USA, 1995. 99m. C.
D.: John Carpenter P.: Sandy King & Michael Preger G.: David Himmelstein, basado en el guión de Stirling Silliphant, Wolf Rilla & Ronald Kinnoch, basado en la novela de John Wyndham I.: Christopher Reeve, Kirstie Alley, Linda Kozlowski, Michael Paré F.: 2.35:1
Durante los años 50, el espectador americano se acostumbró a mirar al cielo a la espera de un peligro que nunca llegaba pero que el cine representaba a través de las más variopintas invasiones extraterrestres. La permanente sombra nuclear de la Guerra Fría propició que las amenazas que atenazaban a las idílicas familias norteamericanas provinieran del exterior. Con la llegada de la década siguiente, el desencanto se apoderó de esas mismas familias que descubrían que ese país que hasta el momento velaba por su seguridad mantenía su rostro más oculto en las sombras que visible en la luz: el enemigo estaba en el mismo hogar. La original Village of the Damned, producida en 1960, se mostraba así como un film bisagra, que recogía ídeas de la ciencia-ficción de la década recién clausurada (la invasión extraterrestre) para desarrollarla con el espíritu que dominaría la presente (la incubación de los alienígenas en el seno de la comunidad que pretenden diezmar).
Siguiendo esto, resulta coherente que, a la hora de afrontar el segundo remake de su carrera, John Carpenter se fijara en el film dirigido por Wolf Rilla para rehacer ese mismo recorrido del enfoque de la maldad: si con La cosa se encargaba de actualizar uno de los grandes clásicos del género de los 50, El enigma de otro mundo, ahora, con El pueblo de los malditos, hace lo mismo con la ciencia-ficción de los 60: los habitantes de la pequeña comunidad de Midwich no combaten con una extravagante criatura llegada del espacio, sino que son aterrorizados por su propia semilla.
El pueblo de los malditos comienza con una serie de planos fijos que nos muestran diferentes localizaciones de Midwich: sus establecimientos, sus calles, sus paisajes. Incluso nos acercamos a las casas para conocer a los habitantes del lugar, despertando con el amanecer de un nuevo día. Intercaladas con estas escenas, una serie de panorámicas nos muestran los lugares más idílicos de la población pero que, por los movimientos de la cámara y los sonidos que los acompaña -a modo de un conjunto de susurros-, adquieren un clima amenazador sin que los escenarios cambien lo más mínimo: resulta una amenaza invisible, como si viniera del mismo interior del lugar.
Es la irrupción de un peligro invisible en un controlado ambiente cotidiano lo que dota al primer tercio del film de una conseguida atmósfera de incertidumbre: las imágenes de todos los habitantes de una población desmayados -contrapunteadas por los planos que muestran a los animales igualmente derrumbados- resultan escalofriantes por la incógnita que representan. La línea que la policía pinta en la carretera, punto en el que comienza el poder invisible, delimita los márgenes de lo fantástico. Cuando se pasa el efecto y todos despiertan da la impresión de que no ha sucedido nada nocivo, pero la terrorífica imagen que nos muestra el cuerpo carbonizado de una persona que se desmayó encima de una parrilla nos informa que lo maligno está enlazado con ese suceso misterioso.
Cuando, a continuación, vemos el pueblo lleno de mujeres embarazadas, se profundiza en esa inquietud producto de un entorno normal vulnerado por un elemento extraño. Sin embargo, con el nacimiento de los bebés, los cuales, una vez crecidos, se han convertido en un grupo de niños albinos con poderes telepáticos, esa inquietud desaparece al tomar la forma de un peligro reconocible. Y es aquí donde El pueblo de los malditos se convierte en una contradicción: por un lado, quizás movido por una amenaza que hace de la inocencia su tarjeta de presentación, Carpenter busca el construir un terror sutil a base de un ritmo tan mesurado como los movimientos coordinados del grupo de niños asesinos y cuyo principal consecuencia es una puesta en escena excesivamente transparente, carente de fuerza.
Pero, quizás consciente de la blandura general del trabajo, Carpenter adorna el conjunto con una serie de golpes de efecto -las retorcidas muertes producto de los poderes de los chicos; los refulgentes brillos en sus ojos; la presencia de un escalofriante bebé alienígena-, cuya estridente irrupción en la atmósfera de tranquilidad imperante no hace más que subrayar las carencias, la tibieza, de la que hace gala el film.
A pesar de lo dicho, El pueblo de los malditos no es una película del todo despreciable, sirviendo de muestra, además, del talento de su director quien, incluso en un título menor como el que nos ocupa, demuestra sus habilidades narrativa (especialmente la claridad expositiva de sus planos), aportando, incluso, algunas buenas ideas de planificación -la representación de la fortaleza mental del protagonista, quien oculta sus pensamientos detrás de un muro de ladrillos que se irá derrumbando por los ataques psíquicos de los niños-, pero está claro que, en esta ocasión, el director de La noche de Halloween se ha tomado el proyecto de manera mucho menos personal que con La cosa.
Siguiendo esto, resulta coherente que, a la hora de afrontar el segundo remake de su carrera, John Carpenter se fijara en el film dirigido por Wolf Rilla para rehacer ese mismo recorrido del enfoque de la maldad: si con La cosa se encargaba de actualizar uno de los grandes clásicos del género de los 50, El enigma de otro mundo, ahora, con El pueblo de los malditos, hace lo mismo con la ciencia-ficción de los 60: los habitantes de la pequeña comunidad de Midwich no combaten con una extravagante criatura llegada del espacio, sino que son aterrorizados por su propia semilla.
El pueblo de los malditos comienza con una serie de planos fijos que nos muestran diferentes localizaciones de Midwich: sus establecimientos, sus calles, sus paisajes. Incluso nos acercamos a las casas para conocer a los habitantes del lugar, despertando con el amanecer de un nuevo día. Intercaladas con estas escenas, una serie de panorámicas nos muestran los lugares más idílicos de la población pero que, por los movimientos de la cámara y los sonidos que los acompaña -a modo de un conjunto de susurros-, adquieren un clima amenazador sin que los escenarios cambien lo más mínimo: resulta una amenaza invisible, como si viniera del mismo interior del lugar.
Es la irrupción de un peligro invisible en un controlado ambiente cotidiano lo que dota al primer tercio del film de una conseguida atmósfera de incertidumbre: las imágenes de todos los habitantes de una población desmayados -contrapunteadas por los planos que muestran a los animales igualmente derrumbados- resultan escalofriantes por la incógnita que representan. La línea que la policía pinta en la carretera, punto en el que comienza el poder invisible, delimita los márgenes de lo fantástico. Cuando se pasa el efecto y todos despiertan da la impresión de que no ha sucedido nada nocivo, pero la terrorífica imagen que nos muestra el cuerpo carbonizado de una persona que se desmayó encima de una parrilla nos informa que lo maligno está enlazado con ese suceso misterioso.
Cuando, a continuación, vemos el pueblo lleno de mujeres embarazadas, se profundiza en esa inquietud producto de un entorno normal vulnerado por un elemento extraño. Sin embargo, con el nacimiento de los bebés, los cuales, una vez crecidos, se han convertido en un grupo de niños albinos con poderes telepáticos, esa inquietud desaparece al tomar la forma de un peligro reconocible. Y es aquí donde El pueblo de los malditos se convierte en una contradicción: por un lado, quizás movido por una amenaza que hace de la inocencia su tarjeta de presentación, Carpenter busca el construir un terror sutil a base de un ritmo tan mesurado como los movimientos coordinados del grupo de niños asesinos y cuyo principal consecuencia es una puesta en escena excesivamente transparente, carente de fuerza.
Pero, quizás consciente de la blandura general del trabajo, Carpenter adorna el conjunto con una serie de golpes de efecto -las retorcidas muertes producto de los poderes de los chicos; los refulgentes brillos en sus ojos; la presencia de un escalofriante bebé alienígena-, cuya estridente irrupción en la atmósfera de tranquilidad imperante no hace más que subrayar las carencias, la tibieza, de la que hace gala el film.
A pesar de lo dicho, El pueblo de los malditos no es una película del todo despreciable, sirviendo de muestra, además, del talento de su director quien, incluso en un título menor como el que nos ocupa, demuestra sus habilidades narrativa (especialmente la claridad expositiva de sus planos), aportando, incluso, algunas buenas ideas de planificación -la representación de la fortaleza mental del protagonista, quien oculta sus pensamientos detrás de un muro de ladrillos que se irá derrumbando por los ataques psíquicos de los niños-, pero está claro que, en esta ocasión, el director de La noche de Halloween se ha tomado el proyecto de manera mucho menos personal que con La cosa.
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