UK, 2009. 96m. C.
D.: J. Blakeson P.: Adrian Sturges G.: J. Blakeson I.: Martin Compston, Eddie Marsan, Gemma Arterton F.: 2.35:1
El comienzo de The Disappearance of Alice Creed nos muestra el acto del secuestro como un ejercicio ritual que se esconde entre los pliegues de la cotidianidad. Durante esos primeros minutos seguimos a dos personajes anónimos mientras se equipan, comprando diferentes objetos (una cuerda, un taladro, una cama); acondicionando una casa (insonorizando una habitación; tapando las ventanas; colocando candados y cadenas de seguridad en las puertas); preparando una vieja furgoneta (cambiando las matrículas; asegurando correas a las puertas). No dicen ni una sola palabra. Tampoco hay dudas. Sólo movimiento y premeditación. Esta mirada fría, sin efectismo melodramáticos, llega a su culmen con el secuestro en sí, eludido a través de una elipsis que certifica el acercamiento desdramatizado a un suceso trágico.
Este tono casi documental, subrayado por la ausencia total de créditos (título de la película incluído), continúa y se potencia con la llegada a la casa preparada para mantener encerrada a la chica secuestrada, en el que The Disappearance of Alice Creed se convierte en un catálogo didáctico del modus operandi de un secuestro realizado con el desapasionamiento de un profesor dando una lección a una clase que toma apuntes. Todos los aspectos morbosos quedan anulados por su sentido de la funcionalidad: cuando la chica, la Alice Creed a la que alude el título, es desnudada por sus captores no es por motivos sexuales, sino para fotografiarla en toda su vulnerabilidad de cara a enviar las fotos en busca de un lucrativo rescate; el obligarla a hacer sus necesidades delante de los secuestradores no busca regodearse en su humillación, sino una mera medida de seguridad. Durante este primer tercio de metraje desconocemos los nombres de los protagonistas, ahondando en su despersonalización, definiéndoles como figurantes antes que como personajes.
Pero una vez planteada la situación, el director y guionista J. Blakeson nos va descubriendo las oscuras motivaciones de cada uno de ellos. A partir de ese momento, The Disappearance of Alice Creed se descubre como un tenso thriller que aprovecha el naturalismo de las escenas anteriores para dibujar con precisión la clautrofóbica atmósfera en la que se desarrollan los hechos. El minimalismo de su escenografía (la acción se sitúa casi en su integridad en la austera casa; sólo tres actores) sirve de metáfora del callejón sin salida por el que se mueven los personajes, abocados por sus propias acciones a un abismo en el que la moralidad es la antítesis de la supervivencia.
La misma casa simboliza como los personajes están aislados de la realidad, encerrados en su propio laberinto de pasiones: cada vez que los secuestradores salen de la casa, vemos que la parte de la puerta que da al exterior tiene la forma de una corriente puerta de cualquier hogar. Una cotidianidad que contrasta con el papel rojo que empapela las paredes del salón, retratando tanto el infierno personal de sus inquilinos como su aciago destino marcado por la sangre; igualmente, el color negro de las paredes de la habitación en la que permanece encerrada Alice representa su condición de víctima, inicialmente ignorante de los motivos de los sucesos que le están ocurriendo (de hecho, cuando descubra la verdad de todo, la pared será agujereada por un disparo, como si ese agujero evidenciara la manera con la que un minucioso y calculado plan se viene abajo).
La estructura de The Disappearance of Alice Creed se conforma de una serie de set pieces de suspense al límite (el casquillo que se niega a desaparecer; la desesperada llamada a la policía), con contínuos giros que son la consecuencia directa de las ambiguas (y casi contradictorias) personalidades de los integrantes, quienes parece que siempre tienen una careta de repuesto bajo la que ocultan sus secretas motivaciones. No es extraño que todo se resuelva fuera de las cuatro paredes en las que se ha incubado el drama, como si los protagonistas ya estuvieran libres de sus cadenas (físicas y psicológicas) y por fin se mostraran como son realmente. En The Disappearance of Alice Creed la línea entre los buenos y los malos, entre la víctima y sus verdugos, no sólo es fina, sino que se llegan a confundir, mostrándonos un universo descarnadamente darwinista, en el que la capacidad de adaptación y engaño en un territorio hostil es imprescindible para la supervivencia del sujeto.
Este tono casi documental, subrayado por la ausencia total de créditos (título de la película incluído), continúa y se potencia con la llegada a la casa preparada para mantener encerrada a la chica secuestrada, en el que The Disappearance of Alice Creed se convierte en un catálogo didáctico del modus operandi de un secuestro realizado con el desapasionamiento de un profesor dando una lección a una clase que toma apuntes. Todos los aspectos morbosos quedan anulados por su sentido de la funcionalidad: cuando la chica, la Alice Creed a la que alude el título, es desnudada por sus captores no es por motivos sexuales, sino para fotografiarla en toda su vulnerabilidad de cara a enviar las fotos en busca de un lucrativo rescate; el obligarla a hacer sus necesidades delante de los secuestradores no busca regodearse en su humillación, sino una mera medida de seguridad. Durante este primer tercio de metraje desconocemos los nombres de los protagonistas, ahondando en su despersonalización, definiéndoles como figurantes antes que como personajes.
Pero una vez planteada la situación, el director y guionista J. Blakeson nos va descubriendo las oscuras motivaciones de cada uno de ellos. A partir de ese momento, The Disappearance of Alice Creed se descubre como un tenso thriller que aprovecha el naturalismo de las escenas anteriores para dibujar con precisión la clautrofóbica atmósfera en la que se desarrollan los hechos. El minimalismo de su escenografía (la acción se sitúa casi en su integridad en la austera casa; sólo tres actores) sirve de metáfora del callejón sin salida por el que se mueven los personajes, abocados por sus propias acciones a un abismo en el que la moralidad es la antítesis de la supervivencia.
La misma casa simboliza como los personajes están aislados de la realidad, encerrados en su propio laberinto de pasiones: cada vez que los secuestradores salen de la casa, vemos que la parte de la puerta que da al exterior tiene la forma de una corriente puerta de cualquier hogar. Una cotidianidad que contrasta con el papel rojo que empapela las paredes del salón, retratando tanto el infierno personal de sus inquilinos como su aciago destino marcado por la sangre; igualmente, el color negro de las paredes de la habitación en la que permanece encerrada Alice representa su condición de víctima, inicialmente ignorante de los motivos de los sucesos que le están ocurriendo (de hecho, cuando descubra la verdad de todo, la pared será agujereada por un disparo, como si ese agujero evidenciara la manera con la que un minucioso y calculado plan se viene abajo).
La estructura de The Disappearance of Alice Creed se conforma de una serie de set pieces de suspense al límite (el casquillo que se niega a desaparecer; la desesperada llamada a la policía), con contínuos giros que son la consecuencia directa de las ambiguas (y casi contradictorias) personalidades de los integrantes, quienes parece que siempre tienen una careta de repuesto bajo la que ocultan sus secretas motivaciones. No es extraño que todo se resuelva fuera de las cuatro paredes en las que se ha incubado el drama, como si los protagonistas ya estuvieran libres de sus cadenas (físicas y psicológicas) y por fin se mostraran como son realmente. En The Disappearance of Alice Creed la línea entre los buenos y los malos, entre la víctima y sus verdugos, no sólo es fina, sino que se llegan a confundir, mostrándonos un universo descarnadamente darwinista, en el que la capacidad de adaptación y engaño en un territorio hostil es imprescindible para la supervivencia del sujeto.
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