viernes, 13 de enero de 2012

Vivir y morir en Los Ángeles

(To Live and Die in L.A.)
USA, 1985. 116m. C.
D.: William Friedkin P.: Irving H. Levin G.: William Friedkin & Gerald Petievich, basado en la novela de Gerald Petievich I.: William Petersen, Willem Dafoe, John Pankow, John Turturro

Resulta sorprendente la capacidad del director William Friedkin para adaptarse a las formas visuales imperantes en el thriller de los años 80 (y que podríamos extender al cine comercial americano de la época en general). Recordemos que Friedkin es uno de los nombres clave del cine norteamericano de los 70 y los éxitos consecutivos de Contra el imperio de la droga y El exorcista colocaron algunos de los principales pilares de lo que se conoce como el nuevo Hollywood. Nada más lejos que la visión grisácea y a ras del suelo del cine policíaco de los 70 que la mirada esteticista (a medio camino entre el vídeoclip y el estilo publicitario) y luminosa del de los 80, una mirada a la que el director de La tutora se entrega con los brazos abiertos, como demuestra el inicio de Vivir y morir en Los Ángeles: la imagen que abre la película supone toda una carta de presentación de la época: un plano general que nos muestra el skyline angelino recortado por un cielo de intenso tono rojizo con el sol en el horizonte. La secuencia de créditos, consistente en una serie de imágenes que nos muestra cómo el dinero negro recorre la ciudad acompañado de la banda sonora de corte pop compuesta por el grupo Wang Chung, supone toda una prueba de autenticidad.

A primera vista, uno diría que Friedkin se agarra a la moda imperante como a un clavo ardiendo, posiblemente buscando recuperar el crédito que sus primeras obras le habían dado y que rápidamente se había dilapidado con sus últimos trabajos (especialmente, el remake suicida de Carga maldita): la acción se desarrolla en ambientes sofisticados y de marcado glamour (el falsificador Eric Masters es también un reputado pintor con cierta pose maldita -al principio le vemos quemar una de sus obras- y su dedicación casi ritual a la hora de imprimir dinero falso tiene algo de postura artística; su novia es bailarina en una pequeña compañía de danza alternativa); el protagonista del film, el policía Richard Chance, tras perder a su veterano compañero -a quien le faltaban unos pocos días para jubilase, comme il fault- tiene que cargar con un nuevo y joven compañero que no comparte los expeditivos métodos de Richard.

A raíz de lo comentado, Vivir y morir en Los Ángeles parece tener poco interés más allá de evidenciar los estilemas más desfasados y horteras del momento (en ocasiones, la realización nos remite a productos televisivos clave como Corrupción en Miami). Pero a medida que transcurre el metraje, las intenciones de Friedkin se hacen más diáfanas y estas quedan resumidas en el perfil del protagonista. El porte de Richard Chance le convierte en un producto casi en estado puro de los 80: su camisas con el cuello abierto, su cazadora de cuero negra, sus gafas de sol, sus pantalones vaqueros ajustados y su asumida postura chulesca le convierten en toda una representación de lo cool.

Pero Chance está lejos de ser un policía modelo: obsesionado por atrapar al criminal que mató a su compañero, estará dispuesto a llegar al límite de la ley e, incluso, saltársela con tal de conseguir sus objetivos, sin importarle a quien arrastra consigo: recordemos la escena en la que roba una prueba de la escena del crimen o cuando se propone secuestrar a un traficante de diamantes para conseguir el dinero que porta en la maleta que lleva. La actitud arrogante de Chance no se limita a su labor profesional, sino que se extiende a su vida privada: la manera en la que trata a Ruth, una informante que trabaja como taquillera en un club de strip-tease y con la que se acuesta cuando le apetece y a quien chantajea con devolverla a la cárcel si deja de suministrarle información, deja bien claro los escasos valores morales que rigen a un oscuro personaje que en no pocas ocasiones podríamos confundir con uno de los criminales a los que persigue.

Así, a pesar de su lujoso envoltorio, Vivir y morir en Los Ángeles luce un corazón mucho más sucio y sórdido, encontrándonos ante un cruce entre los policías (oscuramente) humanizados de Contra el imperio de la droga y las formas audiovisuales del género en los 80. Las escenas de acción son escasamente espectaculares, haciendo gala de una suciedad y sadismo que subrayan su fisicidad (los recurrentes golpes en la entrepierna del contrario para ganar ventaja; los numerosos primeros planos que recogen las cabezas reventadas por los impactos de bala). Incluso se incluye una larga y aparatosa persecución automovilística a modo de firma personal del autor que convierte el escenario urbano en una laberíntica ratonera de carácter surrealista (esos enemigos que surgen por todas partes; Chance conduciendo en dirección contraria y esquivando un callejón lleno de camiones) y aporta algunas de las mejores ideas de puesta en escena (el travelling vertiginoso que sigue al coche de Chance bajo el puente mientras sube por el paso elevado para encontrase con los perseguidores que circulan por la parte superior de la estructura).

Si la figura de la mujer en el cine de acción de los 80, por lo general, estaba limitada a ser una figura secundaria cuyo objetivo era ofrecer el ingrediente cálido y sensual del conjunto, Friedkin también se utiliza este apartado para darle romper las expectativas del espectador. Vivir y morir en Los Ángeles hace gala de una serie de apuntes homoeróticos que nos recuerda a la controvertida A la caza: a pesar de la presencia de Ruth y Bianca, la novia de Masters, la película se recrea en sus personajes masculinos a través de sus recurrentes desnudos (incluso William Petersen se atreve con un frontal integral); los dos antagonistas se echan mutuamente unos cumplidos destacando la belleza del contrario a la hora de cerrar sus acuerdos; la escena en la que Chance y su compañero se hacen pasar por unos banqueros que quieren hacer un negocio con Masters tiene lugar en un escenario: primero, les vemos desnudarse en el vestuario; después, levantar pesas mientras hablan; finalmente, cuando se cierra el trato, los tres están metidos en la sauna, sudando copiosamente.

Son todos estos detalles que hemos expuesto los cuales hacen de Vivir y morir en Los Ángeles un film policíaco sumamente desconcertante, que se acoge a las modas imperantes del momento de cara a lograr la acepción del público, a la vez que parece querer vulnerarlas una a una, sin que llegue a quedar claro si es una operación consciente. Una vez terminada la película, uno no tiene claro si Vivir y morir en Los Ángeles es buena o mala, pero sí resulta innegable su personalidad.


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