Francia/Polonia, Alemania/UK, 2002. 142m. C.
D.: Roman Polanski P.: Robert Benmussa, Roman Polanski & Alain Sarde G.: Ronald Harwood, basado en el libro de Wladyslaw Szpilman I.: Adrian Brody, Emilia Fox, Michael Zebrowski, Ed Stoppard F.: 1.85:1
A la hora de ofrecer su visión acerca del holocausto judío, Roman Polanski no sólo compartía el mismo sentimiento de compromiso con el tema que Steven Spielberg debido a su ascendencia judía, sino que en el caso del director de La semilla del Diablo esa implicación resultaba más personal al haber sufrido en sus propias carnes tan atroces sucesos. Siendo un niño, la familia de Polanski huyó de Francia un par de años antes de que esta fuera invadida por el ejército alemán. Esta huida no hizo más que retrasar lo inevitable. Finalmente, en Cracovia, donde se habían refugiado, la familia Polanski fue detenida por las SS, siendo los padres del director internados en sendos campos de concentración, perdiendo la vida su madre en el tristemente célebre de Auschwitz. El joven Polanski pudo sobrevivir al ser socorrido por diversas familias de ascendencia católica que le ayudaron a esconderse, pudiendo reencontrarse con su padre años después.
Estos antecedentes parecían anunciar una mirada atormentada, oscura y henchida de dolor (y, quizás, revanchismo) a la hora de recrear su propia infancia filtrada a través de la autobiografía del pianista Wladyslaw Szpilman que sirve como base al film. No fueron pocos los que contrariados por los resultados acusaron a su director de dar una visión excesivamente fría y académica del exterminio judío: es decir, poco comprometida. Lo cual no es cierto, o, mejor dicho, relativamente cierto.
Precisamente por haber vivido el horror en primera persona, Polanski es consciente de la imposibilidad de retratar dicho horror sin caer en el peligro de la impostura. Por tanto, el director de Frenético no se compromete desde un punto de vista humano (no puede hacerlo) pero sí desde una perspectiva artística. Que un niño que tuvo que esconderse durante su infancia para poder sobrevivir, viendo como perdía a su familia en el proceso, acabara convirtiendose en uno de los directores más importantes del cine contemporáneo supone un triunfo del Arte sobre la más pavorosa realidad, de igual modo que la música posiblemente salvó al propio Szpilman de perder completamente la razón.
Efectivamente, durante la primera mitad de la película, en la que se narra la ocupación del ejército alemán y como, poco a poco, la población judía ve sus derechos reducidos paulatinamente hasta comprobar que el objetivo de los invasores consiste en su exterminación, es retratada por Polanski con cierto distanciamiento, poniéndose al mismo nivel que su protagonista quien observa con consternación como su mundo se cae a pedazos. En este sentido, El pianista es un viaje del exterior al interior, desde lo concreto a lo abstracto. La escena de presentación es tangencial: Szpilman está ensimismado tocando el piano en la cabina de la estación de radio para la que trabaja cuando una explosión hace desaparecer la pared, obligándole a parar. Polanski nos muestra como el horror se va apoderando poco a poco de la vida del protagonista, manteniéndose en un segundo plano, invadiendo los escenarios por los que camina el pianista, formando parte natural de ese entorno: a medida que progresa el metraje, las calles se van llenando cada vez más de cadáveres, una espantosa visión a quien nadie hace ya caso.
En el momento en el que Szpilman se convierte en un refugiado errante, escondiendose con la ayuda de amigos y conocidos, El pianista se transforma en un viaje interior a través de un túnel cada vez más angosto en el que la luz de la esperanza se hace intermitente y lejana. Polanski no necesita meter la cámara dentro de los campos de concentración para mostrar la crueldad inhumana del ejército nazi: Szpilman va perdiendo su forma humana a la vez que sus condiciones de vida van empeorando hasta casi desaparecer. La barba llena su rostro hasta casi ocultar sus rasgos, cojea, va perdiendo la verticalidad de su cuerpo, convirtiéndose en un ser deforme, en una bestia que busca en la basura restos con los que alimentarse.
A Polanski no le importa tanto el retrato fidedigno y detallado de unos sucesos históricos como la perspectiva subjetiva de un ser humano llevado al límite en su intento por sobrevivir. Los enfrentamientos entre las fuerzas de las SS y la resistencia polaca son visualizados por Polanski con tomas generales construidas con planos picados, fiel a la mirada del protagonista encerrado en su refugio. Cuando sus protectores le informan contínuamente de los avances de la resistencia y de la inminente caida del Tercer Reich, Szpilman guarda un silencio lleno de escepticismo, pues, a esas alturas, reducido a la esencia pura de un ser humano, no le importa quien gana o quien pierde, sólo su propia existencia, desprovista de cualquier ligazón ideológica o de raza.
Esa intermitente luz de esperanza que comentábamos antes, una pequeña llama zarandeada por el viento que se niega a apagarse, y que le mantiene vivo es el impulso del arte que anida en su interior y que llena, calienta, al protagonista cuando las fuerzas físicas le han abandonado (en un momento del film, uno de los supervivientes de los campos de concentración, también músico, le grita a sus captores alemanes que cuando le arrebataron su instrumento le quitaron el alma). Las hermosas imágenes que muestran los dedos de Szpilman moviendose en el aire, tocando unas teclas invisibles, de manera instintiva mientras su cuerpo se va muriendo poco a poco supone la confirmación del mensaje de Polanski: la banda sonora reproduce la melodía que el protagonista escucha en su cabeza, transformando todo su entorno.
La escena en la cual Szpilman se ve obligado a volver a tocar un piano de verdad delante de un oficial nazi no sólo supone su reencuentro con un instrumento que hacía años que le había sido arrebatado, sino el único medio con el cual gritar de rabia. Consciente de que lo que ha sufrido no se puede expresar con palabras, la furia con la que pulsa las teclas, el frenesí con el que desplaza sus manos a través del teclado, supone sus particulares memorias de ese sufrimiento. En ese momento, esa destartalada habitación ya no está ocupada por dos hombres, sino por dos almas hermanadas por la pasión por la música: un medio que no entiende de ideologías ni de razas y para el que no hay barreras y cuyo núcleo está integrado por la belleza. Una belleza capaz de iluminar la más densa y cerrada oscuridad y cuya capacidad para envolver, contagiar, a los seres humanos supone la definición misma del Arte.
Estos antecedentes parecían anunciar una mirada atormentada, oscura y henchida de dolor (y, quizás, revanchismo) a la hora de recrear su propia infancia filtrada a través de la autobiografía del pianista Wladyslaw Szpilman que sirve como base al film. No fueron pocos los que contrariados por los resultados acusaron a su director de dar una visión excesivamente fría y académica del exterminio judío: es decir, poco comprometida. Lo cual no es cierto, o, mejor dicho, relativamente cierto.
Precisamente por haber vivido el horror en primera persona, Polanski es consciente de la imposibilidad de retratar dicho horror sin caer en el peligro de la impostura. Por tanto, el director de Frenético no se compromete desde un punto de vista humano (no puede hacerlo) pero sí desde una perspectiva artística. Que un niño que tuvo que esconderse durante su infancia para poder sobrevivir, viendo como perdía a su familia en el proceso, acabara convirtiendose en uno de los directores más importantes del cine contemporáneo supone un triunfo del Arte sobre la más pavorosa realidad, de igual modo que la música posiblemente salvó al propio Szpilman de perder completamente la razón.
Efectivamente, durante la primera mitad de la película, en la que se narra la ocupación del ejército alemán y como, poco a poco, la población judía ve sus derechos reducidos paulatinamente hasta comprobar que el objetivo de los invasores consiste en su exterminación, es retratada por Polanski con cierto distanciamiento, poniéndose al mismo nivel que su protagonista quien observa con consternación como su mundo se cae a pedazos. En este sentido, El pianista es un viaje del exterior al interior, desde lo concreto a lo abstracto. La escena de presentación es tangencial: Szpilman está ensimismado tocando el piano en la cabina de la estación de radio para la que trabaja cuando una explosión hace desaparecer la pared, obligándole a parar. Polanski nos muestra como el horror se va apoderando poco a poco de la vida del protagonista, manteniéndose en un segundo plano, invadiendo los escenarios por los que camina el pianista, formando parte natural de ese entorno: a medida que progresa el metraje, las calles se van llenando cada vez más de cadáveres, una espantosa visión a quien nadie hace ya caso.
En el momento en el que Szpilman se convierte en un refugiado errante, escondiendose con la ayuda de amigos y conocidos, El pianista se transforma en un viaje interior a través de un túnel cada vez más angosto en el que la luz de la esperanza se hace intermitente y lejana. Polanski no necesita meter la cámara dentro de los campos de concentración para mostrar la crueldad inhumana del ejército nazi: Szpilman va perdiendo su forma humana a la vez que sus condiciones de vida van empeorando hasta casi desaparecer. La barba llena su rostro hasta casi ocultar sus rasgos, cojea, va perdiendo la verticalidad de su cuerpo, convirtiéndose en un ser deforme, en una bestia que busca en la basura restos con los que alimentarse.
A Polanski no le importa tanto el retrato fidedigno y detallado de unos sucesos históricos como la perspectiva subjetiva de un ser humano llevado al límite en su intento por sobrevivir. Los enfrentamientos entre las fuerzas de las SS y la resistencia polaca son visualizados por Polanski con tomas generales construidas con planos picados, fiel a la mirada del protagonista encerrado en su refugio. Cuando sus protectores le informan contínuamente de los avances de la resistencia y de la inminente caida del Tercer Reich, Szpilman guarda un silencio lleno de escepticismo, pues, a esas alturas, reducido a la esencia pura de un ser humano, no le importa quien gana o quien pierde, sólo su propia existencia, desprovista de cualquier ligazón ideológica o de raza.
Esa intermitente luz de esperanza que comentábamos antes, una pequeña llama zarandeada por el viento que se niega a apagarse, y que le mantiene vivo es el impulso del arte que anida en su interior y que llena, calienta, al protagonista cuando las fuerzas físicas le han abandonado (en un momento del film, uno de los supervivientes de los campos de concentración, también músico, le grita a sus captores alemanes que cuando le arrebataron su instrumento le quitaron el alma). Las hermosas imágenes que muestran los dedos de Szpilman moviendose en el aire, tocando unas teclas invisibles, de manera instintiva mientras su cuerpo se va muriendo poco a poco supone la confirmación del mensaje de Polanski: la banda sonora reproduce la melodía que el protagonista escucha en su cabeza, transformando todo su entorno.
La escena en la cual Szpilman se ve obligado a volver a tocar un piano de verdad delante de un oficial nazi no sólo supone su reencuentro con un instrumento que hacía años que le había sido arrebatado, sino el único medio con el cual gritar de rabia. Consciente de que lo que ha sufrido no se puede expresar con palabras, la furia con la que pulsa las teclas, el frenesí con el que desplaza sus manos a través del teclado, supone sus particulares memorias de ese sufrimiento. En ese momento, esa destartalada habitación ya no está ocupada por dos hombres, sino por dos almas hermanadas por la pasión por la música: un medio que no entiende de ideologías ni de razas y para el que no hay barreras y cuyo núcleo está integrado por la belleza. Una belleza capaz de iluminar la más densa y cerrada oscuridad y cuya capacidad para envolver, contagiar, a los seres humanos supone la definición misma del Arte.
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