(Jûsan-nin no shikaku)
Japón/UK. 2010. 141m. C.
D.: Takashi Miike P.: Minami Ichikawa, Tôichirô Shiraishi & Michihiko Yanagisawa G.: Daisuke Tengan, basado en el guión de Kaneo Ikegami I.: Kôji Yakusho, Takayuki Yamada, Yûsuke Iseya, Gorô Inagaki
Japón/UK. 2010. 141m. C.
D.: Takashi Miike P.: Minami Ichikawa, Tôichirô Shiraishi & Michihiko Yanagisawa G.: Daisuke Tengan, basado en el guión de Kaneo Ikegami I.: Kôji Yakusho, Takayuki Yamada, Yûsuke Iseya, Gorô Inagaki
Retrato de un estajanovista
Convertido oficialmente en un cineasta respetado con la inclusión en la Sección Oficial del último festival de Cannes de una de sus películas más recientes, Hara-Kiri. Death of a Samurai (que, al igual que el título que nos ocupa, supone un film de samuráis a partir de un remake de un clásico del cine nipón), el agitado camino que lleva de las producciones de bajo presupuesto destinadas al mercado del VHS con las que se fogueó como cineasta durante los años 90 a la alfombra roja del festival de cine internacional por antonomasia supone todo un ejemplo de los postulados autorales en la era de internet (medio por el cual el espectador inquieto ha tenido acceso a la mayor parte de trabajos del director japonés).
Un vistazo atento al grueso de su filmografía nos presenta al realizador de Llamada perdida como uno de los cineastas más completos aparecido (o, mejor dicho, revelado) los últimos años. La frenética incontinencia de la que hace gala sus rodajes (llegando a facturar hasta seis títulos en un sólo año) no se corresponde con el cuidado formal que luce el resultado final (al contrario que otros nombres famosos por su currículum numeroso como nuestro Jesús Franco). En este sentido, Miike se nos presenta como un director total, combinando su indudable talento como narrador (como contador de historia) con una visión puramente laboral de la figura, tantas veces entronizada, del director de cine.
Célebre por sus arrebatos gamberros y bizarre, los cuales han llevado a que en ocasiones se haya reducido al realizador de Visitor Q de manera equivocada como un director "malo pero divertido" -se le ha llegado a definir como el Ed Wood japonés-, Takashi Miike construye asimismo sus trabajos a través de una puesta en escena serena y de cuidados encuadres, logrando un tono íntimo y de gran calado dramático. Estas dos miradas -la iconoclasta y la clásica- son las que transforman a sus películas -que entroncan con géneros tan codificados como el cine de yakuzas, de terror, de pandilleros juveniles y adaptaciones de diversos mangas- en experiencias límites a medio camino entre la tradición y la modernidad.
Neo-chambara digital
La primera escena de 13 asesinos apunta directamente a la tradición: la figura solitaria del samurái realizando el seppuku (el suicidio ritual más conocido en occidente como harakiri). Miike se acerca de manera tan respetuosa como antropológica a dicho acto, retratando todos los movimientos desde una mirada casi documental. Durante la primera mitad de su generoso metraje, 13 asesinos hace uso del ritmo moroso y la planificación estática que se suele asociar con la cinematografía japonesa. Las escenas adquieren así una composición pictórica que subraya su condición de reconstrucción de un tiempo pretérito, revelando desde su milimétrico diseño de producción la artificiosidad del mismo.
Y es en este terreno donde, desde unos postulados eminentemente tradicionales, 13 asesinos se nos aparece como un título indudablemente moderno. La utilización de las técnicas digitales tanto en lo específico (los virtuales chorros de sangre de los combates) como en lo explosivo (las pirotécnicas trampas que los trece asesinos del título preparan a la comitiva del hermano del Shogun) mutan la piel del relato a través de un proceso de actualización del fondo a través de la forma. Esto permite a Miike bombardear el denso desarrollo de la acción con fugas extremes (la campesina a la que han amputado los brazos y arrancado la lengua), surrealistas (la condición inmortal del guía que encuentran en el bosque) o subversivas (tras haber dejado exhaustas a todas las prostitutas de la aldea, uno de los personajes acaba de satisfacer su inagotable resistencia sexual sodomizando al alcalde del lugar).
Grupo salvaje
La acción de 13 asesinos se sitúa en las postrimerías del sistema del shogunato, en un Japón feudal que ha dejado atrás su carácter bélico. Un tiempo de paz que supone una herida de muerte a la figura del samurái, reducido a la condición de anacrónico y su inseparable katana a un objeto de exposición. En este contexto, el despiadado Lord Naritsugu, cuyo desprecio por toda vida humana lo asemeja a un Señor del Mal reencarnado, supone un oscuro deus-ex-machina con el que certificar la defunción de una era. Cuando al veterano y ya retirado samurái Shinzaemo Shimada le encomiendan una misión suicida -enfrentarse con un reducido grupo de hombres, trece en total, a los centenares de soldados que componen la escolta de Lord Naritsugu-, éste lo ve como la oportunidad de cerrar su carrera -y con ella, su vida- con el honor que se merece: muriendo en el campo de batalla.
Este tono anacrónico se despliega a lo largo del clímax final del film, un tour de force de una hora de duración en el que se nos narra de manera minuciosa el intenso e interminable enfrentamiento entre las dos fuerzas (y que recuerda al final de Crows Zero II) cuya dilatación lo transforma en un experimento sensorial por parte del director de Audition: el cansancio del espectador lo emparenta con el agotamiento de los protagonistas en una batalla que no parece tener fin, ante un enemigo que se multiplica hasta el infinito. A pesar de su grandiosidad, Miike no busca el aliento épico de la guerra, sino la aniquilación, a través de su sublimación exaltada, de lo códigos de honor de un tiempo que toca a su fin en un escenario alfombrado con cientos de cadáveres.
Convertido oficialmente en un cineasta respetado con la inclusión en la Sección Oficial del último festival de Cannes de una de sus películas más recientes, Hara-Kiri. Death of a Samurai (que, al igual que el título que nos ocupa, supone un film de samuráis a partir de un remake de un clásico del cine nipón), el agitado camino que lleva de las producciones de bajo presupuesto destinadas al mercado del VHS con las que se fogueó como cineasta durante los años 90 a la alfombra roja del festival de cine internacional por antonomasia supone todo un ejemplo de los postulados autorales en la era de internet (medio por el cual el espectador inquieto ha tenido acceso a la mayor parte de trabajos del director japonés).
Un vistazo atento al grueso de su filmografía nos presenta al realizador de Llamada perdida como uno de los cineastas más completos aparecido (o, mejor dicho, revelado) los últimos años. La frenética incontinencia de la que hace gala sus rodajes (llegando a facturar hasta seis títulos en un sólo año) no se corresponde con el cuidado formal que luce el resultado final (al contrario que otros nombres famosos por su currículum numeroso como nuestro Jesús Franco). En este sentido, Miike se nos presenta como un director total, combinando su indudable talento como narrador (como contador de historia) con una visión puramente laboral de la figura, tantas veces entronizada, del director de cine.
Célebre por sus arrebatos gamberros y bizarre, los cuales han llevado a que en ocasiones se haya reducido al realizador de Visitor Q de manera equivocada como un director "malo pero divertido" -se le ha llegado a definir como el Ed Wood japonés-, Takashi Miike construye asimismo sus trabajos a través de una puesta en escena serena y de cuidados encuadres, logrando un tono íntimo y de gran calado dramático. Estas dos miradas -la iconoclasta y la clásica- son las que transforman a sus películas -que entroncan con géneros tan codificados como el cine de yakuzas, de terror, de pandilleros juveniles y adaptaciones de diversos mangas- en experiencias límites a medio camino entre la tradición y la modernidad.
Neo-chambara digital
La primera escena de 13 asesinos apunta directamente a la tradición: la figura solitaria del samurái realizando el seppuku (el suicidio ritual más conocido en occidente como harakiri). Miike se acerca de manera tan respetuosa como antropológica a dicho acto, retratando todos los movimientos desde una mirada casi documental. Durante la primera mitad de su generoso metraje, 13 asesinos hace uso del ritmo moroso y la planificación estática que se suele asociar con la cinematografía japonesa. Las escenas adquieren así una composición pictórica que subraya su condición de reconstrucción de un tiempo pretérito, revelando desde su milimétrico diseño de producción la artificiosidad del mismo.
Y es en este terreno donde, desde unos postulados eminentemente tradicionales, 13 asesinos se nos aparece como un título indudablemente moderno. La utilización de las técnicas digitales tanto en lo específico (los virtuales chorros de sangre de los combates) como en lo explosivo (las pirotécnicas trampas que los trece asesinos del título preparan a la comitiva del hermano del Shogun) mutan la piel del relato a través de un proceso de actualización del fondo a través de la forma. Esto permite a Miike bombardear el denso desarrollo de la acción con fugas extremes (la campesina a la que han amputado los brazos y arrancado la lengua), surrealistas (la condición inmortal del guía que encuentran en el bosque) o subversivas (tras haber dejado exhaustas a todas las prostitutas de la aldea, uno de los personajes acaba de satisfacer su inagotable resistencia sexual sodomizando al alcalde del lugar).
Grupo salvaje
La acción de 13 asesinos se sitúa en las postrimerías del sistema del shogunato, en un Japón feudal que ha dejado atrás su carácter bélico. Un tiempo de paz que supone una herida de muerte a la figura del samurái, reducido a la condición de anacrónico y su inseparable katana a un objeto de exposición. En este contexto, el despiadado Lord Naritsugu, cuyo desprecio por toda vida humana lo asemeja a un Señor del Mal reencarnado, supone un oscuro deus-ex-machina con el que certificar la defunción de una era. Cuando al veterano y ya retirado samurái Shinzaemo Shimada le encomiendan una misión suicida -enfrentarse con un reducido grupo de hombres, trece en total, a los centenares de soldados que componen la escolta de Lord Naritsugu-, éste lo ve como la oportunidad de cerrar su carrera -y con ella, su vida- con el honor que se merece: muriendo en el campo de batalla.
Este tono anacrónico se despliega a lo largo del clímax final del film, un tour de force de una hora de duración en el que se nos narra de manera minuciosa el intenso e interminable enfrentamiento entre las dos fuerzas (y que recuerda al final de Crows Zero II) cuya dilatación lo transforma en un experimento sensorial por parte del director de Audition: el cansancio del espectador lo emparenta con el agotamiento de los protagonistas en una batalla que no parece tener fin, ante un enemigo que se multiplica hasta el infinito. A pesar de su grandiosidad, Miike no busca el aliento épico de la guerra, sino la aniquilación, a través de su sublimación exaltada, de lo códigos de honor de un tiempo que toca a su fin en un escenario alfombrado con cientos de cadáveres.