Francia, 2008. 103m. C.
D.: Olivier Assayas P.: Charles Gillibert, Marin Karmitz & Nathanaël Karmitz G.: Olivier Assayas I.: Juliette Binoche, Charles Berling, Jérémi Renier, Edith Scob F.: 1.85:1
Las horas del verano comienza con un estallido de júbilo, energía y frescura. Un grupo de niños están jugando a la búsqueda del tesoro en las cercanías de la casa de su abuela. Cuando encuentran el mapa escondido, descubren que la información está escrita con tinta invisible. Uno de los jóvenes, una adolescente, utiliza un mechero para hacer visible el dibujo oculto. Esta idea, una información escondida en el interior de un contexto evidente, nos anticipa los hechos que están a punto de suceder en los minutos siguientes.
En la casa que indicamos se han reunido las familias de los hijos de la dueña de la casa, Hélène, para celebrar su 75 cumpleaños. Durante la comida, en la cual le dan sus regalos, Assayas, amparado por un conseguido tono de familiaridad, de cotidianidad, nos va describiendo mediante pequeños apuntes a los diferentes miembros de la familia y sus relaciones entre ellos: Hélène se ha convertido en la albacea informal del legado de su tío, un prestigioso pintor, cuyas obras están repartidas por toda la casa, y se lamenta de las pocas veces que puede reunirse con sus hijos, repartidos por todo el mapa internacional (Frédéric vive en Francia, Adrienne en Nueva York y Jérémien en China). En un momento determinado, se lleva a Frédéric aparte para comunicarle que, dada su edad, ha decidido prepararlo todo para cuando ella falte, confiando en él para que se encargue de la herencia artística y de la propia casa. Esta conversación se desarrolla en el interior de una habitación cuya oscuridad contrasta con la luz del exterior en el que se ha llevado a cabo la comida. La utilización de Hélène de su aniversario para hablar de su muerte dota a toda la secuencia de un tono sombrío (la celebración del día de nuestro nacimiento como síntoma de nuestra inevitable mortalidad) pero también sirve para reflexionar acerca de nuestra relación con nuestros antepasados a través de su legado.
A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, Las horas del verano no se diferencia tanto como podría pensarse de Demonlover. Sí lo hace, desde luego, en la atmósfera, alejándose por completo de la frialdad emocional y la gelidez expositiva de aquella, pero no en su mensaje: la desaparición de los sentimientos humanos en un mundo ferozmente capitalizado. Y, para ello, nos propone un recorrido a través del árbol genealógico de una familia mostrando como, a medida que las generaciones se suceden, se van alejando, tanto material como espiritualmente, de sus propias raíces. Tras la muerte de Hélèna resulta inevitable, como ella suponía, que surjan conflicto entre sus hijos a la hora de decidir qué hacer con la herencia: Frédéric quiere conservar el legado intacto, mientras que sus hermanos prefieren vender.
En la escena anteriormente descrita, Hélèna le dice a Frédéric que deja todo a su cargo porque es el mayor. Esta no es una información baladí: no es casualidad que sean ellos dos quienes más apego sienten por el lugar y lo que contiene: ella ha vivido entre sus paredes toda su vida y tuvo una relación directa con el célebre pintor; por su parte, Frédéric le confiesa a la ayudante de su madre que tiene unos recuerdos vagos de ese hombre, pues él sólo tenía diez años cuando murió. En cambio, para sus hermanos, al no tener esa conexión emocional, el lugar simplemente es una parte de su pasado al que poder sacarle un partido económico en el presente para preservar su futuro. En el ultimo eslabón de la cadena, sus propios hijos, la casa es una anécdota de los veranos y los cuadros un vestigio de la antigüedad. Está claro que, en la próxima generación, todo habrá desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Olivier Assayas construye una película sencilla, con una estructura directa, que le sirve, por un lado, para conferir al conjunto un valor antropológico producto de una mirada desnuda, sin adornos, a los hechos narrados, moviendo la cámara con naturalidad, sin hacer evidente su presencia, como captando un momento de intimidad de una familia cualquiera. Pero también para, gracias a la plasticidad de las imágenes y a la colocación de los espectadores en el escenario, para reflexionar sobre la utilidad del arte, no como algo que observar, admirar, desde la distancia del academicismo, sino con lo que vivir, con lo que interactuar y convertir en parte de nuestra existencia. Así, las escenas que transcurren en el museo de Orsay de París recuperan la frialdad de Demonlover con las piezas que formaban parte de la casa colocadas tras una vitrina: lo familiar se ha vuelto extraño, desconocido.
La última parte de Las horas del verano podría considerarse, a primera vista, una confirmación de la mirada pesimista de Assayas: un grupo de jóvenes utiliza la ahora vacía casa para celebrar una fiesta: los gritos y las risas, la música estridente, lo juegos en el interior de las habitaciones parecen delatar el desinterés de las nuevas generaciones por su pasado con una actitud casi irrespetuosa. Pero, ¿no estamos, quizás, más cerca de la celebración que abría el film? ¿No resultan, en el fondo, más respetuoso estos jóvenes a la hora de hacer útil, funcional, una estructura en vez de conservarla mientras se llena de polvo? La frase final de la hija de Frédéric, sumado al precioso movimiento de cámara que cierra el film, confirman este apunte optimista. Un apunte, sin duda, en las antípodas del escalofriante nihilismo con el que concluía Demonlover.
En la casa que indicamos se han reunido las familias de los hijos de la dueña de la casa, Hélène, para celebrar su 75 cumpleaños. Durante la comida, en la cual le dan sus regalos, Assayas, amparado por un conseguido tono de familiaridad, de cotidianidad, nos va describiendo mediante pequeños apuntes a los diferentes miembros de la familia y sus relaciones entre ellos: Hélène se ha convertido en la albacea informal del legado de su tío, un prestigioso pintor, cuyas obras están repartidas por toda la casa, y se lamenta de las pocas veces que puede reunirse con sus hijos, repartidos por todo el mapa internacional (Frédéric vive en Francia, Adrienne en Nueva York y Jérémien en China). En un momento determinado, se lleva a Frédéric aparte para comunicarle que, dada su edad, ha decidido prepararlo todo para cuando ella falte, confiando en él para que se encargue de la herencia artística y de la propia casa. Esta conversación se desarrolla en el interior de una habitación cuya oscuridad contrasta con la luz del exterior en el que se ha llevado a cabo la comida. La utilización de Hélène de su aniversario para hablar de su muerte dota a toda la secuencia de un tono sombrío (la celebración del día de nuestro nacimiento como síntoma de nuestra inevitable mortalidad) pero también sirve para reflexionar acerca de nuestra relación con nuestros antepasados a través de su legado.
A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, Las horas del verano no se diferencia tanto como podría pensarse de Demonlover. Sí lo hace, desde luego, en la atmósfera, alejándose por completo de la frialdad emocional y la gelidez expositiva de aquella, pero no en su mensaje: la desaparición de los sentimientos humanos en un mundo ferozmente capitalizado. Y, para ello, nos propone un recorrido a través del árbol genealógico de una familia mostrando como, a medida que las generaciones se suceden, se van alejando, tanto material como espiritualmente, de sus propias raíces. Tras la muerte de Hélèna resulta inevitable, como ella suponía, que surjan conflicto entre sus hijos a la hora de decidir qué hacer con la herencia: Frédéric quiere conservar el legado intacto, mientras que sus hermanos prefieren vender.
En la escena anteriormente descrita, Hélèna le dice a Frédéric que deja todo a su cargo porque es el mayor. Esta no es una información baladí: no es casualidad que sean ellos dos quienes más apego sienten por el lugar y lo que contiene: ella ha vivido entre sus paredes toda su vida y tuvo una relación directa con el célebre pintor; por su parte, Frédéric le confiesa a la ayudante de su madre que tiene unos recuerdos vagos de ese hombre, pues él sólo tenía diez años cuando murió. En cambio, para sus hermanos, al no tener esa conexión emocional, el lugar simplemente es una parte de su pasado al que poder sacarle un partido económico en el presente para preservar su futuro. En el ultimo eslabón de la cadena, sus propios hijos, la casa es una anécdota de los veranos y los cuadros un vestigio de la antigüedad. Está claro que, en la próxima generación, todo habrá desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Olivier Assayas construye una película sencilla, con una estructura directa, que le sirve, por un lado, para conferir al conjunto un valor antropológico producto de una mirada desnuda, sin adornos, a los hechos narrados, moviendo la cámara con naturalidad, sin hacer evidente su presencia, como captando un momento de intimidad de una familia cualquiera. Pero también para, gracias a la plasticidad de las imágenes y a la colocación de los espectadores en el escenario, para reflexionar sobre la utilidad del arte, no como algo que observar, admirar, desde la distancia del academicismo, sino con lo que vivir, con lo que interactuar y convertir en parte de nuestra existencia. Así, las escenas que transcurren en el museo de Orsay de París recuperan la frialdad de Demonlover con las piezas que formaban parte de la casa colocadas tras una vitrina: lo familiar se ha vuelto extraño, desconocido.
La última parte de Las horas del verano podría considerarse, a primera vista, una confirmación de la mirada pesimista de Assayas: un grupo de jóvenes utiliza la ahora vacía casa para celebrar una fiesta: los gritos y las risas, la música estridente, lo juegos en el interior de las habitaciones parecen delatar el desinterés de las nuevas generaciones por su pasado con una actitud casi irrespetuosa. Pero, ¿no estamos, quizás, más cerca de la celebración que abría el film? ¿No resultan, en el fondo, más respetuoso estos jóvenes a la hora de hacer útil, funcional, una estructura en vez de conservarla mientras se llena de polvo? La frase final de la hija de Frédéric, sumado al precioso movimiento de cámara que cierra el film, confirman este apunte optimista. Un apunte, sin duda, en las antípodas del escalofriante nihilismo con el que concluía Demonlover.
2 comentarios:
Me hace gracia que la película surgiera de un proyecto del Museo d'Orsay, en su aniversario: aparecer en varias películas de ese año. Es alucinante cómo el director ha llevado ese proyecto a su terreno, para contar lo que él quería. Chapeau. Saludos.
Efectivamente, aunque de dicho proyecto sólo acabaron surgiendo dos títulos: la película de Assayas y "El vuelo del globo rojo" de Hou Hsiao-hsien. Originalmente se contaba con la participación de gente tan interesante como Jarmusch y Raúl Ruiz.
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