jueves, 31 de enero de 2013

2001. Una odisea del espacio


(2001. A Space Odyssey)
USA/UK, 1968. 141m. C.
D.: Stanley Kubrick P.: Stanley Kubrick G.: Stanley Kubrick & Arthur C. Clarke I.: Keir Dullea, Gary Lockwood, William Sylvester, Leonard Rossiter



Prelude
Las recientes ediciones domésticas de 2001. Una odisea del espacio incluyen al metraje habitual una obertura, un intermedio y un final. Una medida para poder rescatar y ofrecer al espectador contemporáneo una experiencia análoga a la que vivió el público de la época en la que se estrenó por primera vez la película de Stanley Kubrick. Pero, por encima de su valor casi arqueológico, o ilustrativo, esos añadidos sirven de reflejo y presentación de las intenciones últimas del director norteamericano de cara a la que es su trabajo más popular, a la vez que el más controvertido.

Antes del mítico arranque del film a los sones de Richard Strauss, asistimos a una obertura en la que escuchamos los violines in crescendo del "Atmosphères" compuesto por György Ligeti. La música se desarrolla sobre una pantalla en negro, expandiéndose por la sala con total libertad sin verse atada por ninguna imagen: es, por tanto, la absoluta protagonista. Estar en una sala de cine, ante una gigantesca pantalla en negro, mientras la música nos rodea es, sin duda, una experiencia límite a la vez que la aparente negación de la misma experiencia cinematográfica. Por tanto, Kubrick se posiciona como creador estético, antes que narrativo: repetimos, la pantalla es un inmenso bloque negro, no da ninguna información. Haciendo algo de abstracción, podemos imaginarla como si fuera el famoso monolito colocado en posición horizontal el cual, al igual que sucederá con el astronauta Dave Bowman en la tercera parte de la película, se abre ante nosotros para que penetremos en su interior y nos lleve, no más allá de las estrellas, sino más allá de la sala y más allá de nuestra conciencia.

Se ha comentado con asiduidad, llegando a convertirse en un tópico dentro de cualquier acercamiento a la figura del misterioso realizador, el aparente carácter deshumanizado del cine de Stanley Kubrick, con 2001. Una odisea del espacio como principal prueba. Algo que, a la luz de las imágenes resulta no discutible, pero sí matizable. En su afán por otorgar a los hechos mostrados un perfeccionista grado de verosimilitud (recordemos que Kubrick contó con el apoyo de la NASA y de reputados científicos de cara a plasmar con escaso margen de error el futuro en la carrera espacial del ser humano), la atmósfera de 2001. Una odisea del espacio es inequívocamente fría, marcada por la blancura impoluta, casi aséptica, tanto de los interiores como de las naves espaciales; igualmente, los protagonistas del relato actúan en todo momento con ademanes mecánicos, sin que ningún atisbo de emoción perturbe sus movimientos hieráticos, incluso cuando se relacionan con sus seres queridos (los únicos contactos familiares se realizan a través de vídeoconferencias a través de millones de kilómetros, distancia inabarcable a través de la cual se difuminan las emociones) o en momentos de alta tensión (el rescate del astronauta Frank Poole por parte de Bowman).

Las naves recorren lentamente el encuadre, sin que sonido alguno las acompañe, sin que sus motores escupan grandes llamaradas y sin plegar el espacio para alcanzar la velocidad de la luz. A ojos del espectador, la morosidad de los planos le sumerge en un estado de ensoñación que le coloca en la misma postura que a los protagonistas: en el futuro, la cotidianidad de los viajes espaciales los convertirá en monótonos trámites, análogos al coger el coche para atravesar una larga distancia (así, el eminente doctor Floyd se queda dormido en todos sus viajes). No hay, así, rastro alguna del sentido de la maravilla propio de la conquista del espacio, sino puro pragmatismo científico.

Y aún así, una penetrante emoción se abre paso a través de nuestra mente, absorbidos por la infinita belleza de lo que contemplamos. No es extraño que Kubrick quisiera elegir las piezas musicales que acompañaría a las imágenes, rehusando la participación de un compositor profesional quien hubiera dado su propia interpretación de las imágenes, escapando éstas del férreo control del realizador de El resplandor. (1) La aparente frialdad del conjunto es contrapunteado por el sentimiento intrínseco a la creación musical. Estampas del futuro adornadas por una música proveniente del pasado y hermanadas por un factor común: el ser humano. Recordemos la utilización del vals "El Danubio azul", de Johann Strauss, para acompañar los movimientos de las naves, ya sea surcando el espacio o aterrizando, transmutando, así, sus mecánicos movimientos en pura armonía, como si en vez de moverse, los artefactos espaciales bailaran al son de la música.

El comienzo del fin
A pesar de un poderosa imaginería visual, posiblemente gran parte de la fama alcanzada por 2001. Una odisea del espacio, y que la ha llevado a convertirse en el título mítico que es hoy en día considerado, sea motivada por su condición de obra misteriosa e inabarcable. Los primeros minutos del metraje nos sitúan en un escenario rocoso. La tierra desértica es castigada por la rojiza tonalidad del cielo, subrayando su esterilidad. Estamos en la prehistoria y asistimos al declive de un primitivo ser humano, quien aún conserva sus rasgos simiescos. A pesar de estar rodeados de animales que pasean pacíficamente a su alrededor, los simios no parecen ser conscientes de las posibilidades nutritivas de éstos, alimentándose de las escasas y secas hierbas y matojos que encuentran entre las piedras. Sin posibilidad de defenderse de los ataques de los depredadores y bebiendo de sucias charcas, el hombre, antes incluso de iniciar su evolución, parece condenado a la extinción.

Carente por completo de diálogos, el sentido de esta primera parte es anunciado por el título que la encabeza: "El amanecer del hombre". Al límite mismo de la desaparición, Kubrick nos sitúa en el momento en el que el simio adquiere los primeros rasgos de inteligencia, logrando de esta manera superar las adversas condiciones de su entorno. Una inteligencia que no surge de la evolución natural del cerebro humano, sino que es puesta en marcha por la intromisión de un agente externo: la aparición repentina de un gigantesco monolito, de formas rectas e insondable superficie oscura. El estudiado pesimismo de Kubrick se muestra aquí de manera diáfana: la evolución del hombre no surge de una fuerza interior de cara a adaptarse a un ecosistema hostil, sino que es guiado por una fuerza superior, sin la cual sería incapaz de sobrevivir.

Un discurso de claras resonancias místicas pero al cual Kubrick niega los elementos religiosos inherentes al mismo a través de un calculado hermetismo en su exposición. Tras adquirir inteligencia, lo primero que aprende los simios es a matar: matar para comer, pero también para defender su territorio de otras tribus. Kubrick parece asegurarnos acerca del carácter autodestructivo idiosincrásico a la especie humana. No por casualidad, en la segunda parte del film, la rebelión del ordenador central del Discovery a bordo del cual viajan Bowman y Poole junto a unos geólogos en hibernación, se produzca a través de una concienciación de la Inteligencia Artificial de su propia existencia: será en el momento en el que descubra las intenciones de los astronautas de desconectarle, lo cual supondría su muerte, cuando decida defenderse haciendo uso, si es necesario, de la violencia.

A pesar de la diferencia de tiempo poco parece haber cambio en la esencia del ser humano, invadido por un perenne temor a la muerte, a lo desconocido. Una idea ejemplarmente expuesta por la famosa elipsis que nos hace pasar del nacimiento del hombre a los viajes por el espacio como si los millones de años transcurridos fueran polvo. Pero hay una imagen que creo que define mejor esa teoría, y de manera más escalofriante. Tras el descubrimiento de un nuevo monolito enterrado en la luna, un grupo de científicos de acerca para estudiarlo y, así, el pasado y el futuro (o presente) se ven unido con una rima de poderosa resonancia: un grupo humano se reúne alrededor del misterioso artefacto: antes, un grupo de simios; ahora, unos científicos. Lo único que parece diferenciarlos es el pelo de los primeros sustituido por los trajes espaciales de los segundos. En cambio, ambos grupos son hermanados por un mismo sentimiento de miedo y de curiosidad, de la búsqueda del conocimiento.

Más allá de las estrellas
Resulta harto difícil el abordad un comentario, más o menos largo, más o menos profundo, de una película tan icónica como la que nos ocupa. A través de estudios, documentales, libros y relatos se ha diseccionado las entrañas de 2001. Una odisea del espacio desde todos los ángulos posibles, dejando poco espacio para los textos venideros. Con todo, esta montaña de información conlleva su propia trampa. A fuerza de repetir los mismos lugares comunes, éstos se han convertido en un dogma de fe, sin que parezca necesario contrastarlos con la realidad de unas imágenes existentes. En cambio, el visionado de la película a la luz de estos escritos procura no pocas sorpresas. Al principio de estas líneas ya he argumentado la relativa frialdad que se le suele atribuir al film. Pasemos ahora a otro tópico: la revolución genérica que supuso 2001. Una odisea del espacio.

Está fuera de toda duda la revolución que 2001. Una odisea del espacio supuso dentro del marco genérico de la ciencia-ficción, especialmente a la hora de mostrar de manera realista y con todo lujo de detalles la vida futura del hombre en el espacio. Una revolución sólo posible a través del desarrollo de innovadoras técnicas fotográficas y de efectos especiales impensables sin el apoyo de una gran productora y un presupuesto generoso. Estamos ante un film adulto, qué duda cabe, que aleja al género de los parámetros de la space opera para otorgarle una transcendencia y una densidad que surge tanto de lo que cuenta como de cómo expone esa narración. Revolución, por tanto, pero no ruptura (sin ir más lejos, ese mismo año se estrenaba El planeta de los simios, otra odisea de ciencia-ficción que teorizaba acerca de los impulsos autodestructivos del ser humano).

Porque 2001. Una odisea del espacio, lejos de constituir un título aislado, se nos aparece como una caja de resonancia, una amalgama de los modos y maneras desarrollados por el subgénero en su larga existencia. Múltiples puentes podemos levantar hacia el pasado: por ejemplo, la obsesión por la verosimilitud científica, en su busca de la perfección profética, nos recuerda a las visionarias novelas de Jules Verne; y su discurso alegórico la emparenta con las famosas obras de escritores imprescindibles como Aldous Haxley o George Orwell. Pero, yendo algo más lejos, 2001. Una odisea del espacio no supone la negación de esa ciencia-ficción lúdica, emparentada con el cine de acción, aventuras y terror, propia de los años 50. ¿Acaso en su parte central no es desarrollado un sentido del suspense a través del comportamiento de HAL 9000? El enfrentamiento entre los tripulantes humanos con un enemigo de distinta naturaleza (ya sea artificial o alienígena) no resulta muy lejana de obras como It! The Terror from Beyond Space, así como nos adelanta las amenazas robóticas de Alien. El octavo pasajero o Terminator.

2001. Una odisea del espacio desarrolla un lenguaje metanlingüístico, al fusionar su forma cinematográfica con su esencia narrativa: al igual que la evolución del hombre, desde su condición de ser primitivo a su deslumbrante forma de ser estelar, pasa forzosamente a través de una fuerza extraterrestre, todo el cine de ciencia-ficción se ve reflejado en sus brillantes fotogramas. Mencionemos, ya para finalizar, el absorbente viaje a través de las estrellas que realiza Bowman a la hora de entrar en el monolito: una hipnótica escena de inequívoco espíritu lisérgico y alucinatorio (no lo duden, 2001. Una odisea del espacio es hija de su época), a través del cual el protagonista seguramente esté presenciando la inmensidad del cosmos. Los primeros planos de su ojo, abierto de par en par, llenando toda la pantalla, incapaz de aprehender todas las maravillas que recoge, es el reflejo del asombro de un público empequeñecido ante la gran pantalla, consciente de que, efectivamente, quizás sea una mota de polvo perdida en la vastedad del universo, un suspiro en la eternidad de la existencia, pero, aún así, es parte de una gigantesca, impensable construcción de sobrecogedora  e infinita belleza.
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(1) Ante la negativa de la Metro Goldyn Mayer de utilizar únicamente música clásica preexistente como acompañamiento sonoro del film, Stanley Kubrick contrató los servicios del compositor Alex North, que tan buenos resultados obtuviera con su anterior Espartaco. Tras trabajar de manera casi febril en la partitura, llegando a caer enfermo en el proceso, North recibió el peor golpe en su carrera cinematográfica al constatar, durante el estreno del film, que Kubrick no había conservado ni una nota de su trabajo. Deprimido, se marchó de la sala. Se dice que nunca superó este golpe y que, indignada, la comunidad de compositores cinematográficos le dieron la espalda al director en toda su carrera. No sería hasta 25 años después que se pudo escuchar dicha composición de la mano de Jerry Goldsmith, quien dio un concierto dirigiendo a la National Philharmonic Orchestra de Londres.



jueves, 24 de enero de 2013

Django desencadenado

(Django Unchained)
USA, 165m. C.
D.: Quentin Tarantino P.: Reginald Hudlin, Pilar Savone & Stacey Sher G.: Quentin Tarantino I.: Jamie Foxx, Christopher Waltz, Leonardo DiCaprio, Kerry Whasington


The Tarantino Connection
¿Cuál es la evolución que podemos encontrar en la carrera de Quentin Tarantino desde la fundacional y ya mítica Reservoir Dogs hasta su último trabajo, la película de la que nos ocupamos en estas líneas? Más allá de los aspectos técnicos o formales, podemos hablar de una cuestión de mirada. El director de Tennesse pertenece, resulta casi redundante decirlo a estas alturas, a una larga estirpe de cineastas/cinéfilos -por ejemplo, Jean-Luc Godard, Peter Bogdanovich, Steven Spielberg o Martin Scorsese-, los cuales, en una parte de su filmografía o en su totalidad, han intentado recrear a través de su obra el cine que les formó como espectadores. En sus primeras tres películas -la mencionada Reservoir Dogs, Pulp Fiction y Jackie Brown-, Tarantino recuperaba los iconos y los estilemas propios de una serie de determinadas modalidades genéricas cinéfagas y literarias -el cine noir, la literatura pulp y el cine blaxploitation- para utilizarlas en unos títulos totalmente contemporáneos. 

Kill Bill -especialmente su primer volumen- supuso un punto de inflexión. La utilización al inicio del film del logo original de la legendaria productora oriental de los Shaw Brothers se presentaba como una declaración de principios por parte del director de Malditos bastardos: su intención ya no era manejar una serie de iconos reconocibles, sino la de realizar un intento de recreación de esos iconos: es decir, Kill Bill suponía el trabajo no tanto de un cineasta como de un DJ, cuyo ingenio a la hora de rescatar samplers del pasado le permitía el realizar un producto altamente reconocible en sus bases como inequívocamente personal.

No deja de resultar curioso que sea precisamente una de sus películas menos populares, Death Proof, la que mejor ha reflejado el ideario cinematográfico tarantiniano. Perteneciente en su versión original al mutilado proyecto Grindhouse, el segmento de Tarantino no se limitaba a ser un intento de simulacro -como sí sucedía con su compañera natural, la fallida Planet Terror-, sino que suponía un complejo ensayo cinéfilo que reflexionaba acerca de la viabilidad de los materiales del pasado en el panorama cinematográfico actual. Por tanto, podemos encontrar aquí una contradicción: está claro que, como espectador, a Tarantino le entusiasma ese cine popular, humilde y agresivo (exploitation, terror, gore, partiendo de la B hasta culminar en los abismo de la Z), pero como director no lo considera digno de su arte.

Once Upon a Time in the West
El comienzo de Django desencadenado es, hasta el momento, el mayor logro de Tarantino en su faceta sampleadora. Los títulos del crédito -con las imágenes de ese desierto rocoso, la letras impregnadas de un rojo furioso que llena la pantalla y la música de Luis Bacalov- nos transporta, de manera harto efectiva, a un cine de barrio de los años 60. Los que, como un servidor, vimos el original Django, dirigido por Sergio Corbucci en 1966, en los márgenes de nuestra pantalla de televisión, intentando contagiarnos del espíritu del spaghetti-western de la época, constatamos la inutilidad del intento: Django desencadenado nos recuerda que la experiencia cinematográfica no consiste sólo en el acto de ver una película, sino todo lo que la rodea y la complementa: la pantalla gigantesca, el sonido atronador y envolvente, y el acompañamiento de un público desconocido, pero ávido, como uno mismo, de emociones fuertes.

Es por ello que, tras esta epifanía, lo que viene a continuación resulta tan desconcertante: la presentación de los protagonistas del film, el esclavo Django y el cazarrecompensas King Schultz, durante la liberación del primero, establece el tono predominante en el film: por un lado, la loable intención de su autor de rescatar todo el salvajismo inherente a la época que retrata, especialmente visible en el brutal trato a los esclavos negros y la descarnada violencia que acompaña a los tiroteos y enfrentamientos, con esos cuerpos destrozados por las balas, explotando en torrentes de hemoglobina; al mismo tiempos, estas acciones son mostradas a través de una mirada irónica, incluso sardónica, que sublima el impacto a través de la parodia sangrienta del mismo.

Quentin Tarantino parece haber decidido utilizar el pretérito en sus films para reescribir la historia y saldar las injusticias de ésta a través del cinematógrafo. Si en su anterior e igualmente irregular Malditos bastardos le permitía a un actor judío -Eli Roth- saldar las cuentas de su pueblo ante el mismísimo Hitler, en Django desencadenado se repite la misma premisa: en este caso, haciendo que un actor negro se rebele contra el opresor blanco, haciendo saltar por los aires -literalmente- la iconografía de éste, como son las grandes mansiones sureñas y las plantaciones de algodón. Por tanto, el material elegido -el spaghetti-western en clave blaxploitation- se subordina al discurso. Y el discurso se impone a la película. Aunque Django desencadenado no está dividida en capítulos su estructura resulta inequívocamente episódica, construida en base a una serie de bloques de irregular ensamblaje: una vez más, Tarantino cae hechizado bajo el influjo de sus propios personajes y del sonido de sus voces, lastrando el ritmo del film a través de la retórica y la digresión sin rumbo.

Tarantino Superstar
Volvamos a la pregunta con la que abríamos este texto. ¿Qué ha cambiado en el cine de Tarantino? Más allá de posibles elucubraciones teóricas comos las expuestas hasta aquí, hay una cosa clara:el propio Tarantino ha cambiado. En su crítica de Reservoir Dogs, Tomás Fernández Valentí recuerda cómo en 1992, en el marco del Festival de Sitges, la película era presentada por un "humilde novato" que se dirigía al público con timidez (1). Esa humildad iría desapareciendo a medida que Tarantino se vio convertido en un icono generacional mediático, a través de toda una serie de cameos, colaboraciones y apariciones televisivas en formatos populares como "American Idol" y convirtiéndose en una marca de fábrica: lo tarantiniano.

No me cabe duda de que Tarantino es posiblemente el director con más talento, y el más personal, de su generación. Y eso se ve en Django desencadenado cuando se centra en rodar su película del oeste, consiguiendo no pocos momentos memorables e imágenes para el recuerdo: el enfrentamiento de Django con los capataces que torturaron a su esposa; el reencuentro visual con ésta, contrapunteado por la impotencia de no poder ayudarla mientras es vejada y humillada; la masacre en la mansión de Calvin Candie; el caballo blanco teñido de rojo por la sangre de su dueño; o ese campo de algodón manchado por la sangre de uno de los capataces que lo vigilaba.

No deja de resultar irónico que, en la trayectoria de su carrera, haya tenido más relevancia un relativo fracaso como fue Jackie Brown que el estrepitoso triunfo de Pulp Fiction: la indiferencia del público ante la que me sigue pareciendo su mejor película marcó el camino a seguir por Tarantino en su futuro: haciendo, desde luego, sus películas con plena libertad creativa, y se nota, pero sin perder de vista a su público y a lo que éste espera de él. Llegados a este punto, resulta inevitable toparse con un callejón sin salida personal. Ese es un camino que me resulta frustrante y que no me interesa. Pero, desde luego, ese es un problema mío y no del millonario Quentin Tarantino.
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(1) http://www.cinearchivo.com/site/fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=2586


miércoles, 23 de enero de 2013

Chronicle

(Chronicle)
USA, 2012. 84m. C.
D.: Josh Trank P.: John Davis & Adam Schroeder G.: Max Landis, basado en una idea de Max Landis & Johs Trank I.: Dane DeHaan, Alex Russell, Michael B. Jordan, Michael Kelly

Durante los primeros minutos de metraje, el director Josh Trank parece justificar la decisión de utilizar la técnica conocida como found footage (películas que, a través de la adopción de un punto de vista subjetivo por parte de quien maneja la cámara, intentan conferir un aspecto verista, cercano, a lo mostrado) como medio para resaltar el tono realista y dramático de lo que está contando. Así, la imagen con la que se abre la película nos muestra al protagonista, el adolescente Andrew, probando la videocámara que se acaba de comprar. Está enfocando la puerta de su habitación, cerrada con llave. Al otro lado de la puerta se oye el alboroto que causa su padre, quien le increpa a que abra la puerta. Andrew le recrimina que está borracho, y lo hace con una tranquilidad que denota que esa desagradable situación no es nueva para él.

Las siguientes escenas siguen el mismo camino: andando por los pasillos del instituto, Andrew soporta todo tipo de bromas por parte del resto de los alumnos e, incluso, es golpeado por un matón que además le tira la cámara al suelo. El único momento de tranquilidad que parece disfrutar el protagonista, mientras almuerza sentado en las gradas del campo de deportes, se ve roto cuando una de las animadoras le pide deje de grabar a ella y a su grupo porque resulta repugnante. El regreso a casa no supone entrar en terreno seguro: su padre le está esperando y le pega por no haberle abierto la puerta por la mañana mientras de fondo se escuchan los angustiosos sonidos que efectúa su madre, víctima de una enfermedad terminal sumamente dolorosa.

La utilización de la cámara como punto de vista de Andrew confiere a toda esta sucesión de desgracias una sensación de cercanía que potencia la indefensión del personaje, como si fuera la prueba que quiere dejar para la posteridad el tormento en el que se ha convertido su existencia daría. No resulta difícil ver en Andrew el prototipo del loser que, colocado al borde del abismo por el resto del mundo, un día coge un arma de fuego y se toma venganza en todos aquellos que le han hecho sufrir, dejando las grabaciones como explicación de sus actos. La cercanía que siente con su cámara, su renuncia a mirar al mundo directamente con sus ojos, convierte al aparato en un filtro que coloca delante de él, un escudo con el que intentar sublimar esa realidad aciaga. Un intento destinado al fracaso como demuestra el momento en el que se dirige junto con su primo a una fiesta y que termina con una imagen clave: Andrew sentado solo en el suelo del jardín de la mansión, con la cámara colocada delante de él como constatación de su fracaso.

En un giro de guión de tintes fantásticos, Andrew, junto con su primo Matt y el amigo de éste, Steve, encuentran un extraño artefacto enterrado bajo tierra y que parece reaccionar a su contacto. De repente, los tres chicos parecen afectados por el artilugio, sufriendo un penetrante dolor de cabeza y sangrando por la nariz. Como síntoma de desmayo, una pantalla en negro cierra la secuencia, dividiendo la película en dos partes. Al volver, nos damos cuenta que han pasado días desde aquel descubrimiento y que ahora, Andrew y sus compañeros tienen poderes que van desde mover con su mente todo tipo de objetos (desde pelotas de baseball hasta coches) a, incluso, volar. A partir de este momento, la cámara de Andrew ya no buscará registrar la realidad, sino que, como si quisiera vengarse de ella, registrará su modificación, demostrando lo vulnerable que puede ser.

Si bien Chronicle puede ser vista como un intento de llevar un género tan espectacular como es el cine superheróico a los márgenes modestos del found footage, podemos localizar un par de referentes concretos que escapan de esa clasificación: el Carrie de Stephen King/Brian DePalma y el Akira, de Katsuhiro Otomo. Al igual que en estos dos títulos, los poderes de los que hacen ostentación los protagonistas de Chronicle parece una respuesta a sus propios temores, deseos, dudas y odio. No es extraño que sea precisamente Andrew quién haga gala de una mayor control de sus poderes, como si fuera la respuesta del rencor que ha estado acumulando en su interior durante tantos años. La relación que se establece entre los dos primos sigue la línea de la que Otomo escribió para los protagonistas de su célebre manga, Kaneda y Tetsuo, este último harto de vivir bajo la sombra del primero, como le ocurre a Andrew.

Es por ello que, a medida que crecen sus habilidades especiales, a Andrew deja de interesarle el mundo que le rodea para centrarse en sí mismo, muestra de la creciente autoestima que le embarga. Este proceso es utilizado por Trank para revolucionar el subgénero en el que está trabajando: en una brillante idea de puesta en escena, Andrew usa sus poderes telekinéticos para mover la cámara alrededor de él, convirtiéndose, por primera vez, en el único protagonista de su vida, a la vez que se rompe el limitado punto de vista habitual de este tipo de films.

Una idea de planificación que supone el reflejo de las intenciones del realizador: estirar los límites del found footage pero sin traicionar su esencia (como ocurría en District 9, donde se comenzaba utilizando este formato para, al final, adoptar las formas de un film convencional). Así, y como hiperbólico contraste del inicio del film, el clímax de Chronicle se adueña de la espectacularidad propia del blockbuster multimillonario, en un afán de destrucción a gran escala que, inevitablemente, fuerza la credibilidad del público (la utilización de múltiples formatos de cara a registrar todas las acciones; la chica que es arrojada desde lo alto de un edificio sin que suelte en ningún momento la cámara que porta durante la caída). Finalmente, Chronicle muestra sus cartas en la conclusión del relato, descubriéndose como la radiografía que nos muestra el caldo de cultivo que puede dar lugar a un supervillano; así como el proceso de dolor y pérdida que conforman la figura legendaria del superhéroe, convertidos ambos, como tantas veces nos han demostrado los cómics, en las dos caras de una misma moneda, compartiendo la soledad que conlleva el ser diferente.



martes, 22 de enero de 2013

La noche más oscura


(Zero Dark Thirty)
USA, 2012. 157m. C.
D.: Kathryn Bigelow P.: Kathryn Bigelow, Mark Boal & Megan Ellison G.: Mark Boal I.: Jessica Chastain, Jason Clark, Jennifer Ehle, Kyle Chandler



Expediente Bigelow
El caso de Kathryn Bigelow se me antoja ejemplar a la hora de analizar las tendencias que mueven y marcan el mercado hollywoodiense. Tendencias que, como su propio nombre indica, no se alejan demasiado de las modas de temporada o del "donde-dije-digo-digo-Diego" como moneda de cambio. Renovadora del género vampírico al sustituir la ambientación gótica y terrorífica por la mítica del western y la road movie con la excelente Los viajeros de la noche; convertida en un nombre clave del cine de acción de los años 90 con títulos tan imprescindibles como Acero azul y Le llaman Bodhi; sería con Días extraños, acaso su mejor película, arrolladora y milenarista montaña rusa sensorial, cuando Bigelow se estrelló contra el muro del desprecio de una industria a la que había dado tanto. El estrepitoso fracaso comercial de esta película, producida y escrita por su ex-marido James Cameron, le hicieron perder todos sus derechos dentro del cine comercial de gran aparato.

En su recomendable libro sobre Paul Verhoeven (1), el crítico Tomás Fernández Valentí se preguntaba, a raíz del caso de la reivindicable Showgirls, el por qué, dentro siempre del marco del cine norteamericano, a determinados directores se les perdonaba todo, mientras que a otros no. Sin salirnos del género de acción y/o aventura, yo me pregunto lo mismo: ¿por qué a Tony Scott se le perdonó Domino, a su hermano Ridley Tormenta blanca o a Michael Bay Dos policías rebeldes 2, todos ellos notorios descalabros en taquilla? ¿Quizás tenemos que entrar en el espinoso terreno del sexismo profesional? (2) ¿Por qué a James Cameron, responsable en gran parte de la película, no hizo, en cambio, mella en su brillante currículum?

Afortunadamente, poco importan ya estas preguntas. Tras errar por anodinos thrillers de vocación psicológica (El peso del agua) y fallidos intentos de pleitesía al star system (K-19. The Widowmaker), Kathryn Bigelow no sólo ha recuperado el favor perdido de la industria, sino que ha subido un par de escalones más, consiguiendo un reconocimiento y un prestigio impensables hace unos pocos años. Es algo que, honestamente, me alegra. Igual que me emocionó el ver a uno de mis directores favoritos, ninguneado e, incluso, duramente atacado durante años, recoger un Oscar que suponía un premio a su valentía y a su obcecación por la supervivencia y la autoafirmación personal en un territorio hostil. Lo que me desconcierta, y me entristece, es, no ya que estos aplausos los esté recibiendo cuando está haciendo su cine menos interesante (lo cual no deja de ser una opinión subjetiva), sino que se sumen al carro todos aquellos que, hasta hace muy poco, despreciaban su cine o, directamente, no les parecía digno de su atención. (3)

Kill Bill Laden
La propia director de The Loveless es consciente de su privilegiada situación actual y la ha utilizado para levantar su proyecto más complejo. Un proyecto que, de manera inteligente, supone una prolongación de lo expuesto en la película que le cosechó ese mencionado privilegio, En tierra hostil. Pero si en aquel notable título Bigelow sustituía el discurso ideológico o el entramado psicológico para centrar su atención en la fisicidad de los movimientos y las acciones de los soldados, en La noche más oscura abandona el trabajo de campo para seguir con sus cámaras los movimientos de quienes, desde sus oficinas o tras la pantalla de sus ordenadores, diseñan y ordenan dichas acciones.

A Kathryn Bigelow le ha ocurrido lo que a tantos realizadores habituados a lidiar con guiones no especialmente trabajados, sublimando lo que se cuenta con un potente despliegue visual. En el momento en el que tiene entre manos un libreto más complejo de lo habitual -y el de La noche más oscura lo es, resumiendo en sus páginas una década de investigaciones en busca de Bill Landen a través de un desarrollo laberíntico, construido a base de nombres, localizaciones, operaciones y fechas- un cierto temor a estropearlo atenaza al creador, hasta el punto de rebajar su estilo personal -tendente al impacto de sus imágenes- de cara a privilegiar la supervivencia del texto. Este hecho convierte a La noche más oscura más en un trabajo de montaje que de puesta en escena, y es a través de la edición del material disponible -su ordenación, su duración, los precisos cortes para saltar de una secuencia a otra- lo que organiza el torrente de datos, dándoles una forma, un sentido y un ritmo.

Por tanto, en la última película de Bigelow no vamos a encontrarnos con ese adrenalínico pulso narrativo que se ha convertido en marca de fábrica. Esto no quiere decir que la directora californiana desaparezca completamente detrás de los diálogos del film. Como prueba irrefutable de su deslumbrante talento, recupera lo mejor de En tierra hostil, esto es, su capacidad para construir un terreno en perpetuo estado de alarma, en el que cada paso dado por los personajes es sinónimo de una constante e invisible amenaza. Una turbadora sensación de hostilidad que confiere al ritmo del film una tensión apagada pero constante que estalla en la escena del restaurante o la reunión de un agente de la CIA con una supuesta fuente de Al Qaeda.

La sombra de una duda
Sobre la figura de Maya (interpretada por una penetrante Jessica Chastain) pende la sombra de los antihéroes del cine de Kathryn Bigelow. Unos personajes que hacen de su obsesión (por un objetivo, por unos ideales, por una filosofía de vida) la razón de ser de toda su existencia, apartando de su vida todo aquello que no participa de esa obsesión. Para ellos, el fin justifica los medios y están dispuestos a todo por alcanzar aquello que desean, que creen justo y necesario, incluso la muerte. Maya fue reclutada por la CIA siendo una estudiante de instituto. Desde entonces, a lo largo de más de diez años, toda su existencia ha estado ligada a un nombre, una abstracción: Bill Laden. No sabemos si tiene familia, sí que no tiene pareja ni ninguna relación sentimental, sus únicos amigos son el personal con el que trabaja. Para Maya, su trabajo se ha convertido en una acreditación de su propio ser.

Este personaje, y su obsesión, sirve de guía al espectador a través de la alambicada construcción del film, importando no tanto lo que se dice como las consecuencias que la información tiene sobre la protagonista y su mundo. También le sirve a la directora y al guionista del film para moverse a través del controvertido tema que están tratando. A través de los ojos de Maya vemos toda una serie de situaciones propiciadas por la agencia de inteligencia norteamericana harto cuestionables -el encierro de sospechosos de terrorismo en cárceles secretas de las que nunca saldrán sin mediar juicio ninguno; la práctica de la tortura de cara a conseguir una información supuestamente esencial-. Situaciones de las que la protagonista participa, primero con recelo, después con mayor determinación.

La polémica se ha instaurado en el discurso de La noche más oscura. Una polémica que ha sido utilizada de la manera más estéril: para posicionarse a favor o en contra de la supuesta ideología planteada por el film. Precisamente, lo más interesante reside en las preguntas que le película lanza a la platea, una serie de cuestiones sumamente incómodas y que distan de poder responderse con un sí o un no: ¿hasta qué punto conservan sus derechos como ciudadanos aquellos que han demostrado un desprecio absoluto por la vida de los demás? Y su contrarréplica: ¿acaso el dejarnos llevar por nuestros instintos más viscerales no nos convierte en aquello que perseguimos e intentamos detener? ¿Podemos seguir enarbolando nuestra superioridad moral sobre aquellos que han hecho del terror y el asesinato la bandera de sus ideales cuando estamos utilizando sus mismas armas?

La noche más oscura no se centra en responder estas difíciles preguntas, situándose en una posición ambigua con lo que está contando, pero no por ello menos valiente: a medida que pasan los años y las infructuosas investigaciones, Maya convierte su obsesión en una vendetta personal. El objetivo ya no es detener los actos terroristas que tambalean los pilares de la sociedad occidental, ni siquiera el de salvar vidas, sino la venganza ante alguien/algo a quien ha sacrificado su existencia, su personalidad, lo que la hace humana (a lo largo de la investigación, centrados en un solo objetivo, se siguen sucediendo los atentados, las muertes, sin que parezca importarles nada). Las lágrimas finales de Maya no son el reflejo de lo mucho que se ha perdido en el intento; ni el recuerdo por las víctimas que han marcado el recorrido hasta ese punto: sino la constatación de que ella misma se ha convertido en una víctima: Maya sigue viva, pero a un nivel puramente material. En su interior no hay más que el vacío, y este resulta más terrorífico que cualquier objetivo a seguir en un mapa tomado por satélite.
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(1) Paul Verhoeven. Carne y sangre. Tomás Fernández Valentí. Editorial Glénat, 2001
(2) La propia Kathryn Bigelow ha afirmado: "(...) Sí, hay una resistencia específica hacia las mujeres que hacen cine; pero he decidido ignorar ese obstáculo por dos razones: no puedo cambiar mi género y me niego a dejar de hacer películas." Momentum and Design: Interview with Kathryn Bigelow, por Gavin Smith, en Film Comment, sept-oct, 1995; citado en Kathryn Bigelow. La primera dama de Hollywood, por Antonio José Navarro, Dirigidpo por 429, enero 2013
(3) Un ejemplo es el estudio dedicado a Bigelow por parte de la revista Dirigido por en su número de enero de 2013. Un dossier que no sólo llega ahora, con Bigelow convertida en un nombre importante, sino que está escrito por Antonio José Navarro, crítico que anteriormente tuvo palabras muy duras con su cine y con los admiradores de este, tildando, por ejemplo, a Los viajeros de la noche de película para snobs entre otras lindezas, encontrando ahora, curiosamente, sorprendentes recursos plásticos en ella.



lunes, 21 de enero de 2013

Shame


(Shame)
UK, 2011. 101m. C.
D.: Steve McQueen P.: Ian Canning & Emile Sherman G.: Steve McQueen & Abi Morgan I.: Michael Fassbender, Carey Mulligan, James Badge Dale, Nicole Beharie

El comienzo de Shame no sólo sirve para presentar a su protagonista, Brandon, sino que, así mismo, nos introduce en su estilo de vida, o, quizás mejor dicho, en su manera de ver la vida: Brandon está parado en el arcén del metro. El plano nos lo muestra de perfil. Por su apariencia y su ropa nos transmite la sensación de encontrarnos ante una persona formada, elegante, con un buen trabajo que le ofrece unas posibilidades económicas con las que llevar adelante una vida ordenada y estable. Pero, el plano elegido nos indica que no se nos está dando toda la información: solamente un lado de su cara nos es revelado. El otro está oculto.

A continuación, vemos a Brandon sentado en uno de los asientos del interior del tren. Su cabeza reposa sobre el cristal que muestra la oscuridad de los túneles que recorre a gran velocidad el vehículo. Pasea su mirada por las personas que están a su alrededor hasta detenerse en una joven que capta su atención. No es extraño, es guapa y, además, por como le devuelve la mirada, parece sentir tanto interés por él como él por ella. Brandon mantiene la vista en ella, como si intentara hipnotizarla. Esta mirada fija, que podría aparentar un estudiado medio de cortejo, en realidad esconde algo más. La concentración de Brandon es más propia de un animal que estudia atentamente a su presa. Cuando el metro llega a la parada, la joven se levanta, mostrando un anillo de casada. Pero eso no parece importar a Brandon, quien la sigue al salir del tren, intentando alcanzarla entre la multitud que sube las escaleras hasta, finalmente, perderle de vista. La desesperación de Brandon nos confirma ese rostro oculto: para el protagonista de Shame, tanto el cortejo como el sexo que le sigue, no es una fuente de placer, sino un medio con el que alimentarse.

Y esta información nos es suministrada con imágenes. En ningún momento de la película se verbaliza la adicción al sexo que atenaza a su personaje principal: la vemos a través del día a día de Brando: lo primero que hace por las mañanas, mientras se ducha, es masturbarse, a pesar de que, con toda seguridad, la noche anterior se ha acostado con un ligue esporádico o con una prostituta; un acto que repite en los servicios de la oficina donde trabaja, cuyo ordenador contiene abundante material pornográfico; en su casa, cena delante de su portátil, viendo películas porno o conectado a una livecam donde una chica hace lo que él le pida. Pero, además de verlo, lo más importante es que lo sentimos. Al igual que ocurría con la primera escena, Brandon, a través de la extraordinaria composición de Michael Fassbender, tan controlada como desgarradora, nos contagia de esa desesperación por llenar una agujero que no tiene fondo y que, cada vez parece hacerse más grande: el agujero de su propia existencia.

Shame no es la crónica diaria de un adicto al sexo, sino la radiografía de un ser perdido en su propio camino vital que le encierra en una soledad que, como una ajustada cárcel, oprime todo su ser. Una idea que el director Steve McQueen refleja acertadamente a través de la estudiada composición de las escenas y la manera de dibujar los entornos por los que se mueve el protagonista: cuando Brandon se encuentra solo -en el interior de su apartamento, paseando por las calles de Nueva York, en los pisos que alquila para acostarse con mujeres-, es fotografiado con una implacable luz gélida, que contamina los escenarios y la atmósfera con un frío y deshumanizado tono metálico -del cual es principal representante la casa de Brandon, de paredes blancas, líneas rectas y escasa decoración-; en cambio, las escenas que transcurren en la oficina, los bares a los que acude a ligar o clubs privados, hacen gala de un tono cálido y agradable, como el tacto con la suave piel de la persona que amamos.

Este contraste, que refleja el mundo interior del protagonista -su incapacidad para una conexión emocional duradera- y los ambientes en los que se mueve -creados para la interacción social-, se ve complementado, y potenciado, por la introducción del personaje de Sissy, la hermana de Brandon, quien se instala a vivir unos días en el apartamento de éste. Al igual que ocurre con su hermano, no se nos relata nada del pasado de ella, al menos no directamente. Serán pequeños apuntes visuales -su manera de colocarse en el andén del metro, al borde de las vías; las marcas que recorren sus antebrazos- los que nos dibujen una personalidad inestable y patológica.

Brandon rehuye la presencia de Sissy. ¿Cuál es el motivo? Como decíamos, no sabemos nada acerca su pasado juntos, ni siquiera de si tienen más familiares o como ha transcurrido su relación a lo largo de los años. Posiblemente Brandon no soporte estar delante de su hermana porque ve en ella reflejado a su propio ser, su propia enfermedad -no es casualidad que la primera vez que se encuentra con ella esté desnuda-. Pero, al contrario que él, Sissy busca una salida de ese agujero: su manera de vestir y de actuar muestra a una chica extrovertida, para quien el sexo también supone una herramienta, pero, en su caso, no de alejamiento, sino de acercamiento. Un medio con el que encontrar un lazo afectivo que le de estabilidad y un sentido a su vida. Es este atisbo de luz lo que molesta a Brandon, cómodamente asentado en el infierno que se ha creado, el cual se vería perturbado por la posibilidad de una esperanza detrás de la cual solo haya dolor. La imagen más atractiva de la película lo deja claro: Sissy se liga al jefe de Brandon, y le lleva a su casa para hacer el amor. Ante la imposibilidad de soportar esto, Brandon sale a hacer footing, mostrado en un plano secuencia que sigue al personaje corriendo por las calles nocturnas en un hipnótico travelling lateral, buscando, de nuevo, la soledad que le ofrece la oscuridad.

A través de la puesta en escena y la relación de sus personajes, Steve McQueen retrata los movimientos de éstos sin juzgarlos ni señalarlos, pero mostrando una empatía que nos permite, si no entenderlos, sí al menos compadecernos de su triste existencia -la imposibilidad del protagonista de hacer el amor con una persona a la que ha cogido afecto-. De ahí surge la escena más emotiva del film: Sissy canta una descarnada versión del célebre "New York, New York", con su voz rota acompañada únicamente de un solitario piano, actuación que provoca en su hermano, por primera vez, una emoción: una lágrima, furtivo reflejo al ver reflejada su propia desesperación y confirmar que, al final de ese largo túnel en el que se ha convertido su vida, no hay ninguna luz que le acoja al final. Posiblemente, ni siquiera haya final. Sólo la Nada.