Portugal/Francia, 2006. 65m. C.
D.: Manoel de Oliveira P.: Miguel Cadilhe G.: Manoel de Oliveira I.: Michel Piccoli, Bulle Ogier, Ricardo Trêpa, Leonor Baldaque F.: 1.66:1
Belle Toujours comienza con un plano fijo que nos muestra a una gran orquesta interpretando la Sinfonía nº 8 en sol mayor-Op. 88 (movimientos 3 y 4) del compositor Antonín Dvorák. El fondo negro ante el que están situados se asemeja a una pantalla de cine sobre la cual aparecen los créditos de la película. Cuando los contraplanos nos muestran a los protagonistas de Bella de día, unos envejecidos Henri Husson y Séverine Serizy, asisitiendo con aparentes síntomas de aburrimiento al concierto, Manoel de Oliveira hace evidentes sus intenciones: su película no supone tanto una continuación (o epílogo) del film de Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière como una reflexión realizada desde la perspectiva del tiempo pasado que sirve a la vez de desmitificación.
Desde la privilegiada posición de su edad casi centenaria (contaba 97 años en el momento de su producción), el director portugués echa la vista atrás para recuperar a unos personajes míticos encerrados en una campana atemporal para sacarlos a la superficie. El director de Palabra y utopía utiliza como pretexto para volver a juntar a dichos personajes la elipsis que cerraba Bella de día y que dejaba la duda de si Husson había contado al marido de Séverine la vida secreta de su esposa. Que al final de Belle Toujours esa incertidumbre se quede sin respuesta confirma su condición de Mcguffin: lo importante no es tanto lo que se tienen que decir, sino la visualización de sus rostros marcados por el paso de casi cuatro décadas.
La condición de ensayo cinematográfico confiere al título una estructura de marcado formalismo con las diferentes escenas separadas por interludios en forma de panorámicas de la ciudad de París acompañadas por música clásica. Que los fragmentos escuchados correspondan a la misma sinfonía escuchada en la apertura de film refuerza la sensación de encontrarnos en el interior de esa metafórica sala de cine observando una proyección. La puesta en escena estática, carente de movimientos de cámara, y la calculada e igualmente hierática posición de los actores en el interior de los escasos y reiterativos escenarios aportan una atmósfera artificiosa que contrasta con los humanizados semblantes de los protagonistas, quienes arrastran una melancolía como si fuese una herida en la que el paso del tiempo se encargara de escarbar.
Dividida en dos partes, la primera transcurre casi en su integridad en la barra de un lujoso restaurante en el que Husson conversará con el joven camarero bajo la atenta mirada de dos prostitutas. Dicha conversación sirve, por un lado, para realizar una sinopsis de los sucesos acontecidos en Bella de día, pero también para enfocar los temas de aquel film desde la perspectiva actual a golpe de whisky doble sin hielo. La imagen de un Husson pegado a un vaso y rememorando su pasado ante la sorprendente mirada del camarero -quien apenas puede concebir las perversiones que le son relatadas- y los interesados acercamientos de las prostitutas -cuyo inocente exhibicionismo supone la antítesis de la oscura clandestinidad de los sucesos narrados- le otorga una condición crepuscular que empapa a todo el film, con la añoranza de unos tiempos pasado quizás no mejores, pero sí más intensos; tan sugerentes como dolorosos.
La segunda parte se centra en una cena a la luz de las velas en una desnuda habitación entre Husson y Séverine. Un encuentro marcado por el silencio mientras son atendidos por los sirvientes y consumen la comida bajo la fuerte iluminación de las lámparas de electricidad. Una vez solos y sumidos en la penumbra de la tenue luz de unas velas a punto de apagarse, ambos ya pueden comunicarse como si la oscuridad de la sala reflejara que sus palabras surgen de sus almas y no de sus conocidos semblantes de prestigiosos actores franceses. Han pasado 37 años desde Bella de día y De Oliveira, más viejo y más cansado por esos mismos años, se interesa por el envejecimiento de los protagonistas de aquel film, desprovistos del glamour de su época y mostrados con la humanidad del ahora: él, un alcohólico solitario aprisionado en un pretérito quizás no del todo aprovechado; ella, arrepentida de sus excesos masoquistas juveniles y dispuesta a encerrarse en un convento. Dos personas que sufren las consecuencias de los actos de sus personajes.
La cena resulta tan breve como anticlimática su resolución. El último plano nos muestra a los sirvientes recogiendo los restos mientras no paran de repetirse lo extraños que eran los comensales. La ritualizada manera en la que retiran los platos y ordenan la habitación les transforma a ojos del espectador en sendos ayudantes desmontando los decorados una vez los actores se han retirado. Los créditos transcurren por la pantalla mientras volvemos a oir la obra de Dvorák. La obra terrenal ha finalizado y los personajes pueden volver al limbo eterno de los mitos del cine al que pertenecen.
Desde la privilegiada posición de su edad casi centenaria (contaba 97 años en el momento de su producción), el director portugués echa la vista atrás para recuperar a unos personajes míticos encerrados en una campana atemporal para sacarlos a la superficie. El director de Palabra y utopía utiliza como pretexto para volver a juntar a dichos personajes la elipsis que cerraba Bella de día y que dejaba la duda de si Husson había contado al marido de Séverine la vida secreta de su esposa. Que al final de Belle Toujours esa incertidumbre se quede sin respuesta confirma su condición de Mcguffin: lo importante no es tanto lo que se tienen que decir, sino la visualización de sus rostros marcados por el paso de casi cuatro décadas.
La condición de ensayo cinematográfico confiere al título una estructura de marcado formalismo con las diferentes escenas separadas por interludios en forma de panorámicas de la ciudad de París acompañadas por música clásica. Que los fragmentos escuchados correspondan a la misma sinfonía escuchada en la apertura de film refuerza la sensación de encontrarnos en el interior de esa metafórica sala de cine observando una proyección. La puesta en escena estática, carente de movimientos de cámara, y la calculada e igualmente hierática posición de los actores en el interior de los escasos y reiterativos escenarios aportan una atmósfera artificiosa que contrasta con los humanizados semblantes de los protagonistas, quienes arrastran una melancolía como si fuese una herida en la que el paso del tiempo se encargara de escarbar.
Dividida en dos partes, la primera transcurre casi en su integridad en la barra de un lujoso restaurante en el que Husson conversará con el joven camarero bajo la atenta mirada de dos prostitutas. Dicha conversación sirve, por un lado, para realizar una sinopsis de los sucesos acontecidos en Bella de día, pero también para enfocar los temas de aquel film desde la perspectiva actual a golpe de whisky doble sin hielo. La imagen de un Husson pegado a un vaso y rememorando su pasado ante la sorprendente mirada del camarero -quien apenas puede concebir las perversiones que le son relatadas- y los interesados acercamientos de las prostitutas -cuyo inocente exhibicionismo supone la antítesis de la oscura clandestinidad de los sucesos narrados- le otorga una condición crepuscular que empapa a todo el film, con la añoranza de unos tiempos pasado quizás no mejores, pero sí más intensos; tan sugerentes como dolorosos.
La segunda parte se centra en una cena a la luz de las velas en una desnuda habitación entre Husson y Séverine. Un encuentro marcado por el silencio mientras son atendidos por los sirvientes y consumen la comida bajo la fuerte iluminación de las lámparas de electricidad. Una vez solos y sumidos en la penumbra de la tenue luz de unas velas a punto de apagarse, ambos ya pueden comunicarse como si la oscuridad de la sala reflejara que sus palabras surgen de sus almas y no de sus conocidos semblantes de prestigiosos actores franceses. Han pasado 37 años desde Bella de día y De Oliveira, más viejo y más cansado por esos mismos años, se interesa por el envejecimiento de los protagonistas de aquel film, desprovistos del glamour de su época y mostrados con la humanidad del ahora: él, un alcohólico solitario aprisionado en un pretérito quizás no del todo aprovechado; ella, arrepentida de sus excesos masoquistas juveniles y dispuesta a encerrarse en un convento. Dos personas que sufren las consecuencias de los actos de sus personajes.
La cena resulta tan breve como anticlimática su resolución. El último plano nos muestra a los sirvientes recogiendo los restos mientras no paran de repetirse lo extraños que eran los comensales. La ritualizada manera en la que retiran los platos y ordenan la habitación les transforma a ojos del espectador en sendos ayudantes desmontando los decorados una vez los actores se han retirado. Los créditos transcurren por la pantalla mientras volvemos a oir la obra de Dvorák. La obra terrenal ha finalizado y los personajes pueden volver al limbo eterno de los mitos del cine al que pertenecen.
2 comentarios:
Quiero verla.
Estupendo, David C. Sin duda, una buena predisposición es lo más importante a la hora de ver y disfrutar una película. Un saludo.
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