España, 1993. 106m. C.
D.: Juanma Bajo Ulloa P.: Fernando Bauluz G.: Eduardo Bajo Ulloa & Juanma Bajo Ulloa I.: Karra Elejalde, Ana Álvarez, Lio, Silvia Marsó F.: 2.35:1
Para los que crecimos en los 80 el cine nacional no era español, sino que nos referíamos a él como películas "españoladas". Un concepto peyorativo que refleja a la perfección las distancias que marcábamos ante un cine que nos parecía poco atractivo precisamente por su marcada idiosincrasia castiza. Pero en la década siguiente la aparición de un grupo de jóvenes bárbaros (bueno, sólo algunos) y que podríamos unificar como la "escuela vasca" revitalizaron el panorama cinematográfico nacional. Gracias a Julio Medem, Daniel Calparsoro o, sobre todo, Alex de la Iglesia (y, posteriormente, Alejandro Amenábar) el público joven volvió a pasar por las taquillas para ver cine hecho en su país. A este grupo también pertenece Juanma Bajo Ulloa y La madre muerta es un ejemplo de una cinematografía que empieza a cuidar el aspecto visual de sus películas por encima, incluso, del trabajo de guión. El comienzo del segundo film del director de Airbag resulta revelador al respecto: el plano que muestra una gota de sangre atravesando el campo visual de una madre moribunda mientras ve, por última vez, a su pequeña hija confirma que detrás de las cámaras hay un director con personalidad.
La madre muerta relata la historia de un monstruoso ogro que cae bajo la fascinación de la joven que ha raptado para comérsela en clave de fábula urbana de tono negrorromántico. Un ogro que la excelente interpretación de Karra Elejalde convierte en un cúmulo de paradojas: sus excesos psicopáticos contrastan con un comportamiento anclado en la infancia (su gusto, casi adicción, por el chocolate; su afición por los dibujos animados que ve soltando contínuas risotadas; sus bruscos cambios de humor y escaso control). Su obsesión por Leire surge tanto de un profundo sentimiento de culpa (él es el responsable del retraso de Leire aunque lo que más le duele es haberle arrebatado la posibilidad de reir) como de ver en ella un reflejo de su propia inocencia exacerbada. Una pureza que ha enterrado en su oscuro interior y que Leire le devuelve sublimada.
La relación a tres bandas que Ismael (niño/hombre) establece con Leire (niña) y Maite (mujer) añade a La madre muerta una carga sexual que nunca llega a explotar, pero que late en cada plano. El resultado es una atmósfera sobrecargada de sentimientos, deseos y pasiones que Bajo Ulloa retuerce con la utilización de elementos sacados del cine de terror, haciendo que La madre muerta limite, sin sobrepasarlas, las fronteras de lo fantástico: los arrebatos criminales de Samuel, dignos de un psicópata; el suspense del intento de rescate de Leire por parte de su cuidadora; el uso de una violencia seca y directa o la ambientación gótica que rodea a los personajes.
La madre muerta se resiente de un guión que estira su anécdota argumental más allá de lo verosímil en un desarrollo lleno de lagunas que, no obstante, Bajo Ulloa consigue arropar con una espléndida fotografía de Javier Aguirresarobe y una puesta en escena atenta a los detalles (la orina que está a punto de delatar a la cuidadora de Leire cuando intenta rescatar a ésta; la caída de una chaqueta que precede al cuerpo que la portaba) e ingeniosas soluciones visuales (la elipsis con la que resuelve el intento de asesinato de una anciana sorda). Un despliegue visual que resulta tanto una virtud como, en ocasiones, un defecto, llevando a la película a un terreno manierista que limita una intensidad dramática que a veces se queda en la superficie de un cuento no tan oscuro ni tan profundo como se pretende.
La madre muerta relata la historia de un monstruoso ogro que cae bajo la fascinación de la joven que ha raptado para comérsela en clave de fábula urbana de tono negrorromántico. Un ogro que la excelente interpretación de Karra Elejalde convierte en un cúmulo de paradojas: sus excesos psicopáticos contrastan con un comportamiento anclado en la infancia (su gusto, casi adicción, por el chocolate; su afición por los dibujos animados que ve soltando contínuas risotadas; sus bruscos cambios de humor y escaso control). Su obsesión por Leire surge tanto de un profundo sentimiento de culpa (él es el responsable del retraso de Leire aunque lo que más le duele es haberle arrebatado la posibilidad de reir) como de ver en ella un reflejo de su propia inocencia exacerbada. Una pureza que ha enterrado en su oscuro interior y que Leire le devuelve sublimada.
La relación a tres bandas que Ismael (niño/hombre) establece con Leire (niña) y Maite (mujer) añade a La madre muerta una carga sexual que nunca llega a explotar, pero que late en cada plano. El resultado es una atmósfera sobrecargada de sentimientos, deseos y pasiones que Bajo Ulloa retuerce con la utilización de elementos sacados del cine de terror, haciendo que La madre muerta limite, sin sobrepasarlas, las fronteras de lo fantástico: los arrebatos criminales de Samuel, dignos de un psicópata; el suspense del intento de rescate de Leire por parte de su cuidadora; el uso de una violencia seca y directa o la ambientación gótica que rodea a los personajes.
La madre muerta se resiente de un guión que estira su anécdota argumental más allá de lo verosímil en un desarrollo lleno de lagunas que, no obstante, Bajo Ulloa consigue arropar con una espléndida fotografía de Javier Aguirresarobe y una puesta en escena atenta a los detalles (la orina que está a punto de delatar a la cuidadora de Leire cuando intenta rescatar a ésta; la caída de una chaqueta que precede al cuerpo que la portaba) e ingeniosas soluciones visuales (la elipsis con la que resuelve el intento de asesinato de una anciana sorda). Un despliegue visual que resulta tanto una virtud como, en ocasiones, un defecto, llevando a la película a un terreno manierista que limita una intensidad dramática que a veces se queda en la superficie de un cuento no tan oscuro ni tan profundo como se pretende.
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