Sudáfrica/UK, 1992. 108m. C.
D.: Richard Stanley P.: JoAnne Sellar G.: Richard Stanley I.: Robert John Burke, Chelsea Field, Zakes Mokae, John Matshikiza
La existencia de dos montajes diferentes (tres si contamos la copia de trabajo incluída en la edición especial de cinco discos editada en DVD) y el que su director tuviera que invertir diez años de su vida para conseguir elaborar su director's cut que reflejara la visión original de la película (y que es conocido como "The Final Cut") son indicios claros de la dificultad a la hora de desarrollar un proyecto tan ambicioso y personal como el que nos ocupa. No vamos a disculpar los defectos del film atribuyéndolos en su totalidad a los problemas de producción, pero sí que es cierto que gran parte del atractivo de una película sin duda irregular como es El demonio del desierto surge del choque entre la personalísima mirada de Richard Stanley y su plasmación en la pantalla. En la línea de separación entre las ambiciones y los resultados podemos encontrar los destellos que hacen de El demonio del desierto un film tan fallido como absorvente.
Esa mirada personal sobre lo fantástico a la que aludíamos no está reñida con el reconocimiento a unos precedentes sobre los que El demonio del desierto diseña su propio cuerpo fílmico como si estuviera dibujando sobre una plantilla. La sombra del creador (en el más amplio sentido) Alejandro Jodorowsky se extiende a lo largo de las imágenes del film, tanto a un nivel puramente iconográfico como estructural: si bien por momentos Stanley da al film un aire de spaghetti-western lisérgico propio de El topo, es con Santa sangre con quien El demonio del desierto tiene más puntos en común, especialmente en su mixtura genérica como en la apropiación de diferentes elementos folclóricos locales para construir con ellos una mitología personal de tintes esotéricos (a lo que hay que sumar la participación del compositor Simon Boswell con un trabajo que recuerda al que realizó para el film producido por Claudio Argento).
En sus primeros minutos, Stanley establece una mirada dual a las imágenes que compone, combinando una perspectiva física con una espiritual. Las panorámicas que retratan los escenarios desérticos en los que se desarrollará la acción nos muestra un territorio hostil y salvaje -compuesto de infinitos desiertos, entrecortadas y afiladas zonas montañosas, pueblos fantasma convertidos en una árida Venecia inundada por la arena, grandes extensiones de tierra carentes de cualquier atisbo de vegetación- en la que no hay cabida para la vida; unos escanarios castigados por un sol implacable, potenciado por una fotografía de intensos colores cálidos que dotan al conjunto de una atmósfera pegajosa y asfixiante. Pero, a la vez, esas mismas panorámicas denotan una mirada superior que identifica una presencia que observa desde la lejanía. La voz en off que comenta las imágenes nos propone una interpretación de los sucesos como si fuera parte de una leyenda, confiriéndoles un elemento mágico y metafísico.
El demonio del desierto comienza presentándonos a uno de sus protagonistas, un serial killer que encuentra a sus víctimas entre los pobres desgraciados que le cogen en la carretera mientras hace autostop. Con referencias a títulos tan importantes como Carretera al infierno, la brutalidad con la que el misterioso asesino acaba con sus presas (mutilándolas atrozmente en un extraño ritual esotérico) contrasta con la identidad sobrenatural del predador, presentado como la encarnación de un terrible espíritu del viento que elige a sus víctimas guiándose por el olor que capta en aquellas personas cuyas deficiencias anímicas las coloca al borde del suicidio. Resulta coherente, por tanto, que este demonio surgido del polvo delimite su campo de acción en abandonados pueblos sudafricanos en los que la combinación de la violencia institucional y la segregación racial tienen como única salida la extinción.
El director de la sorprendente pero algo sobrevalorada Hardware. Programado para matar despliega un poderoso aparato visual en el que el contraste entre lo visceral y lo sobrenatural marca el camino para una película que encuentra su lugar entre los pliegues que surge entre lo onírico y lo real, entre el tono surrealista de lo primero y la desolación de lo segundo, con paradas en el terreno de la road movie y del psycho-thriller, y con apuntes eróticos, feministas, mesiánicos y metalingüísticos, plasmados con un ritmo seco, cuya lentitud resulta tan densa como embriagadora. No ha de resultar extraño que de tan ecléctico cóctel surga un producto tan insatisfactorio en su conjunto como irremediablemente fascinante en sus partes, y es que El demonio del desierto es una demostración de cómo en ocasiones a través del fracaso se puede conquistar logros tan atractivos como inéditos.
Esa mirada personal sobre lo fantástico a la que aludíamos no está reñida con el reconocimiento a unos precedentes sobre los que El demonio del desierto diseña su propio cuerpo fílmico como si estuviera dibujando sobre una plantilla. La sombra del creador (en el más amplio sentido) Alejandro Jodorowsky se extiende a lo largo de las imágenes del film, tanto a un nivel puramente iconográfico como estructural: si bien por momentos Stanley da al film un aire de spaghetti-western lisérgico propio de El topo, es con Santa sangre con quien El demonio del desierto tiene más puntos en común, especialmente en su mixtura genérica como en la apropiación de diferentes elementos folclóricos locales para construir con ellos una mitología personal de tintes esotéricos (a lo que hay que sumar la participación del compositor Simon Boswell con un trabajo que recuerda al que realizó para el film producido por Claudio Argento).
En sus primeros minutos, Stanley establece una mirada dual a las imágenes que compone, combinando una perspectiva física con una espiritual. Las panorámicas que retratan los escenarios desérticos en los que se desarrollará la acción nos muestra un territorio hostil y salvaje -compuesto de infinitos desiertos, entrecortadas y afiladas zonas montañosas, pueblos fantasma convertidos en una árida Venecia inundada por la arena, grandes extensiones de tierra carentes de cualquier atisbo de vegetación- en la que no hay cabida para la vida; unos escanarios castigados por un sol implacable, potenciado por una fotografía de intensos colores cálidos que dotan al conjunto de una atmósfera pegajosa y asfixiante. Pero, a la vez, esas mismas panorámicas denotan una mirada superior que identifica una presencia que observa desde la lejanía. La voz en off que comenta las imágenes nos propone una interpretación de los sucesos como si fuera parte de una leyenda, confiriéndoles un elemento mágico y metafísico.
El demonio del desierto comienza presentándonos a uno de sus protagonistas, un serial killer que encuentra a sus víctimas entre los pobres desgraciados que le cogen en la carretera mientras hace autostop. Con referencias a títulos tan importantes como Carretera al infierno, la brutalidad con la que el misterioso asesino acaba con sus presas (mutilándolas atrozmente en un extraño ritual esotérico) contrasta con la identidad sobrenatural del predador, presentado como la encarnación de un terrible espíritu del viento que elige a sus víctimas guiándose por el olor que capta en aquellas personas cuyas deficiencias anímicas las coloca al borde del suicidio. Resulta coherente, por tanto, que este demonio surgido del polvo delimite su campo de acción en abandonados pueblos sudafricanos en los que la combinación de la violencia institucional y la segregación racial tienen como única salida la extinción.
El director de la sorprendente pero algo sobrevalorada Hardware. Programado para matar despliega un poderoso aparato visual en el que el contraste entre lo visceral y lo sobrenatural marca el camino para una película que encuentra su lugar entre los pliegues que surge entre lo onírico y lo real, entre el tono surrealista de lo primero y la desolación de lo segundo, con paradas en el terreno de la road movie y del psycho-thriller, y con apuntes eróticos, feministas, mesiánicos y metalingüísticos, plasmados con un ritmo seco, cuya lentitud resulta tan densa como embriagadora. No ha de resultar extraño que de tan ecléctico cóctel surga un producto tan insatisfactorio en su conjunto como irremediablemente fascinante en sus partes, y es que El demonio del desierto es una demostración de cómo en ocasiones a través del fracaso se puede conquistar logros tan atractivos como inéditos.
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