USA, 1976. 113m. C.
D.: Martin Scorsese P.: Julian Phillips & Michael Phillips G.: Paul Schrader I.: Robert De Niro, Jodie Foster, Cybill Shepherd, Harvey Keitel
Taxi Driver comienza con una sinfonía de imágenes distorsionadas a través de las cuales vislumbramos los contornos desvaídos de una urbe nocturna. Intercalados entre ellas, los planos recurrentes de unos ojos en primer plano nos informan que esas imágenes están filtradas por un punto de vista. ¿Y a quien pertenece esa mirada? ¿Y de donde provienen esas formas borrosas, esas figuras espectrales, esos rostros fusionados con la oscuridad como si formaran una única y tenebrosa estampa? Esas son las preguntas a las que responde Taxi Driver, porque la película dirigida por Martin Scorsese y escrita por Paul Schrader no es tanto la radiografía del descenso a los infiernos de un ser solitario y distanciado de la realidad que le rodea, como la puesta en imágenes de un estado de ánimo. De ahí que, a pesar de la cruda fisicidad de la que hace gala la dirección de Scorsese -con ese estilo cuasi documental, a pie del asfalto, tan propia del cine americano de los 70, en los cuales la cámara no salía a las calles sino que parecían vivir en ellas, no eran un escenario, sino una realidad cotidiana-, el itinerario dantesco de Travis Bickle tras el volante de su taxi, lúcido a la vez que alucinado vigilante de la decadencia que le rodea, adquiere una atmósfera abstracta, casi propia del cine de terror (anotemos que algunos momentos de la extraordinaria banda sonora de Bernard Herrman recuerdan a su inmortal trabajo para Psicosis).
Es por ello que la ciudad de Nueva York es presentada como un protagonista más, pues representa a través de sus erosionadas y sórdidas formas aquello que, literalmente, le quita el sueño a Travis. Las sucias nubes de vapor que surgen de las alcantarillas abiertas, las luces de neón de las marquesinas de las salas para adultos, los anuncios de los locales de strip-tease, los torrenciales chorros de agua que escapan de las bocas de incendio abiertas y con las que los niños juegan, intentando calmar los ardores de la noche. No ha de extrañarnos que de este infernal ambiente surja una fauna que a ojos de Travis (siempre desde su perspectiva, recordemos) supone la representación humana de esa misma decadencia. Repasemos los clientes de Travis: una prostituta y su cliente; un marido celoso dispuesto a matar a su mujer. Proxenetas y camellos; negros y homosexuales (A través de sus miradas y contraídos gestos, Travis deja clara su postura racista y homófoba) . El taxi de Travis se convierte, así, en el catalizador de la basura que él mismo está dispuesto a limpiar: el propio conductor nos relata como tiene que limpiar de semen y sangre el asiento trasero del vehículo al final de cada jornada.
La vibrante y explosiva puesta en escena de Scorsese dinamiza y subraya dicha subjetividad, convirtiendo a Taxi Driver en el retrato expresionista de una mente en proceso de desintegración. Rescatemos tres movimientos de cámara que ilustran lo dicho: tras su entrevista con el encargado de la empresa de taxis, Travis camina por la estación donde están aparcados los vehículos; Scorsese abandona a su protagonista y realiza un giro de 360º que retrata ese mundo del que, a partir de ese momento, va a formar parte; ese giro también nos informa de que su día a día va a estar enlazado con ese mundo en un constante reiterativo, jornada a jornada, cliente a cliente. El segundo es el zoom que se acerca al vaso de agua en el que Travis ha echado una aspirina; las burbujas del proceso efervescente resulta una febril metáfora de la consciencia en ebullición del protagonista. Y, finalmente, el travelling en picado que recorre la masacre perpetrada por Travis en el sangriento clímax del relato y que parte del cuerpo derrumbado y herido de éste para terminar saliendo del edificio, como si la mente de Travis por fin se sintiera liberada tras la catarsis que ha supuesto su ajusticiamiento a sangre y fuego de las cadenas que lo aprisionaban.
Así, todos los elementos repartidos a lo largo del metraje son piezas de un gran puzzle alegórico. La primera aparición de Betsy es enmarcada por el director de La edad de la inocencia con un movimiento de cámara al ralentí que, en combinación con la larga melena rubia y el vestido blanco, simboliza su pureza, la de un ser angelical que no forma parte del sucio entorno que la rodea, sino que flota por encima de la basura. Betsy supone un posible camino hacia la felicidad, hacia un futuro posible de estabilidad. Algo a todas luces imposible, pues Travis, en realidad, es parte de esa suciedad, forma parte de ella por mucho que le desagrade (hay a lo largo de Taxi Driver continuos apuntes hacia lo escindido, la esquizofrenia de una identidad que está dentro y fuera a la vez: los planos de la mirada de Travis por el espejo retrovisor; la escena en la que se increpa a su propio reflejo en el espejo; la pureza de Betsy confrontada a la suciedad de Iris; el senador Palantine, para quien trabaja la primera, y Sport, el chulo de Iris). En una de sus salidas, los dos acaban en el interior de una sala pornográfica, territorio natural de Travis, quien, de manera inconsciente, intenta ensuciar a su objeto de deseo.
Tras el fracaso de su relación con Betsy, Travis centrará sus esfuerzos en Iris, esta sí, un producto de su mismo ambiente: una prostituta de apenas doce años que supone el camino para que el protagonista concentre su misión redentora. A estas alturas, está claro que el objetivo de Travis no es la salvación, sino el sacrificio. De ahí su radical cambio de aspecto, afeitándose la cabeza y dejando una cresta que divide su cráneo (un nuevo signo de su esquizofrenia), nihilista imagen de una empresa marcada por el fatalismo. El brutal enfrentamiento de Travis en su intento de rescate de Iris de las garras de su chulo y sus clientes, con su tono de colores apagados y virados a sepia (efecto impuesto por la necesidad de evitar la clasificación X en el momento del estreno), dota a toda la escena de un alucinatorio tono pesadillesco.
Porque, en su conjunto, Taxi Driver supone la plasmación de la pesadilla en la que se veían inmerso los ciudadanos de las grandes ciudades norteamericanas de los 70, una vez que el sueño americano se había disuelto, hundido por las altas cotas de criminalidad, la pobreza y la desconfianza en los poderes gobernantes. La imagen que muestra a Travis apuntando a unos viandantes con su pistola a través de la ventana del apartamento en el que ha quedado con el vendedor de armas resulta, sin duda, un escalofriante resumen del naturalista terror cotidiano que marcó a los 70 como la década del desencanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario