USA, 2000. 102m. C.
D.: Mary Harron P.: Christian Halsey Solomon, Chris Hanley & Edward R. Pressman G.: Mary Harron & Guinevere Turner, basado en la novela de Bret Easton Ellis I.: Christian Bale, Justin Theroux, Chloë Sevigny, Willem Dafoe F.: 2.35:1
La sangrienta hoguera de las vanidades
Todos aquellos que criticaron esta estimulante adaptación de la tan controvertida como exitosa novela de Bret Easton Ellis por su radical reducción del efectismo sangriento del libro, quizás habría que recordarles que hasta pasadas las doscientas páginas Ellis no describía, con todo lujo de detalles, un asesinato de su protagonista, Patrick Bateman. Siguiendo con el razonamiento de dichos detractores, ¿tendríamos que considerar las páginas anteriores una pérdida de tiempo? Nada más lejos de la verdad.
American Psycho, tercera novela de Ellis, nacía a la sombra de la famosa obra de Tom Wolfe (a la que llega a citar a través de la firma en la que trabajan Bateman y sus compañeros, Pierce & Pierce, la misma en la que trabaja Sherman McCoy) para convertirse en una prolongación que se alejaba de la distanciada mirada irónica de La hoguera de las vanidades para desarrollar un viaje introspectivo a través de uno de esos jóvenes tiburones de Wall Street que protagonizaban la excelente novela de Wolfe para descubrirnos que su interior era más oscuro que su resplandeciente exterior. Pero Patrick Bateman no se conformaba con ser un Sherman McCoy con instintos asesinos, sino que le servía al autor de la icónica Menos que cero para construir una fantasía masculina a través de los instintos primarios del ser humano (el sexo y la violencia, esencialmente) que, filtrados por el feroz materialismo y el culto a la imagen de la década de los 80, convertía a Bateman en una figura mítica, la representación y el producto de la era del capitalismo hiperbólico.
Así, las brutales hazañas sanguinolientas de Bateman (en las que Ellis se sumerge de lleno en el ultragore) resultaban la metáfora sangrante (nunca mejor dicho) del vacío insondable que rige la vida del joven broker, perdido en un laberinto retroalimentado de lujosos restaurantes, elegantes trajes, rayas de cocaína y despampanantes supermodelos. Las exageradas crónicas homicidas partían de lo cruento para alcanzar el delirio, oficiando de fuga casi cómica que, en su surrealismo, servía de liberación, tanto para el protagonista como del lector, que se refugiaba en la fantasía de un universo gélido, alienante y depredador: el aburrimiento existencial convertido en un pozo sin fondo.
Tratamiento facial
La secuencia de créditos de American Psycho funciona tanto como resumen del mundo en el que se desarrollará la historia como definición del espíritu de la película. Lo que inicialmente parecen ser las evidencias de un asesinato pasa a ser los ingredientes de un plato de la Haute Cuisine. La sangre se confunde con la salsa y un afilado cuchillo sirve para tanto para matar como para cocinar. Pero el extrañamiento continúa cuando ese plato es llevado a su mesa y observamos a unos camareros que recitan la carta del día como si fueran robots y unos comensales más pendientes de las formas de sus platos que de apaciguar el hambre. El resultado es una atmósfera artificiosa en la que la mutilación se camufla con naturalidad.
Poco después, cuando navegamos por el apartamento de Bateman, la atmósfera irreal continúa. Las blancas paredes y los afilados ángulos rectos, la desapegada decoración nos muestra un entorno frío, en el que la calidez del hogar ha sido sustituída por el control ordenado de una exposición mobiliaria. La silueta rígida y musculosa de Bateman queda enmarcada por ese entorno: a pesar de su desnudez y de los consejos de cuidado corporal que nos relata, no hay nada cálido en él. La escalofriante imagen que cierra la secuencia, con un primer plano de Bateman quitándose una mascarilla facial como si fuese una segunda piel confirma a American Psycho como un enorme trampantojo en el que el fondo es ocultado por la forma.
La fotografía de Andrzej Sekula imprime a toda al película de esa gelidez (subrayada por los rectangulares encuadres en scope), con los personajes como hieráticos modelos inmersos en espaciosos entornos. Una atmósfera que Mary Harron se encarga de dinamitar a través de recurrentes decisiones de puesta en escena. A pesar de la utilización de la voz en off, de manera muy puntual, el punto de vista de American Psycho resulta menos subjetivo que el de la novela, por razones obvias: la visualización del físico de Patrick Bateman acaba forzando la perspectiva desde la tercera persona, anulando el monólogo interior de las páginas originales. Harron, consciente de esto, extiende la mirada de Bateman al entorno que le rodea. Y aquí reside la principal diferencia entre el libro y la película.
Fin de los años 80
Si en la novela no había más verdad que la que el protagonista contaba, pues jamás llegábamos a salir de su cabeza, en el film, al observarle a la distancia, es necesario un elemento desestabilizador. Y este elemento aparece en forma de pistas que la directora de Yo disparé a Andy Warhol despliega por el metraje: la obsesión con los reflejos (en espejos, cartas de restaurantes o las propias armas que porta Bateman); el rostro de Bateman difuminado tras el cristal de separación de un taxi; la mitad de su rostro ensangrentado y el otro limpio tras matar a un compañero de oficina; las pantallas del televisor que muestran siempre imágenes extremas (ya sea cine de terror o pornográfico) como proyección mental del protagonista. Detalles que remarcan la dualidad de su protagonista (de quien, en los últimos minutos, se llegará a dudar de su propia identidad) y subraya la (posible) falsedad de lo narrado.
El dibujo histriónico que se hace de Patrick Bateman lleva a American Psycho al terreno de la comedia negra, lo cual ahonda en la ambigüedad del conjunto. Una ambigüedad inexistente en la novela, en la cual si en algún momento dudábamos de lo que se nos estaba contando no era por intención del narrador, sino por la inverosimilitud de sus palabras. Una ambigüedad potenciada ya sea por momentos concretos (el enfrentamiento de Bateman con la policía, según los códigos del cine de acción hollywoodiense) o por personajes (Jean, la secretaria de Bateman, sirve de fractura del omnipresente punto de vista del protagonista). Por eso, los crímenes no tienen la misma importancia que en el libro: ya no son necesarios. Allí eran el punto clave desestabilizador, aquí la prueba definitiva de la caída en la locura de Bateman.
Resulta significativo, ante esto, que American Psycho finalice con un primer plano que se va cerrando poco a poco hasta enmarcar los ojos de Bateman. Así, la película parece efectuar el camino inverso a la letra impresa: tras conocerlo desde fuera, podemos integrarnos en su mente. E, incluso, en el final, Mary Harron no puede evitar acechar a su protagonista: la anticlimática última frase de Bateman -"Esta confesión no significa nada"- es contapunteada por la nihilista frase que está escrita en la puerta detrás suyo -"Esto no es una salida"-.
Todos aquellos que criticaron esta estimulante adaptación de la tan controvertida como exitosa novela de Bret Easton Ellis por su radical reducción del efectismo sangriento del libro, quizás habría que recordarles que hasta pasadas las doscientas páginas Ellis no describía, con todo lujo de detalles, un asesinato de su protagonista, Patrick Bateman. Siguiendo con el razonamiento de dichos detractores, ¿tendríamos que considerar las páginas anteriores una pérdida de tiempo? Nada más lejos de la verdad.
American Psycho, tercera novela de Ellis, nacía a la sombra de la famosa obra de Tom Wolfe (a la que llega a citar a través de la firma en la que trabajan Bateman y sus compañeros, Pierce & Pierce, la misma en la que trabaja Sherman McCoy) para convertirse en una prolongación que se alejaba de la distanciada mirada irónica de La hoguera de las vanidades para desarrollar un viaje introspectivo a través de uno de esos jóvenes tiburones de Wall Street que protagonizaban la excelente novela de Wolfe para descubrirnos que su interior era más oscuro que su resplandeciente exterior. Pero Patrick Bateman no se conformaba con ser un Sherman McCoy con instintos asesinos, sino que le servía al autor de la icónica Menos que cero para construir una fantasía masculina a través de los instintos primarios del ser humano (el sexo y la violencia, esencialmente) que, filtrados por el feroz materialismo y el culto a la imagen de la década de los 80, convertía a Bateman en una figura mítica, la representación y el producto de la era del capitalismo hiperbólico.
Así, las brutales hazañas sanguinolientas de Bateman (en las que Ellis se sumerge de lleno en el ultragore) resultaban la metáfora sangrante (nunca mejor dicho) del vacío insondable que rige la vida del joven broker, perdido en un laberinto retroalimentado de lujosos restaurantes, elegantes trajes, rayas de cocaína y despampanantes supermodelos. Las exageradas crónicas homicidas partían de lo cruento para alcanzar el delirio, oficiando de fuga casi cómica que, en su surrealismo, servía de liberación, tanto para el protagonista como del lector, que se refugiaba en la fantasía de un universo gélido, alienante y depredador: el aburrimiento existencial convertido en un pozo sin fondo.
Tratamiento facial
La secuencia de créditos de American Psycho funciona tanto como resumen del mundo en el que se desarrollará la historia como definición del espíritu de la película. Lo que inicialmente parecen ser las evidencias de un asesinato pasa a ser los ingredientes de un plato de la Haute Cuisine. La sangre se confunde con la salsa y un afilado cuchillo sirve para tanto para matar como para cocinar. Pero el extrañamiento continúa cuando ese plato es llevado a su mesa y observamos a unos camareros que recitan la carta del día como si fueran robots y unos comensales más pendientes de las formas de sus platos que de apaciguar el hambre. El resultado es una atmósfera artificiosa en la que la mutilación se camufla con naturalidad.
Poco después, cuando navegamos por el apartamento de Bateman, la atmósfera irreal continúa. Las blancas paredes y los afilados ángulos rectos, la desapegada decoración nos muestra un entorno frío, en el que la calidez del hogar ha sido sustituída por el control ordenado de una exposición mobiliaria. La silueta rígida y musculosa de Bateman queda enmarcada por ese entorno: a pesar de su desnudez y de los consejos de cuidado corporal que nos relata, no hay nada cálido en él. La escalofriante imagen que cierra la secuencia, con un primer plano de Bateman quitándose una mascarilla facial como si fuese una segunda piel confirma a American Psycho como un enorme trampantojo en el que el fondo es ocultado por la forma.
La fotografía de Andrzej Sekula imprime a toda al película de esa gelidez (subrayada por los rectangulares encuadres en scope), con los personajes como hieráticos modelos inmersos en espaciosos entornos. Una atmósfera que Mary Harron se encarga de dinamitar a través de recurrentes decisiones de puesta en escena. A pesar de la utilización de la voz en off, de manera muy puntual, el punto de vista de American Psycho resulta menos subjetivo que el de la novela, por razones obvias: la visualización del físico de Patrick Bateman acaba forzando la perspectiva desde la tercera persona, anulando el monólogo interior de las páginas originales. Harron, consciente de esto, extiende la mirada de Bateman al entorno que le rodea. Y aquí reside la principal diferencia entre el libro y la película.
Fin de los años 80
Si en la novela no había más verdad que la que el protagonista contaba, pues jamás llegábamos a salir de su cabeza, en el film, al observarle a la distancia, es necesario un elemento desestabilizador. Y este elemento aparece en forma de pistas que la directora de Yo disparé a Andy Warhol despliega por el metraje: la obsesión con los reflejos (en espejos, cartas de restaurantes o las propias armas que porta Bateman); el rostro de Bateman difuminado tras el cristal de separación de un taxi; la mitad de su rostro ensangrentado y el otro limpio tras matar a un compañero de oficina; las pantallas del televisor que muestran siempre imágenes extremas (ya sea cine de terror o pornográfico) como proyección mental del protagonista. Detalles que remarcan la dualidad de su protagonista (de quien, en los últimos minutos, se llegará a dudar de su propia identidad) y subraya la (posible) falsedad de lo narrado.
El dibujo histriónico que se hace de Patrick Bateman lleva a American Psycho al terreno de la comedia negra, lo cual ahonda en la ambigüedad del conjunto. Una ambigüedad inexistente en la novela, en la cual si en algún momento dudábamos de lo que se nos estaba contando no era por intención del narrador, sino por la inverosimilitud de sus palabras. Una ambigüedad potenciada ya sea por momentos concretos (el enfrentamiento de Bateman con la policía, según los códigos del cine de acción hollywoodiense) o por personajes (Jean, la secretaria de Bateman, sirve de fractura del omnipresente punto de vista del protagonista). Por eso, los crímenes no tienen la misma importancia que en el libro: ya no son necesarios. Allí eran el punto clave desestabilizador, aquí la prueba definitiva de la caída en la locura de Bateman.
Resulta significativo, ante esto, que American Psycho finalice con un primer plano que se va cerrando poco a poco hasta enmarcar los ojos de Bateman. Así, la película parece efectuar el camino inverso a la letra impresa: tras conocerlo desde fuera, podemos integrarnos en su mente. E, incluso, en el final, Mary Harron no puede evitar acechar a su protagonista: la anticlimática última frase de Bateman -"Esta confesión no significa nada"- es contapunteada por la nihilista frase que está escrita en la puerta detrás suyo -"Esto no es una salida"-.
2 comentarios:
Esta peli la vi en su momento y no la he vuelto a ver desde entonces. Nunca he leído la novela. Pero la peli me gustó bastante. Me pareció que la directora hizo un trabajo muy bueno y que el toque ese de fantasía remata muy bien el asunto.
Pues si puedes hacerte con ella, te la recomiendo encarecidamente. Una lástima que su apabullante calidad literaria se viera empañada por la postura de enfant terrible del propio Ellis y por la controversia que despertó su explosivo contenido (que, por otro lado, fue el principal motivo de su éxito).
De hecho, durante muchos años fue mi libro de cabecera, hasta que se cruzó por mi camino la pluscuamperfecta "Ruido de fondo", de Don Delillo, y el señor Bateman pasó a una segunda posición.
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