jueves, 21 de marzo de 2013

Melancolía

(Melancholia)
Dinamarca/Suecia/Francia/Alemania, 2011. 136m. C.
D.: Lars von Trier P.: Louise Vesth & Meta Louise Foldager G.: Lars von Trier I.: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Charlotte Rampling


El prólogo de Melancolía aúna en su interior dos tiempos divergentes. Por un lado, el choque del planeta que da nombre a la película con la Tierra. Un hecho que reduce a polvo la existencia del ser humano, así como el marco en el que ésta se ha desarrollado, en cuestión de segundos, tras los cuales quedará un vacío allí donde antes había vida. Von Trier nos muestra los últimos momentos de tres personajes: dos mujeres adultas, una rubia y otra morena, y un niño. Las imágenes se nos presentan de manera independiente, como cuadros que concentran en su interior todo su sentido: la mujer morena llevando al niño en brazos mientras sus pies se hunden en un interminable campo de golf; la joven rubia levantando sus manos, viendo como una corriente eléctrica recorre sus dedos; un caballo desplomándose en el suelo. La cámara lenta suspende los movimientos, siendo casi imperceptibles, como si los cuerpos estuvieran congelados en el tiempo. La extrema ralentización de las imágenes captura un momento fugaz pero de mayúscula importancia: el último aliento: la desesperación  por el fin de todo o la cabal aceptación de la llegada del Apocalipsis. Son escenas en las que se mezcla la inmediatez del momento con su representación simbólica: la misma mujer rubia vestida con un traje de novia intentando atravesar un oscuro bosque mientras una enredadera formada por lana gris intenta impedírselo.

La dualidad es la figura central sobre la que se construye Melancolía: dos hermanas, dos planetas y dos partes en las que está dividida la película. Y, como ejemplifica la escena pre-título, cada una de las mitades esconde en su interior una aparente contradicción que sirve para señalar las paradojas y compleji-dades del ser humano. Los dos fragmentos divisorios llevan el nombre de las hermanas, Justine, la mujer de pelo rubio, y Claire, la morena. Justine da título a la primera parte, centrada en el banquete de boda de ésta, organizada por su hermana y que tiene lugar en la imponente mansión en la que ésta vive con su marido, John, y el hijo de ambos, Leo. Antes de llegar al lugar, vemos a Justine y a Michael, su reciente esposo, a bordo de una limusina que les tiene que llevar a la mansión, donde les están esperando los invitados. Debido a su longitud, el coche se ha quedado atascado en una curva cerrada. Este banal incidente despierta la impaciencia de Michael y el posterior enfado de Claire y John, obsesionados por el desarrollo de la fiesta, milimétricamente organizada. No sucede así, en cambio, con Justine, quien recibe la situación con una alegría casi infantil.

Será la primera señal del distanciamiento psicológico de Justine con quienes le rodean y el mundo que representan. Claire no cesa de insistir que la fastuosa fiesta se ha organizado porque así lo quería su hermana, y John de recordarle lo mucho que ha costado llevarla a cabo. Efectivamente, el lujo y lo ceremonioso están presente en todo su esplendor: el gigantesco comedor lleno de invitados; el campo de golf de 18 hoyos en el que se sueltan hacia el firmamento una serie de pequeños globos luminosos; los brindis y la partición de la tarta. Pero todo ese lujo, esa ostentación de bienestar económico, no hace sino subrayar la profunda depresión vital que sufre Justine. “Lo intenté”, le confiesa a su hermana una vez se ha evidenciado el fracaso. La forzada sonrisa y su espléndido vestido blanco son reflejos del profundo dolor que la atenaza, de su intento de integración, del formar parte de una masa que ha hecho del dinero y el poder material la razón de su ser, únicos medios con los que desviar la mirada de la mediocridad de su existencia. Ante tan deprimente panorama, no resulta extraño que Justine se sienta más identificada con las lejanas y solitarias estrellas que la observan desde el cielo que con la especie humana a la que por naturaleza pertenece. De manera coherente, Lars von Trier retoma los elementos estilísticos  propios del Dogma95 –la cámara temblequeante, el abrupto montaje, la iluminación naturalista-, dando a las imágenes un aspecto feísta deliberado con el que retratar un mundo levantado por las apariencias, pero de ruin interior.

Tras una breve elipsis, la acción toma a Claire como protagonista de la segunda, y última, parte del film, que lleva su nombre. Claire acoge en su casa a una Justine notoriamente desmejorada, a un paso del colapso mental definitivo, como si la lucidez despertada el día de su boda (finalmente frustrada) la sumiera en una desolación existencial que le impidiera siquiera moverse, consciente de que cualquier acto es fútil. Una actitud que coincide con el acercamiento del inmenso planeta llamado Melancolía, el cual pasará rozando la Tierra, lo cual despierta los temores de Claire a que finalmente se dé un choque entre los dos planetas, a pesar de los reconfortantes cálculos científicos.

Von Trier introduce un estimulante dato de carácter casi paranormal: en un momento de su tensa relación, Justine le dice a Claire que ve cosas, haciendo gala de un extraño don clarividente.  A la luz de este detalle, es fácil imaginar un enlace emocional entre Justine y el planeta Melancolía, como si éste respondiera a la tristeza de la mujer y accediera a exterminar a una raza (la humana) que es  malvada por naturaleza, como replica Justine.  Así, a medida que los días pasan y el planeta se acerca de manera amenazadora, Justine se va recuperando del rigor que la atenazaba, como si la cercanía de Melancolía la llenara de energía: retengamos la escena en la que Claire sigue a su hermana mientras sale a dar un paseo nocturno. La encontrará tumbada, completa-mente desnuda, entre la hierba del bosque, iluminada por la luz azulada del planeta de la muerte, ofreciéndose a éste, a la vez que fusiona su cuerpo con la naturaleza que le rodea, confiriendo al momento un penetrante poder telúrico, próximo al que surgía, poderoso, de la magnífica Anticristo.

Podemos considerar a Melancolía como una continuación genérica de su anterior film, sustituyendo el terror por la ciencia-ficción apocalíptica, a través de la cual el director de Bailar en la oscuridad vuelve a realizar una radiografía de la depresión y el abatimiento emocional como fuentes de energía tan depuradoras como aniquiladoras. La inmensidad del planeta Melancolía contrasta con la pequeñez de las angustias de Justine, Claire y el resto de la familia, de la misma manera que Von Trier pasa de lo operístico (realzado por la utilización de la wagneriana Trsitán e Isolda) a lo íntimo con pasmosa facilidad, combinando el nihilismo que se apodera de todo el metraje al saber, desde su mismo inicio, el fin inevitable de todas las cosas, con cierto romanticismo alemán que encuentra belleza en ese mismo fin. El talento de Von Trier queda patente en el sobrecogedor final de Melancolía, en el cual dicho nihilismo, entendido como la aceptación de un destino inevitable, da paso a una cierta dignidad humana focalizada a través de la fuerza de la imaginación.


miércoles, 13 de marzo de 2013

Performance

(Performance)
UK, 1970. 105m. C.
D.: Donald Cammell & Nicolas Roeg P.: Sanford Lieberson G.: Donald Cammell I.: James Fox, Mick Jagger, Anita Palenberg, Michéle Breton


I

En 1969, segunda entrega de la trilogía Century, a su vez, cuarto volumen de la serie La liga de los caballeros extraordinarios, cómic escrito por Alan Moore y dibujado por Kevin O’Neill, se nos presenta al personaje de Turner, el líder y cantante del grupo de rock psicodélico Purple Orchestra, quien, tras perder a uno de los miembros de su banda, asesinado en su piscina por un enigmático grupo de monjes encapuchados, decide utilizar un concierto-homenaje a la memoria de éste para poner en marcha un ritual mágic(k)o con el cual convertirse en el receptor del espíritu de Oliver Haddo, mago victoriano que ha logrado sobrevivir al paso de los años a través de una serie de reencarnaciones más o menos forzadas.

Una de las principales características de 1969, y posible fuente del desconcierto por parte del lector no avisado/documentado, consiste en que, más allá de las referencias literarias que suponen la base de La liga de los caballeros extraordinarios desde sus inicios, echa mano a la realidad, más o menos tangible y/o material, de la época que retrata, convirtiendo a sus personajes en sosias de personalidades reales: así, Turner está inspirado en un Mick Jagger en el apogeo de su interés esotérico y el grupo Purple Orchestra es, a su vez, los Rolling Stones. La muerte en extrañas circunstancias de Brian Jones, miembro fundador de los Rolling Stones, es también reinterpretada por Moore, haciéndole formar parte involuntaria del ritual de reencarnación de Oliver Haddo, el cual es el nombre del protagonista del oscuro film The Magician, dirigido por Rex Ingram en 1926, interpretado por Paul Wegener, quien encarnaba a un sosias de Aleister Crowley, figura mítica y mitificada, mago y literato, alpinista y explorador de las artes arcanas y sexuales, considerado “la persona más depravada de Inglaterra” y apodado la Gran Bestia 666.

Pero, si algo es evidente para el seguidor de la obra del escritor de Watchmen o Promethea, es que el mago de Northampton no da puntada sin hilo. Turner es el nombre del personaje interpretado por Mick Jagger en Performance, antiguo líder de la banda musical Purple Orchestra, ahora al margen de la vida social, habiendo perdido su genio musical y encerrado en un edificio en Notting Hill, abandonado a prácticas hedonistas y sexuales junto a su amante Pherber (interpretada por Anita Pallenberg, quien fuera novia del finado Brian Jones). Si tenemos en cuenta que la película dirigida por Nicolas Roeg y Donald Cammell (cuyo padre, Richard Cammell mantuvo una estrecha amistad con Crowley) tiene lugar en 1970, y en ella se nos explica que Turner es una estrella en declive, resulta fácil leer 1969 como una precuela de Performance donde se nos narra el comienzo de ese declive al salir mal el ritual de reencarnación.

II

Esta larga introducción no sirve sólo para demostrar, una vez más, la erudición y habilidad incuestionables de Alan Moore a la hora de crear complejas tramas intertextuales incluso en sus obras más aparentemente populares, sino para evidenciar la existencia de una línea mágica invisible pero perceptible para todos aquellos dispuestos a hundirse en su significado, que, de manera oculta pero palpable, recorre la historia de la humanidad y cuya puerta es construida a través de una serie de obras artísticas, auténticos ojos a través de los cuales atravesar el velo de lo que conocemos como realidad para entrar en un nivel de consciencia superior. Century no es el primer intento de Alan Moore de facilitarnos dicho pasaje, sino que previamente encontramos trabajos como From Hell o la más teórica Promethea. Y es bajo este mismo prisma a través del cual debemos visionar un film como Performance.

Durante su primera mitad, Performance introduce al espectador en una áspera y violenta muestra de cine negro, siguiendo los movimientos de Chas, un rudo gangster que, bajo las órdenes de un oscuro grupo de negocios de corte mafioso, se dedica a extorsionar con expeditivas maneras a todos aquellos que no están dispuestos a aceptar los “favores” de su jefe. Así, Chas se nos presenta como una muestra icónica del género noir, quien se acuesta con hermosas mujeres, de porte chulesco y sin ningún miramiento a la hora de chantajear o utilizar los puños. Sin embargo, antes de que el espectador tenga la impresión de encontrarse ante un producto genérico convencional, Cammell y el fotógrafo Nicolas Roeg distorsionan la narración del film a través del uso de un montaje de choque en el que se mezclan escenas antitéticas; extrañas simbiosis entre palabras, imágenes y sonidos, como si una fuerza externa intentara penetrar en la realidad de Chas.

Una fuerza que tomará forma en la pálida, espigada y decadente figura de Turner cuando Chas tenga que refugiarse en su casa después de huir de aquellos para los que, hasta hace poco, trabajaba. A partir de ese momento, Performance muda su piel o, quizás más bien, revela su auténtica esencia, sumergiendo a Chas, y con él al espectador, en un ritual esotérico construido con las herramientas que dan cuerpo a la propia película. En este sentido, no ha de considerarse Performance como un título con elementos esotéricos o cabalistas, un retrato de ciertos ejercicios ocultistas, sino un producto mágico en sí mismo considerado, que utiliza las técnicas cinematográficas como herramientas rituales. De la misma manera que Turner introduce a Chas en su universo decadente y sensual, lisérgico y críptico, de cara a penetrar en el interior de su esencia personal, a través de la cual recoger la energía que necesita para facturar un último hit musical (titulado "Memo From Turner" y cantado por, of course, Mick Jagger) , el público de Performance es arrastrado a un laberíntico entramado de imágenes, colores, cuerpos y canciones, los cuales le alejen de la materialidad en la que se encuentra (el salón de su casa o una sala de cine) para sumergirle en la inmaterialidad de la película, puente hacia el universo que se esconde tras los pliegues de nuestra realidad cotidiana, esos engranajes invisibles que, sin embargo, sostienen nuestra existencia.


III

Ver o juzgar Performance como un producto estrictamente cinematográfico, analizado a la luz de una cierta ortodoxia cinéfila resulta un ejercicio tan improductivo como seguramente irritante (al igual que ver en Century un mero entretenimiento o una aventura más de la popular Liga creada por Moore y O’Neill). No resulta difícil destacar las carencias fílmicas de la película: su hermética y confusa estructura, sus altibajos de ritmo, no pocos caprichos formales o los abundantes diálogos que rozan lo ininteligible. Existe, qué duda cabe, una corriente cinéfila empeñada en negar la intertextualidad del cine, quienes prefieren encerrarlo en etiquetados compartimentos estancos y utilizar técnicas endogámicas para su disección y catalogación. Olvidan los inicios del cinematógrafo como curiosidad científica y fenómeno de barraca de feria, su condición de invento demoníaco capaz de apoderarse del alma de aquellos que dejan atrapar su imagen en eternos fotogramas. ¿Acaso resulta necesario aclarar que el cine es la herramienta con la cual el ser humano ha alcanzado la inmortalidad? Después de todo, a pesar del paso de los años, de la inevitable vejez y la no menos inevitable muerte, Mick Jagger permanecerá joven y hermoso para siempre en el interior de Performance.

Y es que Performance, en este sentido, es cine en estado puro desde el momento en el que, por encima de su poder de comunicación o su utilidad como entretenimiento, hace uso de la puesta en escena y del montaje, de la escenografía y de la banda sonora para proponer una experiencia sensorial al límite, en la cual hallamos desde viajes al centro de la subjetividad personal (Turner se coloca delante de Chas, la cámara realiza un acercamiento a la nuca de Turner, introduciéndose en sus largos cabellos oscuro hasta salir por el otro lado, pasando a ver desde los ojos de Turner), transformaciones sexuales (Pherber se encuentra en la cama con Chas y utiliza un pequeño espejo de mano para reflejar uno de sus senos en el pecho de Chas o dividir su rostro en dos partes: masculina y femenina) o suplantaciones de personalidad (las transparencias que funden el rostro de Chas y el de Turner; o la utilización de un espejo para reflejar la cara de Chas entre la melena de Pherber).

En su baile genérico (del noir al fantástico, de la ópera-rock al erotismo), Performance adquiere, finalmente, un atractivo especial como documento histórico, mostrándonos un retrato de la existencia desquiciada y, a la vez, aletargada de un estrella rock de los 60 como Mick Jagger, encerrada en su mansión, con las cortinas siempre corridas, andando sobre centenarias alfombras persas, experimentando con todo tipo de sustancias alucinógenas, filmando en Súper 8 sus orgías inacabables y rodeado de instrumentos con los que dar rienda suelta un torrente de inspiración cuyo origen bien puede venir del universo interior o de la corriente denominada “espacio-idea” a la que Alan Moore también acude para elaborar sus ficciones y que ha nutrido la imaginación del hombre a través de los milenios.



domingo, 10 de marzo de 2013

Marnie, la ladrona

(Marnie)
USA, 1963. 130m. C.
D.: Alfred Hitchcock P.: Alfred Hitchcock G.: Jay Presson Allen, basado en la novela de Winston Graham I.: Tippi Hedren, Sean Connery, Diana Baker, Martin Gabel

En un momento del metraje de Marnie, la ladrona descubrimos que el adinerado hombre de negocios que se ha casado con Marnie, Mark Ruthland, está leyendo un libro de explícito título: Aberraciones sexuales de las mujeres criminales. Podría tomarse como un guiño del director de Los pájaros a todos aquellos dispuestos a buscar dobles sentidos tras las aparentemente pulcras imágenes de sus películas. Tras ese falso clasicismo del que hace gala su puesta en escena, Alfred Hitchcock daba rienda suelta a toda una serie de perversiones profundamente arraigadas en su estricta educación católica. Marnie, la ladrona  en su representación de la frigidez femenina y la indagación de sus causas y consecuencias, se une a la larga lista de trastornos de orden psíquico que podemos hallar en su filmografía, como el complejo de Edipo, la esquizofrenia, la amnesia, la psicopatía o, incluso, casos extremos como el incesto o la necrofilia.

En el caso que nos ocupa, se pone en marcha una trama de intriga para plantear el cuadro clínico mental: al igual que ocurría con PsicosisMarnie, la ladrona comienza con el robo de una secretaria a su jefe. Y como en el film protagonizado por Norman Bates, enseguida es evidenciada su condición de McGuffin, de pretexto argumental: el primer plano de la película es un encuadre muy cerrado que nos muestra un bolso de color amarillo que porta una joven que camina por el andén de una estación de tren. La siguiente secuencia nos muestra a un hombre exaltado, denunciando el robo de 10.000 dólares por parte de su secretaria. Con su habitual eficacia narrativa, Hitchcock nos informa de que esa mujer que hemos visto es la que ha robado el dinero. Pero en esa misma escena igualmente mostrará el autentico tema del film: cuando una pareja de detectives le solicitan al hombre robado una descripción física de la ladrona, este dibujará a ésta con una serie de datos minuciosos que dejarán en evidencia que ha quedado prendado por la joven. De esta manera, se enlaza el acto delictivo con el impulso sexual, uno como consecuencia de lo otro.

En Marnie, la ladrona nos encontramos antes ante un melodrama tortuoso que ante un film de misterio. No es extraño que, a los pocos minutos, Marnie sea desenmascarada por su actual jefe, Mark, eliminando de un golpe la intriga predominante hasta ese momento, consistente en los intentos de Marnie por conseguir la combinación de la caja fuerte. No sin antes asistir a una espléndida escena que confirma la condición del realizador británico como maestro del suspense: nos referimos a aquella en la cual Marnie está sustrayendo el dinero de la caja fuerte mientras, fuera de la oficina, la mujer de la limpieza friega el suelo, planteada con un plano general que introduce a las dos figuras en el mimo encuadre y jugando con el tiempo real de la secuencia, la cual se cierra con una nota de humor: en realidad, la limpiadora está casi sorda, y por eso no ha podido escuchar los ruidos producidos por Marnie.

La cleptomanía de Marnie, así como su tendencia a la mentira patológica, suponen la exteriorización de un sentimiento de culpa fruto de un trauma infantil escondido en los pliegues de su memoria. Al igual que ocurría en Recuerda, nos encontramos ante un thriller psicoanalista, en el cual los detalles que van dando forma al transcurso de la historia buscan el sacar a la luz ese secreto olvidado, esa amnesia selectiva. La relación que Marnie establece con Mark, con quien se casa bajo chantaje, se asemeja a una larga terapia, en la cual Mark oficiará de psiquiatra, llegando a echar mano de procedimientos de choque, forzándola sexualmente en el camarote de un barco donde están pasando su agria luna de miel.

La puesta en escena de Hitchcock está atenta a destacar en todo momento el turbulento torrente de pasiones aprisionado en el interior de la protagonista. Obsesionada con el color rojo, cada vez que se encuentra con este color, la pantalla adquiere un intenso tono rojizo, simbolizando que el trauma está enraizado con la pasión y la sangre, pero también con un profundo autotormento. Destaquemos, en este sentido, el momento en el que Marnie está mecanografiando unas notas en el despacho de Mark. Una tormenta estalla, haciendo que los relámpagos iluminen toda la sala y aterrorizando a Marnie. La planificación neutra, inofensiva, se torna crispada y hostil: los planos se tuercen y se cierran sobre el rostro angustiado de Marnie, como si el pasado volviese de golpe, encadenado a ella, imposible de evitar. El abrazo y el beso de Mark la calmarán, abriéndose poco a poco el plano, estabilizándose al igual que la protagonista. No sin que antes una rama haya atravesado la ventana del despacho, destrozando una vitrina en la que se encontraban los últimos recuerdos de la mujer fallecida de Mark. La fuerza desbocada de la naturaleza borra el pasado de Mark, uniéndole en su pasión con Marnie, descubriéndose una salvación para ella.

Incluso Hitchcock repite la subversiva idea de De entre los muertos de resolver el misterio a la mitad de metraje, aunque, en este caso, de manera metafórica: tras sufrir un accidente mientras montaba a caballo, Marnie no puede soportar verlo sufrir tras el golpe, decidiéndose inmediatamente a sacrificarlo. Con el pelo suelto y la cara arrasada por las lágrimas, la presencia de Tippi Hedren abandona su imagen gélida y sofisticada para asemejarse a una niña inundada por una insondable tristeza que ve como su mundo se derrumba a pedazos y dispuesta a cualquier cosa por volverlo a recomponer, incluso utilizar la violencia para borrar la mancha roja que trata de ahogarla.


jueves, 7 de marzo de 2013

La maldición de Frankenstein

(The Curse of Frankenstein)
UK, 1957. 82m. C.
D.: Terence Fisher P.: Anthony Hinds & Max Rosenberg G.: Jimmy Sangster, basado en la novela de Mary W. Shelley I.: Peter Cushing, Hazel Court, Robert Urquhart, Christopher Lee


Al principio de La maldición de Frankenstein conocemos al protagonista que da título al film, el barón Victor Frankenstein, encerrado en una sucia celda, esperando la llegada de su muerte, acusado de unos crímenes que desconocemos aún. A su lado es llevado un sacerdote para que escuche las últimas palabras del prisionero. Pero lo que busca Frankenstein no es alivio espiritual para su alma, sino la necesidad de contar su historia, de compartir la obsesión que ha acabado finalmente con su vida. Esta idea sirve para alejar La maldición de Frankenstein de las célebres adaptaciones anteriores realizadas por la productora Universal de la novela inmortal de Mary Shelley, y la acerca a dicha fuente original, en la cual un igualmente demacrado y al borde de la muerte Frankenstein utilizaba sus últimas fuerzas para relatarle al capitán del barco en el que había sido recogido los atroces sucesos que marcaron su aciaga existencia.

Se ha repetido hasta la saciedad la innovación que supuso en el acercamiento de la Hammer al doctor Frankenstein el centrar el foco de atención no en la criatura producto de sus aberrantes experimentos, sino en el doctor mismo. Igualmente, se ha señalado el expresivo uso del color, especialmente la intensidad de los rojos, los cuales pueden representar tanto la violencia como los fuertes instintos que mueven a los personajes. Todo esto es cierto, y viene marcado por ese punto de vista señalado al principio. En esta ocasión, Frankenstein no busca superar la barrera insondable de la muerte como venganza por lo que ésta le ha arrebatado (la muerte de su madre al dar a luz a su hermano pequeño), sino que surge de un impulso interior por romper las barreras de la Naturaleza, entendida ésta tanto en su vertiente biológica como moral.

La acción de La maldición de Frankenstein transcurre casi en su integridad en el interior de la mansión del barón, como si esta fuera una proyección de su alterada mente. Así, podemos acotar dos espacios físicos: uno, la parte de la casa destinada a la vida social, ostentosa en el lujo, dedicada a los encuentros con amigos y admirados intelectuales, toda ella exultante de unos brillantes y cálidos colores; sobre ese espacio civilizado se encuentra el laboratorio donde Victor trabaja, que se asemeja a una cueva, con sus grises paredes de piedra, y cuyo único mobiliario consiste en la intrincada maraña de instrumental científico como probetas, palancas, sueros e, incluso, una bañera llena de ácido en la que poder deshacerse de los restos incómodos.

Lo más inquietante del film no viene dado por los experimentos en sí o la presencia de la monstruosa criatura, sino por la implacable amoralidad de Frankenstein, cegado en su obsesión por alcanzar su meta y que acaba contagiando a todo lo que le rodea. Terence Fisher mueve su cámara con elegancia, haciendo que la parte pública de la vida de su protagonista y las labores privadas de sus experimentos acaben fusionándose a través de pequeños detalles: Víctor limpiándose las manos llenas de sangre en su elegante chaqueta; la estudiada tranquilidad con la que toma una copa de vino para, minutos después, trabajar en la mesa de operaciones con un par de manos cercenadas. Lo hórrido acaba integrándose con naturalidad en el relato, de la misma manera con la cual la criatura convive en el mismo encuadre con su creador, convertida en la representación material (llena de cicatrices, de piel verdosa y porte desgarbado) de la locura de éste.

No es extraño que el supuesto monstruo acabe comportándose como si fuera la mascota de Frankenstein, acatando sus órdenes con el desconcierto y la tristeza de quien ignora el motivo de su existencia. Resulta fácil ver en La maldición de Frankenstein la representación los vicios de una clase opresora que, amparada en el poder y la inmunidad que da la riqueza, se impone a los que se mueven a su alrededor: recordemos la escena en la cual Paul, el tutor y ayudante de Frankenstein, increpa a Elizabeth, la prima de Victor con quien está prometida, que se vaya a casar con un hombre que apenas conoce, sólo porque así se decidió cuando eran niños; o la manera con la que el barón utiliza a su criada, prometiéndole que se casarán sólo para poder acostarse con ella, y echándola en cuanto se queda embarazada.

La maldición de Frankenstein finaliza con Víctor Frankenstein recorriendo junto a los guardias el pasillo que le conduce a su muerte. La cámara encuadra la construcción de la guillotina a la que es dirigido, mientras los créditos transcurren por la pantalla. No sorprende el otorgar el último plano del film a la Dama de la Cuchilla que tanta sangre azul ha hecho correr.