Japón, 2010. 109m. C.
D.: Takeshi Kitano P.: Masayuki Mori & Takio Yoshida G.: Takeshi Kitano I.: Beat Takeshi, Kippei Shiina, Ryo Kase, Tomokazu Miura
Auténtica imagen del artista a punto de ser devorado por el abismo de su propio éxito, es posible que para una figura como la de Takeshi Kitano, procedente de la televisión y popular por su vena cómica entre infantil y escatológica, las altas consideraciones y el prestigio crítico alcanzado con películas como Hana-Bi. Flores de fuego le produjeran vértigo. El extraordinario éxito comercial que supuso Zatoichi pareció sumergirle en una crisis personal, debatiéndose entre su condición de personalidad mediática y sus profundas inquietudes artísticas. Sus siguientes tres films -Takeshis', Glory to the Filmmaker! y Achilles and the Tortoise- surgían de esta reflexión, presentándose tanto como un alejamiento de la imagen más popular del director/actor como una sangrante parodia de la misma, siendo recibidos como lo más cercano a un suicidio comercial/artístico por parte de un autor agotado y al límite.
Con Outrage Kitano parece querer recuperar la imagen que había conseguido labrarse con sus primeros films, de corte policíaco y con la presencia -más o menos significativa- de la yakuza. A simple vista, estamos en terreno reconocible en este relato de una guerra entre dos clanes yakuza por el control de un territorio, dando la impresión de estar ante un run for cover en toda regla con el que reconciliarse con el público al que parecía querer dar la espalda en sus films más recientes. El inicio de la película parece apuntar en este sentido: mientras sus hombres de confianza esperan en el exterior junto a los flamantes coches, los jefes de las familias reunidas comen juntos en el interior de la mansión del presidente yakuza. Los lentos movimientos de cámara y los planos fijos, que subrayan el estatismo de los actores, imprimen a las imágenes un tono didáctico.
Pero hay un plano que nos llama la atención: una toma fija nos muestra a uno de los miembros de un clan y, a su lado, al propio Takeshi Kitano, quien interpreta al jefe de un clan menor. Kitano se mantiene estático, con su rostro convertido en una máscara, sin hacer el más mínimo gesto. Un hieratismo familiar para sus seguidores, pero que aquí subraya hasta dar la impresión de no encontrarnos con el actor, sino ante una estatua con su forma. Esta manera de radicalizar la imagen que se tiene de él marcará tanto la forma como el fondo de los acontecimientos narrados a continuación.
Así, Outrage no supone un alejamiento de la fórmula satírica y absurda de los títulos precedentes, sino que resulta en un capítulo más de la reflexión autocrítica comenzada en Takeshis'. De esta forma, Kitano reduce la trama de la película a su esqueleto más básico, eliminando del conjunto cualquier elemento dramático o emocional. Outrage se compone de una serie de escenas unidas entre sí que nos muestra a los miembros de las familias enfrentadas actuando de manera mecánica e implacable: los personajes se mueven, se pelean entre ellos o descansan sin más motivación que la de comportarse como se supone que han de hacerlo, descubriendo así su condición de arquetipos. Resulta fundamental las gélidas composiciones en scope, situando a los actores en escenarios desnudos y estériles, ahondando así en un comportamiento escaso de épica.
Outrage se descubre entonces como una nueva parodia por parte de su director del género que le ha dado fama internacional, en la que la perspectiva humorística ha sido sustituida por una radicalización de sus estilemas más reconocidos (el ritmo contemplativo, el laconismo de sus personajes, los cruentos fogonazos de violencia) hasta mostrar su lado más absurdo: ahí tenemos la mirada desmitificadora a lugares tan comunes como el yakuza que tiene que cortarse su meñique para pagar una afrenta (sólo le ofrecen para ello un vulgar cúter con el que es incapaz de seccionar el hueso) o uno de los protagonistas acostándose con una chica (de manera tan fría y mecánica que, antes que por placer, se diría que la acción la ejecuta por obligación).
Partiendo de un ingenuo intento de estafa, Outrage degenera en una espiral de violencia y muertes en la que lo que sobran son balas y lo que falta es gente a la que matar, configurando un espectáculo casi surrealista en su solemnidad en el que no está a salvo ni siquiera el demiurgo que maneja a todos los actores de este drama sin sentido como un marionetista oculto en las sombras. Hacia el final del metraje, y para marcar el final del camino de su personaje, Kitano compone un plano muy parecido al que clausuraba Boiling Point con una diferencia: mientras allí la acción se situaba en campo abierto, aquí está encerrada entre los muros de una prisión. Pesimista confesión de un Takeshi Kitano que parece sentirse prisionero del edificio cinematográfico que él mismo edificó. Teniendo en cuenta esto, el anuncio al final de los créditos de una inminente secuela no sabemos si es una ironía o una bandera blanca.
Con Outrage Kitano parece querer recuperar la imagen que había conseguido labrarse con sus primeros films, de corte policíaco y con la presencia -más o menos significativa- de la yakuza. A simple vista, estamos en terreno reconocible en este relato de una guerra entre dos clanes yakuza por el control de un territorio, dando la impresión de estar ante un run for cover en toda regla con el que reconciliarse con el público al que parecía querer dar la espalda en sus films más recientes. El inicio de la película parece apuntar en este sentido: mientras sus hombres de confianza esperan en el exterior junto a los flamantes coches, los jefes de las familias reunidas comen juntos en el interior de la mansión del presidente yakuza. Los lentos movimientos de cámara y los planos fijos, que subrayan el estatismo de los actores, imprimen a las imágenes un tono didáctico.
Pero hay un plano que nos llama la atención: una toma fija nos muestra a uno de los miembros de un clan y, a su lado, al propio Takeshi Kitano, quien interpreta al jefe de un clan menor. Kitano se mantiene estático, con su rostro convertido en una máscara, sin hacer el más mínimo gesto. Un hieratismo familiar para sus seguidores, pero que aquí subraya hasta dar la impresión de no encontrarnos con el actor, sino ante una estatua con su forma. Esta manera de radicalizar la imagen que se tiene de él marcará tanto la forma como el fondo de los acontecimientos narrados a continuación.
Así, Outrage no supone un alejamiento de la fórmula satírica y absurda de los títulos precedentes, sino que resulta en un capítulo más de la reflexión autocrítica comenzada en Takeshis'. De esta forma, Kitano reduce la trama de la película a su esqueleto más básico, eliminando del conjunto cualquier elemento dramático o emocional. Outrage se compone de una serie de escenas unidas entre sí que nos muestra a los miembros de las familias enfrentadas actuando de manera mecánica e implacable: los personajes se mueven, se pelean entre ellos o descansan sin más motivación que la de comportarse como se supone que han de hacerlo, descubriendo así su condición de arquetipos. Resulta fundamental las gélidas composiciones en scope, situando a los actores en escenarios desnudos y estériles, ahondando así en un comportamiento escaso de épica.
Outrage se descubre entonces como una nueva parodia por parte de su director del género que le ha dado fama internacional, en la que la perspectiva humorística ha sido sustituida por una radicalización de sus estilemas más reconocidos (el ritmo contemplativo, el laconismo de sus personajes, los cruentos fogonazos de violencia) hasta mostrar su lado más absurdo: ahí tenemos la mirada desmitificadora a lugares tan comunes como el yakuza que tiene que cortarse su meñique para pagar una afrenta (sólo le ofrecen para ello un vulgar cúter con el que es incapaz de seccionar el hueso) o uno de los protagonistas acostándose con una chica (de manera tan fría y mecánica que, antes que por placer, se diría que la acción la ejecuta por obligación).
Partiendo de un ingenuo intento de estafa, Outrage degenera en una espiral de violencia y muertes en la que lo que sobran son balas y lo que falta es gente a la que matar, configurando un espectáculo casi surrealista en su solemnidad en el que no está a salvo ni siquiera el demiurgo que maneja a todos los actores de este drama sin sentido como un marionetista oculto en las sombras. Hacia el final del metraje, y para marcar el final del camino de su personaje, Kitano compone un plano muy parecido al que clausuraba Boiling Point con una diferencia: mientras allí la acción se situaba en campo abierto, aquí está encerrada entre los muros de una prisión. Pesimista confesión de un Takeshi Kitano que parece sentirse prisionero del edificio cinematográfico que él mismo edificó. Teniendo en cuenta esto, el anuncio al final de los créditos de una inminente secuela no sabemos si es una ironía o una bandera blanca.
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