viernes, 26 de abril de 2013

Un verano con Mónica

(Sommaren med Monika)
Suecia, 1953. 96m. BN
D.: Ingmar Bergman P.: Allan Ekelund G.: Per Anders Fogëlstrom, basado en su novela I.: Harriet Andersson, Lars Ekborg, Dagmar Ebbensen, Âke Fridell

Las primeras imágenes de Un verano con Mónica nos sitúan en el puerto de una ciudad. La cámara parece embelesada por el tranquilo vaivén de las aguas. Los rayos del sol atraviesan las nubes, iluminando el mar calmado. Una idílica estampa que es rota por la presencia industrial de la misma ciudad, que con sus fábricas de largas chimeneas y sus barcos parece pretender cercar a la naturaleza. Ya en estos primeros minutos Ingmar Bergman nos plantea el tema principal de la película: la difícil relación entre el impulso salvaje de lo dionisíaco (representado por la propia naturaleza) con las obligaciones económico/sociales de la sociedad postindustrial (la ciudad descrita a través de sus máquinas de acero: el tren, el tranvía, los coches que inundan las calles, casi rodeando y apartando al joven repartidor que circula con su bicicleta).

Un verano con Mónica nos presenta una historia sentimental, la relación de una joven pareja, divida en tres partes, cada una correspondiente a una estación del año, las cuales, con su paso y sus cambios climáticos, matizarán dicha relación, proponiendo un discurso de fondo  con forma de atento demiurgo, como si el transcurrir de los meses impusiera un sello funesto, a modo de inevitable destino.

La acción comienza en la primavera. Lo dos jóvenes, Mónica y Harry, se conocen en un bar mientras descansan de sus respectivos trabajos. El resto del local está compuesto por la clientela habitual, ancianos que se sientan callados delante de sus bebidas, quizás recordando los lejanos tiempos de su juventud en los que el aire primaveral significaba algo más que unas hojas en el calendario. No por casualidad, Mónica y Harry ocupan una esquina del local, dándose mutuamente la espalda, como si cada uno fuera la sombra del otro. Como sabremos más tarde, ambos proceden de un entorno familiar diferente: él vive con su padre, enfermo crónico del estómago, en una casa amplia y bien decorada; en cambio, ella tiene que compartir el humilde y angosto espacio hogareño con sus padres y sus dos molestos hermanos menores. Pero hay un nexo común que les une: ambos se ven atrapados por sus respectivos trabajos, los cuales parecen buscar minarles sus juventud y transformarles en peones útiles para la sociedad (mientras que Harry no para de recibir continuas broncas de sus jefes, Mónica tiene que apartar sin descanso a los moscones que pululan por la tienda intentando meterle mano). Partiendo de este punto, las mencionadas diferencias se convierte en elementos compatibles de la relación: Harry anhela compañía en una vida marcada por la soledad; Mónica necesita espacio, sentir que hay sitio para su intimidad.

Ante este panorama, no debería extrañarnos la rapidez con la que los dos protagonistas se enamoran, en los minutos que separan la petición de una cerilla de una invitación para ir al cine. Cuando Harry acompaña a Mónica a su casa tras una de sus citas se encuentra con un antiguo novio de ella, quien acabará propinándole una paliza. Mónica parece ser el único rayo de luz -de juventud, de frescura, de esperanza- en un entorno vital semejante a un callejón sin salida: el pavimento gris y sucio, los edificios de paredes negras, las calles llenas de ancianos como recordatorio del inevitable futuro de los jóvenes, la sombría iluminación de la casa de Harry o la claustrofóbica habitación de Mónica, que hace las veces de comedor, cocina y dormitorio.

 Es por ello que, con la llegada del verano, Mónica y Harry deciden abandonarlo todo -sus hogares y sus trabajos- y huir juntos embarcándose en la barca del padre del segundo y trasladándose a una costa aparentemente deshabitada. Allí, poco a poco, irán deshaciéndose de cualquier atisbo de civilización para sumergirse en una celebración telúrica de su amor. Bergman describe estos pasajes a través de dos figuras narrativas: por un lado, planos generales que fusionan a los protagonistas con el paisaje de naturaleza salvaje que les rodea: Mónica saltando entre las rocas, metiéndose en el agua para lavarse la cara, situándose detrás de un árbol para orinar; por otro, encuadres cerrados que unen los rostros de los dos en el mismo plano, representándose así su unión. El uniforme de faena y los trajes son sustituidos por pantalones cortos y camiseta de tirantes. Las convenciones establecidas se van dejando de lado hasta que, finalmente, Mónica se desnuda del todo y pasea tan desinhibida como el escenario que le rodea. Incluso se repite la situación de una pelea, como la que tuvo lugar en la ciudad, en su momento una humillación, ahora convertido en una reafirmación de su libertad.

Pero la realidad parece imponerse. Mónica se queda embarazada y el fin del verano transforma el hasta ese momento idílico paisaje: el cielo se nubla, la lluvia cae con fuerza, las ramas hieren las piernas y las rocas castigan los pies, y mientras, el hambre se abre paso entre las ilusiones de Mónica y Harry. El regreso resulta desolador: un plano subjetivo nos muestra a los protagonistas navegando con su barca. El agua parece infinita, el horizonte lleno de posibilidades, hasta que, de manera oscura y amenazadora, surge la silueta de la ciudad. A su paso, se encuentran con un gigantesco barco que llena el cielo con la negrura del humo que surge de su chimenea, como dándoles la bienvenida al agujero del que nunca debieron intentar escapar.

Los espacios abiertos han desaparecido. A partir de este momento, la acción de la película se desarrollará en interiores. Los antaño hogares individuales de Harry y Mónica finalmente han convergido en una única ratonera: los tres -pues ya ha nacido su hija- comparten la misma habitación, pero durmiendo en camas diferentes: de nuevo, Mónica se ve agobiada y Harry, solo. La colocación de la cámara convierte las rejas del cabecero de la cama en barrotes que aprisionan a la pareja en la cárcel de su vida en común. Bergman se cuida de no mostrar al bebé, el cual se ha convertido en la constatación del fracaso de la utopía romántica, hasta los minutos finales, cuando se descubre como la última esperanza de futuro para Harry.

De la fuerza de la pasión y del deseo que alimentó la relación de los chicos al comienzo, pasando por la explosión del amor y la libertad, nos hemos convertido en testigos de la decadencia de esa fuerza regeneradora, tornada en potencia autodestructiva. ¿Podemos concluir, por tanto, que Un verano con Mónica es una película pesimista? La respuesta la encontramos en el plano más magnético del relato: Mónica ha dejado a su hija con la tía de Harry y por fin puede salir a divertirse. Se ha comprado un nuevo abrigo con el dinero que Harry le dio para pagar el alquiler y flirtea con un chico en un bar. Éste pone una canción en la máquina tocadiscos. La cámaras se acerca hasta detenerse en un primer plano de Mónica. Ésta se gira y mira a la cámara directamente. El fondo desaparece tintándose de negro. Y un ruido industrial acaba apagando la canción. Mónica nos mira desafiante: es el semblante de la derrota, pero también de una dignidad humillada: la de quien es consciente de su fracaso, pero también de su intento por romper las cadenas que, de nuevo, siente alrededor de su cuello.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno tu analisis la verdad! Saludos!