lunes, 31 de enero de 2011

Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma

(Star Wars. Episode I: The Phantom Menace)
USA, 1999. 136m. C.
D.: George Lucas P.: Rick McCallum G.: George Lucas I.: Liam Neeson, Ewan McGregor, Natalie Portman, Jake Lloyd F.: 2.35:1

Primero aparece el logo de la 20th Century Fox, seguido del de la productora Lucasfilm. La pantalla se queda en negro unos pocos segundos. Oscuridad rota por una frase de color azul: "Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana" El público contiene la respiración. Y, de golpe, la fanfarria icónica de John Williams atrona por los altavozes mientras el título llena la pantalla y se pierde en el espacio. Y en ese instante el vello de los espectadores se eriza, porque ya no se encuentran sentados en una butaca de un cine, sino en una máquina del tiempo que les retrotrae a un instante perdido en su memoria sentimental. Este efecto, irrepetible ya, supone la consolidación de la saga galáctica como parte indisociable del inconsciente popular colectivo: su posición como mitología popular del S.XX (como lo puedan ser los superhéroes de los comics). Pero también evidencia el abismo insalvable al que se enfrenta este nuevo episodio.

Que dieciséis años después del estreno de El retorno del Jedi se estrene una nueva entrega con la misma cabecera de presentación (a modo del opening de una serie de TV) supone para el público potencial lo más parecido a una prodigiosa crema rejuvenecedora: nada ha cambiado, todo sigue igual. Pero, a los pocos minutos, la realidad se impone: la cámara desciende y enfoca una nave espacial la cual supone la descendiente moderna de la maqueta con forma de Crucero Imperial que inauguraba la original La guerra de las galaxias: su forma virtual resulta todo un certificado de nacimiento.

Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma podría haberse subtitulado perfectamente "Misión imposible"desde el momento en el que la materialización física del universo Star Wars (esto es, en un nuevo film) se tenía que enfrentar a la idealización mental (y sentimental) del aficionado, para quien los tres episodios anteriores no eran tanto películas como la parte central de un universo en contínuo estado de expansión. Quizás consciente de esto, y de tener entre manos un éxito financiero asegurado, George Lucas plantea este "Episodio I" como una pequeña pieza de un engranaje que todavía estar por ver (los futuros "Episodio II" y "Episodio III"). Por tanto, al contrario que sus hermanas mayores, Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma no funciona tanto como película independiente como parte de un proyecto común.

Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma luce desde sus primeras imágenes su condición de entrega-piloto, de inicio de todo. Lo colores terrosos de su fotografía, en contraste con los ángulos rectos y colores blancos de la trilogía original, nos sitúan en la prehistoria de un universo en el que aún no han nacido Luke Skywalker, Leia Organa y Han Solo, y en el que Darth Vader todavía es un inocente niño que se preocupa en ayudar desinteresadamente a los demás. La puesta en escena clásica de la que hace gala Lucas subraya el aspecto retro del film: su rechazo al montaje corto imperante en el cine de acción/espectáculo coetáneo supone toda una declaración de principios de su estatus como creador de una cosmogonía personal que se ha convertido en credo universal.

Consciente de la dificultad que supone sustituir una serie de personajes icono por un elenco nuevo y desconocido, Lucas centra Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma en lo que en los anteriores títulos suponía el segundo plano: el cartografiar con todo lujo de detalles infográficos el (los) mundo(s) en el que transcurren los sucesos. Los escenarios y las diferentes razas espaciales que se mueven por ellos acaban teniendo más importancia que los personajes protagonistas, los cuales basan su carisma en su condición de sombras. La épica de Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma no surge de su propio contenido, sino de la relación que este establece con el futuro: en el momento en el que el caballero Jedi Qui-Gon Jinn presenta a Anakin Skywalker a su joven aprendiz Obi-Wan Kenobi la memoria del espectador se dispara hacia las funestas y trágicas consecuencias que este nimio momento deparará; cuando Obi-Wan se ve obligado a la condición de observador del enfrentamiento entre su maestro y el Sith Darth Maul está siendo testigo de su propia muerte; la inocente sonrisa que la reina Amidala le brinda a Anakin es el preámbulo de un romance tangencial para el futuro de toda la galaxia.

Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma está lejos de ser una película perfecta (en el debe podemos anotar la irritante presencia de Jar Jar Binks; los modelitos que luce la reina Amidala, empeñada en convertirse en la Björk de las galaxias; unos diálogos que combinan lo insustancial de su contenido con la gravedad de su enunciado con resultados irrisorios y, en general, un tono excesivamente blando) pero no debemos tampoco minusvalorar la capacidad de Lucas para recuperar (o, al menos, intentarlo) el sentido de la maravilla de sus espectadores -haciéndoles viajar a planetas desconocidos, conocer razas nunca antes vistas- en unos tiempos nada dados a la inocencia (ese mismo año se estrenaba la "oscura" y cyberpunk Matrix) y, en suma, para continuar su gran obra década y media después y hacerlo con una película que, no nos engañemos, difícilmente podía haber sido mejor pero sí mucho peor.

sábado, 29 de enero de 2011

Jin-Roh

(Jin-Rô)
Japón, 1998. 102m. C.
D.: Hiroyuki Okiura P.: Tsutomu Sugita & Hidekazu Terakawa G.: Mamoru Oshii I.: Yoshikazu Fujiki, Sumi Mutoh, Hiroyuki Kinosha, Yukio Hiroda F.: 1.85:1

Hay que acercarse a Jin-Roh con la precaución de quien está allanando un terreno desconocido, de encontrarnos ante una pieza pequeña de un gran conjunto cuyo alcance ignoramos. Y es que Jin-Roh no es una obra aislada, sino que pertenece al proyecto multimedia que Mamoru Oshii consagró a los Kerberos Panzer Cops -una fuerza paramilitar bajo mando del gobierno de gran poder destructor e intimidador aspecto, cuyo diseño sirvió de "inspiración" más que evidente para los Helghast del vídeojuego Killzone- y que se compone de dos películas de imagen real (The Red Spectacles de 1987 y StrayDog: Kerberos Panzer Cops de 1991, ambas dirigidas por el propio Mamoru Oshii), diversas series de manga e, incluso, un par de seriales radiofónicos (While Waiting For The Red Spectacles en 1987 y Kerberos Panzer Jäger en 2006). Y el anime que nos ocupa, por supuesto, única rama de tan frondoso árbol que ha llegado a nuestro país.

Pero que nadie piense, tras leer esta sucinta introducción, que no merece la pena ver Jin-Roh al no tener acceso al resto de los productos relacionados, porque es un film que se puede entender y disfrutar sin dificultad por sí mismo. En realidad lo que ha construído el director de Ghost in the Shell no es tanto una historia-río contada a través de diferentes formatos sino un universo en el que cada uno de sus planetas comparten vasos comunicantes a la vez que mantienen independencia propia (al igual que en la otra obra multimedia de Oshii: "Blood, the last vampire"). De hecho, Jin-Roh es un excelente medio de introducirse en tan complejo universo, especialmente por empezar con un prólogo que nos narra el origen de los Kerberos y que ayuda al espectador neófito a situarse (lo que no podía decirse de las extrañas propuestas de imagen real señaladas anteriormente).

Quien se deje seducir por el impresionante diseño de los Kerberos (a medio camino entre el androide de infantería y el fetichismo nazi) y espere asistir a un ruidoso espectaculo pirotécnico es posible que se lleve una decepción. Jin-Roh (al igual que ya ocurría en The Red Spectacles y en StrayDog: Kerberos Panzer Cops) comprime sus escenas más trepidantes en su comienzo y en su final, como si fuesen la intro y el outro física en respuesta a la violencia emocional que rige el desarrollo central del film. Jin-Roh nos cuenta la odisea introspectiva de Kazuki Fuse, un miembro de la brigada Kerberos, producto del trauma sufrido en una de sus misiones en la cual asistió impotente al suicidio de una niña que colaboraba con un grupo terrorista. A partir de ese momento, Fuse se interrogará sobre su misma identidad, encerrada en una coraza de acero que le aisla de su propia humanidad. Su distanciada relación amorosa con la hermana de la chica muerta les convierte en dos náufragos en un oceano emocional en el que los sentimientos son incompatibles con la supervivencia.

Todo en Jin-Roh exuda tristeza: desde el trazo esquemático (pero no carente de detalle) de los rostros de los personajes a sus movimientos lentos, casi sonámbulos; el bajo volumen con el que los protagonistas recitan sus diálogos y las lánguidas composiciones de Hajime Mizoguchi, quien incluso en sus temas más impactantes prioriza lo melancólico a lo trepidante. Incluso los escenarios por los que se mueve Fuse, con su vaga ambientación steampunk (la acción transcurre diez años después del final de la II Guerra Mundial: los edificios, vehículos y armas de la época se ven cortocircuitados con la presencia futurista de los Kerberos), parecen contagiados de su estado anímico, haciendo gala de una paleta de colores apagada y con la presencia constante de la lluvia y los paisajes desolados.

Ya desde la cita que abre el film, Jin-Roh utiliza la figura del lobo como elemento alegórico, convirtiendolo en una variación del cuento de la Caperucita Roja: Fuse es el lobo que tiene que ocultar su esencia depredadora disfrazándose de hombre en un intento de integrarse entre los humanos y cayendo rendido ante una Caperucita particular en cuyo bolso lleva bombas en vez de comida. Que Mamoru Oshii aluda explícitamente al clásico cuento de hadas integrándolo en los diálogos, así como llenando el metraje de alusiones al carnívoro mamífero, subraya el mensaje del film hasta hacerlo tan obvio que acaba perdiendo fuerza lo que no impide que, en conjunto, Jin-Roh vuelva a demostrar tanto la fascinanción de Oshii por el esteticismo belicoso como por las almas que resuenan tras las relucientes corazas que lo conforman.


Posdata
: una fotografía de mi Kerbero particular:

(click para agrandar)

jueves, 27 de enero de 2011

2013: Rescate en L.A.

(Escape From L.A.)
USA, 1996. 101m. C.
D.: John Carpenter P.: Debra Hill & Kurt Russell G.: John Carpenter, Debra Hill & Kurt Russell, basado en los personajes creados por John Carpenter & Nick Castle I.: Kurt Russell, Steve Buscemi, Peter Fonda, Cliff Robertson F.: 2.35:1

Los espléndidos títulos de crédito de 2013: Rescate en L.A. no sólo sirven como presentación de la película en sí, sino que ofician como declaración de principios de sus intenciones. Que en las tareas de dirección, producción y guión aparezcan acreditados los nombres que ya hicieron posible la lejana 1997: Rescate en Nueva York es indicativo de hasta qué punto nos encontramos ante una película familiar. Un film hecho por y para fans del personaje de Snake Plissken. Pero si los nombres son los mismos, sus circunstancias y el contexto en el que se desarrollan son notablemente diferentes.

Especialmente en el caso de su director y guionista, John Carpenter, quien, desde luego, no es el mismo que en 1981 estrenó la primera desventura de Snake Plissken. Por entonces, el director de La niebla se había hecho un nombre a través de pequeñas películas de bajo presupuesto dentro del cine de género. Era un Carpenter que aún no había sido tentado por la gran industria. En suma, aún no había hecho La cosa, película que supuso su debut dentro de la maquinaria de gran aparato y cuya calamitosa acogida (por parte de público y crítica) es todavía recordada hoy por el cineasta norteamericano como una de las peores experiencias de su ya larga carrera. Cuando, quince años después, Carpenter retoma el personaje de Plissken, parece haber hecho las paces con la industria tras el proceso de purificación que supuso su regreso a la Serie B con El príncipe de las tinieblas en 1987. Pero los sendos fracasos de Memorias de un hombre invisible y su remake El pueblo de los malditos podrían hacernos pensar que nos encontramos ante un run for cover en toda regla. Una imagen nos demostrará que estamos muy equivocados: un travelling recorre las gigantescas letras que dan nombre a la meca del cine, situadas en Cahuenga Peak, y que son pasto de las llamas: John Carpenter ha utilizado la secuela de 1997: Rescate en Nueva York como un ajuste de cuentas con Hollywood.

Al igual que ocurría con aquel film, 2013: Rescate en L.A. comienza situándonos en el escenario en el que transcurrirá la acción. Pero hay una diferencia notable: si en aquella, un sencillo gráfico servía para resumir toda la situción, aquí Carpenter escenifica el terremoto que asoló Los Angeles, convirtiéndola en una nueva prisión a la que deportar a todo ciudadano que no se ciña por las severas normas morales creadas por el presidente de los USA, haciendo uso de los avanzados efectos digitales, mostrando a los edificios haciéndose añicos y a los puentes derrumbándose. La intención parece clara: demostrar el mayor nivel de producción con el que cuenta ahora Carpenter, en contraste con la austeridad de antaño. Pero esta avanzada tecnología se fractura con la presentación de Plissken: con la misma ropa que en la primera película y en la misma situación (dentro de un furgón, esposado) parece surgido de una máquina del tiempo, como si para él no hubiera pasado el tiempo y siguiera viviendo en 1997.

La nueva misión de Snake, rescatar un disco que ha caído en manos de un grupo rebelde y cuyo poder puede anular toda la tecnología del planeta, copia la estructura de 1997: Rescate en Nueva York, tanto en las situaciones generales (Snake vuelve a luchar contra el tiempo, los excéntricos personajes con los que se encuentra) como particulares (Snake sentándose en una destartalada silla) planteándose mas como un remake que una secuela. Pero Snake está más viejo y ya no tiene paciencia para determinadas tonterías. Y Carpenter tampoco. Que la acción se sitúe en la ciudad de Los Angeles y que zonas tan famosas como Mulholland Drive o Sunset Boulevard sean sus principales localizaciones no son una casualidad: en 2013: Rescate en L.A. Carpenter evidencia su desprecio ante el cine de acción coetáneo que impone la dictadura de los efectos especiales y la pirotecnia sobre la narración.

Como si fuera un agente subversivo infiltrado, Carpenter hace uso de la materia prima de los blockbusters de temporada para dinamitarlos con su insobornable posición de humilde storyteller. El uso que da a la magia digital es tan naïf y voluntariamente demodé que recuerda a las transparencias y maquetas que utilizó en la primera película. El itinerario de 2013: Rescate en L.A. parece buscar el más difícil todavía, lleno de situaciones tan exageradas (las maniobras que hace Snake con una moto) y estrafalarias (la prueba de baloncesto) que dotan al film de una atmósfera casi surrealista (Snake convertido en un improvisado surfista), a un paso de caer en el ridículo, pero siempre sostenida por el pulso narrativo de Carpenter quien, con el clasicismo de su puesta en escena y la elegancia de sus composiciones, trasciende ese material de derribo para convertirlo en un divertidísimo espectáculo a la vez que una impecable película de acción.

Si 1997: Rescate en Nueva York hacía gala de un cierto desencanto, 2013: Rescate en L.A. resulta directamente nihilista. A través de la radical acción final de su personaje, Carpenter le da la espalda a la tecnología como motor central de cine para reinvindicar la pureza primitiva del cuentacuentos. Los años han pasado y Carpenter, al igual que sus héroes, cada vez se siente más solo y cansado, pero ahora, además, está muy enfadado.


miércoles, 26 de enero de 2011

1997: Rescate en Nueva York

(Escape From New York)
UK/USA, 1981. 99m. C.
D.: John Carpenter P.: Larry J. Franco & Debra Hill G.: John Carpenter & Nick Castle I.: Kurt Russell, Lee Van Cleef, Ernest Borngnine, Donald Pleasence F.: 2.35:1

Es celebérrima la frase con la que John Ford se presentaba a los desconocidos: "Me llamo John Ford y hago westerns" Una sentencia que en su concreción y humildad encerraban las claves de un narrador superdotado que dejaba que su obra hablara por él. Y no era mentira. Desde luego, Ford no hizo únicamente westerns, pero es muy posible que sea en sus títulos más famosos (Centauros del desierto, La diligencia o El hombre que mató a Liberty Valance) donde encontremos la esencia del mejor Ford: es decir, el sincero narrador cuyo único objetivo principal es contar una buena historia a su público. No me cabe la menor duda de que John Carpenter podría hacer suya dicha frase aunque, en sentido estricto, el director de La cosa no haya hecho ningún western. Y no será porque no lo haya intentado en cada una de sus películas.

"El placer de narrar", así titulaba el desaparecido José Luís Guarner su crítica de La noche de Halloween. Un título que no sólo sirve para acotar a la perfección el acercamiento de Carpenter al acto de hacer cine, sino que es una buena pista para comprender la posición anacrónica del cineasta norteamericano: Carpenter es una figura que parece que nunca está de moda a pesar del puñado de títulos brillantes, algunos auténticos clásicos, que ha brindado a la historia del cine: la intención de Carpenter en cada película es, al igual que Ford, contar una historia, relatar un cuento y hacerlo de la mejor manera posible. De ahí que su cine parezca que habla siempre en voz baja, pero cuidando y midiendo cada una de sus frases: Carpenter privilegia una buena caligrafía al uso hipertrófico de las mayúsculas. En esto, el inicio de 1997: Rescate en Nueva York resulta ejemplar.

Unos sucintos letreros nos colocan en el momento en el que transcurren los hechos. A continuación, un sencillo gráfico acompañado de una informatizada voz femenina nos presenta la situación actual: la isla de Manhattan ha sido convertida en una enorme ciudad-prisión a la que destinar a los delincuentes más peligrosos. La primera imagen que vemos es la de un jeep conducido por unos soldados. La cámara se eleva, recorriendo un inabarcable muro, cuya cima está presidida por otro soldado quien, con su rifle, vigila la isla que podemos atisbar en la negrura de la noche, al fondo. Un solo plano. Un único movimiento de cámara son suficientes para levantar, y hacer verosímil, el escalofriante mundo totalitarista que dibuja 1997: Rescate en Nueva York.

Esa inmediatez narrativa, y que resulta clave en el cine de Carpenter, es la que hace de 1997: Rescate en Nueva York una película esencialmente física: los personajes se caracterizan tanto por su aspecto como por sus movimientos: la caracterización de Snake Plissken, con sus greñas desordenadas, su barba, su sempiterno cigarrillo en los labios y su parche, le presentan como todo un símbolo rebelde cuya mera presencia resulta una molestia para ese mundo que ha convertido la compasión humana en una moneda de cambio. Los lacónicos diálogos no sirven tanto para aportar información o desarrollar el guión como diáfanas declaraciones de principios: la hostilidad cómplice entre Hauk, quien envía a Snake a una misión contrarreloj para rescatar al presidente de los Estados Unidos cuyo avión se ha estrellado en la isla, y Snake, un delincuente cuya leyenda siempre va por delante de él, les sitúa en el mismo bando a pesar de sus aparentes diferencias: ambos son los residuos de una época pasada y que se han integrado como han podido a los nuevos tiempos: cada uno a un lado de la ley.

La combinación en el reparto de viejas glorias del cine de evasión clásico (Lee Van Cleef, Ernest Borgnine, Donald Pleasence) con rostros habituales de la Serie B del momento (Harry Dean Stanton, Adrienne Barbeau, Isaac Hayes) evidencian la condición de 1997: Rescate en Nueva York de recopilatorio (sub)genérico: la fusión del pasado y el presente en una producción que supone una amalgama de los lugares comunes del cine de acción de bajo presupuesto: desde la ciencia-ficción (los sucesos transcurre en un futuro distópico) a la acción más directa (la figura de Plissken como paradigma del actioner y el solitario gunfighter, el combate entre el protagonista y un enorme y musculoso contrincante en un cuadrilátero) pasando por el terror (los habitantes del subsuelo surgen de las alcantarillas como si fuesen muertos vivientes) y el cine apocalíptico (las calles de Nueva York, inundadas en una noche eterna, llenas de desperdicios, vagabundos, coches volcados y rodeadas de edificios ruinosos).

Al igual que ocurría con Asalto en la comisaría del distrito 13, Carpenter vuelve a levantar un ejercicio postmoderno en el que la ironía ha sido sustituída por la nostagia. Que Carpenter tenga que desarrollar unos personajes sacados directamente del western clásico en un contexto de fantasía resulta sinónimo de su condición crepuscular. La estructura de 1997: Rescate en Nueva York hace gala de un nihilismo que es afrontado por la inquebrantable fuerza de voluntad de su protagonista. La imagen de un Snake agotado y perdido, al que se le acaba el tiempo (el de su misión y el de su vida), levantando una sucia y destartalada silla del suelo y sentándose en ella en medio de un dantesco escenario rima con el plano con el que Carpenter cierra la película: un travelling que sigue a Snake hacia un fundido en negro. Está claro, los héroes son escasos y están cansados, pero no vencidos.

El retorno del Jedi

(Star Wars. Episode VI: Return of the Jedi)
USA, 1983. 135m. C.
D.: Richard Marquand P.: Howard G. Kazanjian G.: Lawrence Kasdan & George Lucas, basado en una idea de George Lucas I.: Mark Hamill, Harrison Ford, Carrie Fisher, Billy Dee Williams F.: 2.20:1

Si con la aparición en 1977 de la original La guerra de las galaxias George Lucas evidenció su intento de reactualizar la esencia de los seriales de ciencia-ficción que disfrutó en su niñez, el estreno de la, por ahora, última entrega de su saga galáctica nos presenta unas intenciones complementarias: la conocida como trilogía original supone la reconstrucción, película a película, del devenir del género desde esos inicios (cinematográficos) hasta el momento (del estreno del film).

Tras devolver al público ese sentido de la maravilla indispensable para un género que hace de la ingenuidad su leitmotiv principal con la primera parte dirigida por el propio Lucas, la seriedad y oscuridad en la que se sumergió a El imperio contraataca venía a reflejar la densidad y perspectiva adulta con la que desarrolló la ciencia-ficción durante los años 70. La presente El retorno del Jedi muestra sus intenciones más comenzar: el intento de rescate de Han Solo por parte de Leia, Chewbacca y demás compañeros rebeldes en el interior del cubil de Jabba el Hutt no supone tanto un arranque trepidante que retoma el cliffhanger que cerraba el "Episodio V" como un despliegue de criaturas que amplíen el rentable merchandising de la franquicia. Por tanto, El retorno del Jedi supone la oficialización de la perspectiva, digamos, infantilizada y esencialmente comercial que el género mantuvo durante la década de los 80 (no siempre de manera negativa).

Teniendo en cuenta que la iconografía visual de la serie ha sido una de sus principales marcas de autenticidad desde su mismo inicio y que el merchandising ha sido un elemento clave para la entronización del universo de Star Wars como una mitología generacional, que se intente renovar el catálogo de productos asociados a esta no es, todo lo contrario, algo pernicioso. Pero sí lo es en el momento en el que esta intención adquiere una importancia tal que afecta al propio sentido del film. En resumen: la presencia de los Ewoks no es sí misma negativa -es más, podía haber funcionado perfectamente como interludios cómicos con los que aligerar el dramatismo de la trama principal-, lo es el modo en el que el tono infantil que acompaña su presencia acaba restando fuerza a un final que se anuncia con ecos Shakesperianos pero que, finalmente, decepciona por su carencia de gravedad.

Si El imperio contraataca parecía surgir como respuesta a La guerra de las galaxias, rompiendo las expectativas del espectador al tornar la luz en oscuridad en un intento de demostrar los férreos cimientos dramáticos sobre los que se sustentaba la mitología creada por Lucas, El retorno del Jedi apuesta por el efecto contrario: convertir a la recatada princesa Leia en la esclava sexual de Jabba el Hutt ataviada con un minúsculo bikini parece responder a los deseos fetichistas de los seguidores más entregados. En este sentido también funciona la escena en la cual C-3PO realiza un resumen de lo visto en la trilogía a los Ewoks reproduciendo los sonidos más famosos de la serie, descubriéndose como uno de esos muñecos que, pulsando un botón, reproducen esos mismos sonidos, en tamaño natural.

Recordemos que, al principio, el propio George Lucas anunció que tenía planeadas un total de nueve películas para, a renglón seguido, desdecirse y dejándolo en seis, quedando, por tanto, el "Episodio VI" como el capítulo final. Pero, viendo El retorno del Jedi, da la impresión de que se preparó teniendo en mente esos nueve títulos para después tener que adaptar, y resumir, todos los hechos para encajarlos en un único film. De esta manera, las tres líneas narrativas en las que se divide el clímax -la batalla en la segunda luna de Endor; el triángulo entre Luke Skywalker, Darth Vader y el Emperador; el enfrentamiento de la Alianza Rebelde contra la remozada Estrella de la Muerte- se apelotonan, quitándose protagonismo unas a otras y resolviéndolas todas en un final notablemente menos intenso que el de la original La guerra de las galaxias.

La ligereza es la tónica predominante en El retorno del Jedi, algo a todas luces decepcionante en lo que se supone es la conclusión de una saga de la importancia de la que nos ocupa: sucesos tan importantes como el descubrimiento de Luke acerca de la existencia de una hermana; la despedida de Yoda o la profundización en el conflicto paterno-filial entre Luke y Vader son tratados como si fuesen momentos de transición. Lo mismo se puede decir del final: sinceramente, uno cree que hay mejores maneras de celebrar algo tan importante como la salvación de toda la galaxia que con una fiesta tribal con la versión atávica de los osos amorosos.

martes, 25 de enero de 2011

Inferno

(Inferno)
Italia, 1980. 107m. C.
D.: Dario Argento P.: Claudio Argento G.: Dario Argento I.: Leigh McCloskey, Irene Miracle, Eleonora Giorgio, Daria Nicolodi F.: 1.85:1

La secuencia de apertura de Inferno sintetiza en dos imágenes el pasado y el presente de Dario Argento o, mejor dicho, como el pasado y el presente se funden en un film que, en muchos aspectos, se nos presenta como la conclusión de una etapa de descubrimiento y confirmación por parte del cineasta italiano. El primer plano de una daga abre el film: el arma blanca como icono fundamental del giallo. Pero, en esta ocasión, el arma no es utilizada para matar, sino para separar las páginas pegadas de un viejo libro. Ese volumen es la segunda imagen: en su desgastada portada leemos el título: "Las Tres Madres" y su lectura por parte de la protagonista, Rose, sirve como introducción al universo esotérico desplegado por Argento. Desde sus inicios en el marco del giallo, el director de Trauma ha acabado aterrizando en el terreno de lo mágico.

Pero esta evolución no ha supuesto un cambio drástico, sino que, observando atentamente su progresión, evidencia casi su condición de camino programado. Si las estilizadas y manieristas imágenes de sus primeros giallos (cada vez más radicalizadas) conferían a sus tramas policíacas un sugerente tono irreal, con Rojo oscuro proponía directamente lo sobrenatural como coartada cohesionadora de una investigación inevitablemente terrenal. Suspiria suponía pasar al otro lado del espejo: sin desdeñar el elemento de misterio, finalmente lo fantástico se imponia a lo real y la intriga se convertía en un cuento de brujería. Podemos considerar, en este sentido, Inferno como la obra cumbre de Argento o, al menos, aquella en la que ha conseguido un dominio tal de sus herramientas expresivas (es decir, audiovisuales) que prácticamente ya no necesita ninguna base argumental para sostenerlas: no es que Inferno carezca de respuestas, sino que ni siquiera se molesta en plantear las preguntas.

Inferno no resulta tanto una continuación/secuela de Suspiria como una ampliación. Retomando la idea central de aquella (la existencia de una Señora del Mal que extiende su maléfico poder desde el interior de su imponente mansión), Argento elabora una cosmogonía esotérica tan personal como deudora de los universos literarios de Thomas De Quincey y H.P. Lovecraft: la existencia de Tres Madres del Mal -Mater Suspiriorum, Mater Lacrimarum y Mater Tenebrarum-le permiten al director de El pájaro de las plumas de cristal levantar un triángulo de lo Maligno a nivel internacional -las sedes de las brujas están en Alemania, Italia y Estados Unidos respectivamente- con el cual, de golpe, parece justificar toda su filmografía: los asesinos de sus giallos, con sus absurdas motivaciones, no son más que esclavos de estas Señoras del Mal, utilizados para contagiar su oscuro poder.

La primera media hora del film le sirve al espectador para darse cuenta de que se encuentra ante la propuesta más heterodoxa del director: un prólogo que se dilata a lo largo del metraje y que parece diseñado con dos intenciones claras: romper las contínuas expectativas del espectador (la primera escena nos propone a Rose como víctima fundacional, pero un corte nos lleva a un personaje nuevo que oficiará tan desagradecido rol) y levantar la película de terror más sugestiva de la historia con su delirante y descontrolado uso del color y de la música. Sin ir más lejos, en la presentación del protagonista principal, Mark, hermano de Rose, Argento le coloca en el aula de la facultad de musicología donde estudia. La utilización del coro "Va pensiero", el tercer acto de la ópera Nabucco compuesta por Giuseppe Verdi, subraya las intenciones operísticas de Argento, como si esa declaración barroca le sirviera de justificación para dar rienda suelta a su manierismo: en la misma escena, se atreverá a utilizar un movimiento de cámara que subjetiviza el punto de vista del viento.

Inferno usa múltiples elementos y referencias extraídas de Suspiria (la repetición de algunos actores en papeles similares; la figura de la arquitectura como un ser vivo que esconde en su interior el mismo corazón del Mal -aquí, un viejo edificio neoyorquino y una biblioteca romana-; el papel de los animales como imprevisto vehículo de la Maldad -ratas, gatos y hormigas-; el fuego como elemento purificador) en un ejercicio paroxístico de luces y colores que se concreta en una serie de laboriosas set pieces que buscan antes la fascinación del espectador que su comprensión.

Cuando, en el clímax del film, un misterioso personaje le dice a Mark que, a esas alturas, ya debe haber descubierto su auténtica identidad, éste, absolutamente perplejo, le responde que no sabe nada. Si la protagonista de Suspiria mostraba una intrepidez que le llevaba a acabar con sus propias manos con la Mater Suspiriorum, aquí Mark es un pelele que ni siquiera tendrá ese placer, conformándose con sobrevivir en un estado de ignorancia similar al que tenía al principio de su aventura. Reflejo del propio espectador, sumergido, narcotizado, por una borrachera cromática y de sinfonismo progresivo (a cargo del gran Keith Emerson) cuyo único sentido consiste en servir de caja de resonancia de los instintos más viscerales y primarios del público. En suma, la esencia básica del cine de Dario Argento en particular y el fantástico en general.


lunes, 24 de enero de 2011

Rojo oscuro

(Profondo rosso)
Italia, 1975. 126m. C.
D.: Dario Argento P.: Salvatore Argento G.: Dario Argento & Bernardino Zapponi I.: David Hemmings, Daria Nicolodi, Gabriele Lavia, Macha Méril F.: 2.35:1

La mirada del abismo
El plano que cierra Rojo oscuro nos muestra a su protagonista, el pianista Marcus Daly, observando su rostro reflejado en un charco de sangre que cubre el suelo. Sobre esta imagen aparecen los créditos finales. Pero hay un detalle que llama la atención: la imagen no se congela, sino que Argento mantiene el plano, como si su protagonista no pudiera moverse, hipnotizado por su propio reflejo enrojecido. El final de Rojo oscuro supone la visualización de la celebérrima sentencia de Friedrich Nietzsche: esa mirada a las profundidades abisales de un charco de hemoglobina le es devuelta: Marcus Daly ha quedado encerrado en ese abismo para siempre. La sangre ha dejado de ser fuente de vida para revelarse como un estigma de la muerte.

La figura del reflejo tiene una importancia tangencial en Rojo oscuro: en ellos se esconde la clave definitiva, la resolución del misterio pero, haciendo honor a su condición invetida, no la muestran, sino que la esconden. Está ahí a la vez que elude su presencia: un reflejo en un espejo situado estratégicamente al final de un pasillo adornado por retorcidas y extrañas pinturas que nos muestran su condición de camino contaminado por el Mal y la muerte; un mensaje escrito en unos azulejos aprovechando el vapor provocado por el agua caliente que es borrado, ocultado, por la intrusión del viento. Son síntomas del mensaje del film: un mundo construido a base de las mentirosas apariencias: la escenofragía de cada plano está milimétricamente medida evidenciando la artificiosidad del universo en el que se mueven los personajes.

Al poco de comenzar el film, el asesino se dirige a los servicios de un teatro donde se repone de un malestar que le ha llevado a vomitar. Cuando se lava las manos enguantadas, observamos que el espejo que preside la pila está tan manchado que apenas podemos atisbar el contorno del rostro que se mira en él. En realidad, esta estratagema no es tanto un medio para ocultar la identidad del criminal como la confirmación del carárcter tergiversador de los espejos en el film: el espejo no refleja el rostro humano del asesino, sino su turbio interior: el mal que se incuba en él. Una vez más, la verdad nos es revelada a la vez que esquiva nuestra mirada.

Una historia triste de fantasmas
Minutos antes de ser testigo del brutal asesinato que pone en marcha el misterio que sustenta Rojo oscuro, su protagonista principal, Marcus, aparece caminando de manera ensimismada por una plazoleta. Es el único paseante en una noche tranquila y apacible hasta que se encuentra con un amigo de profesión, el también pianista Carlo, completamente borracho, apoyado en la base de una enorme estatua mitológica que sirve de fuente. La conversación entre ambos tiene como escenario la reconstrucción del famoso cuadro "Nighthawks" de Edward Hopper: una cafetería a través de cuyas ventanas podemos ver a las personas que están en su interior. La reconstrucción por parte de Argento es literal, pues no sólo imita la composición del cuadro, sino que los figurantes permanecen en una posición estática, como si fueran estatuas. La soledad es la compañera inseparable de los atribulados antihéroes de Argento.

Las localizaciones nocturnas en las que están integrados los personajes del film hacen gala de un profundo poso existencial. Como si retomara su papel en Blow Up. Deseo de una mañana de verano, David Hemmings deambula de manera desnortada como si nunca tuviera un destino al que llegar. El momento en el que su mirada se cruza con la figura de la mujer atacada en el momento en el que esta recibe el golpe de gracia es como si, finalmente, Marcus hubiera encontrado aquello para lo que estaba destinado: una pieza colocada en el sitio adecuado en el momento justo y que dispare la acción.

No resulta extraño, en este sentido, que Rojo oscuro derive al terreno de lo sobrenatural y que a lo largo de su metraje aparezca, en la teoría, la figura clásica del fantasma. Que tras investigar antiguas leyendas urbanas y mansiones encantadas, los personajes se encuentren de bruces con que la solución del misterio estaba desde un principio delante de sus narices les descubre como los auténticos espectros del film: sin vida propia ni personalidad desarrollada, no son mas que meras carcasas humanas, condenadas a vagar sin fin, dando vueltas a un misterio cuyo, como siempre, banal enigma no es más que un indicativo de su condición de descarado mcguffin.

La aparición de diversos objetos inanimados con forma humana (muñecas ahorcadas o un autómata) y que son indicativos de la presencia del Mal se presentan como reflejo de la deshumanización de los personajes. El abandonado y ruinoso caserón que investiga Marcus se levanta como un ancestral y decrépito anciano mantenido en vida por el descompuesto secreto que guarda en su interior. Cuando Marcus está a punto de descubrir dicho secreto, la mansión se revela, atacándole (el cristal que se desprende de la ventana; el alféizar que se parte), expulsándole, intentando preservar ese enigma que le sirve de corazón y que, una vez descubierto, supondrá su exterminio.

Sólo el Mal parece vivo en Rojo oscuro, pudiendo, por tanto, llevar el control: su capacidad para quitar la vida supone la confirmación de su propio estado vital. Los gráficos y sangrientos asesinatos destacan por la tremenda fisicidad de su resolución (los golpes con el hacha de carnicero en primer plano, abriendo la carne haciendo saltar la sangre en chorros; la cara rosada y deformada tras haber sido hundida en agua caliente; la víctima que recibe numeroso impactos en los dientes con el mobiliario de la habitación en la que se produce el ataque) dando al ejecutor el poder de la carne, de lo material, mientras los protagonistas se pierden en su limbo metafísico lleno de dudas, preguntas y falsas pistas.

Hasta el giallo y (el) más allá
Tras ser testigo del primer asesinato y avisar a la policía, Marcus vuelve a encontrarse con Carlo y le cuenta que hay un detalle de la escena del crimen que le ha llamado la atención pero que no acaba de caer en qué es exactamente (auténtico leitmotiv del cine de Argento). El director de Tenebre lo planifica colocando a cada actor en un extremo del encuadre, con la estatua anteriormente citada en medio. Carlo le dice que quizás lo que vió es una imagen que estaba ahí y, una vez cumplida su función, desapareció. La estatua parece el mudo testigo de la obra teatral que se escenifica ante ella de igual manera que la teoría de Carlo vuelve a subrayar la estudiada artificiosidad del conjunto: Argento evidencia ante el espectador los trucos del género.

Tras los títulos de crédito, la cámara se mueve a través de una sala para cruzar unas cortinillas rojas que se abren a su paso: nos encontramos en un teatro donde una médium hace gala de su dotes parapsicológicas. Dario Argento construye Rojo oscuro utilizando los modos y maneras del giallo que él mismo ha utilizado a lo largo de su primera etapa (compuesta por la conocida como "Trilogía zoológica") pero dotándolos de una innovadora coherencia al desarrollarlos dentro de un contexto sobrenatural haciendo que los lugares comunes habituales del género adquieran, de golpe, un nuevo sentido, una nueva naturaleza: el elemento fantástico se impone, definitivamente, al trasunto policial. La esencia se impone a la presencia y el fondo y la forma se fusionan de manera que esta última se muestre más libre que nunca.

Finalizamos retomando el comienzo de igual manera que Marcus tiene que volver al principio de todo para cerrar el misterio. Volvemos a ese charco de sangre de fondo insondable a través del cual no sólo ha caido el protagonista, sino el propio director. Con Rojo oscuro Argento ha mirado directanente al abismo del giallo y se ha internado en su interior para atrapar su retorcida esencia. Una vez trascendido el género, el cineasta italiano no sale al exterior, sino que sigue buceando hasta emerger al otro lado de ese espejo formado por líquido carmesí: ha llegado al mismo corazón de Mal, ha penetrado en el territorio de lo esotérico. A la vuelta de la esquina está Suspiria y ya nada volverá a ser inocente en el terreno de lo fantástico.


jueves, 20 de enero de 2011

Cuatro moscas sobre terciopelo gris

(Quattro mosche di velluto grigio)
Italia/Francia, 1971. 104m. C.
D.: Dario Argento P.: Salvatore Argento G.: Dario Argento, basado en una idea de Dario Argento, Luigi Cozzi & Mario Foglietti I.: Michael Brandon, Mimsy Farmer, Jean-Pierre Marielli, Bud Spencer F.: 2.35:1

Cuando se dice que Dario Argento fue el creador del giallo (en realidad, consolidó el género a un nivel industrial siguiendo los pasos de Mario Bava) se suele utilizar como argumento la enorme influencia de su ópera prima pero, en realidad, podemos considerar la entera filmografía del director de Terror en la ópera como un recorrido tanto por los motivos visuales como por los diferentes acercamientos estilísticos al género. Atendiendo a la conocida como trilogía zoológica que cierra la película que nos ocupa encontramos desde la atmósfera abstracta y modernista de El pájaro de las plumas de cristal hasta el procedimiento policíaco como motor de El gato de las nueve colas. Como si Argento barajara las dos posibilidades anteriormente mencionadas, Cuatro moscas sobre terciopelo gris surge como una radicalización de estas: el giallo envasado al vacío.

De esta manera, Cuatro moscas sobre terciopelo gris se nos presenta como la respuesta a la discursividad de El gato de las nueve colas en la cual la trama, el misterio, acababa apoderándose de todo. Aquí, Argento reduce los elementos rectores del género a su esencia más elemental: un asesino y una víctima son los ingredientes necesarios para construir un giallo, el resto es accesorio. Una idea que queda expuesta en la secuencia de arranque: el protagonista, el baterista Roberto Tobias, está ensayando con su grupo. A lo largo de la actuación Argento inserta una serie de breves escenas en las que vemos como Tobias es seguido por un extraño hombre. Cuando finaliza el ensayo y sale del edificio, Tobias vuelve a encontrarse con su perseguidor con quien decidirá enfrentarse. El resultado es la muerte accidental del misterioso acosador. En menos de diez minutos y sin apenas necesidad de palabras, Argento establece la base de su film sobre la incertiduble y el desconocimiento, elementos de un misterio que no interesa resolver.

La secuencia anteriormente descrita tiene como escenario un teatro vacío. Para entrar en él, Argento utiliza un travelling subjetivo que atraviesa una serie de cortinas de color rojo intenso. Un plano que supone una declaración de principios de la mirada con la que el cineasta italiano va a desarrollar su carrera dentro del género: en este sentido, que el actor protagonista tenga un parecido razonable con el propio director no es baladí: de igual manera con que Tobias entra en un recinto que cambiará su vida, Argento cruza una puerta con la que abandonará el cine policíaco para penetrar en el fantástico más manierista: el barroquismo del decorado teatral subraya el carácter artificioso de la trama del film en particular y del cine de Argento en general.

A partir de este instante, Cuatro moscas sobre terciopelo gris se compone de una serie de set pieces con las que Argento evidencia su condición de demiurgo de un espectáculo que encuentra su único sentido en sí mismo: en Cuatro moscas sobre terciopelo gris no hay un misterio que resolver ni pistas falsas que seguir. No existen intrigantes sospechosos sino figurantes (nunca personajes desarrollados) cuyos movimientos sonámbulos les arroja a las manos de un asesino cuya identidad es menos importante que sus sangrientas acciones. La actitud apática de Tobias, quien nunca parece ser consciente del peligro que corre su vida, sumerge al film en un estado somnoliento que sumado a la recurrente pesadilla que sufre el protagonista convierte a Cuatro moscas sobre terciopelo gris en una serie de cajas chinas oníricas de las que la película nunca llega a despertar.

Sin elementos sobrenaturales propiamente dichos, el film adquiere un componente fantástico producto de una cámara cuya libertad de movimiento rompe barreras espaciales (el travelling que recorre la línea telefónica que conecta al asesino y a una de sus víctimas) y la manipulación que el director hace del espacio fílmico en el que se mueven sus criaturas: la sirviente de Tobias se ha citado con el asesino en un parque. Mientras espera, esta recorre con su mirada el lugar: los pájaros cantando posados en las ramas de los árboles, los niños jugando en los columpios, una pareja de enamorados besándose. Todo ello bajo un cielo azul completamente despejado. El resultado es un ambiente plácido y seguro que torna drásticamente en un emplazamiento amenazador: la gente desaparece literalmente, como si fuesen piezas que eliminadas por el propio criminal (como bien observó mi compañero de sesión, el señor BizarroJoe); la noche cae de golpe como un telón teatral y el propio decorado se vuelve una trampa mortal (la aterrorizada mujer queda atrapada entre dos paredes) dando la impresión del demiurgíco poder manipulador espacio-temporal del asesino, auténtico alter-ego del director.

Si decíamos líneas atrás que Argento utilizaba un movimiento de cámara como declaración de principios autoral a modo de entrada en un nuevo terreno estilístico, la escena que cierra el film confirma su decisión de quedarse en dicho lugar. Abandonando al héroe malherido y con una insatisfactoria explicación del misterio en el aire que, ni mucho menos, ata todos los cabos, Argento se centra en elaborar su más retorcido morceau de bravoure hasta ese momento en el que la dilatación del tempo y la congelación del plano en su momento cumbre confirma que para el diretor de Suspiria una imagen es más importante que mil palabras y que conceptos como coherencia, verosimilitud o historia están de mas.

miércoles, 19 de enero de 2011

El gato de las nueve colas

(Il gato a nove code)
Italia/Francia/Alemania, 1971. 110m. C.
D.: Dario Argento P.: Salvatore Argento G.: Dario Argento, basado en una idea de Dario Argento, Luigi Collo & Dardano Sacchetti I.: James Franciscus, Karl Malden, Catherine Spaak, Pier Paolo Capponi F.: 2.35:1

Los irregulares resultados de El gato de las nueve colas son la consecuencia de una serie de paradojas que forman el cuerpo de la segunda película de Dario Argento tras el éxito de El pájaro de las plumas de cristal. La primera de las cuales apunta a las mismas motivaciones del misterioso asesino: una persona normal que, de súbito, se ve impelido a matar para ocultar que, geneticamente, está programado para hacerlo. Una paradoja que funciona como metáfora del género: el giallo construye una serie de universos cerrados en los cuales los verdugos y las víctimas se mueven bajo los hilos de un demiurgo que dicta sus acciones. Por mucho que intenten evitarlo, están guiados por el destino para actuar de una determinada manera.

El vago trasfondo de ciencia-ficción que sustenta la trama cromosomática que propone Argento como base de su misterio le sirve para subrayar el componente fantasioso del género, en contraste, y he aquí una nueva paradoja, con el realismo visual de la película. En El gato de las nueve colas Argento pone en evidencia los orígenes del giallo dentro de la literatura negra popular italiana, alejándose de la abstracción de la que hacía gala El pájaro de las plumas de cristal para desarrollar un tono más cálido e intimista. Al contrario que el novelista de aquel film, los protagonistas de El gato de las nueve colas, el periodista Carlo Giordani junto al invidente Franco Arno y su pequeña sobrina Lori, no son el objetivo principal del criminal, al menos inicialmente, lo que les permite un distanciamiento con el caso que potencia el componente policíaco de la investigación en detrimento de la atmósfera. El gato de las nueve colas guarda una importante lección: el guión es un peso insondable para la libertad del giallo.

La siguiente paradoja la protagoniza el propio Arno: la importancia de la mirada en una película protagonizada por un ciego. Si en El pájaro de las plumas de cristal el director de Phenomena establecía la imagen de las manos enguantadas del asesino como icono del género, en El gato de las nueve colas amplía el catálogo iconográfico a través de los impactantes primerísimos planos del iris del asesino. Un recurso visual que no sólo es utilizado como medio narrativo (señalar la presencia del peligro), sino que le sirve al cineasta italiano como marca de autenticidad: el inserto como medio dinamitador de la ortodoxia del relato. Porque, aunque en conjunto El gato de las nueve colas se nos aparezca como un producto más convencional que El pájaro de las plumas de cristal, a lo largo del metraje Argento reparte una serie de planos cortos desestabilizadores producto de un montaje más asociativo que narrativo.

Un ejemplo de lo dicho lo encontramos en el propio Arno cuya ceguera parece haber activado un nuevo sentido, siendo capaz de recibir una serie de imágenes mentales que nos introducen en el terreno de lo parapsicológicos. Al poco de iniciarse el film, mientras Arno está en su estudio realizando un crucigrama, presiente el ataque que se está produciendo en la calle (Argento inserta el plano detalle de la víctima recibiendo el golpe en la cabeza); más adelante, cuando comunica a Giordani que Lori ha sido secuestrada, aparece fugazmente la imagen del maltrato que ésta está recibiendo cuando aún no se ha producido: un flashforward que dota a Arno del poder de la clarividencia -no por casualidad, los protagonistas se encuentran en un cementerio-.

De esta manera, El gato de las nueve colas se muestra a sí misma como una gigantesca paradoja: en sus imágenes encontramos destellos de la personalidad futura de su director (la tremenda fisicidad de los ataques del asesino, destacando el personaje brutalmente arrollado por un tren: el tremendo primer plano que nos enseña como la cabeza choca con la máquina) a la vez que un ligero retroceso con respecto a lo visto en su ópera prima, dando lugar a un conjunto sin armonía en el que lo discursivo se acaba imponiendo a lo atmosférico.

martes, 18 de enero de 2011

Un hombre lobo americano en Londres

(An American Werewolf in London)
UK/USA, 1981. 97m. C.
D.: John Landis P.: George Folsey Jr. G.: John Landis I.: David Naughton, Jenny Agutter, Griffin Dune, John Woodvine F.: 1.85:1

La risa contra el miedo
Que Un hombre lobo americano en Londres se estrenara sólo cuatro meses después de Aullidos demuestra el interés del cine de terror, recién iniciada la década, por revisar los mitos clásicos del género en general y la figura del hombre lobo en particular (señalemos también el estreno de títulos coetáneos como En compañía de lobos, Lobos humanos o El beso de la pantera). Si las películas de John Landis y Joe Dante coinciden en servir de muestra de las avanzadas técnicas en efectos especiales de maquillaje (el creador del maquillaje de Aullidos, Rob Bottin, era el alumno aventajado de Rick Baker, encargado de los efectos de la película que nos ocupa) su mirada a la licantropía es bien distinta. Mientras que la película de Dante intentaba (y conseguía) actualizar el mito buscando el equilibrio entre clasicismo y modernidad, Landis se acoge a una perspectiva postmoderna a través de una mirada irónica a dicho mito que no está reñida con la fidelidad y el respeto a su esencia. En resumen, Un hombre lobo americano en Londres es una parodia que da miedo.

La secuencia de apertura resulta ejemplar con lo dicho: los protagonistas, David y Jack, dos turistas americanos perdidos en un remoto e inhóspito paraje rural se refugian del frío en un extraño bar llamado "El cordero degollado". La actitud de los dos jóvenes contrasta con el ambiente del bar: mientras que ellos no paran de hacer bromas y reirse del pintoresquismo del lugar, los lugareños les observan con un silencio reverencial. Dicho silencio parece ser producto de un pacto de silencio entre los miembros de un grupo atemorizado por un secreto del que todos se sienten culpables.

Los símbolos esotéricos que adornan el lugar convierten la posada en un decorado salido de una barata película de terror, un anacronismo desde la perspectiva de los urbanos protagonistas quienes son incapaces de tomárselo en serio. Este elemento distanciador es anulado en el momento en el que David y Jack son acosados por una criatura invisible (su presencia siempre está fuera de campo) surgida de la nada: los rugidos de la bestia, la niebla que rodea a los desnortados protagonistas, los movimientos desesperados de estos dotan al conjunto de una atmósfera absolutamente aterradora.


La bestia interior

Si en Aullidos el hombre lobo era el otro, lo extraño, Un hombre lobo americano en Londres adopta un punto de vista subjetivo de la maldición de la luna llena, mostrando el proceso desde la ignorante perspectiva del protagonista, David. Mientras este se recupera en un hospital del ataque sufrido por una criatura que le ha dejado malherido, y que causó la muerte de Jack, Landis utiliza una serie de secuencias oníricas para explicar lo que se está incubando en el interior de su protagonista: el análisis de estas pesadillas muestran como su cuerpo y su mente se van adaptando a lo que, ahora, son:

1) el primer sueño arranca con unos travellings en primera persona a través de un bosque. A continuación se nos muestra a David corriendo desnudo entre los árboles y atacando a un ciervo, de quien devora su carne. Una secuencia que certifica el surgimiento del instinto animal de David.

2) el segundo también tiene lugar en ese mismo bosque. En esta ocasión, David está vestido y se ve a sí mismo en la cama del hospital. Cuando nos acercamos, el rostro de David cambia de repente en una máscara horrorosa: una transformación que enfrenta a David consigo mismo: él mismo se da cuenta de que se está convirtiendo en algo que no reconoce y que le da miedo.


3) la tercera pesadilla cambia el escenario: David está en su hogar, acompañado de su familia. Una escena idílica que se interrumpe bruscamente con la aparición de un grupo de hombres con máscaras monstruosas que aniquila brutalmente a todos: David es consciente de que su presencia pone en peligro la vida de aquellos a los que quiere.


Que en ningún momento se nos muestre un solo lobo resulta coherente con el desconocimiento que el protagonista tiene de qué le está pasando. En este sentido también funciona las constantes apariciones del espectro de Jack, cada vez más putrefacto, advirtiéndole del peligro que representa y la necesidad de que termine con su vida: a modo de sangriento Pepito Grillo, Jack representa la culpabilidad que atenaza a David, quien huyó cuando el primero fue atacado. Esta idea puede hacernos pensar que quizás, como opina el doctor Hirsch, David no se está convirtiendo en un hombre lobo, pero sí actúa como tal sugestionado por el folclore de la sombría región donde fue atacado. Incluso los ataque nos son mostrado de manera elíptica, como si fueran espacios en blanco en la mente de David quien, una vez que vuelve a su estado normal, no recuerda nada de lo que ha pasado.

Todo lo contrario que la transformación licantrópica que nos es mostrada con todo lujo de detalles y dinamitando todos los lugares comunes del género: la escena se desarrolla en una habitación completamente iluminada y con el protagonista desnudo. De esta menera, podemos observar atentamente como sus huesos se quiebran, sus extremidades se estiran y, en general, todo su cuerpo muta teniendo como fondo sonoro los agonizantes gritos de dolor de su sufrido protagonista: la conversión de Un hombre lobo americano en Londres es, sin duda, la más realista de la historia dese un punto de vista biológico, subrayando el terrible dolor que causaría el que nuestro cuerpo cambiase de tan radical manera.

Un hombre lobo cosmopolita
Aparte de la presencia de sus maquilladores, hay otros puntos de conexión entre Aullidos y Un hombre lobo americano en Londres. Algunos anecdóticos (en las dos se utiliza un cine porno como escenario) y otras más importantes como es la localización del origen de las criaturas en cerrados ambientes rurales, apartados de la mirada urbanita y moderna de las grandes ciudades (La Colonia y Los Ángeles en la película de Dante; el pueblo East Proctor y Londres, en la de Landis) estableciendo una frontera entre lo clásico y lo moderno que se acabará derrumbando.

Así, la estructura de
Un hombre lobo americano en Londres va de lo individual a lo colectivo -del ataque de los dos protagonistas en East Proctor a la masacre producida en Piccadilly Circus- funcionando como metáfora de la ruidosa aparición de un elemento clásico en un entorno moderno. Que en el clímax de Un hombre lobo americano en Londres lo romántico y lo horroroso se den la mano en un oscuro callejón con consecuencias trágicas confirma la armoniosa integración del pasado y el presente del cine de terror.


lunes, 17 de enero de 2011

Christine

(Christine)
USA, 1983. 110m. C.
D.: John Carpenter P.: Richard Kobritz G.: Bill Phillips, basado en la novela de Stephen King I.: Keith Gordon, John Stockwell, Alexandra Paul, Harry Dean Stanton F.: 2.35:1

En la primera mitad de los años 80 ser el director de una película basada en una obra de Stephen King suponía todo un barómetro de popularidad dentro del género a la vez que reflejo de la personalidad de los propios autores en su acercamiento a un material ajeno y tan codificado como es la literatura del creador de Apocalipsis. De esta manera, desde el estreno de la fundacional Carrie, veíamos como las diferentes propuestas lograban separar el grano de la paja (la mencionada película de Brian De Palma), traicionaban la esencia del original (El resplandor, de Kubrick) o lo llevaban a terreno propio sin notables fisuras de fidelidad (La zona muerta cronenbergiana). Que la adaptación dirigida por John Carpenter se estrenara en el mismo año en el que se publicó por primera vez la novela en que se basa es síntoma de la, a esas alturas, estrecha relación entre el cine y la obra de King. Es quizás esta la razón por la cual Christine supone la excepción que confirma la regla y aunque en sus imágenes se detecta el cuidado habitual que el director de Están vivos pone a la hora de construir sus planos, en esta ocasión John Carpenter oficia más de aplicado ilustrador que de comprometido narrador.

Con Christine Stephen King utilizaba su pasión por la cultura popular americana de los años 50 como motor de la historia a través de la radicalización de sus iconos juveniles: el rock'n'roll y la figura fetichista del automóvil. Una idea que Christine retoma y desarrolla de manera obvia en su primer tercio: Arnie Cunningham es presentado como el típico nerd de universidad, gafas de pasta gruesa y bolígrafos en el bolsillo de la camisa incluídos, que es ignorado por las chicas y recibe la excesiva atención de los matones. La compañía de su mejor (y único) amigo, Dennis, apuesto deportista de gran popularidad, no hace sino subrayar su condición de patito feo. Ante este panorama no es extraño que se enamore a primera vista del destartalado Plymouth Fury de 1958 que vende un extraño anciano. Como el propio Arnie reconoce, por una vez hay algo que es más feo que él.

La importancia del coche como símbolo de la independencia adolescente podía haber aportado a Christine un tono de ambigüedad en el momento en el que la entrada de Christine en la vida de Arnie supone un drástico cambio en su personalidad, llegando a enfrentarse a sus padres quienes han dirigido su vida sin preocuparse de las aspiraciones personales de su hijo. Pero da la impresión de que los creadores de Christine no están muy interesados en profundizar en estos temas, como si su única intención fuera ofrecer un reconocible producto marca King: el distanciamiento de Arnie con aquellos que le rodean a la vez que se obsesiona con su coche es mostrando de manera precipitada, quedándose en la superficie y sin profundizar en ideas tan interesantes y sugerentes como la atracción erótica que Christine provoca en su dueño, haciéndo que este parezca preferir las relucientes líneas metálicasde su automóvil a la cálida carnalidad de su novia.

El propio Carpenter es consciente de la debilidad del componente humano del guión escrito por Bill Phillips, resolviendo las escenas protagonizadas por los actores con funcionalidad y centrándose en los planos en los que Christine es el centro de atención: el prólogo situado en la cadena de montaje donde se nos muestra un cúmulo de coches de la misma marca recién montados de color blanco entre los que destaca Christine y su brillante pintura rojiza, testimonio de su sed de sangre; la escena en la que Christine se repara a sí misma delante de Erine: el foco que alumbra al coche en la oscuridad y la utilización del saxo en la banda sonora transforma el momento en un strip-tease en el que el mortífero coche desnuda delante de su dueño su auténtica naturaleza; Christine envuelta en llamas como si fuera un vehículo surgido del infierno o su definitiva monstrualización en el clímax del relato, con los focos a modo de desorbitados ojos y una grieta en el parachoques convertida en una horrorosa mandíbula. Aciertos aislados que asemeja a Christine a un imponente coche cuya llamativa carrocería carece de motor: es bonito, pero de escasa utilidad.

The Golden Spiral

Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas

(Loong Boonmee raleukchat)
Tailandia/UK/Francia/Alemania/España/Holanda, 2010. 114m. C.
D.: Apichatpong Weerasethakul P.: Simon Field, Keith Griffiths & Apichatpong Werasethakul G.: Apichatpong Weerasethakul I.: Sakda Kaewbuadee, Matthieu Ly, Jenjira Pongpas, Thanapat Saisaymar F.: 1.85:1

Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (¿alguien puede decirme cual es el motivo por el cual los distribuidores españoles no tradujeron el "Uncle" por "El tío", dejándolo como si fuera un nombre propio?) comienza con un plano sostenido de un buey que está pastando tranquilamente, atado a un árbol. La ligera niebla que cubre el suelo, unido a los movimientos del animal, aporta una atmósfera levemente fantasmagórica, potenciada por la larga duración del plano. En el momento en el que algo le llama la atención, el buey consigue liberarse de la correa y se interna en el bosque. Un cuidador se da cuenta de la ausencia y se dirige en su búsqueda. Cuando lo encuentra, se lo lleva de nuevo, a pesar de los esfuerzos del animal por seguir su camino. Una escena, tanto por su contenido como por su forma, de tono naturalista que es roto por el contraplano que nos muestra la silueta inmóvil de una extraña criatura oscura y de inquietantes ojos rojos. La lógica con la que Weerasethakul pasa de una imagen realista (la del buey y su dueño) a lo extraño (la criatura), sin estridencias ni efectismos, como si una fuera la consecuencia coherente de la otra, sirve de presentación de la idea rectora del film: la convivencia entre lo fantástico y lo cotidiano: no dos mundos enfrentados, sino que comparten un mismo espacio.

En este sentido, la escena clave de la película se dará minutos despues en una cena familiar compuesta por el tío Boonmee, quien está gravemente enfermo del riñón, su cuñada, Jen, y el sobrino de esta, Tong. La conversación trivial habitual se ve súbitamente interrumpida por la visita de dos invitados inesperados: el fantasma de la mujer muerta de Boonmee (y hermana de Jen) y el desaparecido hijo de ambos, que ahora vuelve convertido en un hombre-mono de ojos rojizos. Tras la sorpresa inicial, el grupo formado por muertos y vivos conversan afablemente entre ellos. Weerasethakul mantiene en todo momento la misma sobriedad en su puesta en escena haciendo que, como ocurría en el prólogo señalado líneas arriba, lo fantástico surja entre los plieges de lo real con naturalidad. Una decisión que no sólo minimiza el tono irreal de la escena, sino que, más bien, lo potencia al transformar nuestro entorno familiar en parte intrínseco de lo sobrenatural.

De igual manera que el tío Boonmee y su familia se acostumbran a compartir espacio con lo fantástico, la propia película comparte esa postura al fragmentar la lógica causa-efecto de su estructura para adoptar una mirada de total libertad en su acercamiento a la narrativa cinematográfica. Así, tras esa cena-encuentro, Weerasethakul abandona a los protagonistas para contarnos un bonita leyenda protagonizada por una princesa desfigurada, enamorada de uno de sus sirvientes, que se acerca a un idílico lago junto a una cascada cuyas aguas le devuelve el reflejo de un rostro hermoso y en el que entrará en contacto con un espíritu del agua en forma de pez al que se entregará carnalmente. Un fragmento aislado que no parece tener ninguna relación con lo contado hasta el momento pero que analizándolo desde la perspectiva abierta que propugna la película podría tener varias interpretaciones: por un lado, un ejemplo de la unión entre lo real y lo fantástico (el coito entre el espíritu acuático y la princesa) que rima con la historia del hijo de Boonmee quien también se apareó con una hembra de los hombre-mono para poder pasar el resto de su vida como uno más de ellos; por otro, podríamos estar asistiendo a la escenificación legendaria de una de las posibles vidas pasadas de Boonmee quien, en un momento del film, especula acerca de sus reencarnaciones anteriores.

Porque Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas supone toda una celebración de la vida a través del proceso inevitable de la muerte. Boonmee es consciente de que su fin está cerca y es quizás esa consciencia la que le hace permeable (y a quienes lo rodean) a conectar con los espíritus que conviven con nosotros, que forman parte de nuestro mundo, pero que sólo son visibles para aquellos cuya especial sensibilidad les permite mirar directamente el corazón del bosque más allá de la envoltura de los árboles. Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas es una película optimista en su acercamiento a la muerte, pues la muestra no como un fin, sino como el paso a un nivel diferente (ni mejor ni peor) en nuestro recorrido existencial. Weerasethakul materializa este proceso mostrando a los protagonistas recorriendo un largo camino por el bosque hasta penetrar en una cueva que sirve tanto como metáfora del viaje que Boonmee hace al "otro mundo" como su integración final (y total) con el entorno natural que forma nuestro mundo (las imágenes de los personajes en el interior de la cueva, empequeñecidos por la grandiosidad y la belleza de las rocas, tienen un poder telúrico recuerda a la fascinante Picnic en Hanging Rock).

Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas finaliza con un epílogo cuyo desconcierto inicial es síntoma del mensaje del film: en un decorado antitético a los entornos naturales del resto del film, una aséptica habitación de hotel, se une lo material (Jen cuenta junto a su hija la suma de una serie de donaciones económicas) con lo cotidiano (la ducha en tiempo real de Tong, ahora convertido en un monje budista). La imagen de los tres viendo la televisión sentados en la cama subraya la aplastante monotonía en la que parecen sumidos hasta que, al igual que pasó en el comienzo del film, un contraplano desequilibra dicha monotonía con la irrupción de lo mágico. Que sólo Jen y Torn sean conscientes de este cambio certifica que han sido impregnado por su contacto con lo fantástico. Una vez abierto los ojos, su mundo ya nunca será el mismo. Precisamente la intención que Apichatpong Weerasethakul tiene con nosotros a través de esta extraña, subyugante, desconcertante pero penetrante Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas.