USA/Suecia/UK/Alemania, 2011. 158m. C.
D.: David Fincher P.: Ceán Chaffin, Scott Rudin, Søren Stærmose & Olen Søndberg G.: Steven Zaillian, basado en la novela de Stieg Larsson I.: Daniel Craig, Rooney Mara, Christopher Plummer, Stellan Skarsgård
A pesar de los múltiples caminos y encrucijadas por los que está transitando su filmografía, el asesino en serie resulta una figura recurrente en la carreta de David Fincher. Ya sea como ángel exterminador reclamado por los gritos de una ciudad moribunda en Seven o como pieza motriz del engranaje de la historia en Zodiac, la cualidad compartida de éste en los dos títulos señalados es su condición de demiurgo metafísico, de fuerza invisible y sin forma que se define a sí misma por los resultados de sus sangrientas acciones a la vez que refleja el desorden anímico y la deriva emocional de quienes le persiguen. Es por eso que, a pesar de las apariencias, no resulta extraño que el director de La red social se haya interesado por acercarse al Best-Seller internacional de Stieg Larsson adaptando la primera entrega de su célebre trilogía Millenium, ya llevada al cine en la producción sueca de mismo título en 2009.
Cuando el periodista Mikael Blomkvist es contratado por el poderoso empresario Henrik Vanger para investigar el caso de desaparición de su sobrina, Harriet, acaecida en 1966, el primero no se nos aparece con la forma del detective clásico, sino que, en realidad, se convertirá en un arqueólogo que tiene que investigar, remover y desenterrar las piezas de un suceso que, desde el pasado, extiende sus ondas de choque al presente. En Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres el Mal toma la forma de un gen hereditario que recorre a los miembros de un árbol genealógico que tras la fachada de sus ampulosas mansiones esconden un ejército de polvorientos esqueletos. El escenario en el que transcurren los hechos define perfectamente lo dicho: instalado en una cabaña cercana a la mansión de Henrik, Blomkvist puede observar como ésta se convierte en el centro de un tablero a cuyo alrededor se sitúan los hogares de los miembros del clan Vanger, pero las intensas y permanentes nevadas que asolan el lugar forman una barrera que las separan. Unas nevadas que cubren el suelo con una perpetua sábana blanca, como intentando ocultar la oscuridad de intensa tonalidad rojiza que lucen las piedras con las que se construyó el patrimonio familiar de los Vanger.
Durante la primera mitad del metraje, Fincher retrata los movimientos de los principales protagonistas, el mencionado Mikael Blomkvist y la investigadora Lisbeth Salander, a través de una estructura en paralelo, hermanándoles a pesar de sus aparentes diferencias (de edad, de aspecto, de comportamiento), mostrándoles como las dos caras de una misma moneda: ambos son seres desarraigados, expulsados de los círculos de una sociedad que no duda en señalarles con el dedo por su condición de inadaptados confesos (al comienzo de la película, Blomkvist es encontrado culpable por la justicia de difamación por haber sacado a la luz los oscuros negocios de un relevante personalidad pública en la revista de la que es director, Millenium; Salander huye de un pasado de vejaciones sexuales a través de una máscara asocial y hostil, al límite de la psicopatía). Las capacidades deductivas de los dos parecen surgir de su situación fuera de esa sociedad a la que investigan, pudiendo observarla desde lejos y localizar los puntos clave que la están consumiendo.
La unión de los dos en la misma investigación será inevitable, así como la consumación física de su relación, pues, como descubrirán, ambos se complementan, siendo cada uno el reflejo del otro: la ira interior de Blomkvist es representada a través del impactante aspecto punk de Salander, mientras que la tranquilidad y aparente afabilidad del primero evidencia el dolor y la fragilidad que la segunda esconde tras esa coraza de tatuajes, piercings y ropaje negro. De manera lógica, el primer acercamiento sexual entre ambos surge después de un momento de debilidad: tras coserle a Bolmkvist la herida que le ha provocado el roce de una bala, Salander se desnudará delante de él para, a continuación, hacer el amor, consciente de haber encontrado una persona con la que compartir su vulnerabilidad física y psicológica.
La colaboración de los dos protagonistas a la hora de resolver un crimen puede traernos a la memoria las formas de buddy movie de la ya mencionada Seven; una impresión fortalecida por el monólogo del asesino en serie, que recuerda los desgarradores discursos del psicópata bíblico de la película protagonizada por Brad Pitt y Morgan Freeman. Pero sería un error buscar en los elementos argumentales las claves del discurso autoral de David Fincher, pues si algo vuelve a evidenciar el director de La habitación del pánico es su portentosa habilidad como creador de imágenes con las cuales retratar los movimientos de sus personajes a través de un hiperrealista escenario (afilado por las sombrías tonalidades metálicas de la fotografía), a la vez que destaparlo como fuente de la que se alimenta el Mal. Señalemos la escena en la cual Salander es acosada por primera vez por su tutor legal en el despacho de éste; el incesante y perturbador ruido de fondo de una aspiradora enrarece la atmósfera, dando forma al bullicioso tormento interior de la joven.
Quizás consciente de caminar por las inestables bases propias de los best-seller multiventas del que parte (una trama excesivamente alargada y deliberadamente complicada, que no compleja; su estructura episódica; los teóricos momentos fuertes diseminados a lo largo del relato) Fincher se entrega a facturar un potente ejercicio de estilo, contrapunteando la superflua investigación que cuenta con la gravedad de su modélica puesta en escena, dando lugar a una película bicéfala, en continua lucha consigo misma: la salvaje agresión que sufre Salander en casa de su tutor y su no menos brutal respuesta o las explícitas escenas del sexo evidencian los desesperados intentos por parte de la película en demostrar que nos encontramos antes un thriller adulto y turbio.
Posiblemente sea la secuencia inicial de créditos la que mejor resuma las virtudes y las limitaciones del irregular y finalmente decepcionante último trabajo del director de Alien 3: una impresionante galería de inquietantes y siniestras imágenes, de hondo calado industrial y obsesivo fetichismo, que ilustran la arrolladora versión que Trent Reznor, Atticus Ross y Karen O hacen del "Immigrant Song" de Led Zeppelin, pero que al contrario que las también memorables secuencias de crédito de Seven y El club de la lucha, las cuales escondían las claves para desentrañar los misterios que las películas proponían, se encierra en sí misma, como un lujoso e independiente vídeo-clip. En este sentido, Millenium. Los hombres que no amaban a las mujeres supone toda una elaborada exhibición de virtuosismo narrativo suspendida sobre el vacío.
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