Japón, 1966. 86m. C.
D.: Tetsuya Yamauchi P.: Shigeru Okada G.: Masaru Igami, basado en una idea de Mokuami Kawatake I.: Hiroki Matsukada, Tomoko Ogawa, Ryutaro Otomo, Bin Amatsu F.: 2.35:1
La desprejuiciada y casi hedonista mixtura de géneros de la que hace gala Battle of the Dragons, así como su narración directa y carente de tiempos muertos, queda patente desde su mismo inicio, a través de un prólogo que supone un resumen de los elementos que darán forma a toda la película. La primera imagen nos pone en situación: un castillo-fortaleza medieval que, en plena noche, es vigilado por los guardias del señor del clan. Sin que sepamos mucho más, un grupo de ninjas ataviados con ropajes negros atacan el lugar, acabando con los guardias y prendiendo fuego al castillo. En el momento en el que el señor es traicionado y asesinado por su propio súbdito a la vez que su hijo pequeño es ayudado a huir de la masacre, el espectador está ante la seguridad de encontrarse ante un prototípico ejemplo de chambara (cine de acción japonés protagonizado por samuráis dentro de un periodo histórico).
Cuando se nos vuelve a presentar la misma imagen que abría la película, un plano general del castillo desde el mar que lo rodea, esta vez envuelto en llamas y con la barca en la que huye el niño y los escasos supervivientes alejándose del dantesco espectáculo, uno espera que aparezca el título del film y los correspondientes créditos. Pero, en su lugar, las aguas se agitan y, de repente, una gigantesca serpiente-dragón surge de estas, hundiendo con sus garras la fágil barca. Cuando va a dar el golpe de gracia al desvalido chico, en el cielo se dibuja la forma de un águila gigante la cual, tras golpear al monstruo, se lleva en sus garras al niño. Ahora sí, el título, en ampulosos kanjis de intenso color rojo y altisonante pieza musical como fondo, irrumpe en la pantalla.
Esta mezcla entre el chambara, el kaiju-eiga y lo maravilloso aporta al nimio argumento de Battle of the Dragons de una desenfadada personalidad que el film enarbola como una bandera, justificando de esta manera su tópica estructura, filtrada por una mirada cómplice con lo fantástico: una vez crecido, Ikazuchi-Maru es entrenado por un anciano pero poderoso mago para que vengue a su fallecido padre y recupere las tierras de su clan. La actitud inocente y alegre del protagonista, incluso cuando se enfrenta con sus enemigos, dota a toda la atmósfera de un toque naïf y camp, haciendo que todos los elementos sobrenaturales o mágicos que aparecen a lo largo del metraje (los movimientos sobrehumanos de los personajes; la nube de energía con la que Ikazuchi-Mari surca los cielos; la aparición de los esprectos del señor del clan diezmado) se integren con naturalidad en este.
Una ligereza también anunciada por el comentado prólogo desde el momento en el que la sangre brilla por su ausencia a pesar de los brutales ataques espada en mano. De esta manera, Battle of the Dragons no busca ni ser intensa ni confeccionar un trepidante relato de venganza, sino levantar un espectáculo sobradamente conocido por todos, haciendo de esa familiaridad su principal virtud, desarrollandolo sin excesivas complicaciones pero con firme confianza en lo narrado. El maniqueismo a la hora de presentar a los dos antagonistas principales (el bueno, ataviado con ropas blancas y de rostro amable, casi bonachón; el malo, siempre de negro y con una cicatriz atravesando su frente) confirma el interés de Battle of the Dragons en dar mascado a sus público una comida que, gracias a sus ingredientes exóticos, tiene un indudable buen sabor.
Así, Battle of the Dragons hace de lo convencional su principal virtud y de lo familiar su guiño directo a un espectador cómplice, al igual que la propia película, con la naturaleza fabulesca de los hechos narrados. Escenas como el enfrentamiento del héroe con unas puertas poseídas que le rodean (con la muy sugerente imagen de las puertas levantándose solas del suelo); los amigos de Ikazuchi-Maru presentándose delante de él con sus rostros ocultos por las sombras (demostrando que le están ocultando algo); el mitológico enfrentamiento entre la serpiente-dragón y un gigantesco sapo prehistórico cuyos movimientos destruyen su entorno; o la imagen final con los protagonistas perdiéndose en el soleado horizonte montados en un águila, confirma a Battle of the Dragons como un eficaz y divertido cuento para relatar a los niños a la luz de una vela, así como un residuo de un tipo de cine ya desaparecido cuyo entorno natural está en una destartalada sala de barrio lleno de una chiquillería exultante, un sábado cualquiera por la tarde.
Cuando se nos vuelve a presentar la misma imagen que abría la película, un plano general del castillo desde el mar que lo rodea, esta vez envuelto en llamas y con la barca en la que huye el niño y los escasos supervivientes alejándose del dantesco espectáculo, uno espera que aparezca el título del film y los correspondientes créditos. Pero, en su lugar, las aguas se agitan y, de repente, una gigantesca serpiente-dragón surge de estas, hundiendo con sus garras la fágil barca. Cuando va a dar el golpe de gracia al desvalido chico, en el cielo se dibuja la forma de un águila gigante la cual, tras golpear al monstruo, se lleva en sus garras al niño. Ahora sí, el título, en ampulosos kanjis de intenso color rojo y altisonante pieza musical como fondo, irrumpe en la pantalla.
Esta mezcla entre el chambara, el kaiju-eiga y lo maravilloso aporta al nimio argumento de Battle of the Dragons de una desenfadada personalidad que el film enarbola como una bandera, justificando de esta manera su tópica estructura, filtrada por una mirada cómplice con lo fantástico: una vez crecido, Ikazuchi-Maru es entrenado por un anciano pero poderoso mago para que vengue a su fallecido padre y recupere las tierras de su clan. La actitud inocente y alegre del protagonista, incluso cuando se enfrenta con sus enemigos, dota a toda la atmósfera de un toque naïf y camp, haciendo que todos los elementos sobrenaturales o mágicos que aparecen a lo largo del metraje (los movimientos sobrehumanos de los personajes; la nube de energía con la que Ikazuchi-Mari surca los cielos; la aparición de los esprectos del señor del clan diezmado) se integren con naturalidad en este.
Una ligereza también anunciada por el comentado prólogo desde el momento en el que la sangre brilla por su ausencia a pesar de los brutales ataques espada en mano. De esta manera, Battle of the Dragons no busca ni ser intensa ni confeccionar un trepidante relato de venganza, sino levantar un espectáculo sobradamente conocido por todos, haciendo de esa familiaridad su principal virtud, desarrollandolo sin excesivas complicaciones pero con firme confianza en lo narrado. El maniqueismo a la hora de presentar a los dos antagonistas principales (el bueno, ataviado con ropas blancas y de rostro amable, casi bonachón; el malo, siempre de negro y con una cicatriz atravesando su frente) confirma el interés de Battle of the Dragons en dar mascado a sus público una comida que, gracias a sus ingredientes exóticos, tiene un indudable buen sabor.
Así, Battle of the Dragons hace de lo convencional su principal virtud y de lo familiar su guiño directo a un espectador cómplice, al igual que la propia película, con la naturaleza fabulesca de los hechos narrados. Escenas como el enfrentamiento del héroe con unas puertas poseídas que le rodean (con la muy sugerente imagen de las puertas levantándose solas del suelo); los amigos de Ikazuchi-Maru presentándose delante de él con sus rostros ocultos por las sombras (demostrando que le están ocultando algo); el mitológico enfrentamiento entre la serpiente-dragón y un gigantesco sapo prehistórico cuyos movimientos destruyen su entorno; o la imagen final con los protagonistas perdiéndose en el soleado horizonte montados en un águila, confirma a Battle of the Dragons como un eficaz y divertido cuento para relatar a los niños a la luz de una vela, así como un residuo de un tipo de cine ya desaparecido cuyo entorno natural está en una destartalada sala de barrio lleno de una chiquillería exultante, un sábado cualquiera por la tarde.
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