UK, 1970. 105m. C.
D.: Donald Cammell & Nicolas Roeg P.: Sanford Lieberson G.: Donald Cammell I.: James Fox, Mick Jagger, Anita Palenberg, Michéle Breton
I
En 1969, segunda entrega de la trilogía Century, a su
vez, cuarto volumen de la serie La liga de los caballeros extraordinarios,
cómic escrito por Alan Moore y dibujado por Kevin O’Neill, se nos presenta al
personaje de Turner, el líder y cantante del grupo de rock psicodélico Purple
Orchestra, quien, tras perder a uno de los miembros de su banda, asesinado en
su piscina por un enigmático grupo de monjes encapuchados, decide utilizar un
concierto-homenaje a la memoria de éste para poner en marcha un ritual mágic(k)o
con el cual convertirse en el receptor del espíritu de Oliver Haddo, mago victoriano que ha logrado sobrevivir al paso de los años a través de una serie
de reencarnaciones más o menos forzadas.
Una de las principales características de 1969, y posible
fuente del desconcierto por parte del lector no avisado/documentado, consiste en
que, más allá de las referencias literarias que suponen la base de La liga de
los caballeros extraordinarios desde sus inicios, echa mano a la realidad, más o
menos tangible y/o material, de la época que retrata, convirtiendo a sus
personajes en sosias de personalidades reales: así, Turner está inspirado en un
Mick Jagger en el apogeo de su interés esotérico y el grupo Purple Orchestra
es, a su vez, los Rolling Stones. La muerte en extrañas circunstancias de Brian
Jones, miembro fundador de los Rolling Stones, es también reinterpretada por
Moore, haciéndole formar parte involuntaria del ritual de reencarnación de
Oliver Haddo, el cual es el nombre del protagonista del oscuro film The
Magician, dirigido por Rex Ingram en 1926, interpretado por Paul Wegener, quien
encarnaba a un sosias de Aleister Crowley, figura mítica y mitificada, mago y
literato, alpinista y explorador de las artes arcanas y sexuales, considerado “la
persona más depravada de Inglaterra” y apodado la Gran Bestia 666.
Pero, si algo es evidente para el seguidor de la obra del
escritor de Watchmen o Promethea, es que el mago de Northampton no da puntada
sin hilo. Turner es el nombre del personaje interpretado por Mick Jagger en
Performance, antiguo líder de la banda musical Purple Orchestra, ahora al
margen de la vida social, habiendo perdido su genio musical y encerrado en un
edificio en Notting Hill, abandonado a prácticas hedonistas y sexuales junto a
su amante Pherber (interpretada por Anita Pallenberg, quien fuera novia del
finado Brian Jones). Si tenemos en cuenta que la película dirigida por Nicolas
Roeg y Donald Cammell (cuyo padre, Richard Cammell mantuvo una estrecha amistad
con Crowley) tiene lugar en 1970, y en ella se nos explica que Turner es una
estrella en declive, resulta fácil leer 1969 como una precuela de Performance
donde se nos narra el comienzo de ese declive al salir mal el ritual de
reencarnación.
II
Esta larga introducción no sirve sólo para demostrar, una
vez más, la erudición y habilidad incuestionables de Alan Moore a la hora de
crear complejas tramas intertextuales incluso en sus obras más aparentemente
populares, sino para evidenciar la existencia de una línea mágica invisible
pero perceptible para todos aquellos dispuestos a hundirse en su significado,
que, de manera oculta pero palpable, recorre la historia de la humanidad y cuya
puerta es construida a través de una serie de obras artísticas, auténticos ojos
a través de los cuales atravesar el velo de lo que conocemos como realidad para
entrar en un nivel de consciencia superior. Century no es el primer intento de
Alan Moore de facilitarnos dicho pasaje, sino que previamente encontramos trabajos
como From Hell o la más teórica Promethea. Y es bajo este mismo prisma a través
del cual debemos visionar un film como Performance.
Durante su primera mitad, Performance introduce al
espectador en una áspera y violenta muestra de cine negro, siguiendo los
movimientos de Chas, un rudo gangster que, bajo las órdenes de un oscuro grupo de negocios de corte mafioso,
se dedica a extorsionar con expeditivas maneras a todos aquellos que no están
dispuestos a aceptar los “favores” de su jefe. Así, Chas se nos presenta como
una muestra icónica del género noir, quien se acuesta con hermosas mujeres, de
porte chulesco y sin ningún miramiento a la hora de chantajear o utilizar los
puños. Sin embargo, antes de que el espectador tenga la impresión de
encontrarse ante un producto genérico convencional, Cammell y el fotógrafo
Nicolas Roeg distorsionan la narración del film a través del uso de un montaje
de choque en el que se mezclan escenas antitéticas; extrañas simbiosis entre
palabras, imágenes y sonidos, como si una fuerza externa intentara penetrar en
la realidad de Chas.
Una
fuerza que tomará forma en la pálida, espigada y decadente figura de Turner cuando Chas
tenga que refugiarse en su casa después de huir de aquellos para los que, hasta
hace poco, trabajaba. A partir de ese momento, Performance muda su piel o,
quizás más bien, revela su auténtica esencia, sumergiendo a Chas, y con él al
espectador, en un ritual esotérico construido con las herramientas que dan cuerpo
a la propia película. En este sentido, no ha de considerarse Performance como
un título con elementos esotéricos o cabalistas, un retrato de ciertos
ejercicios ocultistas, sino un producto mágico en sí mismo considerado, que
utiliza las técnicas cinematográficas como herramientas rituales. De la misma
manera que Turner introduce a Chas en su universo decadente y sensual, lisérgico
y críptico, de cara a penetrar en el interior de su esencia personal, a través
de la cual recoger la energía que necesita para facturar un último hit musical (titulado "Memo From Turner" y cantado por, of course, Mick Jagger) ,
el público de Performance es arrastrado a un laberíntico entramado de imágenes,
colores, cuerpos y canciones, los cuales le alejen de la materialidad en la que
se encuentra (el salón de su casa o una sala de cine) para sumergirle en la
inmaterialidad de la película, puente hacia el universo que se esconde tras los
pliegues de nuestra realidad cotidiana, esos engranajes invisibles que, sin
embargo, sostienen nuestra existencia.
III
Ver o juzgar Performance como un producto estrictamente
cinematográfico, analizado a la luz de una cierta ortodoxia cinéfila resulta un
ejercicio tan improductivo como seguramente irritante (al igual que ver en
Century un mero entretenimiento o una aventura más de la popular Liga creada por Moore
y O’Neill). No resulta difícil destacar las carencias fílmicas de la película:
su hermética y confusa estructura, sus altibajos de ritmo, no pocos caprichos
formales o los abundantes diálogos que rozan lo ininteligible. Existe, qué duda
cabe, una corriente cinéfila empeñada en negar la intertextualidad del cine,
quienes prefieren encerrarlo en etiquetados compartimentos estancos y utilizar
técnicas endogámicas para su disección y catalogación. Olvidan los inicios del
cinematógrafo como curiosidad científica y fenómeno de barraca de feria, su
condición de invento demoníaco capaz de apoderarse del alma de aquellos que dejan
atrapar su imagen en eternos fotogramas. ¿Acaso resulta necesario aclarar que
el cine es la herramienta con la cual el ser humano ha alcanzado la
inmortalidad? Después de todo, a pesar del paso de los años, de la inevitable
vejez y la no menos inevitable muerte, Mick Jagger permanecerá joven y hermoso
para siempre en el interior de Performance.
Y es que Performance, en este sentido, es cine en estado
puro desde el momento en el que, por encima de su poder de comunicación o su utilidad
como entretenimiento, hace uso de la puesta en escena y del montaje, de la
escenografía y de la banda sonora para proponer una experiencia sensorial al
límite, en la cual hallamos desde viajes al centro de la subjetividad personal
(Turner se coloca delante de Chas, la cámara realiza un acercamiento a la nuca
de Turner, introduciéndose en sus largos cabellos oscuro hasta salir por el
otro lado, pasando a ver desde los ojos de Turner), transformaciones sexuales
(Pherber se encuentra en la cama con Chas y utiliza un pequeño espejo de mano
para reflejar uno de sus senos en el pecho de Chas o dividir su rostro en dos partes: masculina y femenina) o suplantaciones de personalidad
(las transparencias que funden el rostro de Chas y el de Turner; o la
utilización de un espejo para reflejar la cara de Chas entre la melena de
Pherber).
En su baile genérico (del noir al fantástico, de la
ópera-rock al erotismo), Performance adquiere, finalmente, un atractivo
especial como documento histórico, mostrándonos un retrato de la existencia
desquiciada y, a la vez, aletargada de un estrella rock de los 60 como Mick
Jagger, encerrada en su mansión, con las cortinas siempre corridas, andando
sobre centenarias alfombras persas, experimentando con todo tipo de sustancias
alucinógenas, filmando en Súper 8 sus orgías inacabables y rodeado de
instrumentos con los que dar rienda suelta un torrente de inspiración cuyo
origen bien puede venir del universo interior o de la corriente denominada “espacio-idea”
a la que Alan Moore también acude para elaborar sus ficciones y que ha nutrido
la imaginación del hombre a través de los milenios.
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