jueves, 30 de diciembre de 2010

Noche de paz, noche de muerte 2

(Silent Night, Deadly Night Part 2)
USA, 1987. 88m. C.
D.: Lee Harry P.: Lawrence Appelbaum G.: Lee Harry & Joseph H. Earle, basado en una idea de Lee Harry, Joseph H. Earle, Dennis Patterson & Lawrence Appelbaum, basado en los personajes creados por Michael Hickey & Paul Caimi I.: Eric Freeman, James Newman, Elizabeth Kaitan, Jean Miller F.: 1.85:1

Que Noche de paz, noche de muerte 2 invierta un tercio de su metraje en realizar un (muy) exhaustivo resumen de los acontecimientos narrados en la anterior entrega no es tanto un síntoma de descaro como de coherencia: la dilatación de los lugares comunes del slasher parece ser el objetivo prioritario de la serie de los Santa Claus asesinos. Si en la primera parte el típico prólogo en el que se cuenta los traumáticos acontecimientos que supondrán el punto de partida de los sanguinolientos sucesos posteriores se extendía hasta ocupar la mitad del metraje, aquí la recuperación de planos de Noche de paz, noche de muerte rivaliza en número con las nuevas imágenes rodadas ex profeso para esta segunda parte.

Y es que si hay algo que enlaza directamente Noche de paz, noche de muerte 2 con su inmediata antecesora no es tanto el continuar con el final abierto que la cerraba (cuya construcción geométrica entre el arma asesina y su futuro dueño seguramente arrancaría aplausos del mismísimo Stanley Kubrick) sino en la intención de dinamitar las expectativas del público. A pesar del título o de la portada, Noche de paz, noche de muerte 2 poco tiene que ver con la Navidad ni con la figura de un Papá Noel mortífero. Esta segunda parte supone una repetición de la estructura de Noche de paz, noche de muerte, contando la infancia y adolescencia de Ricky, el hermano de Billy, captando como, poco a poco, el pasado se va abriendo paso en su presente, trastornando su percepción de la realidad y dando salida a una tergiversadamente sangrienta concepción de la justicia.

Noche de paz, noche de muerte 2 es consecuencia del controvertido recibimiento que tuvo la primera parte, retirada de las salas a las dos semanas de su estreno debido a las protestas de la PTA, una asociación de padres y profesores que pusieron el grito en el cielo al ver mezclada en la pantalla el bondadoso ambiente de la Navidad con la lubricidad granguiñolesca propia del género de terror para adolescentes. Por tanto, a la hora de concebir esta continuación está claro que sus creadores quisieron evitar posibles dolores de cabeza limitando la aparición del Santa Claus asesino al clímax de la película, centrándose en la figura de Ricky en el resto del metraje, transformado en un Terminator bobalicón más cercano al asesino de masas que al de serie.

Esta perspectiva cauta, rayana en la auto-censura, no sólo es detectable en el escenario, sino que afecta al mismo motor y sentido de la película, quien se llega a negar a sí misma en el momento en el que se deshace de los elementos inherentes a su género (y que fueron explotados de manera harto generosa en la entrega anterior): los asesinatos resultan tan rutinarios como escasamente gráficos y la exhibición carnal brilla por su ausencia. Desprovista de su iconografía original, Noche de paz, noche de muerte 2 se queda en un film tan absurdo como ridículo, casi una parodia del subgénero, hasta el punto de que los propios creadores son conscientes del tono humorístico del film, como se puede comprobar en la inclusión de guiños autorreferenciales (Ricky lleva a su novia a un cine donde se proyecta una película de terror sobre un asesino que se viste de Papá Noel, ilustrada con imágenes de la original Noche de paz, noche de muerte. Cuando un espectador se burle del film despertará la ira de Ricky) y en el enfrentamiento entre un Santa Claus armado con un hacha y una monja en silla de ruedas provista de un cuchillo, en el que se puede considerar el conflicto teológico más psicotrónico de la historia del cine.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Noche de paz, noche de muerte

(Silent Night, Deadly Night)
USA, 1984. 85m. C.
D.: Charles E. Sellier Jr. P.: Ira Richard Barnak G.: Michael Hickey, basado en una idea de Paul Caimi I.: Lilyan Chauvin, Gilmer McCormick, Toni Nero, Robert Brian Wilson F.: 1.85:1

Resulta interesante la manera por la cual el cine de terror (preferentemente americano) ha utilizado toda una serie de fechas señaladas y de fiestas nacionales para crear un buen número de arquetipos del género, los cuales, en su popularidad, han llegado a convertirse en iconos identificativos de dichos festejos. Especialmente notorio es el caso de la Navidad, una época marcada por la alegría y la bondad (o sus supuestos) que parece llamar a todo el mundo a un comportamiento más generoso con sus semejantes. Desde este punto de vista -la iluminación de los adornos navideños y la música de los villancicos ensombrecidos por la presencia del horror-, las películas de terror que trascurren durante Halloween, el día de los santos inocentes, el 4 de julio o en viernes 13 podrían leerse como la manifestación popular de la tendencia a destapar el corazón agusanado que late en el centro de la aparentemente idílica sociedad americana residencial.

Lo más interesante de Noche de paz, noche de muerte, película de relativo culto por ser la primera que cruzó los destinos del psychokiller y de la figura de Santa Claus y ser el punto fundacional de una larga saga, reside en el prólogo que abre la película, centrado en representar el lado más tenebroso de la Navidad. Aunque, en el fondo, Noche de paz, noche de muerte no deja de ser el enésimo descendiente de Michael Myers, con un demente asesino disfrazado de Papá Noel y castigando a golpe de hacha a los que se han portado mal durante el año según su recto sentido de la moralidad, sí que resulta una leve anomalía dentro del subgénero al centrarse en su psicopático protagonista, siendo sus víctimas meros figurantes dispuestos a ser trinchados.

Es por esto que dicho prólogo, una convención indispensable en toda aportación a la larga filmografía de asesinos enmascarados, no se limita a escenificar el trauma que sufrirá el protagonista en su niñez y que marcará con sangre su vida adulta, sino que ocupará prácticamente la mitad del metraje, confirmando el interés del guionista en representar de manera concisa la patología de su protagonista. Como decíamos líneas arriba, es aquí donde Noche de paz, noche de muerte muestra sus cartas más interesantes utilizando la mirada inocente de un niño que descubre la cara más tenebrosa de tan señaladas fechas: su abuelo, ingresado en una institución mental, le dice que Santa Claus castiga a los niños malos matándoles; sus padres son asesinados por un criminal vestido de Santa quien, además, intenta violar a su madre. Cuando es ingresado en un orfanato, Billy, el niño superviviente, crecerá bajo la especialmente dura mano de la madre superiora del centro. De esta manera, el instinto asesino de Billy es fruto de unos entornos célebres por ser recintos de paz y amor: la Navidad y la figura caritativa de la monja.

La imagen del asesino disfrazado arrancando la blusa de la madre de Billy y seccionando su garganta con una navaja, haciendo que la sangre corra por el cuello y salpique los pechos descubiertos, sirve de guía tanto para Billy como para la propia película cuya segunda parte consiste en un típico killer on the loose con el protagonista acechando por los hogares en busca de cualquier comportamiento lascivo. Comportamientos que son mostrados de manera generosa por los creadores de la película, tan pendientes de la exhibición epidérmica como de su mutilación.

Así pues,
Noche de paz, noche de muerte se conforma con la construcción de un rutinario psychothriller en el que únicamente cabe destacar sus gráficos, aunque no especialmente sorprendentes, asesinatos (uno de ellos, una variación de la chica colgada de un gancho de carnicero de La matanza de Texas filtrado por la iconografía navideña), desnudos mas o menos gratuitos (Linnea Quigley nos muestra su sana costumbre de abrir la puerta de su casa vestida sólo con unos minúsculos pantalones cortos) y el detalle más perverso de toda la cinta: tras matar al resto de ocupantes de la casa y tras convencerse de que la niña sobreviviente ha sido buena durante todo el año, Billy le ragala el cúter ensangrentado con el que, minutos antes, abrió en canal a su compañera de trabajo.

El imperio contraataca

(Star Wars: Episode V - The Empire Strikes Back)
USA, 1980. 127m. C.
D.: Irvin Kershner P.: Gary Kurtz G.: Leigh Brackett & Lawrence Kasdan, basado en una idea de George Lucas I.: Mark Hamill, Harrison Ford, Carrie Fisher, Billy Dee Williams F.: 2.20:1

Tras la presentación que supuso La guerra de las galaxias, el siguiente capítulo, El imperio contraataca, supone la consolidación: tras los logos de las productoras y la frase introductoria, el título genérico de la saga aparece y se pierde en el espacio para, a continuación, presentar el título de la nueva entrega y el consiguiente texto que sirve para ubicar al espectador en la historia a la vez que sirve de puente de unión con el final del film anterior. Todo ello, por supuesto, enmarcado por el "Main Title" compuesto por John Williams. Una apertura que se repetirá entrega a entrega adquiriendo la forma del opening de una serie de televisión. Lo que en La guerra de las galaxias suponía una original manera de eludir la esperable, y casi monótona, secuencia de créditos, aquí muestra su auténtica naturaleza. Una naturaleza que será subrayada por el final abierto con el que concluye el film, rescatando y actualizando la fórmula del cliffhanger, motor indispensable del formato del serial que la saga Star Wars tomó como ejemplo y del que ahora se presenta como seguidora.

Pero a pesar de este comienzo clónico lo que viene a continuación establece una notable diferencia con el arranque de la entrega anterior y que servirá para establecer el tono que predominará durante todo el metraje. Mientras que en el llamado "Episodio IV" nos colocaban directamente en el interior de una nave espacial presentándonos como protagonistas a un par de robots, el "Episodio V" nos sitúa en tierra firme con Luke Skywalker montado sobre una extraña criatura a modo de variación galáctica de un vaquero sobre su caballo. En El imperio contraataca no hallamos ni rastro del sentido de la maravilla que confería a La guerra de las galaxias un aroma tan nostálgico como especial. Y no lo hay, porque ya no hace falta. El sentido de la maravilla era indispensable para hacernos entrar en un universo personal -compuesto por sus mundos, personajes, razas y términos- desconocido para el público. En cambio, al comienzo de El imperio contraataca ya conocemos el medio en el que nos movemos y, además, somos conscientes del territorio hostil en el que se mueven los protagonistas. Es por eso que, desde su mismo comienzo, esta segunda entrega (o quinta, según se mire) enarbola la bandera de la aventura.

De ahí que El imperio contraataca decida abrir con una batalla entre la alianza rebelde y el imperio que en nada tiene que envidiar al enfrentamiento final que cerraba La guerra de las galaxias: sin necesidad de prólogos ni introducciones, El imperio contraataca nos sitúa de lleno en medio del conflicto, lo cual repercute en un ritmo más rápido que el del film anterior. Pero también sirve para desarrollar una estructura inversa: si en "Una nueva esperanza" se partía de lo individual (el encuentro entre Luke y Obi-wan; la contratación de Han Solo; el rescate de la princesa) para alcanzar lo colectivo (la armada de Alas-X contra la Estrella de la Muerte y los Caza-TIEs), aquí se opera de manera contraria: al comienzo del film los protagonistas luchan hombro con hombro junto a sus compañeros para, a continuación, separar sus caminos, concluyendo con un climax centrado en el cara a cara entre Luke Skywalker y Darth Vader.

Este es el motivo por el cual El imperio contraataca es considerado un film mas oscuro que el anterior: al centrarse más en sus personajes, el film hace gala de un desarrollo dramático mas complejo, especialmente concentrado en la relación entre Han Solo y la princesa Leia, actualización fantástica de la guerra de sexos de la comedia clásica americana (y en cuyos diálogos se nota la mano de la guionista Leigh Brackett, quien colaboró en algunas de las obras más importantes de Howard Hawks) y el entrenamiento de Luke Skywalker a las órdenes de Yoda, el cual sirve, además, para realizar un viaje introspectivo a las dudas y miedos del joven en su intento de convertirse en un jedi, tentado por el lado oscuro de la Fuerza.

En El imperio contraataca ya no asistimos a una recopilación de arquetipos, sino que estos alcanzan una forma humana. Ya no son iconos, sino seres humanos que sufren, pelean y tienen miedo: en suma, seres de carne y hueso (o de metal y cables, pero igualmente sólido y consciente). Y es por esto que el film no se detiene en el dibujo psicológico de sus protagonistas, sino que se centra en el apartado de lo físico, casi inexistente en la película precedente: el rostro defigurado de Luke tras sufrir el ataque del monstruo de las nieves y del que logrará escapar tras cortarle el brazo, imagen que rima con su propia mano amputada hacia el final del film (y que es un eco del miembro amputado del alienígena que molestaba a Luke en la cantina de La guerra de las galaxias); el halcón milenario aterrizando en el interior de un gigantesco gusano; el cuerpo de C3PO completamente desmantelado y tirado a la basura; el cráneo lleno de cicatrices apenas entrevisto de Darth Vader; Han Solo congelado en una pieza de carbono.

Todo en El imperio contraataca rezuma oscuridad: el inhóspito mundo congelado de Hoth, en el que ninguna forma de vida puede sobrevivir la fuerza helada de sus vientos; el planeta Dagobah, hogar de Yoda, con su ambiente pantanoso, lleno de extrañas criaturas y su permanente tono verdoso. Y si hablamos de oscuridad la imagen que nos viene a la cabeza es, sin duda, la más representativa materialización física de ésta: Lord Darth Vader. Es en El imperio contraataca donde Vader adquiere su presencia legendaria y definitivamente icónica. Si en La guerra de las galaxias Vader obedecía las órdenes de Moff Tarkin, ahora él es la imagen icono del Imperio, quien dirige las operaciones. La aparición de un nuevo elemento en la forma del Emperador, un ser cuyo monstruoso rostro resulta la representación de su negra alma, añade un nivel mayor de peligro: el imperio ya no es un término general, abstracto, sino que tiene cuerpo (armadura) y rostro (desfigurado). No es extraño que fuese en esta entrega en la que John Williams compuso su célebre "Imperial March": La guerra de las galaxias servía para presentarnos a los héroes que tenían que arriegar su vida por la salvación de toda la galaxia, El imperio contraataca muestra el poder al que se enfrentan. El resultado de la contienda se saldará en El retorno del Jedi.


martes, 28 de diciembre de 2010

Los ojos del diablo

(Due occhi diabolici)
Italia/USA, 1990. 120m. C.
D.: Dario Argento & George A. Romero P.: Achille Manzotti G.: Dario Argento, Franco Ferrini & George A. Romero, basado en los cuentos de Edgar Allan Poe I.: Adrienne Barbeau, Remy Zada, Harvey Keitel, Madeleine Potter F.: 1.85:1

Acercarse a un film de sketches puede suponer un difícil trabajo para el analista cinematográfico desde el momento en el que tiene que hacer frente no a un film, sino al resultado colectivo de los diferentes episodios que lo integran. Entonces ¿cómo se ha de valorar la calidad de este tipo de largometrajes? La operación aritmética que supondría el hacer una media de la calidad de los diferentes sketches puede parecer una solución tan salomónica como injusta, más si una de las aportaciones es notablemente superior a la otra. Y, sin duda, ese es el caso de Los ojos del diablo, que supuso la colaboración entre dos nombres tan importantes para el cine de terror como son Dario Argento y George A. Romero, quienes se reencontraban veintidós años después de su trabajo conjunto en la mítica Zombi.

Los ojos del diablo no supone una aportación tan importante al género como lo fue Zombi, pero sí que resulta una película clave a la hora de hacer una valoración de la mirada personal de sus directores así como las claves que marcarán su futura filmografía. Si ya en su momento, al encargarse Argento del montaje europeo de Zombi, consiguió un resultado superior al que podríamos llamar el director's cut de Romero (confinado al mercado USA), evidenciando una particular sensibilidad hacia el material excelentemente rodado por Romero de la que carecía el propio director de la obra, Los ojos del diablo vuelve a subrayar esas diferencias que en la comparación de "La verdad del caso Valdemar", a cargo de Romero, y "El gato negro", de Argento, se convierten en abismales.

En su acercamiento al popular cuento de Edgar Allan Poe Romero se remite a la factura televisiva de la serie Historias del mas allá, de la que fue productor ejecutivo, antes que a Creepshow. De esta manera, el director de La noche de los muertos vivientes se limita a actualizar la historia original añadiendole los elementos propios de los relatos de horror popularizados por las publicaciones de EC Comics -el complot de los amantes para quedarse con el dinero del marido de ella en un juego de dinero, sexo, pasión, celos y traiciones- lo que establece un interesante vaso comunicante entre el padre de relato policíaco moderno y su descendencia más popular que Romero ahoga con una puesta en escena acartonada y carente de sorpresas. Con todo, la inclusión de un par de zombies marca Romero convierte su episodio en toda una profecía: la desgana con la que Romero filma a las criaturas a las que él mismo aportó sus films más señeros anuncia la progresiva mediocridad a la que se verán abocadas sus posteriores incursiones en el género zombie.

Muy diferente es el caso de Dario Argento quien a través de "El gato negro" hace gala de un conocimiento muy superior del autor adaptado (a quien ya había citado en su obra anterior: el cadáver emparedado de Rojo Oscuro). De esta manera, Argento no se limita a actualizar el celebérrimo cuento de Poe, sino que lo utiliza como base para construir un universo poeano en el que las referencias al escritor americano son constantes (ya sea a través de los nombres de los personajes, de las imágenes o de momentos concretos se repasan hasta diez obras de Poe como La caida de la casa Usher, El pozo y el péndulo, El corazón delator, La narración de Arthur Gordon Pym, Annabel Lee o Eleonora, entre las más populares), fusionándose con la mirada esotérica de Argento, quien devuelve la figura del gato negro a sus orígenes de leyenda medieval, conectándola con la imagen pagana de la bruja, base de las obsesiones misóginas del protagonista.

Pero Argento no se conforma con realizar un artefacto postmoderno referencial, sino que al convertir al protagonista encarnado por Harvey Keitel en un sosias del fotógrafo Arthur H. Felling, más conocido por su seudónimo Weegee, especializado en captar con su cámara los crímenes más espantosos y los ambientes más degradados en desgarrador blanco y negro, le sirve para hacer de "El gato negro" un complemento de su film anterior Terror en la ópera. Si en ésta, Argento utilizaba los lugares comunes del giallo italiano y el psychothriller americano en un entorno gótico y decadente para reflexionar acerca del papel del espectador del cine de terror en su relación con los productos que consume, ahora esa reflexión cruza el espejo y se sitúa en la silueta del creador: los crímenes que fotografía Roderick Usher son especialmente morbosos y truculentos (una mujer partida por la mitad; otra a la que han arrancado todos los dientes), como si fueran creaciones, performances, diseñadas especialmente para que él, el artista, las retrate y las pueda ofrecer, metódicamente encuadernadas y presentadas, a un público ávido de sensaciones fuertes pero que no quiere sentir la cercana presencia de la corrupción de los cuerpos. Una corrupción que, inevitablemente, se apodera del artista, quien paga un precio por mirar tan directamente al abismo de la maldad humana (no por casualidad uno de los asesinos es encarnado por Tom Savini, popular maquillador especializado en cine gore, entre cuyos trabajos más notables se cuenta la propia Zombi).

"El gato negro" supone el trabajo más desaforadamente manierista de Argento. Un ejercicio de estilo libre en el que la cámara, con su completa movilidad, acaba convirtiéndose en el protagonista más importante del segmento, recogiendo algunos de los ejercicios formales más alambicados del director de Suspiria (los planos subjetivos desde la perspectiva del gato mientras este recorre los pasillos de la mansión o se sube por las estanterías; la cámara siguiendo la caída de una llave desde el piso superior; el impresionante travelling en retroceso que recoge a uno de los protagonistas saliendo de la casa de Usher). Si decíamos que Romero parecía que anunciaba sus futuras y decepcionantes aportaciones a la filmografía de muertos vivientes, Argento hace de "El gato negro" su canto del cine: no resulta extraño que sus posteriores trabajos carezcan de la energía y de la fuerza que le convirtirieron en el nombre más importante del terror de los setenta: había agotado todo su estilo en su capítulo de Los ojos del diablo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Gladiator

(Gladiator)
USA/UK, 2000. 164m. C.
D.: Ridley Scott P.: David Franzoni, Branko Lustig & Douglas Wick G.: David Franzoni, John Logan & William Nicholson, basado en una idea de David Franzoni I.: Russell Crowe, Joaquin Phoenix, Connie Nielsen, Oliver Reed F.: 2.35:1

Gladiator comienza mostrándonos los preparativos del ejército comandado por el general Máximo, bajo las órdenes del césar Marco Aurelio, de cara a enfrentarse con su contrincante, las huestes bárbaras germanas. La fotografía luce un tono gris, propio de las oscuras tierras en las que se hayan los hombres de Roma, contaminando a los escenarios y a los soldados que se mueven por él de la suciedad con la que son representados sus enemigos. Durante la sangrienta contienda, y a medida que el ejército bárbaro es diezmado, la nieve hace su aparición, como representante de la limpieza que las fuerzas romanas están realizando en la zona. Tras este inicio, marcado por la intensidad física de los hechos, la película mantiene dicha tensión ahora desde una perspectiva psicológica con la traición que recibe Máximo por parte de Cómodo, quien ha asesinado a su propio padre para convertirse en emperador de Roma.

Durante su primera media hora, Gladiator expone de manera diáfana la perspectiva con la que Ridley Scott ha encarado este supuesto retorno del peplum (conocido en nuestro país como películas "de romanos"), tanto a nivel argumental (lo que se cuenta) como estético (el cómo se cuenta). Gladiator recoge la herencia de un cine popular que se movía entre el (leve) rigor histórico a la hora de levantar fastuosos decorados con los que retratar la época por la que se mueven los protagonistas y la fantasía más melodramática: así, a lo largo de su metraje, podemos encontrarnos con personajes reales interactuando con ficticios, conspiraciones de palacio y traiciones en las sombras. Pero esta mirada de Scott a un tipo de cine ya desaparecido (al menos en su esencia) no viene acompañado de un ánimo arqueológico o, incluso, postmoderno, sino el desarrollar un cruce entre lo antíguo y lo moderno, mezclando las historias del ayer con los modos y maneras de hoy.

Cuando Máximo, ahora convertido en un esclavo que tiene que defender su vida como gladiador en la arena, y sus compañeros llegan a Roma, todos ellos se quedan asombrados ante la inmensidad de la edificación en la que tendrán que luchar. Scott nos muestra un plano mostrándonos sus rostros mientras uno de ellos dice: "jamás creí que el hombre pudiera construir algo así". Como respuesta a esta sentencia, el correspondiente contraplano nos muestra el imponente coliseo. Pero su magnificiente presencia no causa en el espectador el mismo asombro que en los protagonistas: el espectador de Gladiator es consciente de que el hombre, hoy, sí es capaz de edificar algo así sin (relativo) esfuerzo. Si el esfuerzo por levantar los escenarios (por edificarlos) era parte intrínseca del aliento épico del colosal (el peplum en clave de superproducción), la apuesta por lo digital vacía a Gladiator de emoción.

Y lo vacía porque, a pesar de las múltiples imágenes llenas de gráficas mutilaciones y de los chorros de sangre saltando hacia la cámara, Gladiator carece de la fisicidad necesaria para dar cuerpo a las turbulentas emociones que mueven a los protagonistas. La batalla inicial a la que aludíamos al principio de estas líneas resulta toda una declaración de principios por parte de Scott a la hora de imponer su pulso esteticista: la utilización de la cámara lenta para remarcar los movimientos en el campo de batalla, así como la utilización de la mencionada nieve, reflejan la poca confianza que Scott tiene acerca del poder de sus imágenes, viéndose obligado a embellecerlas para hecerlas más atractivas. Es esta mirada de esteta lo que lastra el valor narrativo de Gladiator, tanto en lo concerniente a sus escenas de acción (las peleas en el coliseo se pretenden frenéticas y trepidantes y sólo resultan confusas) como a sus interludios dramáticos (las imágenes aceleradas y el uso del montaje corto para retratar el anhelo que Máximo siente por volver a estar con su familia). Gladiator es ruido y furia, pero destilados en un hipertecnificado laboratorio por un demiurgo que se mantiene a distancia porque no quiere mancharse las manos.

La enfática y altisonante banda sonora compuesta por Hans Zimmer acompaña perfectamente las intenciones de Ridley Scott para situar a Gladiator en el terreno de la épica a través del exceso y de la grandilocuencia. Quizás por eso, los mejores momentos son aquellos en los cuales la película, quizás cansada de gritar, se comunica con susurros: la muerte de Marco Aurelio, contrapunteado por el rostro bañado en lágrimas producto de la rabia de su hijo y verdugo; las insinuaciones del deseo incestuoso de Cómodo hacia su hermana Lucila, a base de furtivas miradas, ligeras caricias y frases inacabadas (desgraciadamente, relación explicitada más adelante); el hermoso movimiento de cámara que se acerca a las puertas cerradas del más allá; o los recurrentes planos que nos muestran a Máximo embadurnando sus manos con la tierra del suelo en el que va a luchar, expresando una comunión directa con el campo de batalla que la película no comparte, prefiriendo la vista de pájaro de la panorámica con la que termina Gladiator.

martes, 21 de diciembre de 2010

La guerra de las galaxias

(Star Wars)
USA, 1977. 125m. C.
D.: George Lucas P.: Gary Kurtz G.: George Lucas I.: Mark Hamill, Harrison Ford, Carrie Fisher, Peter Cushing F.: 2.20:1

Pocas películas pueden presumir de exhibir su condición de mito cinematográfico (y social) a tantos niveles como lo hace La guerra de las galaxias a lo largo de su metraje. Personajes, diseño, música, sonidos, líneas de diálogo, términos... prácticamente cualquier apartado que estudiemos ha aportado su granito de arena a la hora de encumbrar a la película de George Lucas como, posiblemente, el título más mítico de la historia del cine, puesto que su impacto no sólo dejó huella en el ámbito cinematográfico que la vio nacer, sino que se integró en el código genético de su público: La guerra de las galaxias es, quizás, la única película que puede lucir en su currículum el haber definido a toda una generación.

Atendiendo a esto, resulta tremendamente complicado acercarse hoy en día a La guerra de las galaxias para verla como lo que, en puridad de conceptos, es -una película-, a la que analizar por sus valores estrictamente cinematográficos. Resulta tan complicado como erróneo, porque su cuerpo fílmico y su sombra sociológica son indisociables, especialmente porque una es consecuencia de la otra. La primera entrega de la (por ahora) sextalogía de Star Wars utiliza como núcleo de su argumento (y de su sentido) la escena cinematográfica de la década en que es creada, desarrollada y estrenada: la "nueva esperanza" que subtitula este episodio cuatro se refiere tanto al descubrimiento por parte de la Alianza Rebelde de la figura de Luke Skywalker, arma clave a la hora de enfrentarse al Imperio, como a la necesidad de resucitar el espíritu de la aventura que anidaba en los seriales que un jovencito George Lucas devoraba en su niñez.

Sin duda, si tuvieramos que buscar una tonalidad para representar el cine norteamericano de los 70 acudiríamos al color negro. Una pátina de oscuridad cubrió los géneros cinematográficos clásicos: los acercamientos al western, al policíaco, al terror o al drama se veían marcados por un realismo que pretendía retratar la sordidez y la tristeza que se respiraba en las calles de la norteamérica del desencanto. Un ejemplo de esta mirada gris lo podemos encontrar en la primera película de Lucas, THX 1138, esterilizado e intelectualizado film de ciencia ficción que vaciaba al género de su componente lúdico para llenarlo con la distancia de la experimentación. Daba la impresión de que desde Hollywood se buscaba el despertar a su público de un sueño americano que, poco a poco, se iba tornando en una pesadilla: la emoción era un sentimiento naif pasado de moda.

Ante este gris panorama, la secuencia de apertura de La guerra de las galaxias supone un golpe en la mesa cuyo seísmo se extiende por toda la platea del cine: la enérgica fanfarria compuesta por John Williams sirve de carta de presentación para el título de la película, que se pierde en la inmensidad del espacio. Un espacio que será cruzado primero por una pequeña nave que es perseguida por un crucero imperial. La cámara recoge en contrapicado la interminable estructura de la nave, que llena la pantalla, colocándose por encima de los propios espectadores quienes sólo pueden observar con asombro la inmensidad del crucero, el cual parece inerminable. Con esta imagen inaugural, La guerra de las galaxias recupera, de un golpe, todo el sentido de la maravilla de la añeja space opera: cuando Georges Lucas decidió comenzar su película con la legendaria descripción "Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana", no estaba pensando en el universo cinematográfico en el que se desarrollaba su historia, sino en el recuerdo que mantenía vivo en su memoria y que le retrotraía a hace muchas décadas en una industria del entretenimiento muy, muy lejana.

A pesar de su envoltorio de ciencia-ficción, La guerra de las galaxias se nos presenta más bien como un contenedor de géneros cinematográficos filtrados por la mirada adolescente (y, por tanto, tan ingenua como fantasiosa) de su director: la pareja formada por el alto y delgado C3PO y el pequeño y redondo R2D2 supone la cibernetización de dúos cómicos tan conocidos como Laurel y Hardy o Abbott y Costello; la imponente y oscura presencia de Darth Vader nos remite al cine de terror (no por casualidad trabaja bajo las órdenes de Peter Cushing, emblemático actor de la productora británica Hammer, especializada en cine fantástico); Luke Skywalker, el joven de humilde raices predestinado a salvar el universo y que acude al rescate de la princesa Leia, son arquetipos del más clásico relato de aventuras; Han Solo, con su porte chulesco y su actitud arrogante que intentan esconder la nobleza de sus acciones, parece sacado de un western y la batalla final entre los X-Wings de la Alianza Rebelde y los Caza TIE del Imperio utiliza los códigos del cine bélico (los vertiginosos travellings por las trincheras de la Estrella de la Muerte nos remiten al Stanley Kubrick de Senderos de gloria).

La importancia de La guerra de las galaxias reside en su condición de recopilación de los estilemas, elementos y arquetipos básicos del concepto de aventura. Pero una recopilación desprovista de cualquier ánimo irónico o postmoderno (como sí lo tendrá la siguiente creación de George Lucas, el arqueólogo Indiana Jones, igualmente sacado de los seriales de los años 30), sino mostrándolo en su absoluta pureza: ingenuo pero emocionante; maniqueo pero vibrante; cegador en su blancura pero lleno de contínuos peligros. En suma, por haber sabido destilar a través de sus elementos eso tan seductor pero a la vez tan etéreo que es la magia. Por eso, La guerra de las galaxias fue importante en su momento, y esa es la misma razón por la que lo es hoy y lo seguirá siendo mañana: porque recupera la verdadera esencia del cinematógrafo en particular y de los cuentos en general: sumergir al espectador/lector/oyente en los mundos más fascinantes para hacerle vivir las aventuras más apasionantes.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Tron: Legacy

(TRON: Legacy)
USA, 2010. 127m. C.
D.: Joseph Kosinski P.: Sean Bailey, Steven Lisberger & Jeffrey Silver G.: Edward Kitsis & Adam Horowitz, basado en una idea de Edward Kitsis, Adam Horowitz, Brian Klugman & Lee Sternthal, basado en los personajes creados por Steven Lisberger & Bonnie MacBird I.: Jeff Bridges, Garrett Hedlund, Olivia Wilde, Bruce Boxleitner F.: 2.35:1

En la actualidad cinematográfica en la que vivimos, en la cual parece que la industria hollywoodiense ha tomado el recurso del remake (o el cada vez más en liza reboot) como el camino más directo al éxito de eficacia probada, la reactualización del clásico de 1982 dirigido por Steven Lisberger Tron era, posiblemente, la más lógica o, al menos, la más justa. Y lo es porque la era digital en la que estamos sumergidos, con el ordenador como motor central del espectáculo, tuvo su arranque en el pionero film de Walt Disney. Por tanto, si en su momento Tron fue una anomalía, un cruce entre la materialidad del celuloide y la virtualidad del pixel, hoy, cuando lo digital ha llegado a sustituir directamente al celuloide, Tron: Legacy llega para recuperar su trono como piedra angular del cine virtual.

Pero durante su primer tercio Tron: Legacy da la impresión de haber llegado demasiado tarde. Cuando Sam Flynn entra en la Red y es apresado por el ejército de Clu, siendo obligado a participar en una serie de competiciones mortales para disfrute del público, Tron: Legacy pierde su posición de pionera para pasar a la condición de continuista: los enfrentamientos de discos o las persecuciones con las motos siguen punto por punto el libro de estilo de la superproducción que intenta epatar a su público no tanto por la energía de su puesta en escena como con el exhibicionismo del portentoso talento del equipo técnico del film: el resultado es indudablemente espectacular, pero escasamente emocionante.

¿Es, por tanto, Tron: Legacy un film fallido? No exactamente. O, al menos, no si analizamos el contexto en el que aparece contraponiéndolo con el del film original. Si en su momento Tron no era tanto una película como un experimento técnico con el que demostrar los avances en el terreno de los efectos especiales generados por ordenador (de ahí que su interés sea meramente coyuntural), esta tardía secuela es consciente de que el marco en el que se estrena ha cambiado y su principal baza -el enmudecedor despliegue de innovadoras técnicas digitales- si bien no ha desaparecido, sí ha quedado mermada. De ahí que, a la hora de recrear los momentos más icónicos del film original (los mencionados combates con los discos y las carreras con las motos), lo haga con cierta celeridad, como si fuera una convención necesaria que quiere quitarse de encima lo antes posible.

El auténtico interés de Tron: Legacy reside, paradójicamente, no en el luminoso interior del programa informático que da nombre a la película, sino en el otro lado del espejo. Los primeros minutos del film transcurren en la realidad, donde seguimos los pasos de Sam en su intento de boicotear la empresa que fundó su padre. La fotografía que retrata estas escenas luce una tonalidad amarillenta que nos retrotae a los monitores monocromo que aparecieron al principio de la década de los 80, precisamente cuando se estrenó Tron. Esta fotografía retro sirve, en cambio, para mostrarnos un mundo moderno compuesto por pantallas táctiles, cámaras de seguridad e Internet.

Tron: Legacy es una película de contrastes que, a base de enfrentarse, acaban fundiéndose. El hipertecnificado universo de la Red sustituye el vetusto color amarillento del mundo real por el cristal oscuro de las pantallas LED de última generación: no es, por tanto, la entrada en una dimensión paralela, sino un salto temporal. De esta manera, Tron: Legacy establece una serie de vasos comunicantes entre el mundo real y el mundo virtual de influencia recíproca. Como si quisiera establecer una alegoría acerca de la imparable tecnificación de nuestra cotidianidad a la sombra de los avances del cine de ciencia-ficción, la Red supone el reflejo hiperbólico y fantasioso del otro lado del espejo: la tiranía impuesta por Clu se corresponde a la establecida por los altos ejecutivos de la empresa que fundó el padre de Sam; de igual manera que el intento de éste de salvar a su padre, sacándole de la Red, supone el intento de rescatar los principios fundadores que estableció a la hora de dirigir la empresa que él mismo creó. Tron: Legacy supone la confirmación de la digitalización progresiva de nuestro mundo: la diferencia entre la realidad y un vídeo-juego sólo reside en el grado de espectacularidad con el que nos enfrentamos a nuestros problemas diarios. Ese es el auténtico legado de Tron.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Los increíbles

(The Incredibles)
USA, 2004. 115m. C.
D.: Brad Bird P.: John Walker G.: Brad Bird I.: Craig T. Nelson, Holly Hunter, Samuel J. Jackson, Jason Lee F.: 2.35:1

Aunque pasaron más de veintidós años entre la publicación de la serie limitada Watchmen y su adaptación oficial cinematográfica, cuando por fin ésta se hizo realidad de la mano de Zack Snyder llegaba tarde: la obra magna escrita por Alan Moore y dibujada por Dave Gibbons ya había sido llevada a la gran pantalla con Los increíbles cinco años antes con unos resultados paradójicamente más fieles en cuanto a espíritu a la página impresa que la, con todo, estimable Watchmen.

Durante su primer tercio Los increíbles refleja con meridiana lucidez que no está reñida con su aspecto más lúdico (esto es, ofrecer un producto de entretenimiento disfrutable para toda la familia) la difícil compatibilidad entre una vida dedicada a combatir el crimen y proteger al inocente con la necesidad personal de crear un espacio individual en el que desarrollar una vida íntima. La serie de peligros que se interponen en el camino de Mr. Increíble y que casi le impiden llegar a su propia boda nos muestra la figura del superhéroe no como una solución a los problemas, sino más bien como un punto de atracción: su propia existencia reclama la necesidad de un peligro al que combatir: si no hay villano, no hay héroe (en el momento en el que los superhéroes deciden, por obligación, dejar su oficio superheróico a un lado, dejan de existir esas amenazas más-grandes-que-la-vida, como si ambas figuras fueran componentes de una equilibrada balanza: la manera en la que Síndrome pretende presentarse como el protector oficial de la ciudad es creando primero una devastadora arma que la ponga en peligro).

Pero de igual manera que los principales protagonistas de Watchmen -como Dan Dreiberg o Laurie Juspeczyk, identidades públicas de Búho Nocturno II y Espectro de Seda II respectivamente- se veían sumidos en una existencia aburrida e insatisfecha bajo la perpétua sombra de sus logros pasados como vigilantes, Los increíbles también demuestra que el hábito no es más que una convención del monje: el superhéroe no es su traje, sino esa necesidad por hacer el bien que les quema en sus entrañas: en su gris trabajo como oficinista en una despiadada compañía de seguros, Mr. Increíble -ahora transmutado como Bob Parr- no puede evitar ayudar a sus clientes, incluso poniendo en peligro su propio puesto de trabajo; sus hijos también sienten que han sido elegidos para un logro mayor que el de asistir día a día a la escuela y sacar buenas notas (las travesuras de Dash y la timidez de Violeta son muestras de la necesidad de canalizar sus poderes en la vida cotidiana).

Si Alan Moore partió de los personajes preexistentes de la editorial Charlton Comics para crear el elenco protagonista de Watchmen, Brad Bird va más lejos en sus intenciones y, en su intento de reflexionar a la vez que actualizar la figura icónica del superhéroe- toma como referente el punto fundacional de éste: la "familia" que formaban Los 4 Fantásticos, creada por Stan Lee y Jack Kirby en 1961, cuyos miembros sirven de modelo para la familia Parr -Mr. Increíble sería un sosias de La Cosa; Elastigirl toma los poderes de Mr. Fantástico; su hija Violeta, los de la Mujer Invisible- enriquecido con apuntes a otros títulos nacidos en la canónica editorial Marvel Comics -Frozone es la variante afroamericana del Hombre de Hielo de la original La Patrulla X- siendo Dash, heredero de la velocidad de Flash, representante de la compañía rival de Marvel, DC Comics.

Esta fusión entre el origen de la figura del superhéroe y su representación a través de las más actuales técnicas de animación digital es la que hace de Los increíbles una de las indagaciones más penetrantes acerca de la viabilidad del arquetipo a través de los tiempos, adelantando a las recientes adaptaciones en imagen real de figuras tan conocidas como Batman, Spider-Man o Iron Man desde el momento en el que la creación de un héroe original, nacido del molde de sus referentes pero conservando su propia personalidad, no sólo ofrece una libertad de la que no pueden presumir sus célebres compañeros, sino que resulta más eficaz a la hora de mostrar la pervivencia de esa figura primigenia en nuestros más modernos y tecnificados tiempos.

Pero nada de lo expuesto hasta ahora pasaría de una reflexión más o menos sesuda de esas que pueden llenar cientos de páginas de un tocho de tapa dura si no fuera por la portentosa habilidad de los animadores del estudio Pixar quienes, una vez más, demuestran que su objetivo no es alcanzar la cima del cine de animación (de una montaña que ellos mismos hacen crecer con cada trabajo) sino colocar su bandera en la cúspide del cine en general a través de la utilización exhaustiva, agotándolas a la vez que creando nuevas, de todas las soluciones estéticas y formales inherentes a la animación -desarrollando un timing exclusivo incompatible con el cine de imagen real- sin perder la perspectiva ni del humor ni de la espectacularidad, logrando la hazaña de hacer parecer fácil lo difícil tal es la fluidez y naturalidad con la que representan las mayores proezas técnicas. Los resultados de este esfuerzo son ejemplares en el balance final de Los increíbles: desarrollar un modélico estudio sobre el icono del superhéroe a la vez que ofrecer una de las mejores y más divertidas muestras del cine superheróico vistas hasta la fecha.

martes, 14 de diciembre de 2010

Mad Max. Más allá de la Cúpula del Trueno

(Mad Max Beyond Thunderdome)
Australia/USA, 1985. 107m. C.
D.: George Miller & George Ogilvie P.: George Miller G.: Terry Hayes & George Miller I.: Mel Gibson, Bruce Spence, Adam Cockburn, Tina Turner F.: 2.20:1

A lo largo de su metraje, Mad Max. Más allá de la Cúpula del Trueno luce algunas de las imágenes más apocalípticas de la saga protagonizada por Max Rockatansky: un avión varado en medio del desierto; el cadáver de un caballo absorvido por la arena; la panorámica de la ciudad de Sidney absolutamente devastada. Estas desoladoras estampas nos confirman que, finalmente, el mundo que conocíamos ha sido totalmente engullido: ya no existen las interminables carreteras del primer título, ni el eterno yermo adornado con ruinas del pasado de la segunda película: ahora, todo es desierto. Ya no existen caminos ni carreteras, todo es una inmensa manta de arena que ha borrado por completo las huellas de la civilización: una página en blanco sobre la que empezar a diseñar un nuevo comienzo. En este sentido funcionan las mencionadas imágenes que nos muestran los edificios de una gran ciudad reducidos a imponentes cascarones vacíos: es la primera vez que en la saga aparece una ciudad, como si, a pesar del polvo y la destrucción imperantes, fuese una señal: es el momento de colocar los cimientos para la creación de un nuevo mundo.

Mad Max. Más allá de la Cúpula del Trueno es una película espejo en la cual se ofrece dos alternativas (una el reflejo invertido de la otra) para ese resurgir. El nexo de unión es, por supuesto, Max, eterno vagabundo, que al principio fue hombre, después se convirtió en leyenda y que en esta ocasión adquirirá el rango de Mesias, de salvador de toda una comunidad y primera piedra para el levantamiento del ser humano. La primera parada de Max será en Ciudad Trueque, una comunidad levantada en medio del desierto y que supone el resurgimiento del medioevo como medio de supervivencia: el dinero ha desaparecido y los negocios vuelve a realizarse a través del intercambio de materiales; la energía tiene como materia prima una base tan naturalista como es los excrementos de cerdo; la creación de la Cúpula del Trueno, un renovado coliseo en el que los combatientes se enfrentan entre sí como gladiadores para disfrute del vociferante público. Ciudad del Trueque está caracterizado por la suciedad y la herrumbre; la violencia y el engaño. En suma, supone la materialización del lado más oscuro y perverso del ser humano: una Sodoma y Gomorra post-punk.

No resulta casual que la llegada de Max a la aldea habitada por una tribu formada exclusivamente por niños y adolescentes pase por un proceso simbólico de muerte y resurrección. Max ha sido contagiado por el pecado en su visita a Ciudad Trueque (llega a aceptar un trato con la regente de la ciudad para matar a una persona a cambio de víveres) y es necesario la purificación del desierto antes de poder entrar, limpio, en el paraíso: si, como decíamos, Ciudad Trueque suponía una Edad Media post-apocalíptica, la aldea supone un retroceso aún mayor, el regreso a un estado de esencial pureza y limpieza, en contínua comunión con la naturaleza (un oasis idílico en medio de la nada) aportando un inédito elemento místico, en contraposición a la grasosa fisicidad vista anteriormente.

Mad Max. Más allá de la Cúpula del Trueno es la primera entrega de la trilogía consciente de los valores icónicos por la que se le reconoce y a los que, inevitablemente, tiene que acudir: el clímax final se construye con una persecución motorizada que sirve de pálido contrapunto del frenético final de la anterior entrega. Mad Max. Más allá de la Cúpula del Trueno carece del subyugante tono abstracto de la primera parte y de la épica desaforada de la segunda y resulta innegable una cierta tendencia que ablanda la pavorosa crueldad característica de la saga (sólo hace falta comparar el niño-bestia de Mad Max 2. El guerrero de la carretera con la figura del buen salvaje que representa la tribu de jóvenes) pero no deja de ser una decisión coherente con el discurso de esta (supuesta) entrega final: Mad Max. Salvajes de la autopista nos mostraba los restos de una civilización que se caía a pedazos; su continuación servía para mostrarnos la nueva fauna humana y los valores éticos (o, mejor dicho, su falta) que la sustituían. Mad Max. Más allá de la Cúpula del Trueno presenta la primera posibilidad para levantar de nuevo esa civilización utilizando unos andamios purificados, limpios. No nos ha de extrañar, por tanto, que se deje entrar un poco de luz entre la oscuridad: por fin, entre el nihilismo y la brutalidad, la esperanza encuentra su espacio.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Triangle

(Triangle)
UK/Australia, 2009. 99m. C.
D.: Christopher Smith P.: Julie Baines, Chris Brown & Jason Newmark G.: Christopher Smith I.: Melissa George, Michael Dorman, Henry Nixon, Rachael Carpani F.: 2.35:1

Triangle es un perfecto ejemplo de una tendencia del cine de terror, que casi ha acabado formando un subgénero por sí misma, que centra el núcleo del horror en la mente de sus protagonistas, resultando la tensión física una consecuencia de su alterada perspectiva psicológica: en resumen, la esquizofrenia como principio y fin del miedo. Esta tendencia no es, ni mucho menos, nueva pero sí que parece que se ha puesto de moda en los últimos años (ahí tenemos, como ejemplo, Alta tensión, Donnie Darko, Session 9 o Martyrs) quizás porque es una vía fácil para poner en pantalla los mismos lugares comunes de toda la vida pero desde una perspectiva aparentemente más original, intentando camuflar un trabajo mediocre bajo un envoltorio impactante.

En sus primeros minutos Triangle al menos demuestra ser un film honesto, si no en sus formas sí en su espíritu, evidenciando sus principales fuentes de inspiración. Unos lentos travellings nos muestran la vida cotidiana en una mañana cualquiera en un barrio residencial común: un hombre cortando el césped; unos aspersores regando la hierba; la ropa tendida a merced del viento. Ante estas imágenes uno no puede por menos que pensar en el mítico comienzo de Tercipelo azul. No será hasta el final del film que retomaremos este escenario, pero esos primeros planos, a parte de transmitir, por asociación, una atmósfera inquietante, reflejan que la base de inspiración del film está en el cine de David Lynch, concretamente Carretera perdida (la fuga mental como remedio para el sentimiento de culpa ante una realidad adversa) y Mulholand Drive (un relato alambicado y fragmentado cuyo sentido final se nos oculta mediante una astuta dosificación de información).

Durante su parte central Triangle propone una variación del popular fenómeno sobrenatural achacado al Triángulo de las Bermudas convertido, en este caso, en una cinta de moebius cuyo efecto contagia a todo aquel que suba a bordo de un yate de lujo abandonado y a la deriva, entrando en un bucle exponencial -pues, al repetirse las acciones, los hechos no se solapan unos a otros, sino que se acumulan- del que sólo puede salirse a través de la exterminación y de una suerte de suicidio en tercera persona. Un punto de partida que, casi inevitablemente, no carece de buenas ideas conceptuales (la escalofriante posibilidad de que toda nuestra vida sea un bucle infinito del que nunca llegamos a darnos cuenta) como de imágenes de gran poder sugestivo (la aparición del enorme barco, surgiendo del interior de una extraña tormenta eléctrica o una sala llena de los cadáveres de la misma persona que se han ido sumando repetición tras repetición) pero que no evitan la sensación de estar asistiendo a una anécdota mínima estirada a base de reiterarla (como si la propia película sufriera ese mismo fenómeno): el espectador tiene la sensación de estar asistiendo ante un interesante cortometraje que se le está repitiendo una y otra vez y otra vez y otra vez y...

domingo, 12 de diciembre de 2010

Troya

(Troy)
USA/Malta/UK, 2004. 196m. C.
D.: Wolfgang Petersen P.: Wolfgang Petersen, Diana Rathbun & Colin Wilson G.: David Benioff, inspirado en el poema La Ilíada, de Homero I.: Brad Pitt, Eric Bana, Orlando Bloom, Diana Kruger F.: 2.35:1

El primer ser vivo que vemos en Troya es un perro que recorre un camino en el que podemos observar los restos de una cruenta batalla: escudos rotos, lanzas clavadas en la tierra y cadáveres que son pasto de los cuervos. Un ruido le alerta. Cuando se dirige al origen del sonido se encuentra con dos ejércitos preparados para combatir. Este punto de vista a ras del suelo, por parte de un testigo imparcial de tan espectaculares acontecimientos, es la tónica dominante de una película que sin renegar de su envoltorio de blockbuster calculadamente épico es capaz de ofrecer un ligero aliento elegíaco, consiguiendo sublimar su condición de aparatosa superproducción para alcanzar el terreno de lo lírico.

A pesar de que en el comienzo de la película se nos muestra un mapa sobre el cual se nos relata las divisiones entre los diferentes reinos que lo forman y las hostilidades entre ellos, Troya nos cuenta una historia protagonizada por seres humanos. A lo largo de su metraje se escuchan contínuamente palabras como "honor", "patria" o "imperio", pero no son más que términos de compromiso, vacíos de sentido, porque todos los personajes se mueven por sus instintos más humanos los cuales, en realidad, no tienen nada que ver con la Historia: el suceso que desata el enfrentamiento entre el reino de Esparta y el de Troya no es una ambición territorial o de poder, sino las ansias de venganza de un marido humillado: el capricho amoroso del joven príncipe Paris por la reina de Esparta, Helena, pondrá en jaque a su pueblo.

Esta perspectiva sentimental contagia al resto de personajes: su hermano Héctor, primogénito del rey Príamo y considerado el mejor guerrero del ejército troyano, tiene la oportunidad de solucionar el conflicto entregando la vida de su hermano, pero no será capaz de hacerlo. Igualmente Aquiles, superdotado dios de la guerra de habilidades combativas casi sobrehumanas y cuyo recio y luminoso porte parece estar siempre posando para ser inmortalizado, no pone su brazo al servicio de ningún reino; su objetivo es perpetuar su nombre más allá de su propia existencia. Tras una vida sanguinaria poblada de enemigos muertos, cuya sangre tiñe de rojo oscuro sus sueños más profundos, será en el inmaculado rostro de la inocencia donde encontrará el auténtico sentido a su vida.

Con el cada vez más avanzado desarrollo de las técnicas digitales, las cuales permiten la creación de entornos fabulosos así como su población con unas dosis de realismo nunca antes vistas, la industria hollywoodiense ha recuperado una serie de géneros de vocación colosalista casi olvidados para desnaturalizarlos a través de la fría magia digital. Así, productos como la trilogía de Piratas del Caribe o la celebrada Gladiator no suponen la puesta al día del cine de piratas y del pepulm respectivamente, sino la utilización de una serie de elementos e iconos propios de dichos géneros para adornar, dándole un toque exótico, a productos de acción comparables a sus compañeros generacionales, sustituyendo las gabardinas de cuero y las pistolas por espadas, sandalias o barcos pirata.

El elemento humano anteriormente citado desmarca a Troya de esta corriente dominante, como si su director quisiera llegar a un pacto de no agresión entre el pasado y el presente. Troya no reniega de los grandes planos elaborados tanto para enmudecer al público como para lucir su fastuoso presupuesto y que se han convertido en marcas de fábrica (las panorámicas aéreas combinadas con travelling que nos muestra el avance de enormes ejércitos formados por soldados infográficos) pero no tiene miedo de penetrar en el ojo del huracán del campo de batalla, recogiendo la fisicidad de los golpes (los siseos de las espadas al cortar el aire; las flechas que atraviesan las piernas descubiertas de los guerreros; los torsos empalados por las lanzas de madera; los cuellos cercenados de los que no para de salir sangre sin que sus dueños no puedan hacer nada, excepto esperar la llegada de su último estertor) ni de dar la espalda a lo explícito para abrazar la sutilidad de la sugerencia (el acercamiento del enorme ejército griego es anunciado por el retumbar de sus pasos en la tierra y por la polvareda que levantan al caminar).

Es por esto que Troya vuela alto cuando se centra en lo individual (el combate entre Héctor y Aquiles) y desciende cuando se ve obligada a elevarse sobre lo colectivo (la descripción del desarrollo del caballo de Troya así como el consiguiente asedio a la ciudad). En suma, cuando consigue lucir que su origen reside en la epopeya, olvidándose de sus miles de soldados clónicos creados para morir y recordándonos a los espectadores que los auténticos protagonistas de lo épico son individuos con rostro y con un pasado que defender y un futuro por el que luchar.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Supercompras (con manta)

Cuando hace ya más de dos años compré la Wii tenía planeado hacerme con un shooter por raíles cuya jugabilidad parecía adaptarse al wiimando como un guante pero, por una razón u otra, lo dejé pasar hasta que esta semana no pude resistirme a este The House of the Dead: Overkill en su Edición Coleccionista de 2ª mano (la caja está algo machacada, pero incluía el cómic exclusivo que funciona a modo de prólogo). El juego es realmente divertido con un estilo grindhouse muy apropiado, así como minijuegos y alicientes desbloqueables. En cooperativo debe ser una juerga, para comprobarlo ya he reclutado al sr. Olahf.

No veo series. En estos tiempos en los que la ficción televisiva vive una época dorada esto que he dicho puede sonar a una provocación. Nada más lejos de mi intención, no pretendo negar una evidencia (la calidad creciente de un buen puñado de títulos) pero es un formato con el que no llego a conectar, que me pide una fidelidad serial que no puedo darle. Es por eso que, cuando una serie consigue engancharme para seguirla temporada a temporada, esta se vuelva muy especial para mí. Ese es el caso de Lost la cual, si bien no me interesó especialmente en sus dos primeras temporadas, a medida que ocurrían cosas más extrañas me fue gustando más. Cuando se anunció la publicación de una enciclopedia oficial decidí que me haría con ella. Y así ha sido. Ojo a futuros compradores: el libro no desvela más misterios que los que ya se respondieron en los capítulos emitidos, pero sí que la recopilación de toda (y subrayo TODA) la información desplegada en la serie ayuda a aclarar cosas.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Seis mujeres para el asesino

(Sei donne per l'assassino)
Italia/Francia/Mónaco, 1964. 88m. C.
D.: Mario Bava P.: Alfredo Mirabile & Massimo Patrizi G.: Marcelo Fondato, Giuseppe Barilla & Mario Bava I.: Cameron Mitchell, Eva Bartok, Thomas Reiner, Ariana Gorini F.: 1.85:1

Los títulos de crédito de Seis mujeres para el asesino comienzan con un plano de detalle de las lentejuelas de un traje de alta costura. La cámara se mueve y nos muestra que lo porta un maniquí de figura femenina de intenso color rojo. Los principales intérpretes de la película aparecen en una postura estática, colocados junto a diferentes maniquíes, como si quisieran imitar su estado inanimado mientras son iluminados por una fotografía de diferentes colores dando a todo el conjunto un tono deliberadamente artificioso. Esta secuencia no sólo sirve para anunciar el elaborado esteticismo del que hará gala el film, equiparándolo en protagonismo a los intérpretes humanos, sino que supone la carta de presentación de los estilemas visuales de todo un subgénero.

Recogiendo las ideas apuntadas en su anterior, y excelente, La muchacha que sabía demasiado, Mario Bava diseña con Seis mujeres para el asesino las bases del giallo, tanto en sus componentes literarios como formales: sobre el papel nos encontramos antes un típico piliziesco que utiliza la ya canónica estructura del Diez negritos de Agatha Christie para desarrollar un whodunit que parte del asesinato de una modelo cerca de la institución en la que trabaja, siendo, de golpe, sus compañeras de trabajo así como las personas que les rodean, sospechosos del crimen a la vez que víctimas propiciatorias del asesino. Todo un mcguffin para elaborar un universo que tras su reluciente aspecto (no por casualidad la historia se desarrolla en el mundo de la moda) esconde un turbio mundo lleno de secretos y mentiras, chantajes y traiciones que conforman un enorme armario lleno de esqueletos.

Pero si desde este punto de vista Seis mujeres para el asesino no presenta mucho interés (o, al menos, no aporta nada especialmente original), es la puesta en escena de Mario Bava lo que la convierte en uno de los ejercicios estéticos más fascinantes y arrebatadores de la historia del cine. El protagonismo de los maniquíes en la secuencia de créditos no es un capricho, sino que nos avisa de la importancia que lo inanimado, del escenario en suma, tendrá en el film. Los movimientos de cámara y la fotografía no se limitan a una función narrativa, no se conforman con mostrar la acción, sino que buscan un objetivo expresivo: no sólo muestran, sino que, principalmente, modelan, otorgando a los escenarios en los que transcurren los sucesos y a todo lo que los integran (incluído los actores) un penetrante poder plástico (anotenos a modo de ejemplo los sucesivos travellings de ida y vuelta que siguen los movimientos de las modelos en pleno desfile o el travelling que recorre las estancias vacías de la casa de modelos, únicamente habitada por los maniquíes: es decir, está vacía de vida, pero no de seres).

Seis mujeres para el asesino utiliza los lugares comunes del cine gótico (el falso mobiliario que esconde secretos pasadizos, las catacumbas llenas de telarañas, la figura de la damisela en apuros, las imponentes mansiones inundadas de sombras y lugares donde alguien -o algo- podría esconderse) para dinamitarlos a través de una expresionista paleta de colores compuesta de tonalidades intensas y furiosas, eliminando el componente tenebroso del género para sustituirlo por una atmósfera de marcada irrealidad que no sólo sirve para desarrollar una coherencia interna -es decir, una coherencia fantástica- que dé carta de valided incluso a los pasajes más inverosímiles de la trama, sino que, además, ayuda a intensificar el sentido fantástico del conjunto (todos los asesinatos se producen en escenarios donde hay colocada alguna estatua o maniquí, como si fueran espectadores mudos del horror).

Aunque Seis mujeres para el asesino está lejos de las explosiones sanguinolientas que desarrollará posteriormente el giallo y del exhibicionismo epidérmico (femenino, por supuesto) que lo marcarán, la película de Bava ya incorpora un sustrato fetichista y de intensa sexualidad a través de los asesinatos que se van sucediendo (el abrigo y los guantes de cuero negro que viste el asesino, además de su sombrero) y que ya presenta el ligero componente misógino del género: todas las víctimas del asesino son guapas mujeres a las cuales su verdugo desfigurará por los procedimientos más sádicos y brutales como si quisiera eliminar -anular- su belleza (a una le clava una garra medieval en la cara, a otra le quema el rostro). Y si remarco lo de "ligero" es porque Seis mujeres para el asesino carece de más ideología que la de la fuerza de sus imágenes, principio y final de todo su sentido: en suma, cine en estado químicamente puro.