Dinamarca, 1984. 104m. C.
D.: Lars von Trier P.: Per Holst G.: Niels Vørsel & Lars von Trier I.: Michael Elphick, Esmond Knight, Me Me Lai, Jerold Wells
La ópera prima de Lars von Trier comienza con una serie de imágenes que nos sitúan en El Cairo. Tras éstas, un plano fijo nos muestra a un terapeuta que habla directamente a cámara, dirigiéndose al protagonista del film, el detective Fisher. La voz de éste se escucha en off con un profundo tono grave, como un sonido escuchado en el interior de nuestra cabeza. confirmándonos que estamos viendo a través de sus ojos. Cuando el terapeuta decide hipnotizar a Fisher para descubrir qué es lo que pasó en su último caso, la búsqueda de un asesino que descuartiza a niños que trabajan vendiendo lotería en una anónima localidad europea, comenzando una cuenta atrás, sumerge a Fisher en su propia consciencia, a la búsqueda de esos recuerdos alterados, y a nosotros con él. Por tanto, a partir de ese punto, el relato que se nos contará no tiene que ser necesariamente la verdad de lo que ocurrió, sino la interpretación que el protagonista hace de esos hechos, los cuales pueden ser facilmente manipulados. De hecho, a lo largo del metraje escuchamos varias veces la voz en off del terapeuta dudando de lo que está escuchando: a veces, le dice a Fisher que está divagando y otras le pregunta si realmente tal personaje dijo tal frase.
Este punto de vista subjetivo está directamente relacionado con las pesquisas detectivescas de Fisher, quien hace uso del método llamado "el elemento del crimen" para encontrar al asesino. Dicho método, elaborado por Osborne, el antiguo mentor de Fisher, consiste en reconstruir los últimos pasos y acciones del criminal para lograr comprender su manera de pensar: un periplo físico en busca de un objetivo psicológico. El elemento del crimen se convierte así en una espiral introspectiva en la que vamos descendiendo hasta quedar encerrados en un callejón sin salida (primero, nos metemos en la mente de Fisher; a continuación, éste se mete en la mente del asesino; después...), contrastando esa perspectiva mental con la fisididad de los entornos que se nos muestran a través de ella.
Es de esta manera por la cual El elemento del crimen adquiere un tono onírico, casi surrealista, potenciado por la intensamente formalista puesta en escena de Von Trier, quien retrata las acciones de sus personajes y su colocación en los espacios como si formaran parte de una pesadillesca ensoñación: los travellings que recogen a los personajes estáticos, casi fusionados con el entorno como si fueran tableaux vivantes; la obsesiva utilización de las cámaras lentas; los saltos entre secuencias, dando a éstas una forma independiente, autoconclusiva; los extraños diálogos, como si el mensaje nos llegara sólo parcialmente y parte de la información se hubiera perdido en los recovecos de la memoria. Los ballardianos escenarios redondean la adscripción fantástica del film, catalogable en los parámetros de la ciencia-ficción, mostrándonos un mundo apocalíptico, en el que el hombre se mueve entre las ruinas y los desechos de una civilización anterior, ahora permanentemente castigado por una lluvia de tintes ácidos. La penetrante iluminación amarilla de la fotografía cubre de óxido las imágenes, dándoles una herrumbrosa tonalidad industrial, propia de un mundo muerto y en descomposición.
El elemento del crimen utiliza los lugares comunes del cine negro para recrearlos a través de una mirada cerebral, propia del cine de arte y ensayo. Y es de esa mirada intelectual la que ofrece lo peor y lo mejor de la película: por un lado, el resultado es inevitablemente petulante y no poco fastidioso en ocasiones; pero, a la vez, resulta una experiencia fascinante que lega un buen puñado de poderosas imágenes: los caballos sumergidos en un oscuro lago; el plano aéreo que sigue a un helicóptero mientras en tierra se busca un cadáver; las víctimas intentando escapar del asesino rompiendo los cristales de las ventanas, recogido por una grúa en retroceso. El elemento del crimen consigue irritar y ensimismar a partes iguales, suponiendo, por tanto, una perfecta carta de presentación de las constantes que regirán la carrera de un director que siempre se moverá entre las adhesiones más entusiastas y el rechazo más enérgico.
Este punto de vista subjetivo está directamente relacionado con las pesquisas detectivescas de Fisher, quien hace uso del método llamado "el elemento del crimen" para encontrar al asesino. Dicho método, elaborado por Osborne, el antiguo mentor de Fisher, consiste en reconstruir los últimos pasos y acciones del criminal para lograr comprender su manera de pensar: un periplo físico en busca de un objetivo psicológico. El elemento del crimen se convierte así en una espiral introspectiva en la que vamos descendiendo hasta quedar encerrados en un callejón sin salida (primero, nos metemos en la mente de Fisher; a continuación, éste se mete en la mente del asesino; después...), contrastando esa perspectiva mental con la fisididad de los entornos que se nos muestran a través de ella.
Es de esta manera por la cual El elemento del crimen adquiere un tono onírico, casi surrealista, potenciado por la intensamente formalista puesta en escena de Von Trier, quien retrata las acciones de sus personajes y su colocación en los espacios como si formaran parte de una pesadillesca ensoñación: los travellings que recogen a los personajes estáticos, casi fusionados con el entorno como si fueran tableaux vivantes; la obsesiva utilización de las cámaras lentas; los saltos entre secuencias, dando a éstas una forma independiente, autoconclusiva; los extraños diálogos, como si el mensaje nos llegara sólo parcialmente y parte de la información se hubiera perdido en los recovecos de la memoria. Los ballardianos escenarios redondean la adscripción fantástica del film, catalogable en los parámetros de la ciencia-ficción, mostrándonos un mundo apocalíptico, en el que el hombre se mueve entre las ruinas y los desechos de una civilización anterior, ahora permanentemente castigado por una lluvia de tintes ácidos. La penetrante iluminación amarilla de la fotografía cubre de óxido las imágenes, dándoles una herrumbrosa tonalidad industrial, propia de un mundo muerto y en descomposición.
El elemento del crimen utiliza los lugares comunes del cine negro para recrearlos a través de una mirada cerebral, propia del cine de arte y ensayo. Y es de esa mirada intelectual la que ofrece lo peor y lo mejor de la película: por un lado, el resultado es inevitablemente petulante y no poco fastidioso en ocasiones; pero, a la vez, resulta una experiencia fascinante que lega un buen puñado de poderosas imágenes: los caballos sumergidos en un oscuro lago; el plano aéreo que sigue a un helicóptero mientras en tierra se busca un cadáver; las víctimas intentando escapar del asesino rompiendo los cristales de las ventanas, recogido por una grúa en retroceso. El elemento del crimen consigue irritar y ensimismar a partes iguales, suponiendo, por tanto, una perfecta carta de presentación de las constantes que regirán la carrera de un director que siempre se moverá entre las adhesiones más entusiastas y el rechazo más enérgico.
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