viernes, 23 de septiembre de 2011

El árbol de la vida

(The Tree of Life)
USA, 2011. 139m. C.
D.: Terrence Malick P.: Dede Gardner, Sarah Green, Grant Hill, Brad Pitt & Bill Pohlad G.: Terrence Malick I.: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain, Hunter McCracken

Los primeros minutos de El árbol de la vida plantean el punto argumental sobre el que gravitará el resto del film, así como las opciones narrativas que utilizará Terrence Malick para desarrollar esa idea inicial: una madre recibe la notificación de que uno de sus hijos ha muerto. No se nos informará de en qué circunstancias ha ocurrido ese fallecimiento; ni siquiera cual de sus tres hijos es el que ha perdido. Lo que le interesa al director de Malas tierras no es el hecho en sí (la muerte de una persona) sino la onda devastadora que estalla a partir de ese suceso, extendiéndose a lo largo del presente, el pasado y el futuro de las personas afectadas (los miembros de la familia que lloran la ausencia de uno de sus miembros). Cuando la madre, la señora O'Brien, le dice a una de sus amigas que no es capaz de superar la pérdida de su hijo, ésta le dice que siempre le quedará los recuerdos de los momentos que compartió con él, estableciendo así las bases de la estructura de la película a modo de recopilación de los recuerdos perdidos en una mente que utiliza la nostalgia como medio para combatir al dolor.

A continuación, Malick nos enfrenta a uno de los segmentos más ambiciosos del cine moderno: de la tristeza de una familia cualquiera de una pequeña población norteamericana pasamos a la inmensidad del universo para asistir al inicio de la vida millones de años antes. Si en 2001. Una odisea del espacio, Kubrick partía del despertar de la consciencia en el hombre primitivo para enlazar, elipsis mediante, con el explorador de planetas del futuro, Malick realiza el viaje contrario: tras presentarnos a los protagonistas de El árbol de la vida, retrocedemos al mismísimo big bang, a la formación del planeta Tierra, a la aparición de las primeras formas de vida unicelulares, al reinado y a la extinción de los dinosaurios, escenificados con una serie de bellas imágenes acompañadas de música clásica que, en ese momento de la película, despiertan en el espectador más el sentimiento de desconcierto que el de fascinación. E, incluso, la sensación de presenciar el exhibicionismo de un director que, en su búsqueda de la trascendencia, está a un paso de caer en la autoindulgencia vacua.

Pero, tras esa larga serie de escenas casi de corte documental (planos de volcanes en erupción; la azulada superficie oceánica con las gigantescas olas rompiendo contra las rocas ennegrecidas; las elevadas copas de los árboles apuntando a un cielo limpio), Malick introduce una imagen de gran calado poético: una habitación inundada y un niño nadando hacia la superficie. Imagen que enlazará con el nacimiento del primogénito del matrimonio O'Brien y que servirá para transmitir el mensaje contenido en esta primera media hora: el ser humano como consecuencia de una serie de acontecimientos que tuvieron su arranque hace millones de años con el nacimiento del universo. Cada nacimiento, cada vida, es un eslabón más en esa cadena, lo cual nos convierte en una parte más del mundo en el que vivimos, conservando en nuestros genes los rastros de ese recorrido de la evolución al que nosotros añadimos un fragmento inédito.

Por ello, en la parte central del film centrada en la convivencia de la familia O'Brian en Waco (Texas) durante los años 50 vista a través de la mirada de Jack, el hijo mayor, se insertan habitualmente planos detalle de la hierba del césped de la casa de la familia, las ramas de los árboles mecidas por el viento o las flores que crecen en el jardín, recordándonos que los protagonistas no son más que una pequeña parte de un todo inmenso y complejo cuya existencia sigue su camino separado del de los seres humanos con los que convive día a día. Los movimientos de los hermanos jugando, de la madre columpiándose, del padre llegando a casa después del trabajo, riman en paralelo con el resto de elementos que conforman el mundo en el que viven, unidos en la sinfonía de la vida.

Para Terrence Malick el cine no es tanto un medio narrativo -un medio para contar historias- como una aventura cuyo objetivo es la búsqueda de esa línea invisible que une y da sentido a todas las cosas -la captación del espíritu que mueve a esas historias-. En El árbol de la vida el esquivo director norteamericano radicaliza el estilo desplegado en films como Días del cielo o La delgada línea roja -en los cuales dinamitaba las convenciones narrativas a través de ráfagas de intenso lirismo- elaborando una serie de esbozos, de piezas de vida independientes incluso entre ellas mismas. Liberándose de las cadenas de la ortodoxia narrativa, la flotante cámara de Malick se pasea con plena libertad registrando instantes aislados a lo largo de la vida de los personajes, derribando los conceptos de secuencia o diálogo para formar un mosaico altamente fragmentado de gestos, miradas, movimientos o posturas.

Como un pescador que lanza las redes en el mar esperando conseguir atrapar el mayor número de piezas posibles, Malick acumula una gran cantidad de material aparentemente intrascendente con la esperanza de que entre sus pliegues destaque el brillo de la Verdad. El resultado es un film de ritmo moroso e irregular, en ocasiones reiterativo y en otras complaciente, pero que, de vez en cuando, consigue reflejar la esencia de la vida, el pulso interno de la existencia y, en suma, el sentido de nuestra presencia en la inmensidad del cosmos -los primeros pasos de un bebé, el padre enmarcando con sus manos el pequeño pie de su hijo recién nacido, la madre jugando con sus hijos aprovechando la ausencia del padre autoritario- y son estos fugaces pero penetrantes momentos los que hacen de El árbol de la vida una experiencia arrebatadoramente hermosa cuya intensidad proviene por su capacidad por rescatar los tesoros ocultos de nuestra cotidiana existencia.

El hacer visible los andamios sobre los que se asientan nuestra realidad y enseñar los hilos que mueven nuestras acciones resulta un objetivo tan ambicioso que superaría a cualquier director e, incluso, al marco cinematográfico mismo. A lo largo de su metraje, El árbol de la vida aprehende lo cósmico, lo terrenal, lo telúrico y lo místico (la muy discutible parte final, con un errante Sean Penn deambulando por una playa que representa el Paraiso Celestial) y el conjunto resulta, inevitablemente, descompensado e, incluso, fallido. Pero incluso sus carencias forman parte de la experiencia que supone El árbol de la vida como Obra Total capaz de representar la idiosincrasia del ser humano: de la fascinación a la contemplación, del aburrimiento a la diversión, del miedo al cariño, de la tristeza a la alegría. Y es que Terrence Malick parece ser consciente que al apuntar tan alto, bien merece la pena fracasar por rozar siquiera la grandeza.

2 comentarios:

Hogar De Cine dijo...

Me encantaría ver esta película. Pero lamentablemente no llegó, ni llegará a mi país. Gracias por publicar la critica.
Espero que pases por mi Blog,
Saludos,
hogardecine.blogspot.com

José M. García dijo...

Una lástima, ya que las impresionantes escenas creadas por Malick bien merecen disfrutarse en pantalla grande. Espero, no obstante, que encuentre la forma de disfutar de esta controvertida película. Un saludo.