Suecia, 1974. 104m. C.
D.: Bo Arne Vibenius P.: Bo Arne Vibenius G.: Bo Arne Vibenius I.: Christina Lindberg, Heinz Hopf, Despina Tomazani, Solveig Andersson
A pesar de la dramática historia, y sus explosivas consecuencias, que narra, las imágenes de Thriller. A Cruel Picture lucen un inquietante tono documental. La cadencia con la que se nos radiografía la odisea rape & revenge de Madeleine, con el obsesivo detallismo con el que se ritualiza el descenso a los infiernos de la joven, parece buscar más la distancia de una mirada ajena que la morbosidad del voyeur. Esto es lo que hace de Thriller. A Cruel Picture toda una rara avis dentro del ya de por sí particular universo sexploitation. Si por un lado, el argumento del film se inscribe decididamente en los parámetros de dicho subgénero (una joven muda, producto del trauma sufrido cuando fue violada siendo una niña, es secuestrada y, tras convertirla en adicta a la heroína, obligada a prostituirse), el desarrollo de la acción bloquea esos elementos a través de la morosidad expositiva de los hechos.
Una frialdad que viene dada por la identificación que se establece entre el punto de vista de la película y su torturada protagonista (durante los primeros minutos abundan los planos subjetivos de ésta). Arrebatada del edénico hogar rural en el que vive con sus padres, sumergida en un perpetuo letargo narcótico y sin una voz propia con la que gritar, Madeleine acaba siendo reducida a un cuerpo sin identidad, cuyo valor depende del uso que le den sus diferentes clientes (que va desde fotografiarla a penetrarla, pasando por golpearla). El momento en el que su secuestrador y proxeneta Tony le entrega la lista de clientes, Madeleine coge la hoja y de manera automática extiende el otro brazo pidiendo su dosis, evidenciando que ha dejado de ser una persona para transformarse en una máquina cuyo único objetivo es sobrevivir hasta la próxima dosis.
Así, durante su primera mitad, Thriller. A Cruel Picture supone un nihilista vivir-cada-día donde se nos relata de manera reiterativa los encuentros con los clientes, como se inyecta la droga o sus reuniones con Tony. En este contexto, los insertos pornográficos responden a dos motivos: por un lado, subrayar la mera condición carnal a la que ha sido reducida la protagonista y mostrar gráficamente como es violada -tanto física como psicológicamente-; y, por otro, ahondar en el tono verista del relato: las escenas de sexo son reales: el sufrimiento es real.
A raíz de esto, resulta lógico que el disparador que pone en marcha a Madeleine, que le saca de esa rutina terminal, supone arrebatarle la única fuente de calor y esperanza que tiene a su alcance: su compañera de esclavitud Sally. Pero, a pesar de este cambio de actitud interna, Bo Arne Vibenius mantiene la misma mirada: el bloque en el que se intercala los avances de Madeleine en su entrenamiento de cara a su venganza (aprendiendo artes marciales, adiestrándose en el uso de las armas de fuego y entrenando para poder dominar un vehículo a gran velocidad) con su tortuoso día-a-día en el apartamento de Tony nos muestra que ambas acciones comparten un mismo destino, aportando un elemento fatalista: en realidad, Madeleine sabe que no hay salida posible y que su cruzada vengativa está condenada, pase lo que pase, al fracaso: jamás podrá recuperar su humanidad perdida.
No es extraño, así, que el único momento en el que desaparece esa mirada frontal sea durante las escenas de violencia, quizás el único reducto de pasión que le queda. Todos los enfrentamientos son retratados con una minuciosa cámara lenta que aporta una atmósfera onírica. Incluso los personajes son aislados del escenario, congelados sobre un fondo negro que les encierra en un pesadillesco infierno de barbarie y rabia. La espiral de fuego, pólvora y sangre por la que desciende Madeleine acaba recalando en terrenos surrealistas (el tiroteo en el puerto contra un enemigo invisible, siempre fuera de plano) hasta aterrizar en un terreno yermo que supone tanto un homenaje a los desérticos duelos de los spaghetti-westerns como representación de su inhóspito futuro.
Thriller. A Cruel Picture hace gala de un obsesivo fetichismo centrado en su protagonista (los parches de diferentes colores que tapan el ojo extraído por Tony como castigo por agredir a un cliente; su gabardina de cuero negro; el travelling que enfoca sus botas, también de color negro, mientras se dirige a su antiguo hogar), transformándola en un hierático ángel exterminador destinado a convertirse en icono de culto. Las referencias, homenajes o guiños localizables en films tan importantes como Mad Max. Salvajes de la autopista, Ángel de venganza o el díptico Kill Bill nos confirma que, efectivamente, así ha sido.
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