la condición serializada de estas dos primeras entregas, además de servir de guía al espectador acerca de la correcta perspectiva con la que visionar (y juzgar) esta segunda parte.

Superman II es, digamoslo ya, una película notablemente inferior a su predecesora en la cual se heredan los defectos de aquélla (una estructura descompensada; la dilatación de secuencias intrascendentes en el cómputo global -aquí, la irrelevante presencia de Lex Luthor-; un abuso del elemento cómico) para potenciarlos en un metraje obligado a ser más-grande-todavía para hacer honor a su condición como secuela. Pero si por sí misma, en su condición de título individual, Superman II difícilmente se sostiene, si la observamos como complemento de Superman, la película de Richard Lester ofrece ideas no carentes de interés, especialmente a la hora de desarrollar las relaciones de su poderoso protagonista con la raza humana que le ha acogido en su mundo que ya habían sido apuntadas en la primera parte.

Así, de igual forma a como ya sucediera en aquélla, Superman II resulta más disfrutable en el apartado dramático/intimista que en sus momentos más espectaculares/pirotécnicos (aquí más ambiciosos al presentarnos como rivales del hombre de acero a tres miembros de su extinta estirpe kryptoniana con sus mismos poderes). Las escenas en las cuales Clark Kent refleja los celos que siente ante la relación de Lois Lane con su propio alter ego o los intentos de Lois de descubrir la personalidad civil de Superman recuperan el tono intimista de la primera hora de Superman, profundizando en la doble vertiente superhéroe y humano que conforma al personaje creado por Jerry Siegel y Joe Shuster.

Si en la entrega anterior Superman representaba el sentido de la maravilla y la fantasía encarnados en una figura de aspecto humano en un entorno de gris realidad, aquí el personaje adquiere unas connotaciones mesiánicas al perder su condición divina -esto es, sus poderes- y convertirse en un ser mortal como los que le rodean diariamente, experimentando durante el proceso la felicidad -pudiendo, por fin, declararse a Lois- y el placer -consumando su relación con ella-, pero, también, el dolor -la paliza que recibe en un local al intentar defender el honor de su novia- y la impotencia -una vez desaparecido Superman, nada ni nadie puede impedir que el general Zod y sus esbirros gobiernen el mundo de manera tiránica- que forman parte de la existencia humana. Es este proceso el que confiere a Superman II un tono levemente trágico que sirve, no obstante, para engrandecer la figura mítica del superhéroe: en su condición de salvador del planeta Tierra, Superman se ve obligado a sacrificar su propia felicidad, consciente de la imposibilidad de relacionarse íntimamente con esas débiles y entrañables criaturas a las que ha jurado proteger.

Son bien conocidos los incidentes de producción acaecidos durante el rodaje de la película por los cuales se procedió a despedir al director originalmente encargado del proyecto, Richard Donner, y su sustitución por Richard Lester a mitad de la filmación. Teniendo en cuenta la especial sensibilidad que el director de La profecía demostró por el personaje en la entrega anterior -concentrada, ante todo, en el bello segmento que recogía la adolescencia de éste en la granja de sus padres adoptivos-, podríamos llegar a la conclusión de que los mencionados momentos intimistas proceden de su mano, mientras que los desafortunados instantes paródicos son aportación de Lester -el hombre arrastrado por el suelo debido al poderoso aliento de Zod o la revancha que se toma Clark Kent una vez recuperados sus poderes con el gamberro que le dió la paliza en el bar-. Una división tan salomónica como, posiblemente, aventurada e injusta, pero el hecho de que en la siguiente película, dirigida en solitario por Lester, se incluyera como villano al cómico Richard Pryor nos indica que quizás no estemos tan lejos de la verdad.

viernes, 23 de septiembre de 2011

El árbol de la vida

(The Tree of Life)
USA, 2011. 139m. C.
D.: Terrence Malick P.: Dede Gardner, Sarah Green, Grant Hill, Brad Pitt & Bill Pohlad G.: Terrence Malick I.: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain, Hunter McCracken

Los primeros minutos de El árbol de la vida plantean el punto argumental sobre el que gravitará el resto del film, así como las opciones narrativas que utilizará Terrence Malick para desarrollar esa idea inicial: una madre recibe la notificación de que uno de sus hijos ha muerto. No se nos informará de en qué circunstancias ha ocurrido ese fallecimiento; ni siquiera cual de sus tres hijos es el que ha perdido. Lo que le interesa al director de Malas tierras no es el hecho en sí (la muerte de una persona) sino la onda devastadora que estalla a partir de ese suceso, extendiéndose a lo largo del presente, el pasado y el futuro de las personas afectadas (los miembros de la familia que lloran la ausencia de uno de sus miembros). Cuando la madre, la señora O'Brien, le dice a una de sus amigas que no es capaz de superar la pérdida de su hijo, ésta le dice que siempre le quedará los recuerdos de los momentos que compartió con él, estableciendo así las bases de la estructura de la película a modo de recopilación de los recuerdos perdidos en una mente que utiliza la nostalgia como medio para combatir al dolor.

A continuación, Malick nos enfrenta a uno de los segmentos más ambiciosos del cine moderno: de la tristeza de una familia cualquiera de una pequeña población norteamericana pasamos a la inmensidad del universo para asistir al inicio de la vida millones de años antes. Si en 2001. Una odisea del espacio, Kubrick partía del despertar de la consciencia en el hombre primitivo para enlazar, elipsis mediante, con el explorador de planetas del futuro, Malick realiza el viaje contrario: tras presentarnos a los protagonistas de El árbol de la vida, retrocedemos al mismísimo big bang, a la formación del planeta Tierra, a la aparición de las primeras formas de vida unicelulares, al reinado y a la extinción de los dinosaurios, escenificados con una serie de bellas imágenes acompañadas de música clásica que, en ese momento de la película, despiertan en el espectador más el sentimiento de desconcierto que el de fascinación. E, incluso, la sensación de presenciar el exhibicionismo de un director que, en su búsqueda de la trascendencia, está a un paso de caer en la autoindulgencia vacua.

Pero, tras esa larga serie de escenas casi de corte documental (planos de volcanes en erupción; la azulada superficie oceánica con las gigantescas olas rompiendo contra las rocas ennegrecidas; las elevadas copas de los árboles apuntando a un cielo limpio), Malick introduce una imagen de gran calado poético: una habitación inundada y un niño nadando hacia la superficie. Imagen que enlazará con el nacimiento del primogénito del matrimonio O'Brien y que servirá para transmitir el mensaje contenido en esta primera media hora: el ser humano como consecuencia de una serie de acontecimientos que tuvieron su arranque hace millones de años con el nacimiento del universo. Cada nacimiento, cada vida, es un eslabón más en esa cadena, lo cual nos convierte en una parte más del mundo en el que vivimos, conservando en nuestros genes los rastros de ese recorrido de la evolución al que nosotros añadimos un fragmento inédito.

Por ello, en la parte central del film centrada en la convivencia de la familia O'Brian en Waco (Texas) durante los años 50 vista a través de la mirada de Jack, el hijo mayor, se insertan habitualmente planos detalle de la hierba del césped de la casa de la familia, las ramas de los árboles mecidas por el viento o las flores que crecen en el jardín, recordándonos que los protagonistas no son más que una pequeña parte de un todo inmenso y complejo cuya existencia sigue su camino separado del de los seres humanos con los que convive día a día. Los movimientos de los hermanos jugando, de la madre columpiándose, del padre llegando a casa después del trabajo, riman en paralelo con el resto de elementos que conforman el mundo en el que viven, unidos en la sinfonía de la vida.

Para Terrence Malick el cine no es tanto un medio narrativo -un medio para contar historias- como una aventura cuyo objetivo es la búsqueda de esa línea invisible que une y da sentido a todas las cosas -la captación del espíritu que mueve a esas historias-. En El árbol de la vida el esquivo director norteamericano radicaliza el estilo desplegado en films como Días del cielo o La delgada línea roja -en los cuales dinamitaba las convenciones narrativas a través de ráfagas de intenso lirismo- elaborando una serie de esbozos, de piezas de vida independientes incluso entre ellas mismas. Liberándose de las cadenas de la ortodoxia narrativa, la flotante cámara de Malick se pasea con plena libertad registrando instantes aislados a lo largo de la vida de los personajes, derribando los conceptos de secuencia o diálogo para formar un mosaico altamente fragmentado de gestos, miradas, movimientos o posturas.

Como un pescador que lanza las redes en el mar esperando conseguir atrapar el mayor número de piezas posibles, Malick acumula una gran cantidad de material aparentemente intrascendente con la esperanza de que entre sus pliegues destaque el brillo de la Verdad. El resultado es un film de ritmo moroso e irregular, en ocasiones reiterativo y en otras complaciente, pero que, de vez en cuando, consigue reflejar la esencia de la vida, el pulso interno de la existencia y, en suma, el sentido de nuestra presencia en la inmensidad del cosmos -los primeros pasos de un bebé, el padre enmarcando con sus manos el pequeño pie de su hijo recién nacido, la madre jugando con sus hijos aprovechando la ausencia del padre autoritario- y son estos fugaces pero penetrantes momentos los que hacen de El árbol de la vida una experiencia arrebatadoramente hermosa cuya intensidad proviene por su capacidad por rescatar los tesoros ocultos de nuestra cotidiana existencia.

El hacer visible los andamios sobre los que se asientan nuestra realidad y enseñar los hilos que mueven nuestras acciones resulta un objetivo tan ambicioso que superaría a cualquier director e, incluso, al marco cinematográfico mismo. A lo largo de su metraje, El árbol de la vida aprehende lo cósmico, lo terrenal, lo telúrico y lo místico (la muy discutible parte final, con un errante Sean Penn deambulando por una playa que representa el Paraiso Celestial) y el conjunto resulta, inevitablemente, descompensado e, incluso, fallido. Pero incluso sus carencias forman parte de la experiencia que supone El árbol de la vida como Obra Total capaz de representar la idiosincrasia del ser humano: de la fascinación a la contemplación, del aburrimiento a la diversión, del miedo al cariño, de la tristeza a la alegría. Y es que Terrence Malick parece ser consciente que al apuntar tan alto, bien merece la pena fracasar por rozar siquiera la grandeza.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Superman

(Superman)
UK/USA, 1978. 143m. C.
D.: Richard Donner P.: Alexander Salkind & Pierre Spengler G.: Mario Puzo, David Newman, Leslie Newman & Robert Benton, basada en una idea de Mario Puzo, basado en los personajes creados por Jerry Siegel & Joe Shuster I.: Marlon Brando, Gene Hackman, Christopher Reeve, Margot Kidder

Recuperar hoy Superman, la primera gran adaptación de un personaje nacido en el comic a la pantalla grande, cuando este tipo de adaptaciones está más que nunca de moda, hasta el punto de que han configurado un género en sí mismas, ver hoy de nuevo la película de Richard Donner, decíamos, no sólo permite comprobar cómo la estructura base que planteó sigue estando vigente, sino que, quizás incluso potenciado por el paso del tiempo, transmite una grandiosidad y unas ambiciones fílmicas que echamos de menos en las muestras más recientes. En resumen, la mayor parte de los films superheróicos estrenados recientemente siguen fielmente la letra del libro de estilo escrito por Superman, pero carecen de su espíritu.

Una grandiosidad anunciada por la extraordinaria secuencia de créditos: los efectos de sonido que acompañan a los créditos perdiéndose entre las estrellas del universo; la mítica partitura de John Williams, cuyas sonoridades recuerdan a la no menos antológica partitura de La guerra de las galaxias, aportando por sí misma un tono épico y legedario; y la dilatación de la secuencia en sí, configurándose como una parte importante del conjunto y no una mero convención, transmite una sensación de historia más-grande-que-la-vida: un espectáculo como jamás hemos visto está a punto de comenzar.

La imagen de fondo sobre la que aparecen dichos créditos supone un viaje a través del espacio, alejando al espectador de su entorno conocido -la Tierra- para colocarle en un territorio desconocido y, por tanto, mágico. Una grúa nos acerca al planeta Krypton, introduciéndonos entre sus edificios de cristal, abriéndonos las puertas a lo maravilloso. El diseño general de Krypton transmite un clima de frialdad -una tecnología basada en cristales informáticos; unas vestimentas basadas en el color blanco; una arquitectura que parece construida sobre grandes bloques de hielo- propio de una civilización tan avanzada que parece haber dejado atrás sus emociones -la razón por la cual la comunidad científica se niega a creer a Jor-El cuando este anuncia la inminente destrucción de su planeta-. Donner dirige de manera majestuosa este segmento, subrayando la decadencia de un mundo llevado a su extinción por su propia grandilocuencia, pero también motivado por el respeto de observar a una raza extraterrestre con la que no podemos empatizar.

En cambio, el siguiente bloque, la niñez y adolescencia de Superman en la granja de su padres adoptivos en la Tierra, luce unas tonalidades doradas, basadas en una paleta de colores cálidos, que contrasta con la frialdad de su planeta de origen. De esta manera, durante su primera hora Superman retrata el crecimiento, no sólo físico, sino también moral, de su protagonista: creciendo en un ambiente basado en el contacto con la natutaleza -los hermosos planos del trigo recortado por un firmamento crepuscular- y el amor de sus padres -para quienes la llegada del bebé, caído literalmente del cielo, es recibido como un milagro-, conociendo también el dolor del rechazo -es incapaz de integrarse en los grupos más populares del instituto-, Clark Kent aprende a valorar el calor de las emociones humanas, las cuales combinadas con su genética extraterrestre, su personalidad de Kal-El, darán como resultado la pureza y el poderío de un superhéroe absoluto como es Superman. Así, Clark sentirá en su interior la llamada del deber, alejándose de ese ambiente familiar para recuperar el contacto con sus ancestros encerrándose en la Fortaleza de la Soledad construída en medio del ártico, cuyo paisaje helado le devuelve a su planeta natal.

Como comprobamos, Superman se compone de una serie de partes identificadas con los diferentes tramos de la vida de su personaje. De ahí que con la llegada de Clark Kent a la bulliciosa Metrópolis, empezando a trabajar como periodista en el Daily Planet, vuelve a cambiar el tono en busca de un nuevo contraste. Tras la frialdad de la primera parte en Krypton y la calidez de la segunda en la granja de los Kent, las escenas que transcurren en la ciudad hacen gala de un estilo gris y monótono, carente de la majestuosidad y la belleza apuntadas anteriormente, en función de un entorno urbano egoista y acostumbrado a vivir deprisa -Lois Lane no busca transmitir la verdad en sus artículos, sino conseguir ganar un premio Pulitzer-. La apariencia torpe y cobarde de Clark Kent parece surgir como reflejo de la mediocridad que le rodea, la cual, quizás, condene a la humanidad a un futuro parecido al del superevolucionado planeta Krypton.

A estas alturas, ha quedado evidente que Superman es una película subjetiva, en la cual los hechos narrados son filtrados por el punto de vista de su protagonista principal. La irrupción de la silueta multicolor del superhéroe en el caos de metrópolis no sólo sirve para combatir al crimen, sino para recuperar el sentido de la maravilla que el ciudadano moderno ha perdido, como destaca el bello fragmento del vuelo de Superman con Lois Lane -con ese plano tan lírico de las dos figuras suspendidas en el aire por encima de las nubes-. La tensión del espectacular clímax final no reside en si Superman logrará detener los dos misiles a tiempo, sino en si logrará salvar a Lois Lane: la muerte de ésta hace gala de una fisicidad y angustia inédita en el resto del metraje, fruto de la desesperación de Superman al perder a la persona más importante de su vida.

Y ahí reside la importancia de Superman, no sólo al abrir las puertas de la industria de Hollywood de gran aparato al mundo del comic, sino al introducir una luminosa figura que devuelva al espectáculo cinematográfico la magia y el sentido de la maravilla que nunca debería perder, de igual manera a como lo hizo en 1938 para millones de niños y jóvenes lectores la primera aparición del personaje en las páginas del Action Comic número 1, de la mano de Jerry Siegel y Joe Shuster.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

El rey de la muerte

(Der Todesking)
Alemania, 1990. 74m. C.
D.: Jörg Buttgereit P.: Manfred O. Jelinski G.: Jörg Buttgereit & Franz Rodenkirchen I.: Hermann Kopp, Heinrich Ebber, Michael Krauser, Eva Kurz

Tras el éxito (por la vía de la polémica) de su primer film, la prohibidísima Nekromantik, el siguiente intento cinemato-gráfico de su director parece pensado como una declaración de principios de cara a todos aquellos que le asociaron con el infame ultragore alemán. El rey de la muerte demuestra que tras la superficie sucia y desagradable de Nekromantik, agazapado tras sus potentes escenas de mutilación, podredumbre y sexo con cadáveres, había un mensaje, una personal mirada sobre la existencia y sobre lo que nos rodea. Un mensaje que se hace evidente aquí, al desarrollarlo lejos de esos explosivos elementos que, sin duda, contribuyeron a la popularidad de la propuesta, a la vez que desviaban la mirada del público de las intenciones originales de Buttgereit. En El rey de la muerte vuelve a hablarnos acerca de la muerte y nuestra relación con ésta a través de un acto tan idiosicrásicamente humano como es el suicidio.

Si en Nekromantik se utilizaba el armazón del cine de género (en su concepción más extrema), en esta ocasión el director de Schramm parece hacer uso de otro subgénero generalmente asociado con el cine fantástico: el film de episodios o sketches, dividiendo la película en siete capítulos, uno por cada día de la semana, protagonizados por siete individuos distintos relacionados de una u otra manera con el suicicio. La utilización de un cuerpo en progresiva descomposición como nexo de unión entre los episodios dota al conjunto de una atmósfera tan macabra como pesimista: ese es el destino ineludible de todos los personajes (y, por extensión, el nuestro), convirtendo a la vida en un mero preámbulo que se dirige ineroxablemente hacia el fin de todas las cosas.

Contando con mayores valores de producción que en su ópera prima, Buttgereit se centra en realizar un denso y profundo ensayo sobre la atracción del ser humano por la muerte y su ejecución a través del suicidio, desplegando para ello una serie de soluciones visuales con las que personalizar cada secuencia buscando no sólo el acto en sí, sino lo que le rodea: destaquemos el contínuo giro de 360º que efectúa la cámara en la habitación del primer protagonista, evidenciando su condición de pez atrapado en una angosta pecera; el escalofriante monólogo bajo la lluvia de un hombre desesperado, escuchado por una joven desconocida como si fuera una enviada por la parca para aliviar su sufrimiento; o los travelling a través de la estructura de un puente mientras sobre las imágenes aparecen sobreimpresionados los datos de las personas que se han suicidado lanzándose al vacío desde su superficie (en la que es una de las ideas más sugerentes de toda la película).

Incluso Buttgereit se permite un guiño a los amantes de su anterior título a través de las imágenes de un vídeo que uno de los protagonistas alquila y que consiste en una muestra del más puro sexploitation-nazi al estilo de películas como Ilsa. La loba de las SS o La svástica en el vientre, mostrando la brutal castración en plano fijo a un prisionero y que no es otro que el propio Buttgereit, elaborando una airada denuncia por las persecuciones que ha sufrido por parte de diferentes órganos censores por culpa de su anterior película. En un momento del film, un proyeccionista, al que nunca vemos el rostro, comenta las imágenes rodadas por una asesina de masas armada con una pistola y una cámara que irrumpe en un concierto para perpetrar una masacre. Que la voz de dicho proyeccionista sea la del mismo Buttgereit confirma esta idea.

Si Nekromantik buscaba incomodar a su público sumergiéndole en un universo morboso y obsesivo, El rey de la muerte vuelve a hacer uso del entorno, del escenario, tanto como catalizador de la deriva existencial de los protagonistas como en su reflejo: la acción vuelve a transcurrir en su mayor parte en unos interiores vacíos e insípidos; unos hogares de los cuales se ha eliminado cualquier rastro de calor humano o de acogida familiar. Las blancas paredes y los escasos y funcionales muebles son el mejor ejemplo del día a día de unas personas convertidas en espectros anímicamente huecos cuya angustia metafísica sólo puede solucionarse abrazando a esa muerte que les ronda constantemente.

Película desangelada y sin concesiones, El rey de la muerte reniega de cualquier elemento dramático y, casi, narrativo para confeccionar una muestra de arte y ensayo sumamente inquietante en su frialdad; de trabajo fílmico diseñado para exponer una tesis, un concepto, y elaborarla a través de sus imágenes. Las palabras de una niña con las que se cierra el film apuntalan la perspectiva nihilista que planea por el conjunto: las fotos que ilustran los créditos finales (¿el propio Buttgereit de niño?) evidencia nuestra desnortada condición de criaturas nacidas para, algún día, morir.

martes, 20 de septiembre de 2011

Nekromantik

(Nekromantik)
Alemania, 1987. 75m. C.
D.: Jörg Buttgereit P.: Manfred O. Jelinski G.: Jörg Buttgereit & Franz Rodenkirchen I.: Daktari Lorenz, Beatrice M., Harald Lundt, Suza Kohlstedt

Posiblemente, el hecho de que hoy en día la figura de Jörg Buttgereit esté olvidada (y que, además, su carrera cinematográfica prácticamente haya sido relegada al terreno del documental) venga dado por haber sido incluido, en el momento de mayor popularidad, en lo que se dió en llamar como ultragore alemán. Dicho movimiento (?), desarrollado entre finales de los 80 y principios de los 90, consistió en una serie de subproductos de corte amateur realizados por un grupo de jóvenes aficionados al terror que se juntaban con sus amigos para pergeñar un catálogo de salvajadas gore a cada cual más exagerada, rebuscada y cafre. Mucho entusiasmo, inexistentes medios y talento en números negativos eran las señas de identidad de unas películas que, a pesar de su ínfima calidad, dieron a conocer nombres como Andreas Schnaas (Violent Shit, Zombie 90. Extreme Pestilence) u Olaf Ittenbach (Black Past, The Burning Moon), de gran reconocimiento entre los aficionados menos exigentes del género.

Al contrario que los nombres señalados, Jörg Buttgereit no utiliza el subgénero como una exhibición de atrocidades, sino que hace uso de sus posibilidades alegóricas: Nekromantik supone así una muestra de película splatterpunk, en la cual los elementos habituales del cine gore -los atroces asesinatos, la profusión de hemoglobina, las gráficas mutilaciones- tienen como objetivo tanto incomodar al espectador como transmitirle un mensaje, una idea. De ahí que, en las antípodas de los títulos dirigidos por Schnaas o Ittenbach, el despliegue de sangre y tripas no pueda ser recibido con alborozo y risas cómplices por parte del aficionado más extremo al ser acompañadas de un discurso filosófico sumamente perturbador.

Lo que Buttgereit nos propone en su ópera prima es una especie de manifiesto necrófilo que no se detiene en lo físico -prácticas sexuales con cadáveres-, sino que elabora un ensayo existencialista acerca de la convivencia del ser humano con el concepto -y el hecho- de la muerte. Así, las gráficas escenas en las cuales la pareja protagonista realiza un ménage à trois con un cadáver en descomposición conseguido por Robert a través de su trabajo en una compañía de limpieza especializada en cadáveres se ven complementadas por una serie de secuencias oníricas y fugas mentales que demuestran que las intenciones de su director van más allá de ofrecer un espectáculo morboso: la colección de miembros amputados que Robert y Betty guardan conservados en formol -entre los que se cuenta incluso un feto- o la imagen de esta última bañándose en sangre supone un retrato de una pareja que ha convertido su obsesión patológica por la muerte en una forma de vida, dotando al conjunto de un curioso -y algo naïf- romanticismo macabro -Betty leyéndole al cadáver en la cama-.

De esta manera, lo más escalofriante de Nekromantik no proviene tanto de sus imágenes más gráficas, sino de la atmósfera profundamente nihilista que las rodean. Una atmósfera potenciada por la radiografía de una comunidad en la que la muerte y la violencia suponen elementos cotidianos, parte fundamental del día a día de sus ciudadanos: la descuidada manera con la cual la empresa de limpieza ejecuta su trabajo, carente de respeto por los cuerpos muertos; un indivíduo, mientras juega con su arma, mata por accidente a su vecino y oculta el cadáver sin que parezca preocupado en ningún momento por las consecuencias; Robert llevando ese cadáver a su casa sin que despierte las sospechas de nadie del trabajo por su desaparición; los cines que sólo proyectan toscas películas repletas de sexo y violencia.

La escasez de medios subraya el ambiente degradado y opresivo en el que transcurre los hechos: la fotografía granulosa propia de las cámaras de 16mm. da relieve a unos escenarios marcadamente sórdidos, en los cuales la suciedad se pega a los movimientos de los personajes, como si fuera una segunda piel -el paralelismo entre el filete que prepara Robert y el corazón humano que guarda en un tarro; el contraste entre la imagen de los protagonistas comiendo y la descomposición del cadáver colgado en la pared, dejando marcada la pared con sus fluídos corporales-.

Buttgereit se acerca a los códigos del cine de terror -tanto en su estructura como en sus elementos principales- para darle a Nekromantik un envoltorio genérico que, a la vez, subvierta esos mismos códigos. Si líneas arriba comentábamos la particularidad de las escenas gore, el acercamiento del director de El rey de la muerte al cine pornográfico también supone un desafío para el espectador: la mirada esteticista con la que Buttgereit recrea las secuencias de sexo con el cadáver -en combinación con la delicada melodía a piano- busca trascender la convencionalidad de este tipo de escenas a la vez que su excepcionalidad bizarre. Los últimos minutos del film, en los que sexo, gore y parafilias se combinan en una performance de catarsis erotico-sangrienta, suponen una declaración de principios de un director tan dispuesto a derribar tabúes como a expresar su personal (y escalofriante) visión de la existencia.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Angel 2

(Avenging Angel)
USA, 1985. 93m. C.
D.: Robert Vincent O'Neill P.: Sandy Howard & Keith Rubinstein G.: Joseph Michael Cala & Robert Vincent O'Neill I.: Betsy Russell, Rory Calhoun, Susan Tyrrell, Ossie Davis

Angel 2 comienza igual que el título precedente, Angel, mostrando a su protagonista, Molly Stewart, bajo la luz del día acompañada de sus amigos. Han pasado cuatro años desde su aventura en las calles de Hollywood Boulevard y ha logrado encarrilar su vida: brillante estudiante de derecho en la universidad, prometedora atleta y, además, ha conocido a un chico que le gusta mucho. Su oscuro pasado como prostituta, buscandose la vida en las esquinas nocturnas de una Los Ángeles babilónica, escindiendo su existencia en dos rostros, ha quedado muy atrás y un próspero futuro se le presenta en el horizonte.

Pero mientras Molly ha emprendido un camino diferente, la vida nocturna sigue ahí. De ahí que, a la hora de situar de nuevo al espectador en ese escenario, se reutilicen algunos de los planos que ya habíamos visto en la pelicula anterior, provocando una sensación de déjà vu en el público que se encuentra así ante un microcosmos cerrado y circular, que se mantiene inalterable al paso del tiempo. Puede que algunas de sus criaturas logren escapar y enfilar una nueva vida, pero siempre habrá otras figuras anónimas con las que seguir alimentándose. En la primera secuencia anteriormente mencionada, Molly rebosa felicidad gracias a la visita de su amigo, el teniente Andrews, que se ha convertido en una especie de padre adoptivo. En cuanto vuelve a Los Angeles, Andrews caerá abatido en un tiroteo, como si su sangre derramada sobre el asfalto fuera un tributo que solicita la ciudad por haber ayudado a escapar a una de sus integrantes y, al mismo tiempo, servir de cebo para traerla de vuelta.

A los pocos minutos, Angel 2 desarrolla una excelente secuencia en la que, a través de un montaje paralelo a ritmo de la canción "Why?" de Bronski Beat, nos muestra a una joven policía que se prepara para entrar en servicio y a un grupo de gangsters armados que se dirigen a la casa de la primera. El resultado es un tiroteo que se salda con una masacre llena de pólvora y sangre. Esta escena no sólo sirve para presentar la trama narrativa que se desarrollará en el resto del metraje, sino que plantea el tono del film: si Angel utilizaba los mecanismos del cine de terror en clave slasher ochentero, su secuela apunta directamente al cine de acción de corte policíaco.

Este cambio genérico convierte a Angel 2 en un título con personalidad propia que, sin renegar de su condición de secuela (la reaparición de personajes conocidos, la recuperación de hechos ocurridos en la primera parte), si que consigue alejarse de la sombra de su predecesora siendo, incluso, un film más disfrutable que Angel al sustituir el extravagante tono melodramático de ésta por el contundente ritmo y la espectacularidad propios del thriller. Gran parte de este cambio viene dado por la nueva personalidad de Molly quien ya no es la adolescente escindida e indefensa, sino un ángel vengador que utiliza su identidad de Angel como arma con la que llevar a cabo su vendetta.

Pero la presencia de Molly no responderá únicamente a sus ansias de venganza, sino que, convertida en un icono mítico (la-que-consiguió-salir), volverá como figura salvadora -haciendo honor, más que nunca, a su nombre- para poner orden en ese microcosmos al que aludíamos al principio, saboteado por la corrupción y el abuso de poder: Molly haciendo valer los derechos de las prostitutas ante la policía en una redada; la divertida secuencia en la que acude al ayuntamiento para buscar información para frenar la especulación de la zona; o intentando sacar a una chica de trece años de las calles, en un reflejo de su propio caso.

A lo largo de Angel 2 podemos encontrar de todo: brutales tiroteos, persecuciones automovilísticas, toques de comedia bufa -el rescate de Kit Carson, ingresado en una institución mental-, irónicos apuntes autorreflexivos -uno de sus antiguos amigos le dice a Molly que ha cambiado mucho; lógico, puesto que la actriz que interpreta a Molly no es la misma que en el primer Angel- y uno de los primeros trabajos de Christopher Young como compositor de bandas sonoras. No es poco para un film que, desde su modestia y desparpajo, evidencia las mejores virtudes de la Serie B de género.


jueves, 15 de septiembre de 2011

Angel

(Angel)
USA, 1984. 94m. C.
D.: Robert Vincent O'Neill P.: Donald P. Borchers & Roy Watts G.: Robert Vincent O'Neill & Joseph Michael Cala I.: Cliff Gorman, Susan Tyrell, Dick Shawn, Rory Calhoun

La primera vez que vemos a Molly Stewart, saliendo de su casa y dirigiéndose hacia el instituto, ésta parece la representación más pura de la inocencia: la ropa que lleva parece un recatado uniforme escolar -sólo hay que compararla con sus compañeras, vestidas de manera mucho más informal- y las coletas que adornan su pelo parecen síntomas de una adolescente anclada en la infancia. Incluso cuando un estudiante le invita a salir, rechaza la cita, aludiendo a que su madre no le deja salir con chicos. Pero minutos antes, siguiendo a Molly por la calle, se nos muestra un plano detalle en movimiento que muestra a los pies de la joven caminando por el Paseo de la Fama, advirtiendonos de que hay algo de representación en esa actitud: la vida diurna de Molly es una elaborada ficción que contrasta con su actividad nocturna.

No ha de extrañarnos que el director Robert Vincent O'Neill dedique tanto metraje a la hora de retratar a las compañías que frecuenta su protagonista y su relación con ellas. Y no lo es porque representan a esa jungla urbana que, en comparación con esas mismas calles de día, supuran energía y movimiento. Un entorno en el que Molly, trabajando de prostituta bajo el nombre de Angel, se siente viva y protegida por sus amigos, un grupo que fuera de ese contexto no dudaríamos en llamar perdedores o desclasados, pero que en su medio natural se transforman en iconos, en fragmentos de la historia oculta de la ciudad.

Es en este sentido donde
Angel hace gala hoy de unas virtudes de las que, posiblemente, careciera en su día: el servir de testimonio de un escenario cinematográfico ya extinguido y cuya estética y espíritu definía a un tipo de cine que, igualmente, ha desaparecido: la noche iluminada por los paneles de neón, las marquesinas de las salas para adultos, los carteles anunciando los espectáculos de strip-tease, los artistas callejeros -el antiguo especialista vestido de cowboy que vende fotos suyas firmadas y cuenta anécdotas del hollywood clásico; un acróbata del yo-yo vestido de Charlot-, que configuraban un microcosmos del que nacía todo tipo de historias.

La esquizofrénica existencia de Molly/Angel se ve reflejada en su propio hogar, demostrando que esa separación no responde únicamente a una manera de ganarse la vida, apuntando a motivos más dramáticos y personales. El recibidor y la habitación de Molly lucen un clima agradable y ordenado, destacando los tonos pastel de las paredes, contrastando con la desnuda y oscura habitación reservada para su madre, evidenciando de este modo que las actividades nocturnas de Molly (y, con ellas, el nacimiento de la personalidad de Angel) tienen su origen en un trauma nacido en el centro de su (rota) unidad familiar.

Pero la separación entre las dos vidas de Molly no es tan marcada como ella supone y una serie de detalles nos demuestran como lo elementos que componen su trabajo en la noche se hacen presente en un escenario tan antitético como es el instituto en el que estudia la protagonista: por ejemplo, resulta chocante que la mayoría de desnudos, y los más explícitos, que se ven en Angel no vienen dados por el oficio como prostituta de Molly, sino que serán protagonizados por sus compañeras de estudios mientras se duchan en los vestuarios del gimnasio; igualmente, mientras que Molly domina a placer a los clientes de su peligroso trabajo, serán precisamente unos estudiantes quienes la acosarán e intentarán forzarla para conseguir sus favores sexuales.

Con un contenido y unas formas heredadas del género psycho-thriller de la época (con gotas de slasher e, incluso, del subgénero rape & revenge), con un psicópata dedicado a eliminar a jóvenes prostitutas de las más cruentas maneras, Angel sorprende por tomarse a sí misma en serio -la necesidad de Molly de su imagen pública para no ser arrastrada por el agujero negro de su vida nocturna-, lo cual, combinado con los psicotrónicos ingredientes que la forman (la extravagante relación entre el amigo travesti de Molly y su casera lesbiana; el asesino haciéndose pasar por un Hare Krishna para pasar desapercibido) da como resultado un extraño híbrido entre melodrama bizarre y thriller morboso tan torpe y derivativo en ocasiones como idiosincrásico y exótico en otras.

martes, 13 de septiembre de 2011

Anticristo

(Antichrist)
Dinamarca/Alemania/Francia/Suecia/Italia/Polonia, 2009. 108m. C.
D.: Lars von Trier P.: Meta Louise Foldager G.: Lars von Trier I.: Willem Dafoe, Charlotte Gainsbourg, Storm Acheche Sahlstrøm

Teniendo en cuenta que el cine de terror ha sido considerado, desde sus inicios, como el género cinematográfico dedicado a reflejar los miedos que anidan en el interior del ser humano, representando en la pantalla sus fobias y oscuros deseos, resulta lógico que, a la hora de exorcizar sus angustias y ansiedades, Lar von Trier decidiera sumergirse de manera oficial en el interior de un cine que, hasta el momento, bordeaba sin llegar a penetrar en él. Desde el manierismo de Europa, pasando por la intervención divina de corte dreyeriana de Rompiendo las olas, las fugas mentales musicales de Bailar en la oscuridad o la abstracción escénica de Dogville, el cine de Von Trier siempre se ha visto contagiado de un sutil impulso fantastique procedente de la mirada con la que su director se dedica a desmontar y personalizar los contenidos que forman sus películas, ya sea a través de la exacerbación grotesca del melodrama (Rompiendo las olas) o la aparente ruptura con las normas básicas de la puesta en escena y la narrativa fílmica (Los idiotas).

Y es esta personal mirada la que convierte a Anticristo en un desafío, una auténtica pieza de resistencia, tanto para el seguidor de la obra del realizador danés como para el aficionado al género fantaterrorífico. Von Trier acude a los lugares comunes de este tipo de cine (la cabaña aislada en el medio de un brumoso bosque que parece tener vida propia -el ruido que hacen las bellotas al caer sobre el tejado, los árboles que caen derribados-; las referencias a las persecuciones que ha recibido la mujer a lo largo de la historia -y que podría servir de analogía al papel de la mujer en las horror movies- y que introduce el tema de la brujería; la presencia del Mal absoluto y su identificación con Satán; la mutilación física como consecuencia extrema del miedo) para fusionarlos con su propio universo fílmico, logrando un peculiar producto que funciona tanto como muestra prototípica del género (por su capacidad para inquietar y perturbar al espectador) como radical deconstrucción del mismo a través de un autor consagrado.

Anticristo comienza con un prólogo consistente en una secuencia en blanco y negro cuyo ensimismado esteticismo supone una declaración de principios en varios sentidos: inicialmente, sirve para presentar los elementos conceptuales que se desarrollarán a lo largo de la película -la relación entre sexo/culpa/muerte, principalmente-. Pero al comparar ese prólogo con el estilo -radicalmente diferente- de las escenas del primer capítulo (y que marca el camino a seguir por el resto), Von Trier plantea una separación entre dos planos diferentes de la realidad a nivel estilístico. Mientras que las escenas que siguen al matrimonio protagonista (identificados como "Él" y "Ella"), quienes intentan superar la muerte de su hijo pequeño, están visualizadas con una fotografía templequeante y un montaje abrupto; la irrupción de las poderosas fuerzas telúricas que invaden la narración -en ocasiones, de manera subliminal- hacen gala de un elaborado formalismo -la utilización de la cámara lenta, los efectos visuales y un diseño de sonido violento y enrarecido-.

A lo largo de Anticristo se plantea un enfrentamiento entre lo humano y la naturaleza, entre lo espiritual y lo terrenal. El marido, psicólogo de profesión, intenta tratar la profunda depresión en la que ha caído su esposa a través de unos métodos que se traducen en una serie de disquisiciones existenciales y filosóficas que buscan el descifrar y curar el dolor que les está devorando por dentro. En contraste a esa perspectiva metafísica, el bosque les responde con su cara más terriblemente física: el ciervo que lleva colgando el cadáver de su cría no-nata; el zorro que se está comiendo sus propias tripas; el águila que devora el cuerpo de un pájaro. Incluso será un animal -un zorro- quien le comunique directamente al marido que acaban de internarse en un territorio dominado por unas fuerzas tan poderosas como desconocidas contra las que están indefensos y en el que lo familiar se vuelve amenazador (la cabaña se llama Edén, pero se convertirá en un infierno para los dos).

Como si el profundo estado depresivo en el que ha caído hubiera abierto una puerta en su percepción hasta el momento cerrada, la mujer se verá atraída por la llamada de este territorio hostil al que teme pero al que, inevitablemente, pertenece (en una imagen, vemos como se fusiona con la verde hierba sobre la que está tumbada) y al que no pertenece su marido: tras intentar infructuosamente hacer el amor con él, ella se masturbará frenéticamente en medio del bosque, ofreciendo así tanto su cuerpo desnudo como su energía sexual. No resulta extraño que, en sus pasajes finales, Anticristo se centre en la salvaje exhibición de la degradación física a través de la brutal mutilación de los respectivos genitales del hombre y la mujer, rompiendo, de esta forma, cualquier conexión natural entre ambos.

Anticristo es, que duda cabe, un título controvertido y de vocación provocadora. Pero no ha de verse este afán de escandalizar como la consecuencia de un director con ínfulas de enfant terrible vitalicio (o, al menos, no únicamente), sino el esfuerzo del realizador de El elemento del crimen por desarmar las defensas del espectador a través de la vulneración de los tabúes establecidos tanto en los contenidos (los insertos pornográficos; la violencia en clave ultragore; la explotación del dolor físico y emocional) como en el continente (pasando de Secretos de un matrimonio, de Ingmar Bergman, a Posesión infernal, de Sam Raimi, en cuestión de minutos). El espectador es colocado en un territorio desconocido e impredecible en el que sus propios sentimientos navegan a la deriva -del desconcierto al miedo, de lo risible a lo fascinante- haciendo de Anticristo una experiencia seguramente no placentera, incluso puede que fallida. Pero, sin duda, única.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Juego peligroso

(Dangerous Game)
USA, 1993. 108m. C.
D.: Abel Ferrara P.: Mary Kane G.: Nicholas St. John I.: Harvey Keitel, Madonna, James Russo, Nancy Ferrara

Durante sus primeros minutos, Juego peligroso (también conocida internacionalmente como Snake Eyes; no cofundir con la película de mismo título dirigida por Brian De Palma y protagonizada por Nicolas Cage) establece las fronteras entre los diferentes niveles narrativos que componen la película: la primera escena nos presenta a su protagonista, el director de cine Eddie Israel, cenando con su mujer y su hijo una fría noche de invierno antes de salir a tomar un vuelo que le lleve a Los Ángeles, donde rueda su nuevo film. A continuación, le vemos hablando directamente a cámara acerca de ese proyecto; la fotografía adquiere una tonalidad granulada y carente de iluminación y sigue a Eddie durante el rodaje, mostrando como da las instrucciones a sus actores y prepara los planos. Finalmente, tenemos las imágenes finales consecuencia de ese rodaje.

Como vemos, Juego peligroso es una muestra de ese género que se ha dado en llamar "cine dentro del cine", compuesta por una estructura de cajas chinas que juegan con la diferenciación entre realidad-ficción o documental-drama: en el primer nivel está la película de ficción dirigida por Ferrara y protagonizada por Harvey Keitel en el papel de Eddie Israel, acompañado por Madonna y James Russo; en el segundo, un (falso) making of que nos enseña el rodaje de la película dirigida por Eddie e interpretada por los actores Sarah Jennings y Francis Burns (es decir, los personajes de Madonna y Russo, respectivamente); y en el último nivel, el título de ficción de Eddie, "The Mother of Mirrors", con los roles incorporados por Sarah y Francis. Esta intrincada estructura no sirve sólo para enseñar el interior del rodaje de una película independiente llena de dificultades, sino que convierte la elaboración de una película en una especie de punto neurálgico que canaliza las energías (positivas y negativas) de los que trabajan en ella para expandirlas, afectando a todos los niveles descritos.

"The Mother of Mirrors" supone un psicodrama en el que un matrimonio se enfrenta en un terminal juego de dominación y poder, en el que la idionisíaca visión de la vida de él choca violentamente con el despertar religioso de ella. Poco después de haber asistido al rodaje de una escena en el que el matrimonio se pelea, vemos como Sarah descansa en la cama junto a Francis después de haber hecho el amor; debido a un comentario de Francis, comienzan a discutir como si, de repente, se hubieran transformado en los roles que interpretan en la película de Eddie. Más adelante, Sarah le acusará de su necesidad de tener que emborracharse de verdad para poder actuar como un borracho ante las cámaras, estrechando la diferencia entre realidad y ficción.

De esta manera, a medida que progresa el film, las fronteras que señalábamos líneas arriba se difuminan hasta desaparecer, contagiando a la realidad (el mundo que conforma Juego peligroso) con la ficción ("The Mother of Mirrors"): Francis amenaza a Sarah con un falso cuchillo durante una toma y, una vez finalizada, hace el amago de cortarle el cuello, como si no pudiera salirse del personaje; Eddie le confiesa a su esposa sus numerosas infidelidades a lo largo de los rodajes de sus películas minutos antes de que ésta acuda al funeral de su padre, escenificando así el enfrentamiento entre hedonismo y religión que supone el meollo argumental de su propia película.

Hacia el final de Juego peligroso, Abel Ferrara inserta unas imágenes correspondientes a una entrevista realizada a Werner Herzog durante el calamitoso rodaje de Fitzcarraldo en medio de la selva peruana. Las palabras del director alemán añaden una perspectiva casi mitológica al conjunto bajo la que podemos descifrar el sentido encerrado en la secuencia que abre la película: antes de salir de casa, Eddie se acerca a su hijo, quien duerme placidamente, y le pide que no le olvide. Antes que a un rodaje, Eddie parece prepararse para el combate contra una criatura monstruosa y todopoderosa que, inevitablemente, aún venciendola, se llevará una parte de él. Juego peligroso supone el relato de ese combate y las numerosas bajas causadas entre sus integrantes.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Outrage

(Autoreiji)
Japón, 2010. 109m. C.
D.: Takeshi Kitano P.: Masayuki Mori & Takio Yoshida G.: Takeshi Kitano I.: Beat Takeshi, Kippei Shiina, Ryo Kase, Tomokazu Miura

Auténtica imagen del artista a punto de ser devorado por el abismo de su propio éxito, es posible que para una figura como la de Takeshi Kitano, procedente de la televisión y popular por su vena cómica entre infantil y escatológica, las altas consideraciones y el prestigio crítico alcanzado con películas como Hana-Bi. Flores de fuego le produjeran vértigo. El extraordinario éxito comercial que supuso Zatoichi pareció sumergirle en una crisis personal, debatiéndose entre su condición de personalidad mediática y sus profundas inquietudes artísticas. Sus siguientes tres films -Takeshis', Glory to the Filmmaker! y Achilles and the Tortoise- surgían de esta reflexión, presentándose tanto como un alejamiento de la imagen más popular del director/actor como una sangrante parodia de la misma, siendo recibidos como lo más cercano a un suicidio comercial/artístico por parte de un autor agotado y al límite.

Con Outrage Kitano parece querer recuperar la imagen que había conseguido labrarse con sus primeros films, de corte policíaco y con la presencia -más o menos significativa- de la yakuza. A simple vista, estamos en terreno reconocible en este relato de una guerra entre dos clanes yakuza por el control de un territorio, dando la impresión de estar ante un run for cover en toda regla con el que reconciliarse con el público al que parecía querer dar la espalda en sus films más recientes. El inicio de la película parece apuntar en este sentido: mientras sus hombres de confianza esperan en el exterior junto a los flamantes coches, los jefes de las familias reunidas comen juntos en el interior de la mansión del presidente yakuza. Los lentos movimientos de cámara y los planos fijos, que subrayan el estatismo de los actores, imprimen a las imágenes un tono didáctico.

Pero hay un plano que nos llama la atención: una toma fija nos muestra a uno de los miembros de un clan y, a su lado, al propio Takeshi Kitano, quien interpreta al jefe de un clan menor. Kitano se mantiene estático, con su rostro convertido en una máscara, sin hacer el más mínimo gesto. Un hieratismo familiar para sus seguidores, pero que aquí subraya hasta dar la impresión de no encontrarnos con el actor, sino ante una estatua con su forma. Esta manera de radicalizar la imagen que se tiene de él marcará tanto la forma como el fondo de los acontecimientos narrados a continuación.

Así, Outrage no supone un alejamiento de la fórmula satírica y absurda de los títulos precedentes, sino que resulta en un capítulo más de la reflexión autocrítica comenzada en Takeshis'. De esta forma, Kitano reduce la trama de la película a su esqueleto más básico, eliminando del conjunto cualquier elemento dramático o emocional. Outrage se compone de una serie de escenas unidas entre sí que nos muestra a los miembros de las familias enfrentadas actuando de manera mecánica e implacable: los personajes se mueven, se pelean entre ellos o descansan sin más motivación que la de comportarse como se supone que han de hacerlo, descubriendo así su condición de arquetipos. Resulta fundamental las gélidas composiciones en scope, situando a los actores en escenarios desnudos y estériles, ahondando así en un comportamiento escaso de épica.

Outrage se descubre entonces como una nueva parodia por parte de su director del género que le ha dado fama internacional, en la que la perspectiva humorística ha sido sustituida por una radicalización de sus estilemas más reconocidos (el ritmo contemplativo, el laconismo de sus personajes, los cruentos fogonazos de violencia) hasta mostrar su lado más absurdo: ahí tenemos la mirada desmitificadora a lugares tan comunes como el yakuza que tiene que cortarse su meñique para pagar una afrenta (sólo le ofrecen para ello un vulgar cúter con el que es incapaz de seccionar el hueso) o uno de los protagonistas acostándose con una chica (de manera tan fría y mecánica que, antes que por placer, se diría que la acción la ejecuta por obligación).

Partiendo de un ingenuo intento de estafa, Outrage degenera en una espiral de violencia y muertes en la que lo que sobran son balas y lo que falta es gente a la que matar, configurando un espectáculo casi surrealista en su solemnidad en el que no está a salvo ni siquiera el demiurgo que maneja a todos los actores de este drama sin sentido como un marionetista oculto en las sombras. Hacia el final del metraje, y para marcar el final del camino de su personaje, Kitano compone un plano muy parecido al que clausuraba Boiling Point con una diferencia: mientras allí la acción se situaba en campo abierto, aquí está encerrada entre los muros de una prisión. Pesimista confesión de un Takeshi Kitano que parece sentirse prisionero del edificio cinematográfico que él mismo edificó. Teniendo en cuenta esto, el anuncio al final de los créditos de una inminente secuela no sabemos si es una ironía o una bandera blanca.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Vinyan

(Vinyan)
Francia/Bélgica/UK/Australia, 2008. 96m. C.
D.: Fabrice Du Welz P.: Michael Gentile G.: Fabrice Du Weltz I.: Emmanuelle Béart, Rufus Sewell, Petch Osathanugrah, Julie Dreyfus

Tendencias del cine de terror
Posiblemente, el cine de terror sea el género más terriblemente humanista; el que más nos puede decir sobre nuestra condición de seres humanos, tanto a un nivel interno (los intrincandos pasillos de nuestra mente) como externo (el cuerpo como cartografía del terror físico). Si el cine de acción busca el exaltar nuestros instintos más primarios y nuestra sed de adrenalina y el drama toca las teclas de nuestro lado más sentimental y emocional, el terror se dirige de manera directa a nuestros miedos, a los temores que mantenemos encerrados en un rincón oscuro de nuestro cerebro y que pueden materializarse con cualquier tipo de forma o amenaza (un psicópata asesino; un ente sobrenatural; una criatura alienígena; o la vulnerabilidad de un entorno que creíamos controlado).

Por su propia esencia, una película de terror debe ser una experiencia escasamente disfrutable para el espectador, pues le descubre lo que no quiere conocer, lo que no se atreve ni a mirar. Siguiendo este razonamiento, el horror cinematográfico supone la antítesis del éxito popular. Quizás por eso, y desde hace ya mucho tiempo, ha abandonado las primeras filas de las carteleras más visibles de las multisalas. Lo que hoy se conoce como "cine de terror" no deja de ser una fórmula necesaria de cara a empaquetar un producto y dirigirlo a un público concreto. Pero el escalofrío provocado por la contemplación de lo pavoroso ha desaparecido en sustitución de un tren de la bruja manufacturado en el estudio de postproducción, en el que el susto repentino y los sobresaltos sonoros sirven como experiencia catártica a la vez que un efecto tranquilizador.

¿Significa esto que el horror cinema ha desaparecido? Por supuesto que no, simplemente ha mutado y se ha escondido, agazapado en una serie de productos que difícilmente catalogaríamos como cine de género pero que, ante la contemplación de sus imágenes, nos vemos arrastrados por una fuerza tan perturbadora como hiriente. Hoy en día, si queremos pasar miedo antes que acudir a ver el último estreno en la sala más cercana debemos acercarnos a la filmografía de Michael Haneke (La pianista o Funny Games) o de Todd Solondz (Happiness), a creadores tan esquivos como Gaspar Noé (Irreversible) e, incluso, a cineastas curtidos en el género que han encontrado personales caminos con los que trascenderlo como David Cronenberg (Crash) y David Lynch (Carretera perdida o Inland Empire).

Regreso al corazón de las tinieblas
Vinyan no es un título que surja de la nada. De hecho, a lo largo de su metraje podemos localizar las sutiles sombras de las películas que la preceden: el recorrido que un matrimonio realiza, internándose en el corazón más oculto y atávico de la jungla tailandesa, parece un remake emocional de Apocalypse Now (de nuevo, la lancha surcando un río que supone un viaje en el tiempo a la búsqueda de una silueta, de una figura mítica encerrada en los márgenes de una fotografía -o, en este caso, una televisión); por otro lado, Du Welz despliega una mirada antropológica a los escenarios por los que transitan los protagonistas, captando el pulso vital de una población que, a ojos extranjeros, resulta tan extraña como amenazadora. Vinyan, en su acercamiento a los lugares más sordidos, inquietantes y oscuros de Tailandia , conecta con el espíritu más puro del subgénero mondo: la explotación morbosa y sensacionalista de cierto costumbrismo terrenal y descarnado del tercer mundo en films como Este perro mundo y Adiós África.

La referencia a estos títulos no es casual. Si el film de Coppola partía del género bélico para ir difuminando sus formas hasta internarse en un terreno salvaje en el que la noción de género perdía su sentido en un contexto cinematográfico aún sin civilizar; si el mondo fue radicalizando sus elementos, introduciendo a la ficción en un formato que abogaba por el verismo; el director de Calvario realiza en Vinyan una reflexión acerca de la relatividad del concepto de terror, demostrando a través de sus imágenes que lo fantástico no surge de los materiales utilizados, sino de la mirada con la que se observan. Lo misterioso, lo irracional, está fusionado en los pliegues de nuestra cotidianidad. Está ahí, a la vista de todo el mundo, sólo hay que saber desde qué perspectiva mirar. Así, la frenética y bulliciona vida nocturna de una ciudad tailandesa puede ser un catálogo exótico de servicios y oportunidades prohibidas como, a la vez, el infernal laberinto en el que puede perderse una madre desesperada por encontrar a su hijo; las panorámicas que captan un paisaje de intensa naturaleza pueden servir tanto para confeccionar una postal turística como para dar la bienvenida a un mundo misterioso y primitivo, en el que la presencia del hombre supone una intrusión.

Vinyan nos embarca en un viaje regresivo al corazón primigenio del ser humano. Al principio del film, la pareja formada por Jeanne y Paul Bellmer nos es presentado como un ejemplo de matrimonio burgués implicado en todo tipo de causas benéficas con las que limpiar su conciencia de civilizados ciudadanos del primer mundo. Pero la pérdida de su hijo ha desestabilizado esa condición. No es un dato baladí el que el pequeño Joshua desapareciera arrastrado por la fuerza de un tsunami: es decir, por la intromisión de la Naturaleza, que irrumpe en un entorno civilizado para llevarse una pieza de ese entorno, reclamando lo que le pertenece. Como si hubiera sido contagiada por ese conctacto con un espíritu vorazmente telúrico, Jeanne empujará a su marido a la búsqueda de su hijo en lo que supone, en realidad, un alejamiento de la civilización para ir al encuentro de esa llamada natural.

Durante el viaje, los Bellmer irán siendo despojados de los objetos materiales que les identifica como ciudadanos modernos (su pasaporte; el teléfono móvil deja de funcionar por falta de cobertura; acabarán perdiendo todo su dinero en mano de los miembros de las triadas que les ayudan) para, a continuación, vaciarles de cualquier atisbo emocional y sentimental (la escena en la que Paul intenta hacerle el amor a su mujer, la cual permanece en todo momento estática y con la mirada perdida). De esta manera, Vinyan se convierte en un relato de fantasmas en doble sentido: el fantasma como la presencia de un recuerdo doloroso de algo irrecuperable y que se niega a desaparecer; pero también, el fantasma como lo que queda en un cuerpo que ha pasado a ser un recipiente de carne y huesos vacío en su interior, convertido en una criatura errante cuya única conexión con la vida es la irracional búsqueda de un deseo intangible.

No ha de extrañarnos que en Vinyan la palabra y la acción sean factores secundarios, ensombrecidos por el elaborado aparato sensorial con el que Fabrice Du Welz retrata los turbulentos y confusos puntos de vista de sus personajes, utilizando el diseño de sonido para enrarecer y contaminar los escenarios que les rodean; y los movimientos de cámara como afilado escalpelo con el que seccionar lo real para mostrar la presencia de lo irreal en su interior. En este sentido, el prólogo que abre la película es fundamental: una secuencia poderosamente abstracta de formas indeterminadas y sonoridades agresivas que bien podría ser el origen del trauma de los protagonistas; un pesadillesco viaje onírico al interior de sus temores y anhelos; o una declaración de principios estética por parte del director. O todo a la vez. Es este terreno ambiguo e inasible, entre lo críptico y lo hipnótico, a la vez fascinante e instintivamente aterrador, lo que hace de Vinyan uno de los títulos más enigmáticos y fascinantes del cine de terror contemporáneo.


jueves, 8 de septiembre de 2011

A Serbian Film

(Srpski film)
Serbia, 2010. 104m. C.
D.: Srdjan Spasojevic P.: Srdjan Spasojevic G.: Aleksandar Radivojevic & Srdjan Spasojevic I.: Srdjan Todorovic, Sergej Trifunovic, Jelena Gavrilovic, Slobodan Bestic

1. ¿Ha de ser el cine un plato para todos los gustos? ¿Hemos de valorar el ejercicio artístico, en cualquiera de sus formas, a través del baremo con el cual regimos nuestro entorno social? O, en cambio, ¿el arte es una herramienta con la que diseccionar ese mismo entorno, revelando su lado más desagradable e incómodo? Estas son algunas de las preguntas que surgen a raíz de la controversia originada por el pase en España de la primera película del director serbio Srdjan Spasojevic, cuya prohibición a ser exhibida en la XXI Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián debido a una denuncia de la CONCAPA (Confederación Católica de Padres de Familia y Padres de Alumnos) y la posterior denuncia a Ángel Sala, director del Festival de Cine de Sitges, por proyectarla en dicho festival, ha puesto en primer plano el oscuro fantasma de la censura.

En el momento en el que un organismo o una persona deciden -bajo sus propios criterios personales- lo que el público debe o no debe ver, ¿podemos considerarnos ciudadanos de una sociedad moderna y avanzada? ¿Siguen existiendo temas y elementos tabúes que el arte no debería tocar? ¿ Y a base de qué regulación moral? ¿Y de quién? Las preguntas se multiplican y las respuestas no son fáciles. Pero quizás todo se puede resumir, basándonos en el ejemplo que nos ocupa, en dos cuestiones fundamentales: ¿Es A Serbian Film una película profundamente perturbadora, descarnadamente desagradable y polémicamente agresiva? Desde luego ¿Y eso la convierte, automáticamente, en una mala película? En absoluto.

2. En el libro de entrevistas Cronenberg por Cronenberg, el realizador canadiense establecía la diferencia existente entre un ciudadano y un artista. Según el director de Videodrome, un ciudadano, como miembro activo de una comunidad, tenía que regirse bajo una serie de parámetros y reglas morales, éticas y de convivencia que sirvieran al bienestar de esa comunidad; por su parte, el artista, como fuerza creadora, estaba libre de esas ataduras, siendo su función, precisamente, el cuestionar y poner al descubierto los aspectos más oscuros de la misma, por repulsivos o irritantes que puedan ser.

Desconocemos el comportamiento de Spasojevic como ciudadano, pero como artista ha realizado una tan salvaje como fascinante disección de su propio país, cuyo pasado reciente marcado por los conflictos bélicos y los enfrentamiento fraticidas lo han sumergido en un estado narcótico. Para ello, Spasojevic construye un sofisticado artefacto meta-narrativo: su protagonista, Milos, es un actor porno retirado que intenta construir un futuro estable y prometedor para su familia. La aparición de un intrigante director cinematográfico dispuesto a llevar al género pornográfico a misteriosas cimas artísticas parece ofrecerle la posibilidad de hacer realidad su sueño.

Durante su primera hora, A Serbian Film hace gala de un tono distanciador en sus imágenes, retratando tanto el entorno en el que se mueve Milos como la espiral destructiva en la que va cayendo poco a poco sin darse cuenta. Las elegantes tomas en scope subrayan los espacios vacios que rodean al protagonista, dando la sensación de que siempre está aislado, sin nadie que le pueda ayudar. Este sentimiento contagia incluso a los planos en los que aparece acompañado, como anunciándonos la artificiosidad de un mundo a un paso de derrumbarse. La iluminación a base de colores dorados y tonalidades metálicas ayudan tanto a remarcar la presencia física de los actores como a despojarlos de cualquier elemento emocional: cuerpos sin emociones abandonados en escenarios de líneas rectas y atmósferas sombrías que remarcan su vulnerabilidad.

En esta parte inicial, el director mantiene los elementos más fuertes -como las múltiples y muy explícitas escenas de sexo- contenidos en un entorno controlado y separado que confirma su mirada objetiva: las imágenes de las películas protagonizadas por Milo son encerradas por el marco de las televisiones en las que se visionan. A medida que avanza el metraje, el contenido de esas pantallas se irá haciendo más extremo -la filmación en la que asistimos a la violación de un bebé recién nacido cuyo intenso poder de turbación en el espectador viene dado no tanto por lo que se ve como por lo que se oye- hasta el punto de traspasar esa frontera divisoria e internarse en la realidad.

Es por esta razón -por mantener esa perspectiva objetivista que le permita reflexionar con frialdad pero con decisión sobre los hechos narrados- que Spasojevic convierte la segunda parte del film en un recuento de flashbacks en los que Milos recuerda de manera fragmentada los sucesos ocurridos la última semana. Es en este tramo donde A Serbian Film pisa el acelerador de lo permitido, legando algunas de las imágenes más brutales, despiadadas pero, también, poderosas de la historia del cine de terror. El punto de vista alucinado y alterado de su protagonista confiere al conjunto un tono surrealista, casi fantástico, alcanzando un paroxismo de ultragore, pornografía al límite y horror extremo que sirve de catarsis salvaje tanto para el protagonista como para el espectador.

3. Si podemos considerar al género pornográfico como un ejemplo de cine en estado químicamente puro -puesto que su eficacia se basa exclusivamente en una combinación de imagen, ritmo y sonido-, podremos entender -si bien no compartir sus métodos- las intenciones de Vukmir, el mefistofélico realizador que empuja a Milos a un enfrentamiento con su yo más primordial y salvaje. También nos sirve para realizar una conexión entre Vukmir y el propio director de A Serbian Film, a fin de esclarecer sus intenciones a la hora de levantar tan devastador edificio fílmico.

En un momento del film, Vukmir realiza una exaltada declaración de principios en la que considera el cine pornográfico como la columna vertebral del país, tanto por su componente realista -el sexo mostrado es real- como su capacidad para poner en imágenes el juego dominador-víctima que rige nuestra sociedad. Así, el plan de Vukmir consiste en radicalizar las reglas de la pornografía para descomponer el disfraz civilizado que vestimos y sacar a la luz a la criatura instintiva y amoral que llevamos dentro, con la que subvertir las normas morales más esenciales: su concepción de la familia como una serie de cuerpos conectados en una interminable y purificadora orgía.

La actitud polémica de Srdjan Spasojevic y su intención de noquear y alterar al público no supone un vacuo catálogo de atrocidades con el que llamar la atención, sino que busca -y encuentra- el colocar al espectador ante una intensa experiencia que le enfrente a un reflejo distorsionado de su propio -y oscuro- ser. Su elaborada concepción estética -en la que la interpretación de los actores, el encuadre elegido y el diseño de sonido se combinan en la búsqueda de un significado- nos revela a alguien con una mirada personal sobre lo que narra, con algo que decir y un modo para decirlo. En suma, a un genuino director de cine.