Francia/Bélgica/UK/Australia, 2008. 96m. C.
D.: Fabrice Du Welz P.: Michael Gentile G.: Fabrice Du Weltz I.: Emmanuelle Béart, Rufus Sewell, Petch Osathanugrah, Julie Dreyfus
Tendencias del cine de terror
Posiblemente, el cine de terror sea el género más terriblemente humanista; el que más nos puede decir sobre nuestra condición de seres humanos, tanto a un nivel interno (los intrincandos pasillos de nuestra mente) como externo (el cuerpo como cartografía del terror físico). Si el cine de acción busca el exaltar nuestros instintos más primarios y nuestra sed de adrenalina y el drama toca las teclas de nuestro lado más sentimental y emocional, el terror se dirige de manera directa a nuestros miedos, a los temores que mantenemos encerrados en un rincón oscuro de nuestro cerebro y que pueden materializarse con cualquier tipo de forma o amenaza (un psicópata asesino; un ente sobrenatural; una criatura alienígena; o la vulnerabilidad de un entorno que creíamos controlado).
Por su propia esencia, una película de terror debe ser una experiencia escasamente disfrutable para el espectador, pues le descubre lo que no quiere conocer, lo que no se atreve ni a mirar. Siguiendo este razonamiento, el horror cinematográfico supone la antítesis del éxito popular. Quizás por eso, y desde hace ya mucho tiempo, ha abandonado las primeras filas de las carteleras más visibles de las multisalas. Lo que hoy se conoce como "cine de terror" no deja de ser una fórmula necesaria de cara a empaquetar un producto y dirigirlo a un público concreto. Pero el escalofrío provocado por la contemplación de lo pavoroso ha desaparecido en sustitución de un tren de la bruja manufacturado en el estudio de postproducción, en el que el susto repentino y los sobresaltos sonoros sirven como experiencia catártica a la vez que un efecto tranquilizador.
¿Significa esto que el horror cinema ha desaparecido? Por supuesto que no, simplemente ha mutado y se ha escondido, agazapado en una serie de productos que difícilmente catalogaríamos como cine de género pero que, ante la contemplación de sus imágenes, nos vemos arrastrados por una fuerza tan perturbadora como hiriente. Hoy en día, si queremos pasar miedo antes que acudir a ver el último estreno en la sala más cercana debemos acercarnos a la filmografía de Michael Haneke (La pianista o Funny Games) o de Todd Solondz (Happiness), a creadores tan esquivos como Gaspar Noé (Irreversible) e, incluso, a cineastas curtidos en el género que han encontrado personales caminos con los que trascenderlo como David Cronenberg (Crash) y David Lynch (Carretera perdida o Inland Empire).
Regreso al corazón de las tinieblas
Vinyan no es un título que surja de la nada. De hecho, a lo largo de su metraje podemos localizar las sutiles sombras de las películas que la preceden: el recorrido que un matrimonio realiza, internándose en el corazón más oculto y atávico de la jungla tailandesa, parece un remake emocional de Apocalypse Now (de nuevo, la lancha surcando un río que supone un viaje en el tiempo a la búsqueda de una silueta, de una figura mítica encerrada en los márgenes de una fotografía -o, en este caso, una televisión); por otro lado, Du Welz despliega una mirada antropológica a los escenarios por los que transitan los protagonistas, captando el pulso vital de una población que, a ojos extranjeros, resulta tan extraña como amenazadora. Vinyan, en su acercamiento a los lugares más sordidos, inquietantes y oscuros de Tailandia , conecta con el espíritu más puro del subgénero mondo: la explotación morbosa y sensacionalista de cierto costumbrismo terrenal y descarnado del tercer mundo en films como Este perro mundo y Adiós África.
La referencia a estos títulos no es casual. Si el film de Coppola partía del género bélico para ir difuminando sus formas hasta internarse en un terreno salvaje en el que la noción de género perdía su sentido en un contexto cinematográfico aún sin civilizar; si el mondo fue radicalizando sus elementos, introduciendo a la ficción en un formato que abogaba por el verismo; el director de Calvario realiza en Vinyan una reflexión acerca de la relatividad del concepto de terror, demostrando a través de sus imágenes que lo fantástico no surge de los materiales utilizados, sino de la mirada con la que se observan. Lo misterioso, lo irracional, está fusionado en los pliegues de nuestra cotidianidad. Está ahí, a la vista de todo el mundo, sólo hay que saber desde qué perspectiva mirar. Así, la frenética y bulliciona vida nocturna de una ciudad tailandesa puede ser un catálogo exótico de servicios y oportunidades prohibidas como, a la vez, el infernal laberinto en el que puede perderse una madre desesperada por encontrar a su hijo; las panorámicas que captan un paisaje de intensa naturaleza pueden servir tanto para confeccionar una postal turística como para dar la bienvenida a un mundo misterioso y primitivo, en el que la presencia del hombre supone una intrusión.
Vinyan nos embarca en un viaje regresivo al corazón primigenio del ser humano. Al principio del film, la pareja formada por Jeanne y Paul Bellmer nos es presentado como un ejemplo de matrimonio burgués implicado en todo tipo de causas benéficas con las que limpiar su conciencia de civilizados ciudadanos del primer mundo. Pero la pérdida de su hijo ha desestabilizado esa condición. No es un dato baladí el que el pequeño Joshua desapareciera arrastrado por la fuerza de un tsunami: es decir, por la intromisión de la Naturaleza, que irrumpe en un entorno civilizado para llevarse una pieza de ese entorno, reclamando lo que le pertenece. Como si hubiera sido contagiada por ese conctacto con un espíritu vorazmente telúrico, Jeanne empujará a su marido a la búsqueda de su hijo en lo que supone, en realidad, un alejamiento de la civilización para ir al encuentro de esa llamada natural.
Durante el viaje, los Bellmer irán siendo despojados de los objetos materiales que les identifica como ciudadanos modernos (su pasaporte; el teléfono móvil deja de funcionar por falta de cobertura; acabarán perdiendo todo su dinero en mano de los miembros de las triadas que les ayudan) para, a continuación, vaciarles de cualquier atisbo emocional y sentimental (la escena en la que Paul intenta hacerle el amor a su mujer, la cual permanece en todo momento estática y con la mirada perdida). De esta manera, Vinyan se convierte en un relato de fantasmas en doble sentido: el fantasma como la presencia de un recuerdo doloroso de algo irrecuperable y que se niega a desaparecer; pero también, el fantasma como lo que queda en un cuerpo que ha pasado a ser un recipiente de carne y huesos vacío en su interior, convertido en una criatura errante cuya única conexión con la vida es la irracional búsqueda de un deseo intangible.
No ha de extrañarnos que en Vinyan la palabra y la acción sean factores secundarios, ensombrecidos por el elaborado aparato sensorial con el que Fabrice Du Welz retrata los turbulentos y confusos puntos de vista de sus personajes, utilizando el diseño de sonido para enrarecer y contaminar los escenarios que les rodean; y los movimientos de cámara como afilado escalpelo con el que seccionar lo real para mostrar la presencia de lo irreal en su interior. En este sentido, el prólogo que abre la película es fundamental: una secuencia poderosamente abstracta de formas indeterminadas y sonoridades agresivas que bien podría ser el origen del trauma de los protagonistas; un pesadillesco viaje onírico al interior de sus temores y anhelos; o una declaración de principios estética por parte del director. O todo a la vez. Es este terreno ambiguo e inasible, entre lo críptico y lo hipnótico, a la vez fascinante e instintivamente aterrador, lo que hace de Vinyan uno de los títulos más enigmáticos y fascinantes del cine de terror contemporáneo.
Posiblemente, el cine de terror sea el género más terriblemente humanista; el que más nos puede decir sobre nuestra condición de seres humanos, tanto a un nivel interno (los intrincandos pasillos de nuestra mente) como externo (el cuerpo como cartografía del terror físico). Si el cine de acción busca el exaltar nuestros instintos más primarios y nuestra sed de adrenalina y el drama toca las teclas de nuestro lado más sentimental y emocional, el terror se dirige de manera directa a nuestros miedos, a los temores que mantenemos encerrados en un rincón oscuro de nuestro cerebro y que pueden materializarse con cualquier tipo de forma o amenaza (un psicópata asesino; un ente sobrenatural; una criatura alienígena; o la vulnerabilidad de un entorno que creíamos controlado).
Por su propia esencia, una película de terror debe ser una experiencia escasamente disfrutable para el espectador, pues le descubre lo que no quiere conocer, lo que no se atreve ni a mirar. Siguiendo este razonamiento, el horror cinematográfico supone la antítesis del éxito popular. Quizás por eso, y desde hace ya mucho tiempo, ha abandonado las primeras filas de las carteleras más visibles de las multisalas. Lo que hoy se conoce como "cine de terror" no deja de ser una fórmula necesaria de cara a empaquetar un producto y dirigirlo a un público concreto. Pero el escalofrío provocado por la contemplación de lo pavoroso ha desaparecido en sustitución de un tren de la bruja manufacturado en el estudio de postproducción, en el que el susto repentino y los sobresaltos sonoros sirven como experiencia catártica a la vez que un efecto tranquilizador.
¿Significa esto que el horror cinema ha desaparecido? Por supuesto que no, simplemente ha mutado y se ha escondido, agazapado en una serie de productos que difícilmente catalogaríamos como cine de género pero que, ante la contemplación de sus imágenes, nos vemos arrastrados por una fuerza tan perturbadora como hiriente. Hoy en día, si queremos pasar miedo antes que acudir a ver el último estreno en la sala más cercana debemos acercarnos a la filmografía de Michael Haneke (La pianista o Funny Games) o de Todd Solondz (Happiness), a creadores tan esquivos como Gaspar Noé (Irreversible) e, incluso, a cineastas curtidos en el género que han encontrado personales caminos con los que trascenderlo como David Cronenberg (Crash) y David Lynch (Carretera perdida o Inland Empire).
Regreso al corazón de las tinieblas
Vinyan no es un título que surja de la nada. De hecho, a lo largo de su metraje podemos localizar las sutiles sombras de las películas que la preceden: el recorrido que un matrimonio realiza, internándose en el corazón más oculto y atávico de la jungla tailandesa, parece un remake emocional de Apocalypse Now (de nuevo, la lancha surcando un río que supone un viaje en el tiempo a la búsqueda de una silueta, de una figura mítica encerrada en los márgenes de una fotografía -o, en este caso, una televisión); por otro lado, Du Welz despliega una mirada antropológica a los escenarios por los que transitan los protagonistas, captando el pulso vital de una población que, a ojos extranjeros, resulta tan extraña como amenazadora. Vinyan, en su acercamiento a los lugares más sordidos, inquietantes y oscuros de Tailandia , conecta con el espíritu más puro del subgénero mondo: la explotación morbosa y sensacionalista de cierto costumbrismo terrenal y descarnado del tercer mundo en films como Este perro mundo y Adiós África.
La referencia a estos títulos no es casual. Si el film de Coppola partía del género bélico para ir difuminando sus formas hasta internarse en un terreno salvaje en el que la noción de género perdía su sentido en un contexto cinematográfico aún sin civilizar; si el mondo fue radicalizando sus elementos, introduciendo a la ficción en un formato que abogaba por el verismo; el director de Calvario realiza en Vinyan una reflexión acerca de la relatividad del concepto de terror, demostrando a través de sus imágenes que lo fantástico no surge de los materiales utilizados, sino de la mirada con la que se observan. Lo misterioso, lo irracional, está fusionado en los pliegues de nuestra cotidianidad. Está ahí, a la vista de todo el mundo, sólo hay que saber desde qué perspectiva mirar. Así, la frenética y bulliciona vida nocturna de una ciudad tailandesa puede ser un catálogo exótico de servicios y oportunidades prohibidas como, a la vez, el infernal laberinto en el que puede perderse una madre desesperada por encontrar a su hijo; las panorámicas que captan un paisaje de intensa naturaleza pueden servir tanto para confeccionar una postal turística como para dar la bienvenida a un mundo misterioso y primitivo, en el que la presencia del hombre supone una intrusión.
Vinyan nos embarca en un viaje regresivo al corazón primigenio del ser humano. Al principio del film, la pareja formada por Jeanne y Paul Bellmer nos es presentado como un ejemplo de matrimonio burgués implicado en todo tipo de causas benéficas con las que limpiar su conciencia de civilizados ciudadanos del primer mundo. Pero la pérdida de su hijo ha desestabilizado esa condición. No es un dato baladí el que el pequeño Joshua desapareciera arrastrado por la fuerza de un tsunami: es decir, por la intromisión de la Naturaleza, que irrumpe en un entorno civilizado para llevarse una pieza de ese entorno, reclamando lo que le pertenece. Como si hubiera sido contagiada por ese conctacto con un espíritu vorazmente telúrico, Jeanne empujará a su marido a la búsqueda de su hijo en lo que supone, en realidad, un alejamiento de la civilización para ir al encuentro de esa llamada natural.
Durante el viaje, los Bellmer irán siendo despojados de los objetos materiales que les identifica como ciudadanos modernos (su pasaporte; el teléfono móvil deja de funcionar por falta de cobertura; acabarán perdiendo todo su dinero en mano de los miembros de las triadas que les ayudan) para, a continuación, vaciarles de cualquier atisbo emocional y sentimental (la escena en la que Paul intenta hacerle el amor a su mujer, la cual permanece en todo momento estática y con la mirada perdida). De esta manera, Vinyan se convierte en un relato de fantasmas en doble sentido: el fantasma como la presencia de un recuerdo doloroso de algo irrecuperable y que se niega a desaparecer; pero también, el fantasma como lo que queda en un cuerpo que ha pasado a ser un recipiente de carne y huesos vacío en su interior, convertido en una criatura errante cuya única conexión con la vida es la irracional búsqueda de un deseo intangible.
No ha de extrañarnos que en Vinyan la palabra y la acción sean factores secundarios, ensombrecidos por el elaborado aparato sensorial con el que Fabrice Du Welz retrata los turbulentos y confusos puntos de vista de sus personajes, utilizando el diseño de sonido para enrarecer y contaminar los escenarios que les rodean; y los movimientos de cámara como afilado escalpelo con el que seccionar lo real para mostrar la presencia de lo irreal en su interior. En este sentido, el prólogo que abre la película es fundamental: una secuencia poderosamente abstracta de formas indeterminadas y sonoridades agresivas que bien podría ser el origen del trauma de los protagonistas; un pesadillesco viaje onírico al interior de sus temores y anhelos; o una declaración de principios estética por parte del director. O todo a la vez. Es este terreno ambiguo e inasible, entre lo críptico y lo hipnótico, a la vez fascinante e instintivamente aterrador, lo que hace de Vinyan uno de los títulos más enigmáticos y fascinantes del cine de terror contemporáneo.
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