jueves, 7 de marzo de 2013

La maldición de Frankenstein

(The Curse of Frankenstein)
UK, 1957. 82m. C.
D.: Terence Fisher P.: Anthony Hinds & Max Rosenberg G.: Jimmy Sangster, basado en la novela de Mary W. Shelley I.: Peter Cushing, Hazel Court, Robert Urquhart, Christopher Lee


Al principio de La maldición de Frankenstein conocemos al protagonista que da título al film, el barón Victor Frankenstein, encerrado en una sucia celda, esperando la llegada de su muerte, acusado de unos crímenes que desconocemos aún. A su lado es llevado un sacerdote para que escuche las últimas palabras del prisionero. Pero lo que busca Frankenstein no es alivio espiritual para su alma, sino la necesidad de contar su historia, de compartir la obsesión que ha acabado finalmente con su vida. Esta idea sirve para alejar La maldición de Frankenstein de las célebres adaptaciones anteriores realizadas por la productora Universal de la novela inmortal de Mary Shelley, y la acerca a dicha fuente original, en la cual un igualmente demacrado y al borde de la muerte Frankenstein utilizaba sus últimas fuerzas para relatarle al capitán del barco en el que había sido recogido los atroces sucesos que marcaron su aciaga existencia.

Se ha repetido hasta la saciedad la innovación que supuso en el acercamiento de la Hammer al doctor Frankenstein el centrar el foco de atención no en la criatura producto de sus aberrantes experimentos, sino en el doctor mismo. Igualmente, se ha señalado el expresivo uso del color, especialmente la intensidad de los rojos, los cuales pueden representar tanto la violencia como los fuertes instintos que mueven a los personajes. Todo esto es cierto, y viene marcado por ese punto de vista señalado al principio. En esta ocasión, Frankenstein no busca superar la barrera insondable de la muerte como venganza por lo que ésta le ha arrebatado (la muerte de su madre al dar a luz a su hermano pequeño), sino que surge de un impulso interior por romper las barreras de la Naturaleza, entendida ésta tanto en su vertiente biológica como moral.

La acción de La maldición de Frankenstein transcurre casi en su integridad en el interior de la mansión del barón, como si esta fuera una proyección de su alterada mente. Así, podemos acotar dos espacios físicos: uno, la parte de la casa destinada a la vida social, ostentosa en el lujo, dedicada a los encuentros con amigos y admirados intelectuales, toda ella exultante de unos brillantes y cálidos colores; sobre ese espacio civilizado se encuentra el laboratorio donde Victor trabaja, que se asemeja a una cueva, con sus grises paredes de piedra, y cuyo único mobiliario consiste en la intrincada maraña de instrumental científico como probetas, palancas, sueros e, incluso, una bañera llena de ácido en la que poder deshacerse de los restos incómodos.

Lo más inquietante del film no viene dado por los experimentos en sí o la presencia de la monstruosa criatura, sino por la implacable amoralidad de Frankenstein, cegado en su obsesión por alcanzar su meta y que acaba contagiando a todo lo que le rodea. Terence Fisher mueve su cámara con elegancia, haciendo que la parte pública de la vida de su protagonista y las labores privadas de sus experimentos acaben fusionándose a través de pequeños detalles: Víctor limpiándose las manos llenas de sangre en su elegante chaqueta; la estudiada tranquilidad con la que toma una copa de vino para, minutos después, trabajar en la mesa de operaciones con un par de manos cercenadas. Lo hórrido acaba integrándose con naturalidad en el relato, de la misma manera con la cual la criatura convive en el mismo encuadre con su creador, convertida en la representación material (llena de cicatrices, de piel verdosa y porte desgarbado) de la locura de éste.

No es extraño que el supuesto monstruo acabe comportándose como si fuera la mascota de Frankenstein, acatando sus órdenes con el desconcierto y la tristeza de quien ignora el motivo de su existencia. Resulta fácil ver en La maldición de Frankenstein la representación los vicios de una clase opresora que, amparada en el poder y la inmunidad que da la riqueza, se impone a los que se mueven a su alrededor: recordemos la escena en la cual Paul, el tutor y ayudante de Frankenstein, increpa a Elizabeth, la prima de Victor con quien está prometida, que se vaya a casar con un hombre que apenas conoce, sólo porque así se decidió cuando eran niños; o la manera con la que el barón utiliza a su criada, prometiéndole que se casarán sólo para poder acostarse con ella, y echándola en cuanto se queda embarazada.

La maldición de Frankenstein finaliza con Víctor Frankenstein recorriendo junto a los guardias el pasillo que le conduce a su muerte. La cámara encuadra la construcción de la guillotina a la que es dirigido, mientras los créditos transcurren por la pantalla. No sorprende el otorgar el último plano del film a la Dama de la Cuchilla que tanta sangre azul ha hecho correr.

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