sábado, 2 de junio de 2012

Tenemos que hablar de Kevin

(We Need to Talk About Kevin)
UK/USA, 2011. 112m. C.
D.: Lynne Ramsay P.: Jennifer Fox, Luc Roeg & Robert Salerno G.: Lynne Ramsay & Rory Kinnear, basado en la novela de Lionel Shriver I.: Tilda Swinton, John C. Reilly, Ezra Miller, Ashley Gerasimovich

En el número de mayo de la revista Dirigido por, dentro del dossier dedicado al "Cine de terror moderno e inédito", con motivo de su reseña dedicada al film británico The Children, José María Latorre realiza un sucinto repaso a la figura de los niños asesinos dentro de la literatura. En esa lista, formada por nombres tan reputados como William Golding, Richard Hughes y J.G. Ballard (con un autoapunte a la obra del propio Latorre), perfectamente podría haber incluido el de la escritora norteamericana Lionel Shriver quien en su prestigiosa novela Tenemos que hablar de Kevin recoge el fantasma de Columbine para realizar un brutal retrato de la esencia de la idiosincrasia de lo americano vista tanto desde dentro como desde fuera. Lo que distingue tanto la obra de Shriver como la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Lynne Ramsay consiste en que, en este caso, el punto de vista se centra en el de la madre de Kevin, cuya vida se verá condicionada por el nacimiento de su hijo, algo lógico, pero no en el sentido que espera. Esta perspectiva convierte a Tenemos que hablar de Kevin no tanto en la radiografía de la génesis y crecimiento (tanto a nivel físico como psicológico) de un ser asocial, cuyo distanciamiento emocional con los congéneres que le rodean le llevará a realizar un atroz acto de cariz catártico, como en una -satírica en ocasiones, escalofriante en otras- mirada a la maternidad entendida como la invasión -a nivel corporal y existencial- de un ser extraño cuya conexión sentimental es más teórica que práctica.

Pero mientras que en las páginas escritas por Shriver el mencionado acto es descrito al final del primer capítulo, eliminando el elemento de misterio, en cambio, Ramsay y su guionista Rory Kinnear lo mantienen en secreto desplegando a lo largo del metraje una serie de pistas y señales que preparen el terreno del factor sorpresa de cara al clímax final. A partir de esta idea, Tenemos que hablar de Kevin luce una estructura fuertemente fragmentada, utilizando dicho acto como motor central de la acción a partir del cual el pasado y el presente se funden y se confunden en la mente de la protagonista. Esta decisión de puesta en escena puede resultar tan discutible como tangencial para el resultado final. De esta manera, las preguntas que surgen a raíz de lo expuesto al final del primer párrafo -¿es el amor entre una madre y un hijo un acuerdo tácito pre-natural antes que un sentimiento puro? ¿hasta qué punto es responsable una madre de las acciones de su hijo? ¿es el medio familiar un caldo de cultivo de cara a la educación del individuo o, al contrario, dicho medio se ve condicionado por la presencia y actos de éste?- adquieren un nuevo matiz desde el momento en el que viajamos por los recuerdos rotos de una mujer convertida en una paria en su comunidad debido a los sucesos protagonizados por un hijo que, en realidad, nunca fue deseado.

Es por ello que, desde el comienzo, Tenemos que hablar de Kevin nos coloca en el terreno de lo simbólico. El impactante plano que nos muestra a la protagonista, Eva Khatchadourian, madre del Kevin del título, en medio de la tomatina de Buñol, embadurnada con trozos de tomate y siendo elevada con los brazos extendidos como si fuera un Cristo crucificado no sirve de dato informativo de la afición por viajar de la protagonista -apuntada apenas en la película, más desarrollada en el libro- sino que oficia de introducción alegórica. El rojo estará presente a lo largo de todo el metraje, casi en cada plano, como representación del sentimiento de culpa de Eva. Así, durante los sucesos situados en el pasado (es decir, antes del acto), el rojo está presente a través de todo tipo de objetos cotidianos -una silla, una pelota, la luz intermitente del despertador, un peluche- como señales que nos avisaran de que en los aparentemente idílicos escenarios se está incubando el germen de la catástrofe; mientras que cuando la acción se sitúa en el presente adquiere una forma amenazante -la pintura que los vecinos lanzan contra la fachada blanca de la casa de Eva, como si fuera una herida que estuviera sangrando-. La tonalidad rojiza que inunda el interior de la casa debido a la pintura que ha cubierto los cristales de las ventanas transmuta el hogar en un infierno personal.

El cuidado esteticista de las imágenes -con sus cuidados encuadres en scope, su equilibrio cromático- unido a su elaborado diseño de sonido -destacando el uso que se hace de los canales traseros, como si el sonido viniera de un lugar lejano, como ecos que Eva escuchara en su cabeza- nos revelan que los hechos narrados están embellecidos por el recuerdo: o, lo que es lo mismo, que la fragmentación a la que están sometidos esos mismos recuerdos no sea más que el medio por el cual Eva se resiste a afrontar la verdad. Y esta es... ¿de donde surge ese sentimiento de culpa? ¿A qué se debe? ¿Es Kevin, tal y como nos cuenta Eva, el prototipo de un sociópata; un ser cuyo único sentido a su existencia, ya siendo un bebé, es molestarla, estropear la vida de su propia madre? ¿O es el resultado de la inexistencia del sentimiento materno por parte de Eva, de su incapacidad a aceptar su responsabilidad de cara al fruto de su vientre?

Es en este terreno ambiguo en el que Tenemos que hablar de Kevin logra sus mayores logros, especialmente en su condición de complemento de una película como Elephant. Si en aquel film Gus van Sant envasaba al vacío el sentido y las motivaciones de sus asesinos protagonistas, perdidos en el laberinto de la cotidianidad, Tenemos que hablar de Kevin bucea en esas motivaciones para toparse, cara a cara, con la Nada. El rostro demacrado y chupado por la culpa de una extraordinaria Tilda Swinton acaba resultando el escalofriante retrato tanto de las complejidades del concepto de la maternidad como las dificultades a la hora de enfrentarnos al nacimiento del Mal dentro del seno familiar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Saludos desde la Guillermocracia. He elegido El Blog de Int como galardonado para el Premio Liebster. Esperando que sea de agrado el reconocimiento, me despido cordialmente.

José M. García dijo...

Hola, Guillermo. Pues le agradezco mucho el detalle, intentaré esforzarme para que siga disfrutando de este humilde blog.

Un saludo.