USA/UK, 1978. 91m. C.
D.: Walter Hill P.: Lawrence Gordon G.: Walter Hill I.: Ryan O'Neal, Bruce Dern, Isabelle Adjani, Ronee Blakey P.: 1.85:1
Driver comienza con una larga persecución automovilística que sintetiza las constantes estilísticas de la segunda película de Walter Hill: el protagonista, al que conocemos por el apodo de "El Conductor", intenta escapar de hasta tres coches de policía que le persiguen a él y a los dos hombres que lleva en el coche tras haber dado un golpe a un concurrido casino. Las marcas que los neumáticos dejan grabadas en el asfalto, acompañadas del chirriar de los frenos; los golpes entre los automóviles; los diferentes objetos que arrollan por el camino (cubos de basura, cajas de cartón, una puerta de madera); los disparos que agujerean las lunas de los coches; todo ello, sumado a la trepidante velocidad a la que conducen, confiere una intensa fisicidad a toda la escena.
Pero, por otro lado, en todo el momento, el mencionado Conductor no sólo no dice ni una palabra sino que su rostro permanece impertérrito a pesar de la tensión imperante, mientras que sus compañeros no paran de sudar o gritar. Esta actitud fría, sumada a sus casi sobrenaturales actitudes automovilísticas, transforma la fisicidad apuntada líneas arriba en pura abstracción. La concentración del protagonista, sumada a las imágenes nocturnas de las carreteras, nos sitúa en un espacio mental que torna la ciudad en un laberinto onírico.
Fisicidad y abstracción. O, mejor dicho, un punto de partida de intensa fisicidad que, por el camino, transmuta en una atmósfera abstracta. Esa es una de las constantes primordiales del cine de Walter Hill, a quien le gusta operar con personajes y tramas procedentes de géneros tan codificados como el thriller, el western o el de artes marciales -todos ellos marcados por la fuerza, por la intensidad, por la agresividad- para someterlos a un proceso de estilización que desnude a sus estilemas de todos sus adornos para dejarlos en los huesos, convertidos en vacíos arquetipos. No nos ha de extrañar, por tanto, que los personajes de Driver carezcan de nombres propios y sean definidos por su papel -El Conductor, El Policía, La Jugadora- o que durante todo el metraje lleven la misma ropa -subrayando su condición de caracteres diseñados-: son figuras, fichas, en un tablero de juego en forma de entorno urbano.
Todos los personajes de Driver se definen por sus propias acciones, como si se vieran guiados por un código de honor interior que no entiende de ideologías, romanticismo ni codicia (El Policía no busca atrapar a El Conductor tanto porque éste infrinja la ley sino porque le supone un reto; el austero modo de vida de El Conductor demuestra que el dinero que gana por su trabajo no es más que un mero trámite). Los desnudos escenarios en los que se mueven los protagonistas delatan su condición más metafísica que material, así como las estáticas posturas de los mismos los convierten en estatuas de un tableau vivant, perdidos en su propia fascinación: la frialdad de El Conductor, convertido en una reencarnación del samurái melvilliano de El silencio de un hombre o la hipnótica mirada de una jovencísima Isabelle Adjani.
De ahí que los personajes parezcan moverse como fantasmas, apariciendo y desapareciendo según la necesidad: un plano muestra a La Jugadora dentro de un coche; volvemos a El Conductor que se enfrenta a quienes le han traicionado; de vuelta al coche, La Jugadora está fuera del vehículo. Otro ejemplo: El Conductor entra en una estación de tren y observa que está vacía; se dirige a las taquillas a recoger un maletín; el siguiente plano muestra la estación llena de agentes de policía.
No es casualidad que El Policía se refiera a El Conductor como "cowboy" o "forajido". Como decíamos, el western es uno de los géneros predilectos de Hill y Driver sirve de prueba: a pesar de los modernos entornos urbanos y de la sustitución de los caballos por coches, Driver podría considerarse, en espíritu, una muestra de western crepuscular: El Conductor y El Policía son muestras de un tipo de héroe que ya ha desaparecido, convertidos ambos en solitarios exponentes de su oficio: el primero se niega a trabajar con un grupo de atracadores por considerarles unos aficionados; el segundo tiene que enfrentarse a sus compañeros porque no entienden, ni comparten, sus métodos.
Por esto, a pesar de ser enemigos acérrimos, hasta el punto de que uno supone la obsesión del otro, no pueden evitar admirarse, pues reconocen en su contrincante su propio reflejo invertido ("Tú eres muy bueno en tu trabajo. Y yo lo soy en el mío" le dice El Policía a su némesis). Y Walter Hill, como cinéfilo aficionado a un cine en proceso de desaparición, comparte esa admiración: no sólo les convierte a ambos en objetivos de una misma traición, sino que utiliza la misma planificación para despedirles. Para el director de Los amos de la noche los protagonistas de Driver son las dos caras de una misma moneda desgastada por el tiempo.
Pero, por otro lado, en todo el momento, el mencionado Conductor no sólo no dice ni una palabra sino que su rostro permanece impertérrito a pesar de la tensión imperante, mientras que sus compañeros no paran de sudar o gritar. Esta actitud fría, sumada a sus casi sobrenaturales actitudes automovilísticas, transforma la fisicidad apuntada líneas arriba en pura abstracción. La concentración del protagonista, sumada a las imágenes nocturnas de las carreteras, nos sitúa en un espacio mental que torna la ciudad en un laberinto onírico.
Fisicidad y abstracción. O, mejor dicho, un punto de partida de intensa fisicidad que, por el camino, transmuta en una atmósfera abstracta. Esa es una de las constantes primordiales del cine de Walter Hill, a quien le gusta operar con personajes y tramas procedentes de géneros tan codificados como el thriller, el western o el de artes marciales -todos ellos marcados por la fuerza, por la intensidad, por la agresividad- para someterlos a un proceso de estilización que desnude a sus estilemas de todos sus adornos para dejarlos en los huesos, convertidos en vacíos arquetipos. No nos ha de extrañar, por tanto, que los personajes de Driver carezcan de nombres propios y sean definidos por su papel -El Conductor, El Policía, La Jugadora- o que durante todo el metraje lleven la misma ropa -subrayando su condición de caracteres diseñados-: son figuras, fichas, en un tablero de juego en forma de entorno urbano.
Todos los personajes de Driver se definen por sus propias acciones, como si se vieran guiados por un código de honor interior que no entiende de ideologías, romanticismo ni codicia (El Policía no busca atrapar a El Conductor tanto porque éste infrinja la ley sino porque le supone un reto; el austero modo de vida de El Conductor demuestra que el dinero que gana por su trabajo no es más que un mero trámite). Los desnudos escenarios en los que se mueven los protagonistas delatan su condición más metafísica que material, así como las estáticas posturas de los mismos los convierten en estatuas de un tableau vivant, perdidos en su propia fascinación: la frialdad de El Conductor, convertido en una reencarnación del samurái melvilliano de El silencio de un hombre o la hipnótica mirada de una jovencísima Isabelle Adjani.
De ahí que los personajes parezcan moverse como fantasmas, apariciendo y desapareciendo según la necesidad: un plano muestra a La Jugadora dentro de un coche; volvemos a El Conductor que se enfrenta a quienes le han traicionado; de vuelta al coche, La Jugadora está fuera del vehículo. Otro ejemplo: El Conductor entra en una estación de tren y observa que está vacía; se dirige a las taquillas a recoger un maletín; el siguiente plano muestra la estación llena de agentes de policía.
No es casualidad que El Policía se refiera a El Conductor como "cowboy" o "forajido". Como decíamos, el western es uno de los géneros predilectos de Hill y Driver sirve de prueba: a pesar de los modernos entornos urbanos y de la sustitución de los caballos por coches, Driver podría considerarse, en espíritu, una muestra de western crepuscular: El Conductor y El Policía son muestras de un tipo de héroe que ya ha desaparecido, convertidos ambos en solitarios exponentes de su oficio: el primero se niega a trabajar con un grupo de atracadores por considerarles unos aficionados; el segundo tiene que enfrentarse a sus compañeros porque no entienden, ni comparten, sus métodos.
Por esto, a pesar de ser enemigos acérrimos, hasta el punto de que uno supone la obsesión del otro, no pueden evitar admirarse, pues reconocen en su contrincante su propio reflejo invertido ("Tú eres muy bueno en tu trabajo. Y yo lo soy en el mío" le dice El Policía a su némesis). Y Walter Hill, como cinéfilo aficionado a un cine en proceso de desaparición, comparte esa admiración: no sólo les convierte a ambos en objetivos de una misma traición, sino que utiliza la misma planificación para despedirles. Para el director de Los amos de la noche los protagonistas de Driver son las dos caras de una misma moneda desgastada por el tiempo.
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