USA, 1981. 167m. C.
D.: Sidney Lumet P.: Burtt Harris G.: Jay Presson Allen & Sidney Lumet, basado en el libro de Robert Daley I.: Treat Williams, Jerry Orbach, Richard Foronjy, Don Billett
Miedo. Culpa. Remordimiento. Estos tres términos que se escuchan hacia el final de esta musculosa película dirigida por el recientemente desaparecido Sidney Lumet enlazan directamente con la primera escena del film, en el que vemos al protagonista, el detective Daniel Ciello, despertándose en medio de la noche, alarmado por un ruido que posiblemente sólo se haya escuchado en el interior de su cabeza. Unas palabras que recorren el componente moral del film, describiéndonos un mundo en el que la corrupción supone el motor que mueve todas las cosas y el hombre ha de luchar día a día con ese entorno y con su conciencia.
Los principales personajes de El príncipe de la ciudad son presentados a través de sus fichas policiales, acompañadas por declaraciones del protagonista. La primera mitad del metraje se centra en la crónica del trabajo de Daniel dentro de una sección de asuntos internos dispuesta a destapar la corrupción dentro del cuerpo de policía. El director de Tarde de perros realiza un retrato de corte documental a través de una puesta en escena frontal y sin adornos estilísticos, como si observara los hechos desde el distanciamientos frío de un trabajo periodístico, incluso en las escenas tendentes a la intriga. Como parte importante de este tono realista, las secuencias de las operaciones de Daniel carecen de acompañamiento musical como si se evitase cualquier elemento dramático.
En cambio, los momentos privados de la vida de Daniel, ya sea con su familia o con los miembros de la operación, sí que están ilustradas con la partitura compuesta por Paul Chihara. Sin la máscara con la que se mueve por las calles, Daniel se tiene que enfrentar a sus propios demonios internos, aquellos de los que ha intentado escapar y acabarán empujándole a un callejón sin salida. La atmósfera documental desaparece para construir un relato dramático, que a medida que avanza va enrareciendo el tono hasta límites casi kafkianos (el montaje que nos muestra como Daniel va conociendo a un fiscal detrás de otro encargados de los casos que ha destapado es casi surrealista).
Es en este punto en el que Daniel descubre la cruel ironía que planea por todo el metraje cuando, al ser internado en un centro institucional donde preparar sus casos, dice que él ha sido encerrado antes que los delincuentes. El oscuro nihilismo que despide El príncipe de la ciudad no proviene de su trama principal -la corrupción policial- sino del dibujo de los degradados hilos que forman el ejercicio de la justicia. Unos hilos que sirven para atar en un mismo conjunto a los delincuentes y a los que trabajan al lado de la ley. Inocencia y culpabilidad, crimen y justicia, moralidad y ética son conceptos que se relativizan en un entrincado universo de escuchas ilegales, sobornos y extorsión.
Ante este negro panorama, el final de El príncipe de la ciudad no puede ser más descorazonador. Y lo es porque abandona al ser humano al peor castigo que le puede tocar: convivir consigo mismo, una criatura que desprecia y que sabe que no puede confiar ya en nada ni en nadie. El plano congelado que clausura el film encierra al protagonista en el momento en el que es consciente que intentando escapar del sentimiento de culpa, ha quedado aprisionado para siempre en el purgatorio del desprecio.
Los principales personajes de El príncipe de la ciudad son presentados a través de sus fichas policiales, acompañadas por declaraciones del protagonista. La primera mitad del metraje se centra en la crónica del trabajo de Daniel dentro de una sección de asuntos internos dispuesta a destapar la corrupción dentro del cuerpo de policía. El director de Tarde de perros realiza un retrato de corte documental a través de una puesta en escena frontal y sin adornos estilísticos, como si observara los hechos desde el distanciamientos frío de un trabajo periodístico, incluso en las escenas tendentes a la intriga. Como parte importante de este tono realista, las secuencias de las operaciones de Daniel carecen de acompañamiento musical como si se evitase cualquier elemento dramático.
En cambio, los momentos privados de la vida de Daniel, ya sea con su familia o con los miembros de la operación, sí que están ilustradas con la partitura compuesta por Paul Chihara. Sin la máscara con la que se mueve por las calles, Daniel se tiene que enfrentar a sus propios demonios internos, aquellos de los que ha intentado escapar y acabarán empujándole a un callejón sin salida. La atmósfera documental desaparece para construir un relato dramático, que a medida que avanza va enrareciendo el tono hasta límites casi kafkianos (el montaje que nos muestra como Daniel va conociendo a un fiscal detrás de otro encargados de los casos que ha destapado es casi surrealista).
Es en este punto en el que Daniel descubre la cruel ironía que planea por todo el metraje cuando, al ser internado en un centro institucional donde preparar sus casos, dice que él ha sido encerrado antes que los delincuentes. El oscuro nihilismo que despide El príncipe de la ciudad no proviene de su trama principal -la corrupción policial- sino del dibujo de los degradados hilos que forman el ejercicio de la justicia. Unos hilos que sirven para atar en un mismo conjunto a los delincuentes y a los que trabajan al lado de la ley. Inocencia y culpabilidad, crimen y justicia, moralidad y ética son conceptos que se relativizan en un entrincado universo de escuchas ilegales, sobornos y extorsión.
Ante este negro panorama, el final de El príncipe de la ciudad no puede ser más descorazonador. Y lo es porque abandona al ser humano al peor castigo que le puede tocar: convivir consigo mismo, una criatura que desprecia y que sabe que no puede confiar ya en nada ni en nadie. El plano congelado que clausura el film encierra al protagonista en el momento en el que es consciente que intentando escapar del sentimiento de culpa, ha quedado aprisionado para siempre en el purgatorio del desprecio.
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