D.: Pedro Almodóvar P.: Agustín Almodóvar G.: Pedro Almodóvar I.: Victoria Abril, Marisa Paredes, Miguel Bosé, Féodor Atkine
Los fastuosos créditos de Tacones lejanos no sólo suponen un ejemplo del personal cuidado estético con el que Pedro Almodóvar confecciona sus trabajos fílmicos, sino que encierran en sí mismos (y en sus llamativas formas) la esencia que mueve a la propia película. Cada nombre del equipo técnico se acompaña de una imagen que hace alusión al mismo: el del encargado de sonido de unos micrófonos o el del compositor de la banda sonora con unos instrumentos musicales. El punto culminante de este proceso se produce con la aparición del nombre de Pedro Almodóvar, el cual se ilustra con una fotografía del director. De esta manera, desde su mismo inicio, Tacones lejanos se revela como un artefacto cinematográfico consciente de su condición de obra de ficción, rompiendo la cuarta pared que le separa de su público, mostrándose como una impostura surgida de un elaborado trabajo de representación.
El primer plano tras esta secuencia ahonda en esa idea, trasladándola a los personajes mismos: el rostro de Rebeca se muestra reflejado en la superficie de la ventana de un aeropuerto. Todos los integrantes de Tacones lejanos hacen gala de una doble cara (algunos, incluso de una tercera), todos ellos se mueven escindidos por unas apariencias que intentan ocultar sus verdaderas intenciones. Si, al poco de presentarla y sin que sepamos todavía su papel en la trama del film, Almodóvar introduce precipitadamente un flashbacks que nos relata unos sucesos acaecidos en el pasado de Rebeca cuando aún era una niña no es para definir al personaje o darle entidad de cara a su desarrollo dramático, sino para desvelarnos los oscuros secretos que guarda en su interior. Así, Rebeca, su madre Becky del Páramo, el juez Domínguez o Manuel, el marido de la primera y antiguo amante de la segunda, son estereotipos, iconos conscientes de su condición de tales en un juego postmoderno en el que participan activamente los actores que los encarnan (Victoria Abril, Marisa Paredes, Miguel Bosé y Féodor Atkine, respectivamente), cuyas afectadas y excesivas composiciones les colocan por delante del personaje que encarnan: Victoria Abril no hace de Rebeca, sino de Victoria Abril haciendo de Rebeca.
Tacones lejanos supone un buen ejemplo de lo que podríamos denominar el Planeta Almodóvar en su sentido más manierista: el acercamiento del director de Kika a los géneros clásicos resulta ambivalente, basculando entre la reconstrucción respetuosa y la deconstrucción gamberra, convirtiendo a la película en un desequilibrado puzzle en el que cada pieza tiene autonomía propia. Tacones lejanos, antes que contarnos una historia, supone un conjunto de highlights cuyo interés viene condicionado por el de cada segmento en sí mismo considerado: del melodrama desaforado (la relación de una hija con su madre, una artista cuya sombra le ha oprimido durante toda su vida) al policíaco pasional (la investigación por parte de Domínguez del asesinato del marido de Rebeca), pasando por el musical (las intensas actuaciones de Becky del Páramo), el cine erótico (los funambulistas encuentros entre Rebeca y el transformista Letal) o los apuntes cómicos con los que Almodóvar deja su firma, a medio camino entre el surrealismo y el costumbrismo más cañí.
Tan ecléctico conjunto es sostenido por un trabajo de puesta en escena declaradamente esteticista, subrayando en todo momento la artificiosidad que luce todo el conjunto, especialmente con la intensa utilización de los colores primarios en general y del color rojo en particular, presente en todos los planos de la película tanto para reflejar las desbordantes pasiones que mueven a los personajes como un indicativo de su mencionada condición de artificio, un permanente semáforo en rojo que desmonta el proceso de credibilidad del espectador. A lo largo del metraje de Tacones lejanos no faltan imágenes o escenas para el recuerdo -el plano detalle de la marca de los labios de Becky del Páramo en el suelo del escenario en el que actúa, sobre el que cae una lágrima; la improvisada coreografía de las internas de la carcel de mujeres donde es encerrada Rebeca; la confesión de ésta delante de las cámaras durante el informativo que presenta-, pero quedan como partes aisladas, perdidas a la deriva de su propio interés, de un total demasiado consciente de su condición de brillante juguete referencial.
El primer plano tras esta secuencia ahonda en esa idea, trasladándola a los personajes mismos: el rostro de Rebeca se muestra reflejado en la superficie de la ventana de un aeropuerto. Todos los integrantes de Tacones lejanos hacen gala de una doble cara (algunos, incluso de una tercera), todos ellos se mueven escindidos por unas apariencias que intentan ocultar sus verdaderas intenciones. Si, al poco de presentarla y sin que sepamos todavía su papel en la trama del film, Almodóvar introduce precipitadamente un flashbacks que nos relata unos sucesos acaecidos en el pasado de Rebeca cuando aún era una niña no es para definir al personaje o darle entidad de cara a su desarrollo dramático, sino para desvelarnos los oscuros secretos que guarda en su interior. Así, Rebeca, su madre Becky del Páramo, el juez Domínguez o Manuel, el marido de la primera y antiguo amante de la segunda, son estereotipos, iconos conscientes de su condición de tales en un juego postmoderno en el que participan activamente los actores que los encarnan (Victoria Abril, Marisa Paredes, Miguel Bosé y Féodor Atkine, respectivamente), cuyas afectadas y excesivas composiciones les colocan por delante del personaje que encarnan: Victoria Abril no hace de Rebeca, sino de Victoria Abril haciendo de Rebeca.
Tacones lejanos supone un buen ejemplo de lo que podríamos denominar el Planeta Almodóvar en su sentido más manierista: el acercamiento del director de Kika a los géneros clásicos resulta ambivalente, basculando entre la reconstrucción respetuosa y la deconstrucción gamberra, convirtiendo a la película en un desequilibrado puzzle en el que cada pieza tiene autonomía propia. Tacones lejanos, antes que contarnos una historia, supone un conjunto de highlights cuyo interés viene condicionado por el de cada segmento en sí mismo considerado: del melodrama desaforado (la relación de una hija con su madre, una artista cuya sombra le ha oprimido durante toda su vida) al policíaco pasional (la investigación por parte de Domínguez del asesinato del marido de Rebeca), pasando por el musical (las intensas actuaciones de Becky del Páramo), el cine erótico (los funambulistas encuentros entre Rebeca y el transformista Letal) o los apuntes cómicos con los que Almodóvar deja su firma, a medio camino entre el surrealismo y el costumbrismo más cañí.
Tan ecléctico conjunto es sostenido por un trabajo de puesta en escena declaradamente esteticista, subrayando en todo momento la artificiosidad que luce todo el conjunto, especialmente con la intensa utilización de los colores primarios en general y del color rojo en particular, presente en todos los planos de la película tanto para reflejar las desbordantes pasiones que mueven a los personajes como un indicativo de su mencionada condición de artificio, un permanente semáforo en rojo que desmonta el proceso de credibilidad del espectador. A lo largo del metraje de Tacones lejanos no faltan imágenes o escenas para el recuerdo -el plano detalle de la marca de los labios de Becky del Páramo en el suelo del escenario en el que actúa, sobre el que cae una lágrima; la improvisada coreografía de las internas de la carcel de mujeres donde es encerrada Rebeca; la confesión de ésta delante de las cámaras durante el informativo que presenta-, pero quedan como partes aisladas, perdidas a la deriva de su propio interés, de un total demasiado consciente de su condición de brillante juguete referencial.
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