Bélgica/Francia/Luxemburgo, 2004. 88m. C.
D.: Fabrice Du Welz P.: Michael Gentile, Eddy Géradon-Luyckx & Vincent Tavier G.: Fabrice Du Welz & Romain Protat I.: Laurent Lucas, Jackie Berroyer, Jean-Luc Couchard, Philippe Nahon F.: 2.35:1
En los primeros minutos de Calvario, su protagonista, Marc Stevens, un artista ambulante especializado en canciones de amor al que vemos actuar en un centro geriátrico, tiene que hacer frente a dos incómodas y chocantes declaraciones sexuales: la primera, por parte de una de las ancianas que asistió como público de su actuación; y la segunda, de una de las enfermeras del centro (interpretada por la ex-actriz porno y musa de Jean Rollin, Brigitte Lahaie). Marc reaccionará ante estas dos proposiciones como si fueran un ataque a su persona, huyendo precipitadamente del lugar. En cambio, el espectador verá en la figura de esas dos mujeres rechazadas el dibujo de un panorama sentimental devastado(r) protagonizado por solitarias y tristes figuras para quienes la presencia anual de un joven cantante es la mayor declaración de amor que les pueden hacer.
La desesperación por la desaparición, o el arrebato, del afecto la sufrirá el protagonista en sus propias carnes cuando su furgoneta le deje tirado en medio de un pequeño y extraño pueblo, alojándose en una posada ya clausurada. Mientras espera que le reparen la avería del vehículo, Marc decide dar un paseo por los alrededores encontrándose con una dantesca escena: un grupo de lugareños utilizando a un gorrino para satisfacer sus necesidades sexuales. Asqueado, huirá del lugar mientras los gruñidos del animal resuenan en su cabeza. Unos sonidos que él mismo reproducirá cuando sea violado por el dueño de la posada, obsesionado en transformar a Marc en la mujer que le abandonó hace años, llevándose con ella su felicidad y su alegría.
Calvario podría ser la reproducción de una oscura crónica de sucesos aparecida en un periódico local. Unas crónicas que nos recuerdan la existencia de la pervivencia de una serie de entornos rurales apartados de la civilización y del progreso de las urbes tanto a nivel espacial como temporal. Un territorio habitado por una serie de seres humanos reducidos a sus instintos más primarios y que ven al extranjero como un ser diferente a ellos. Un universo, en suma, desprovisto de cualquier atisbo moral. Como indica el título del film, Marc, atrapado en este sórdido pueblo anclado en el pasado, sufrirá un calvario en forma de una serie de humillaciones físicas (será golpeado, violado e, incluso, crucificado) y psicológicas (le cortarán el pelo al cero, le obligarán a vestirse con las ropas de la mujer del posadero, las propias vejaciones sexuales) hasta reducir su forma humana a la de un animal indefenso, tembloroso y mudo: igual que el gorrino que había visto anteriormente.
Pero Fabrice Du Welz en ningún momento subraya el carácter maligno de los habitantes del pueblo, presentándolos más bien como el resultado de una población vaciada de todo afecto (es una comunidad íntegramente formada por hombres) y que, en su búsqueda de alternativas sentimentales han perdido los valores de sociabilidad y comunicación del ciudadano civilizado. El propio secuestrador de Marc, Bartel, no siente placer a la hora de torturarle, ni su objetivo es disfrutar con su dolor, sino porque al convertir a Marc en su mujer, ve la forma de recuperar la alegría por vivir: una luz en la oscuridad cotidiana que le rodea. Esto es lo más escalofriante de Calvario: no el impacto de las brutales agresiones que recibe su protagonista, sino la causa de estas: ese yermo afectivo al que aludíamos al principio, que ha arrasado con el pequeño pueblo de Bartel y que, como vimos en los minutos iniciales, se está extendiendo como una apocalíptica plaga bíblica.
A pesar de lo dicho, Calvario no es un film sórdido o volcado en su propia suciedad, sino que hace gala de una puesta en escena de cierto valor esteticista anunciada con la utilización de una cuidada fotografía en formato scope y que descubre sus cartas en tres escenas clave: los vecinos del pueblo, reunidos en un bar iluminado con unos enfermizos tonos verdosos, improvisan una marciana y grotesca coreografía a los sones de una tétrica melodía circense tocada al piano por uno de ellos; el giro de 360º que recorre la sala donde está Marc y sus captores, recogiendo los desesperados lloros del primero y las dementes risas de los segundos y que finaliza por una serie de planos cortos de su mirada desnortada, deudores de La matanza de Texas; y el plano en picado que muestra como los habitantes del pueblo entran por la fuerza en la posada y su intento de sodomizar a Marc.
Du Welz se descubre como como un director tan interesado por las pulsiones violentas que surgen del lado oscuro del ser humano como por las posibilidades expresivas de la narración visual cinematográfica, lo cual en Calvario se salda en unos resultados tan interesantes (en ocasiones, fascinantes) como irregulares: esa mirada esteticista le sirve para evitar caer en el morbo y el tremendismo inherentes a los que los sucesos que cuenta, pero, en momentos puntuales, aparece el fantasma del espectáculo formalista ensimismado en sí mismo.
La desesperación por la desaparición, o el arrebato, del afecto la sufrirá el protagonista en sus propias carnes cuando su furgoneta le deje tirado en medio de un pequeño y extraño pueblo, alojándose en una posada ya clausurada. Mientras espera que le reparen la avería del vehículo, Marc decide dar un paseo por los alrededores encontrándose con una dantesca escena: un grupo de lugareños utilizando a un gorrino para satisfacer sus necesidades sexuales. Asqueado, huirá del lugar mientras los gruñidos del animal resuenan en su cabeza. Unos sonidos que él mismo reproducirá cuando sea violado por el dueño de la posada, obsesionado en transformar a Marc en la mujer que le abandonó hace años, llevándose con ella su felicidad y su alegría.
Calvario podría ser la reproducción de una oscura crónica de sucesos aparecida en un periódico local. Unas crónicas que nos recuerdan la existencia de la pervivencia de una serie de entornos rurales apartados de la civilización y del progreso de las urbes tanto a nivel espacial como temporal. Un territorio habitado por una serie de seres humanos reducidos a sus instintos más primarios y que ven al extranjero como un ser diferente a ellos. Un universo, en suma, desprovisto de cualquier atisbo moral. Como indica el título del film, Marc, atrapado en este sórdido pueblo anclado en el pasado, sufrirá un calvario en forma de una serie de humillaciones físicas (será golpeado, violado e, incluso, crucificado) y psicológicas (le cortarán el pelo al cero, le obligarán a vestirse con las ropas de la mujer del posadero, las propias vejaciones sexuales) hasta reducir su forma humana a la de un animal indefenso, tembloroso y mudo: igual que el gorrino que había visto anteriormente.
Pero Fabrice Du Welz en ningún momento subraya el carácter maligno de los habitantes del pueblo, presentándolos más bien como el resultado de una población vaciada de todo afecto (es una comunidad íntegramente formada por hombres) y que, en su búsqueda de alternativas sentimentales han perdido los valores de sociabilidad y comunicación del ciudadano civilizado. El propio secuestrador de Marc, Bartel, no siente placer a la hora de torturarle, ni su objetivo es disfrutar con su dolor, sino porque al convertir a Marc en su mujer, ve la forma de recuperar la alegría por vivir: una luz en la oscuridad cotidiana que le rodea. Esto es lo más escalofriante de Calvario: no el impacto de las brutales agresiones que recibe su protagonista, sino la causa de estas: ese yermo afectivo al que aludíamos al principio, que ha arrasado con el pequeño pueblo de Bartel y que, como vimos en los minutos iniciales, se está extendiendo como una apocalíptica plaga bíblica.
A pesar de lo dicho, Calvario no es un film sórdido o volcado en su propia suciedad, sino que hace gala de una puesta en escena de cierto valor esteticista anunciada con la utilización de una cuidada fotografía en formato scope y que descubre sus cartas en tres escenas clave: los vecinos del pueblo, reunidos en un bar iluminado con unos enfermizos tonos verdosos, improvisan una marciana y grotesca coreografía a los sones de una tétrica melodía circense tocada al piano por uno de ellos; el giro de 360º que recorre la sala donde está Marc y sus captores, recogiendo los desesperados lloros del primero y las dementes risas de los segundos y que finaliza por una serie de planos cortos de su mirada desnortada, deudores de La matanza de Texas; y el plano en picado que muestra como los habitantes del pueblo entran por la fuerza en la posada y su intento de sodomizar a Marc.
Du Welz se descubre como como un director tan interesado por las pulsiones violentas que surgen del lado oscuro del ser humano como por las posibilidades expresivas de la narración visual cinematográfica, lo cual en Calvario se salda en unos resultados tan interesantes (en ocasiones, fascinantes) como irregulares: esa mirada esteticista le sirve para evitar caer en el morbo y el tremendismo inherentes a los que los sucesos que cuenta, pero, en momentos puntuales, aparece el fantasma del espectáculo formalista ensimismado en sí mismo.
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