Dinamarca/Suecia/Francia/Alemania, 2011. 136m. C.
D.: Lars von Trier P.: Louise Vesth & Meta Louise Foldager G.: Lars von Trier I.: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Charlotte Rampling
El prólogo de Melancolía
aúna en su interior dos tiempos divergentes. Por un lado, el choque del planeta
que da nombre a la película con la Tierra. Un hecho que reduce a polvo la
existencia del ser humano, así como el marco en el que ésta se ha desarrollado, en cuestión de segundos, tras los cuales quedará un vacío allí donde antes
había vida. Von Trier nos muestra los últimos momentos de tres personajes: dos
mujeres adultas, una rubia y otra morena, y un niño. Las imágenes se nos presentan de manera independiente, como cuadros que concentran en su interior todo su
sentido: la mujer morena llevando al niño en brazos mientras sus pies se hunden
en un interminable campo de golf; la joven rubia levantando sus manos, viendo
como una corriente eléctrica recorre sus dedos; un caballo desplomándose en el
suelo. La cámara lenta suspende los movimientos, siendo casi imperceptibles, como
si los cuerpos estuvieran congelados en el tiempo. La extrema ralentización de
las imágenes captura un momento fugaz pero de mayúscula importancia: el último
aliento: la desesperación por el fin de
todo o la cabal aceptación de la llegada del Apocalipsis. Son escenas en las
que se mezcla la inmediatez del momento con su representación simbólica: la
misma mujer rubia vestida con un traje de novia intentando atravesar un oscuro
bosque mientras una enredadera formada por lana gris intenta impedírselo.
La dualidad es la figura central sobre la que se construye Melancolía: dos hermanas, dos planetas
y dos partes en las que está dividida la película. Y, como ejemplifica la
escena pre-título, cada una de las mitades esconde en su interior una aparente
contradicción que sirve para señalar las paradojas y compleji-dades del ser
humano. Los dos fragmentos divisorios llevan el nombre de las hermanas,
Justine, la mujer de pelo rubio, y Claire, la morena. Justine da título a la
primera parte, centrada en el banquete de boda de ésta, organizada por su hermana y que tiene lugar en la imponente mansión en la que ésta vive con su marido,
John, y el hijo de ambos, Leo. Antes de llegar al lugar, vemos a Justine y a
Michael, su reciente esposo, a bordo de una limusina que les tiene que llevar a
la mansión, donde les están esperando los invitados. Debido a su longitud, el
coche se ha quedado atascado en una curva cerrada. Este banal incidente
despierta la impaciencia de Michael y el posterior enfado de Claire y John,
obsesionados por el desarrollo de la fiesta, milimétricamente organizada. No
sucede así, en cambio, con Justine, quien recibe la situación con una alegría
casi infantil.
Será la primera señal del distanciamiento psicológico de
Justine con quienes le rodean y el mundo que representan. Claire no cesa de
insistir que la fastuosa fiesta se ha organizado porque así lo quería su hermana, y
John de recordarle lo mucho que ha costado llevarla a cabo. Efectivamente, el
lujo y lo ceremonioso están presente en todo su esplendor: el gigantesco comedor
lleno de invitados; el campo de golf de 18 hoyos en el que se sueltan hacia el
firmamento una serie de pequeños globos luminosos; los brindis y la partición
de la tarta. Pero todo ese lujo, esa ostentación de bienestar económico, no
hace sino subrayar la profunda depresión vital que sufre Justine. “Lo intenté”,
le confiesa a su hermana una vez se ha evidenciado el fracaso. La forzada
sonrisa y su espléndido vestido blanco son reflejos del profundo dolor que la atenaza, de su intento de integración, del formar parte de una masa que ha
hecho del dinero y el poder material la razón de su ser, únicos medios con los
que desviar la mirada de la mediocridad de su existencia. Ante tan deprimente
panorama, no resulta extraño que Justine se sienta más identificada con las
lejanas y solitarias estrellas que la observan desde el cielo que con la especie
humana a la que por naturaleza pertenece. De manera coherente, Lars von Trier
retoma los elementos estilísticos propios
del Dogma95 –la cámara temblequeante, el abrupto montaje, la iluminación
naturalista-, dando a las imágenes un aspecto feísta deliberado con el que
retratar un mundo levantado por las apariencias, pero de ruin interior.
Tras una breve elipsis, la acción toma a Claire como
protagonista de la segunda, y última, parte del film, que lleva su nombre.
Claire acoge en su casa a una Justine notoriamente desmejorada, a un paso del
colapso mental definitivo, como si la lucidez despertada el día de su boda
(finalmente frustrada) la sumiera en una desolación existencial que le
impidiera siquiera moverse, consciente de que cualquier acto es fútil. Una
actitud que coincide con el acercamiento del inmenso planeta llamado
Melancolía, el cual pasará rozando la Tierra, lo cual despierta los temores de
Claire a que finalmente se dé un choque entre los dos planetas, a pesar de los
reconfortantes cálculos científicos.
Von Trier introduce un estimulante dato de carácter casi
paranormal: en un momento de su tensa relación, Justine le dice a Claire que ve
cosas, haciendo gala de un extraño don clarividente. A la luz de este detalle, es fácil imaginar un
enlace emocional entre Justine y el planeta Melancolía, como si éste respondiera
a la tristeza de la mujer y accediera a exterminar a una raza (la humana) que
es malvada por naturaleza, como replica
Justine. Así, a medida que los días
pasan y el planeta se acerca de manera amenazadora, Justine se va recuperando del
rigor que la atenazaba, como si la cercanía de Melancolía la llenara de
energía: retengamos la escena en la que Claire sigue a su hermana mientras sale
a dar un paseo nocturno. La encontrará tumbada, completa-mente desnuda, entre la
hierba del bosque, iluminada por la luz azulada del planeta de la muerte,
ofreciéndose a éste, a la vez que fusiona su cuerpo con la naturaleza que le
rodea, confiriendo al momento un penetrante poder telúrico, próximo al que
surgía, poderoso, de la magnífica Anticristo.
Podemos considerar a Melancolía
como una continuación genérica de su anterior film, sustituyendo el terror
por la ciencia-ficción apocalíptica, a través de la cual el director de Bailar
en la oscuridad vuelve a realizar una radiografía de la depresión y el abatimiento
emocional como fuentes de energía tan depuradoras como aniquiladoras. La
inmensidad del planeta Melancolía contrasta con la pequeñez de las angustias de
Justine, Claire y el resto de la familia, de la misma manera que Von Trier pasa
de lo operístico (realzado por la utilización de la wagneriana Trsitán e Isolda) a lo íntimo con
pasmosa facilidad, combinando el nihilismo que se apodera de todo el metraje al
saber, desde su mismo inicio, el fin inevitable de todas las cosas, con cierto
romanticismo alemán que encuentra belleza en ese mismo fin. El talento de Von Trier
queda patente en el sobrecogedor final de Melancolía,
en el cual dicho nihilismo, entendido como la aceptación de un destino
inevitable, da paso a una cierta dignidad humana focalizada a través de la
fuerza de la imaginación.
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