USA, 1997. 129m. C.
D.: David Fincher P.: Ceán Chaffin & Steve Golin G.: John D. Brancato & Michael Ferris I.: Michael Douglas, Sean Penn, Deborah K. Unger, James Rebhorn, Peter Donat F.: 2.35:1
The Game, tercera película de David Fincher y primera tras el extraordinario éxito de Seven, con toda la expectación que eso conlleva, comienza con una serie de imágenes en formato cuadrado, marcadamente deterioradas y con colores desvaídos propio de una filmación casera en Súper-8. Lo que se nos muestra es un cumpleaños, pero esas imágenes no destilan ningún sentimiento de felicidad, sino más bien un profundo sentimiento de melancolía por un tiempo que pasó sin ser exprimido del todo. A medida que van pasando los minutos, la pantalla se va ensanchando hasta adoptar el formato panorámico. De esta manera, Fincher nos informa de la importancia de ese pasado en la vida del protagonista en particular y los acontecimientos que sucederán en la pelicula en general.
Nicholas Van Orton, convertido en monarca solitario en su enorme castillo, no sólo vive marcado por ese pasado, sino que su vida ha acabado adquiriendo un tono fantasmagórico, vagamente mortuorio, propio de las viejas filmaciones habitadas por seres que ya han muerto. Una existencia monótona y de mecánica rectitud, desprovista de cualquier reflejo de sentimientos y bañada en la más crónica soledad (no hay imagen más determinante del individualista estilo de vida de Nicholas que el verle cenar una triste hanburguesa mientras ve las noticias). Cuando se nos informa que Nicholas cumple ese día 48 años, la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó, nos confirma que el protagonista se ha convertido definitivamente en un fantasma: como si considerara que su obligación es seguir los pasos de su padre, Nicholas ha deshumanizado su vida (más que hablar con la gente, parece que les ordena o utiliza frases prefijadas como si sus interlocutores fueran robots), sin atisbo de calidez vital.
Partiendo de este contexto, The Game es un kafkiano viaje al fin de la noche que convierte la ciudad en la que se mueve el protagonista en un tablero y a éste en el desnortado participante de un juego de reglas desconocidas. ¿Y cual es el objetivo en este juego? Demostrar los vulnerables pilares sobre los que se asienta la ordenada vida de su jugador: no es casualidad que la primera prueba venga indicada desde la pantalla de la televisión a través de la cual el presentador de un noticiero financiero se dirige directamente a Nicholas; no sólo es el medio por el cual el protagonista ha conseguido su formidable fortuna, sino que vulnera ese universo de frías cifras y datos en el que éste se siente tan seguro. La humanización del matemático desfile de números y porcentajes que habitualmente relata el presentado sirve de guía para el cúmulo de situaciones absurdas y surrealistas (la figura del payaso de madera) con el que el protagonista se irá encontrando, reverso oscuro y ligeramente sórdido (la habitación de hotel llena de fotos pornográficas y rayas de cocaína) de un mundo conocido y que a la vuelta de la esquina ya está mutando.
Este recorrido de corte iniciático sirve para evidenciar al protagonista la profunda vacuidad en la que está sumergido, viviendo en un castillo de naipes, tan lujoso como proclive al derrumbamiento. Para ello, se le irá despojando de todo aquello sobre lo que ha construido su torre de marfil (pierde su maletín, símbolo de su poder empresarial; su tarjeta de crédito, su poder económico; se le mancha la camisa y pierde un zapato de 1.000 dólares, su cuidada y elegante presencia; el pinchazo de una rueda de su coche, su libertad de movimiento). La escena en la que Nicholas surge del ataúd en el que ha sido enterrado en un cementerio mexicano es el símbolo de su resurrección como un nuevo ser, despojado de las ataduras de una vida basada en el lujo y la presencia (el traje blanco que lleva subraya su nuevo estado de pureza, en contraste con los trajes oscuros que ha llevado hasta ese momento).
The Game confirma a su director, apoyado por la espléndida labor del director de fotografía Harris Savides, como uno de los más consumados formalistas del cine comercial hollywoodiense contemporáneo. Cada plano de la película da la impresión de ser resultado de mil y una decisiones tomadas con tiralíneas. De esta manera, The Game hace gala de una ambientación urbana de marcado realismo que contradice el propio espíritu de la película. El problema de The Game no consiste en lo inverosímil de su punto de partida y lo endeble de su desarrollo, sino en que Fincher es incapaz de construir la suspensión de la incredulidad que el espectador necesitaba para poder seguir la increíble huída de sus protagonistas sin hacerse contínuas preguntas. En definitiva, lo que la película necesitaba era una mayor dosis de fantasía, un tratamiento más delirante que explotara una atmósfera más abstracta y menos hiperrealista.
Es por ello que The Game funciona mejor cuando retrata la aburrida vida de su protagonista o los rituales laborables y sociales que dan sentido a esa vida (el detalle de que, para poder entrar en el lujoso restaurante en el que han quedado para comer, al hermano de Nicholas le han prestado una chaqueta en la entrada). De hecho, una de las más escalofriantes escenas de la película es aquella en la que un Nicholas sucio, andrajoso y sin blanca se coloca en el pasillo de un bar de carretera y llama la atención de los clientes para que alguien le lleve. Una imagen que nos trae a la memoria a esas figuras difuminadas que en el metro nos piden limosna y ante las que apartamos la vista sin pensar en los retorcidos virajes vitales que les ha llevado a esa situación.
Nicholas Van Orton, convertido en monarca solitario en su enorme castillo, no sólo vive marcado por ese pasado, sino que su vida ha acabado adquiriendo un tono fantasmagórico, vagamente mortuorio, propio de las viejas filmaciones habitadas por seres que ya han muerto. Una existencia monótona y de mecánica rectitud, desprovista de cualquier reflejo de sentimientos y bañada en la más crónica soledad (no hay imagen más determinante del individualista estilo de vida de Nicholas que el verle cenar una triste hanburguesa mientras ve las noticias). Cuando se nos informa que Nicholas cumple ese día 48 años, la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó, nos confirma que el protagonista se ha convertido definitivamente en un fantasma: como si considerara que su obligación es seguir los pasos de su padre, Nicholas ha deshumanizado su vida (más que hablar con la gente, parece que les ordena o utiliza frases prefijadas como si sus interlocutores fueran robots), sin atisbo de calidez vital.
Partiendo de este contexto, The Game es un kafkiano viaje al fin de la noche que convierte la ciudad en la que se mueve el protagonista en un tablero y a éste en el desnortado participante de un juego de reglas desconocidas. ¿Y cual es el objetivo en este juego? Demostrar los vulnerables pilares sobre los que se asienta la ordenada vida de su jugador: no es casualidad que la primera prueba venga indicada desde la pantalla de la televisión a través de la cual el presentador de un noticiero financiero se dirige directamente a Nicholas; no sólo es el medio por el cual el protagonista ha conseguido su formidable fortuna, sino que vulnera ese universo de frías cifras y datos en el que éste se siente tan seguro. La humanización del matemático desfile de números y porcentajes que habitualmente relata el presentado sirve de guía para el cúmulo de situaciones absurdas y surrealistas (la figura del payaso de madera) con el que el protagonista se irá encontrando, reverso oscuro y ligeramente sórdido (la habitación de hotel llena de fotos pornográficas y rayas de cocaína) de un mundo conocido y que a la vuelta de la esquina ya está mutando.
Este recorrido de corte iniciático sirve para evidenciar al protagonista la profunda vacuidad en la que está sumergido, viviendo en un castillo de naipes, tan lujoso como proclive al derrumbamiento. Para ello, se le irá despojando de todo aquello sobre lo que ha construido su torre de marfil (pierde su maletín, símbolo de su poder empresarial; su tarjeta de crédito, su poder económico; se le mancha la camisa y pierde un zapato de 1.000 dólares, su cuidada y elegante presencia; el pinchazo de una rueda de su coche, su libertad de movimiento). La escena en la que Nicholas surge del ataúd en el que ha sido enterrado en un cementerio mexicano es el símbolo de su resurrección como un nuevo ser, despojado de las ataduras de una vida basada en el lujo y la presencia (el traje blanco que lleva subraya su nuevo estado de pureza, en contraste con los trajes oscuros que ha llevado hasta ese momento).
The Game confirma a su director, apoyado por la espléndida labor del director de fotografía Harris Savides, como uno de los más consumados formalistas del cine comercial hollywoodiense contemporáneo. Cada plano de la película da la impresión de ser resultado de mil y una decisiones tomadas con tiralíneas. De esta manera, The Game hace gala de una ambientación urbana de marcado realismo que contradice el propio espíritu de la película. El problema de The Game no consiste en lo inverosímil de su punto de partida y lo endeble de su desarrollo, sino en que Fincher es incapaz de construir la suspensión de la incredulidad que el espectador necesitaba para poder seguir la increíble huída de sus protagonistas sin hacerse contínuas preguntas. En definitiva, lo que la película necesitaba era una mayor dosis de fantasía, un tratamiento más delirante que explotara una atmósfera más abstracta y menos hiperrealista.
Es por ello que The Game funciona mejor cuando retrata la aburrida vida de su protagonista o los rituales laborables y sociales que dan sentido a esa vida (el detalle de que, para poder entrar en el lujoso restaurante en el que han quedado para comer, al hermano de Nicholas le han prestado una chaqueta en la entrada). De hecho, una de las más escalofriantes escenas de la película es aquella en la que un Nicholas sucio, andrajoso y sin blanca se coloca en el pasillo de un bar de carretera y llama la atención de los clientes para que alguien le lleve. Una imagen que nos trae a la memoria a esas figuras difuminadas que en el metro nos piden limosna y ante las que apartamos la vista sin pensar en los retorcidos virajes vitales que les ha llevado a esa situación.
4 comentarios:
Bueno, me gustó mucho más que la calificación que le has dado.Para mí sí mantiene el suspense y lo más destacable me parecieron la interpretación de Douglas y la labor de Fincher.
¡Saludos y buen blog!
Hola y bienvenido al blog.
El reparto en general está muy bien, destacando sobre todo a Michael Douglas en un papel que nos recuerda a su Gordon Gekko de "Wall Street", hasta el punto de que podemos verlo como un What if... de cómo hubiera sido la vida de Gekko si no hubiera acabado en la cárcel (bueno, hasta hace poco). Lo cual, sin duda, enriquece su personaje.
Un saludo.
Douglas ha nacido para hacer de tío arrogante sin escrúpulos.
La película está bien, aunque es demasiado artificiosa y no aguanta un segundo visionado, más allá de suspender la incredulidad y convencerte que todo es un deus ex machina que justifique el final.
Y es una película que ejemplifica lo que es el primer Fincher (como supongo que hay estudio de toda su carrera ya incidiremos en ello) que está más pendiente en artificiosas puestas en escenas (en el buen sentido) que en lo que es más importante para narrar la historia
Voy a aprovechar este comentario Sr. Cautivo para decirle que no me he olvidado del especial Nolan, pero sí que me encontré una inesperada sorpresa al ver "Insomnio". Resulta que la edición en DVD tiene el formato cortado, pasando del 2.35:1 del cine al 1.85:1 en el DVD, una abominable práctica más propia de la época del VHS. A ver si con su salida en blu-ray puedo hacerme con una copia decente y lo acabamos.
Así que le respondo a su pregunta ya: mi película favorita de Nolan es "Memento" que ya reseñé.
Un saludo.
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