viernes, 26 de abril de 2013

Un verano con Mónica

(Sommaren med Monika)
Suecia, 1953. 96m. BN
D.: Ingmar Bergman P.: Allan Ekelund G.: Per Anders Fogëlstrom, basado en su novela I.: Harriet Andersson, Lars Ekborg, Dagmar Ebbensen, Âke Fridell

Las primeras imágenes de Un verano con Mónica nos sitúan en el puerto de una ciudad. La cámara parece embelesada por el tranquilo vaivén de las aguas. Los rayos del sol atraviesan las nubes, iluminando el mar calmado. Una idílica estampa que es rota por la presencia industrial de la misma ciudad, que con sus fábricas de largas chimeneas y sus barcos parece pretender cercar a la naturaleza. Ya en estos primeros minutos Ingmar Bergman nos plantea el tema principal de la película: la difícil relación entre el impulso salvaje de lo dionisíaco (representado por la propia naturaleza) con las obligaciones económico/sociales de la sociedad postindustrial (la ciudad descrita a través de sus máquinas de acero: el tren, el tranvía, los coches que inundan las calles, casi rodeando y apartando al joven repartidor que circula con su bicicleta).

Un verano con Mónica nos presenta una historia sentimental, la relación de una joven pareja, divida en tres partes, cada una correspondiente a una estación del año, las cuales, con su paso y sus cambios climáticos, matizarán dicha relación, proponiendo un discurso de fondo  con forma de atento demiurgo, como si el transcurrir de los meses impusiera un sello funesto, a modo de inevitable destino.

La acción comienza en la primavera. Lo dos jóvenes, Mónica y Harry, se conocen en un bar mientras descansan de sus respectivos trabajos. El resto del local está compuesto por la clientela habitual, ancianos que se sientan callados delante de sus bebidas, quizás recordando los lejanos tiempos de su juventud en los que el aire primaveral significaba algo más que unas hojas en el calendario. No por casualidad, Mónica y Harry ocupan una esquina del local, dándose mutuamente la espalda, como si cada uno fuera la sombra del otro. Como sabremos más tarde, ambos proceden de un entorno familiar diferente: él vive con su padre, enfermo crónico del estómago, en una casa amplia y bien decorada; en cambio, ella tiene que compartir el humilde y angosto espacio hogareño con sus padres y sus dos molestos hermanos menores. Pero hay un nexo común que les une: ambos se ven atrapados por sus respectivos trabajos, los cuales parecen buscar minarles sus juventud y transformarles en peones útiles para la sociedad (mientras que Harry no para de recibir continuas broncas de sus jefes, Mónica tiene que apartar sin descanso a los moscones que pululan por la tienda intentando meterle mano). Partiendo de este punto, las mencionadas diferencias se convierte en elementos compatibles de la relación: Harry anhela compañía en una vida marcada por la soledad; Mónica necesita espacio, sentir que hay sitio para su intimidad.

Ante este panorama, no debería extrañarnos la rapidez con la que los dos protagonistas se enamoran, en los minutos que separan la petición de una cerilla de una invitación para ir al cine. Cuando Harry acompaña a Mónica a su casa tras una de sus citas se encuentra con un antiguo novio de ella, quien acabará propinándole una paliza. Mónica parece ser el único rayo de luz -de juventud, de frescura, de esperanza- en un entorno vital semejante a un callejón sin salida: el pavimento gris y sucio, los edificios de paredes negras, las calles llenas de ancianos como recordatorio del inevitable futuro de los jóvenes, la sombría iluminación de la casa de Harry o la claustrofóbica habitación de Mónica, que hace las veces de comedor, cocina y dormitorio.

 Es por ello que, con la llegada del verano, Mónica y Harry deciden abandonarlo todo -sus hogares y sus trabajos- y huir juntos embarcándose en la barca del padre del segundo y trasladándose a una costa aparentemente deshabitada. Allí, poco a poco, irán deshaciéndose de cualquier atisbo de civilización para sumergirse en una celebración telúrica de su amor. Bergman describe estos pasajes a través de dos figuras narrativas: por un lado, planos generales que fusionan a los protagonistas con el paisaje de naturaleza salvaje que les rodea: Mónica saltando entre las rocas, metiéndose en el agua para lavarse la cara, situándose detrás de un árbol para orinar; por otro, encuadres cerrados que unen los rostros de los dos en el mismo plano, representándose así su unión. El uniforme de faena y los trajes son sustituidos por pantalones cortos y camiseta de tirantes. Las convenciones establecidas se van dejando de lado hasta que, finalmente, Mónica se desnuda del todo y pasea tan desinhibida como el escenario que le rodea. Incluso se repite la situación de una pelea, como la que tuvo lugar en la ciudad, en su momento una humillación, ahora convertido en una reafirmación de su libertad.

Pero la realidad parece imponerse. Mónica se queda embarazada y el fin del verano transforma el hasta ese momento idílico paisaje: el cielo se nubla, la lluvia cae con fuerza, las ramas hieren las piernas y las rocas castigan los pies, y mientras, el hambre se abre paso entre las ilusiones de Mónica y Harry. El regreso resulta desolador: un plano subjetivo nos muestra a los protagonistas navegando con su barca. El agua parece infinita, el horizonte lleno de posibilidades, hasta que, de manera oscura y amenazadora, surge la silueta de la ciudad. A su paso, se encuentran con un gigantesco barco que llena el cielo con la negrura del humo que surge de su chimenea, como dándoles la bienvenida al agujero del que nunca debieron intentar escapar.

Los espacios abiertos han desaparecido. A partir de este momento, la acción de la película se desarrollará en interiores. Los antaño hogares individuales de Harry y Mónica finalmente han convergido en una única ratonera: los tres -pues ya ha nacido su hija- comparten la misma habitación, pero durmiendo en camas diferentes: de nuevo, Mónica se ve agobiada y Harry, solo. La colocación de la cámara convierte las rejas del cabecero de la cama en barrotes que aprisionan a la pareja en la cárcel de su vida en común. Bergman se cuida de no mostrar al bebé, el cual se ha convertido en la constatación del fracaso de la utopía romántica, hasta los minutos finales, cuando se descubre como la última esperanza de futuro para Harry.

De la fuerza de la pasión y del deseo que alimentó la relación de los chicos al comienzo, pasando por la explosión del amor y la libertad, nos hemos convertido en testigos de la decadencia de esa fuerza regeneradora, tornada en potencia autodestructiva. ¿Podemos concluir, por tanto, que Un verano con Mónica es una película pesimista? La respuesta la encontramos en el plano más magnético del relato: Mónica ha dejado a su hija con la tía de Harry y por fin puede salir a divertirse. Se ha comprado un nuevo abrigo con el dinero que Harry le dio para pagar el alquiler y flirtea con un chico en un bar. Éste pone una canción en la máquina tocadiscos. La cámaras se acerca hasta detenerse en un primer plano de Mónica. Ésta se gira y mira a la cámara directamente. El fondo desaparece tintándose de negro. Y un ruido industrial acaba apagando la canción. Mónica nos mira desafiante: es el semblante de la derrota, pero también de una dignidad humillada: la de quien es consciente de su fracaso, pero también de su intento por romper las cadenas que, de nuevo, siente alrededor de su cuello.


martes, 23 de abril de 2013

Gritos y susurros

(Viskningar och rop)
Suecia, 1972. 91m. C.
D.: Ingmar Bergman P.: Lars-Owe Carlberg G.: Ingmar Bergman I.: Harriet Andersson, Kari Sylwan, Ingrid Thulin, Liv Ullman

Cuando la revista norteamericana especialista en cine fantástico y de terror Fangoria incluyó a La hora del lobo como una de las mejores películas de género de la historia, estaba, en cierto modo, oficializando un secreto a voces: que Ingmar Bergman es uno de los mejores directores dentro del cine de terror, a pesar de que ninguna de sus películas son inscritas en tal contenedor genérico, para muchos, aún hoy, de escasa dignidad. Pero, si nos paramos a analizar los elementos que dan forma, y sustancia, a la obra del desaparecido director sueco, ¿acaso hay algo más escalofriante que la soledad existencial, la parálisis vital o esas cuestiones sobre nosotros mismos y nuestra situación en el mundo que nos atenazan con su imposibilidad de solución? Las dudas religiosas en Como en un espejo, los conflictos de identidad en Persona o las relaciones de pareja en Pasión son convertidos en auténticos viajes al horror. O, siguiendo con esta hipotética lista, la degradación moral y vital de una burguesía acomodada paralizada por sus miedos y obsesiones en Gritos y susurros.

La integridad del relato transcurre en el interior de una mansión. Sólo saldremos al exterior en dos ocasiones: una, al comienzo, en una serie de planos que nos muestra el extenso jardín que rodea la casa mientras los primeros rayos del sol se abren paso a través de las hojas de los árboles; más tarde, a lo largo del metraje, una serie de fugas mentales a base de recuerdos o notas escritas en un diario. En el interior de la casa conviven cuatro personajes femeninos, tres hermanas y una criada. Una de esas hermanas, Agnes, se encuentra gravemente enferma, teniendo que permanecer en la cama soportando fuertes dolores. Durante los primeros minutos, Gritos y susurros se nos aparece como un estudio de la enfermedad y sus brutales consecuencias en el cuerpo: Agnes despierta. Un primer plano muestra su rostro pálido y sereno, el cual se transmuta en una mueca de dolor al intentar moverse.

La enfermedad no supone una fuerza devastadora encerrada en una materia sellada (esto es, el cuerpo de Agnes), sino que se asemeja a un virus que se extiende por la zona (la casa) afectando a todo lo que se encuentra a su alcance. La intensa presencia del color rojo, presente tanto en la pintura de las paredes como en el forro del mobiliario, supone la constatación de la presencia triunfante del dolor y la angustia, tanto de la enferma como de quienes le rodean. Recordemos el momento en el que Agnes, como caída en trance, se retuerce exhalando una fuerte, despiadada, respiración, que supone tanto un grito de ayuda como la súplica ensordecedora de un cuerpo desintegrándose. A su lado, Maria no puede sino llevarse las manos a la cara, atenazada por el miedo y la impotencia; Karin mantiene la distancia, impresionada y a la vez ausente del suceso. Y sólo Anna, la criada, parece ser capaz de darle un tierno consuelo a Agnes.

La postura de cada mujer destapa el auténtico discurso de Gritos y susurros. Hay algo que nos llama la atención de Agnes: a pesar de su mortificada existencia, su rostro nos transmite un sentimiento de calma, de paz espiritual, que contrasta con las rígidas posturas de sus hermanas "sanas". A lo largo del film, Bergman nos sumerge en el interior de cada uno de los personajes a través de una serie de primeros planos que desaparecen con un fundido en rojo. Si con Agnes visitamos el recuerdo de su madre ya fallecida -quien, no por casualidad, aparece andando por el jardín, fuera de la casa-, Maria y Karin son las protagonistas de sus propios relatos: la primera, engañando a su marido con el médico de la familia y, la segunda, mostrando la distanciada relación que mantiene con su esposo.

Es entonces cuando la enfermedad de Agnes adquiere su auténtica razón de ser, no como protagonista, sino como consecuencia de un entorno depravado y asfixiante. Bajo sus facciones dulces y sus ademanes amables, Maria esconde un espíritu infantil y egoísta, tan despreocupado por el dolor de los demás como atenta a su propio ego -su incapacidad para ayudar a su marido herido-. El rostro hierático de Karin y su frialdad extrema -no soporta que la toquen- son el escudo de una insatisfacción vital y física cuya frigidez es la consecuencia de un impulso masoquista soterrado -la escena en la que se mutila los genitales con un trozo de cristal para, después, saborear su propia sangre, mientras embadurna su rostro de rojo.

¿Es, por tanto, Gritos y susurros una película de casa encantada, protagonizado por fantasmas que aún no son conscientes de su condición? No resulta difícil imaginar las paredes de la mansión blancas en un pasado remoto, poco a poco enrojecidas  por la vileza de sus habitantes, de la cual también es víctima la propia Agnes. A pesar de su formalista uso del color, en ocasiones casi esteticista, Bergman despliega una puesta en escena austera, colocando a sus personajes en unos espacios vacíos, encerrados en una prisión infernal. Los rápidos y bruscos movimientos de cámara, acompañados de fugaces zooms, buscan capturar los gestos airados y las miradas perdidas.

En el centro de la forma y el contenido de Gritos y susurros se encuentra una de las escenas más terroríficas de la historia del cine: el espectro de Agnes solicita, de una en una, a sus hermanas que entren en su habitación. Bergman deja su presencia en off, haciendo que Maria o Karin llenen el encuadre. Sobre su figura, flota a su alrededor la voz en off de la fallecida, la cual deja caer las máscaras, dejando al descubierto la auténtica esencia de cada una: la total ausencia de amor de Karin; la cobardía de Maria. Al igual que hiciera en Persona o La hora del lobo, el director de El silencio evidencia que la esencia de lo fantástico no reside en su contenido, sino en sus formas. El escalofrío no surge de la presencia de un fantasma, sino de la ausencia de vitalidad de un cuerpo inanimado.

Tras esta apoteosis del horror, sólo queda lugar para la mezquindad. Tras la completa desaparición del cuerpo, y, por tanto, de ese espejo que refleja el Mal interior, sólo queda la eliminación de la única luz que pueda romper con unas sombras que, finalmente, se han adueñado de todo: la bondad y la piedad son sentimientos que no se puede permitir un estrato social que hace de las apariencias y el poder su única razón de ser. Gritos y susurros finaliza en el exterior de la casa, el mismo lugar que iniciaba el relato, pero ahora es un recuerdo que nos lega una hermosa estampa que sabemos que es falsa: la putrefacción ya se estaba abriendo paso, capa a capa, a través de su interior.


viernes, 12 de abril de 2013

Posesión infernal (2013)


(Evil Dead)
USA, 2013. 91m. C.
D.: Fede Álvarez P.: Bruce Campbell, Sam Raimi & Robert G. Tapert G.: Fede Álvarez & Rodo Sayagues, basado en el guión de Sam Raimi I.: Jane Levy, Shiloh Fernandez, Lou Taylor Pucci, Jessica Lucas


En el contexto del revival por el cine de terror de los 70 en el que se ve inmerso el género en estos momentos (ya sea a base de remakes oficiales o la utilización de los códigos más evidentes), la nueva versión de Posesión infernal viene a cumplir el mismo propósito que parecía perseguir (de manera seguramente impremeditada) la película original estrenada en 1981: una descarga de energía en el corazón de los lugares comunes del género. Si, independientemente de los resultados, algo hay que valorar de la ópera prima de Fede Álvarez es su firme convicción en construir una película de terror sin concesiones con el espectador. En este sentido, la aparición del título es una meridiana declaración de principios: tras el pirotécnico prólogo, sin más prolegómenos, aparece el título, formado por gigantescas letras rojas que llenan toda la pantalla, con el fondo negro, mientras un esquizoide conjunto de cuerdas crispa los nervios de la platea. Una idea audiovisual parecida a la utilizada para Insidious y cuyo mensaje resulta claro: esto va en serio.

Y es que, a pesar de la convicción generalizada, el horror era la figura predominante en el original Posesión infernal. Si en las secuelas se acentuó el componente cómico -siempre, eso sí, dentro de los márgenes de lo macabro-, la película inicial suponía un vertiginoso viaje al núcleo de la demencia a través de su hiperbólico acercamiento al terror, la violencia y la propia gramática cinematográfica. En Posesión infernal, versión 2013, no hay lugar para los interludios cómicos o sentimentales: por si tuviéramos alguna duda, ahí está la figura de la novia de David, sin duda, el personaje menos desarrollado, como si subrayara su condición de cuerpo destinado al desmembramiento.

Esta mirada, digamos, seria coloca a Posesión infernal en un terreno inicial curioso: durante sus primeros minutos, el equipo de este remake parece perseguir como objetivo el realizar una versión dramatizada del original, dando un trasfondo a los personajes del que carecían en el arrollador debut de Sam Raimi: en esta ocasión no se trata de un grupo de amigos dispuestos a pasar un idílico fin de semana juntos en una cabaña aislada en un bosque de Tennessee. En el centro del nuevo grupo de cinco jóvenes se encuentra Mía, la protagonista indirecta de la película, hermana de David, y quien pasa por una turbulenta época de adicción a la heroína, con sobredosis incluida. Por tanto, el escenario es el antitético al de la propuesta de 1981: no se trata de un viaje de placer, sino de un esfuerzo solidario para sacar a una amiga y a una hermana de su propio infierno personal.

La primera vez que vemos a Mía es a través de un plano en ligero contrapicado, sentada en el capó de un coche. En sus manos sostiene un bloc en el que está dibujando el tenebroso bosque que la rodea. Un bosque invadido por una densa niebla que apenas nos deja entrever la negrura de los troncos de los árboles. El cielo permanentemente encapotado impide que se filtre ni un ligero rayo de sol que pudiera dañar la oscuridad que empapa el lugar. Tras tirar la única dosis que le quedaba en un pozo cercano, Mía se prepara para soportar el terrible síndrome de abstinencia que sufrirá en unas pocas horas. A raíz de estos datos, no es casualidad que Mía sea, precisamente, la primera víctima de las fuerzas diabólicas que serán despertadas en el bosque tras la lectura de un extraño libro encuadernado en piel humana encontrado en el sótano.

De esta manera, Posesión infernal plantea la posibilidad de que los brutales incidentes que tendrán lugar durante las próximas veinticuatro horas estén filtradas por la mirada alucinada y afectada de Mía. Una idea harto interesante que sustituiría el trasfondo sobrenatural de raíz lovecraftiana del original por una turbia crónica de sucesos: ¿los brutales asesinatos que tendrán lugar en el interior de la cabaña no serán producto de una psicosis colectiva provocada por la tensión y la claustrofobia consecuencia del estado de un ser querido que sufre sin que se le pueda ayudar? Después de todo, es ella quien les ruega que tienen que sacarla del bosque, porque hay algo malvado y amenazante en él, lo cual unido a la fascinación de uno de los chicos, Eric, por los arcanos escritos que intenta descifrar en el libro encontrado, forman un caldo de cultivo infernal.

Que el director y su guionista no apuren esta posibilidad, la cual se diluye a medida que la película se interna en el territorio de la convención, es la clave por la cual Posesión infernal se aleja de su modelo. Si, como decíamos líneas arriba, la Posesión infernal de los 80 suponía un pesadillesco descenso a la locura, subrayada a partir del momento en el que Ash se quedaba solo, la actual confecciona un intenso pero controlado carrusel del horror en el que los pies nunca abandonan el seguro y confortable suelo de la referencialidad (y no solo a la primera entrega de la saga Evil Dead, sino también a su primera secuela, Terroríficamente muertos: por ejemplo, el momento en el que uno de los jóvenes se ve obligado a cortarse su mano infectada).

Pero, aún así, parecen no haber entendido muy bien el sentido que en el título original tenía el uso desmedido del gore (lo cual, teniendo en cuenta que entre los productores se encuentran los pilares básicos de aquella: el director Sam Raimi, el productor Robert Tapert y el actor Bruce Campbell, nos aclara lo alejados que éstos están del espíritu de su propia obra), el cual no era un fin, sino parte del proceso de radicalización que Raimi y su equipo hacían de los arquetipos del cine de terror.

La electrizante energía de Posesión infernal, versión 1981, provenía del desasosiego que producía su capacidad para desmontar los principios narrativos del género para llevarlos al terreno del delirio exacerbado, lo cual no se puede decir de la versión que nos ocupa, la cual se conforma con desplegar una retorcida exhibición de atrocidades (notablemente gráficas y tremendistas, eso sí) pero sin levantar nunca el pie del freno, excepto en su clímax final, único instante en el que podemos entrever el descontrolado descenso a los infiernos que podía haber sido. Posiblemente, la diferencia entre la obra original y su copia esté en la que hay entre una producción calculada para colocarse en el primer puesto en la taquilla al menos el fin de semana de su estreno y la irreverencia de un adolescente dispuesto a revolucionar el cine de terror con la única arma de su descaro juvenil.



jueves, 21 de marzo de 2013

Melancolía

(Melancholia)
Dinamarca/Suecia/Francia/Alemania, 2011. 136m. C.
D.: Lars von Trier P.: Louise Vesth & Meta Louise Foldager G.: Lars von Trier I.: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Charlotte Rampling


El prólogo de Melancolía aúna en su interior dos tiempos divergentes. Por un lado, el choque del planeta que da nombre a la película con la Tierra. Un hecho que reduce a polvo la existencia del ser humano, así como el marco en el que ésta se ha desarrollado, en cuestión de segundos, tras los cuales quedará un vacío allí donde antes había vida. Von Trier nos muestra los últimos momentos de tres personajes: dos mujeres adultas, una rubia y otra morena, y un niño. Las imágenes se nos presentan de manera independiente, como cuadros que concentran en su interior todo su sentido: la mujer morena llevando al niño en brazos mientras sus pies se hunden en un interminable campo de golf; la joven rubia levantando sus manos, viendo como una corriente eléctrica recorre sus dedos; un caballo desplomándose en el suelo. La cámara lenta suspende los movimientos, siendo casi imperceptibles, como si los cuerpos estuvieran congelados en el tiempo. La extrema ralentización de las imágenes captura un momento fugaz pero de mayúscula importancia: el último aliento: la desesperación  por el fin de todo o la cabal aceptación de la llegada del Apocalipsis. Son escenas en las que se mezcla la inmediatez del momento con su representación simbólica: la misma mujer rubia vestida con un traje de novia intentando atravesar un oscuro bosque mientras una enredadera formada por lana gris intenta impedírselo.

La dualidad es la figura central sobre la que se construye Melancolía: dos hermanas, dos planetas y dos partes en las que está dividida la película. Y, como ejemplifica la escena pre-título, cada una de las mitades esconde en su interior una aparente contradicción que sirve para señalar las paradojas y compleji-dades del ser humano. Los dos fragmentos divisorios llevan el nombre de las hermanas, Justine, la mujer de pelo rubio, y Claire, la morena. Justine da título a la primera parte, centrada en el banquete de boda de ésta, organizada por su hermana y que tiene lugar en la imponente mansión en la que ésta vive con su marido, John, y el hijo de ambos, Leo. Antes de llegar al lugar, vemos a Justine y a Michael, su reciente esposo, a bordo de una limusina que les tiene que llevar a la mansión, donde les están esperando los invitados. Debido a su longitud, el coche se ha quedado atascado en una curva cerrada. Este banal incidente despierta la impaciencia de Michael y el posterior enfado de Claire y John, obsesionados por el desarrollo de la fiesta, milimétricamente organizada. No sucede así, en cambio, con Justine, quien recibe la situación con una alegría casi infantil.

Será la primera señal del distanciamiento psicológico de Justine con quienes le rodean y el mundo que representan. Claire no cesa de insistir que la fastuosa fiesta se ha organizado porque así lo quería su hermana, y John de recordarle lo mucho que ha costado llevarla a cabo. Efectivamente, el lujo y lo ceremonioso están presente en todo su esplendor: el gigantesco comedor lleno de invitados; el campo de golf de 18 hoyos en el que se sueltan hacia el firmamento una serie de pequeños globos luminosos; los brindis y la partición de la tarta. Pero todo ese lujo, esa ostentación de bienestar económico, no hace sino subrayar la profunda depresión vital que sufre Justine. “Lo intenté”, le confiesa a su hermana una vez se ha evidenciado el fracaso. La forzada sonrisa y su espléndido vestido blanco son reflejos del profundo dolor que la atenaza, de su intento de integración, del formar parte de una masa que ha hecho del dinero y el poder material la razón de su ser, únicos medios con los que desviar la mirada de la mediocridad de su existencia. Ante tan deprimente panorama, no resulta extraño que Justine se sienta más identificada con las lejanas y solitarias estrellas que la observan desde el cielo que con la especie humana a la que por naturaleza pertenece. De manera coherente, Lars von Trier retoma los elementos estilísticos  propios del Dogma95 –la cámara temblequeante, el abrupto montaje, la iluminación naturalista-, dando a las imágenes un aspecto feísta deliberado con el que retratar un mundo levantado por las apariencias, pero de ruin interior.

Tras una breve elipsis, la acción toma a Claire como protagonista de la segunda, y última, parte del film, que lleva su nombre. Claire acoge en su casa a una Justine notoriamente desmejorada, a un paso del colapso mental definitivo, como si la lucidez despertada el día de su boda (finalmente frustrada) la sumiera en una desolación existencial que le impidiera siquiera moverse, consciente de que cualquier acto es fútil. Una actitud que coincide con el acercamiento del inmenso planeta llamado Melancolía, el cual pasará rozando la Tierra, lo cual despierta los temores de Claire a que finalmente se dé un choque entre los dos planetas, a pesar de los reconfortantes cálculos científicos.

Von Trier introduce un estimulante dato de carácter casi paranormal: en un momento de su tensa relación, Justine le dice a Claire que ve cosas, haciendo gala de un extraño don clarividente.  A la luz de este detalle, es fácil imaginar un enlace emocional entre Justine y el planeta Melancolía, como si éste respondiera a la tristeza de la mujer y accediera a exterminar a una raza (la humana) que es  malvada por naturaleza, como replica Justine.  Así, a medida que los días pasan y el planeta se acerca de manera amenazadora, Justine se va recuperando del rigor que la atenazaba, como si la cercanía de Melancolía la llenara de energía: retengamos la escena en la que Claire sigue a su hermana mientras sale a dar un paseo nocturno. La encontrará tumbada, completa-mente desnuda, entre la hierba del bosque, iluminada por la luz azulada del planeta de la muerte, ofreciéndose a éste, a la vez que fusiona su cuerpo con la naturaleza que le rodea, confiriendo al momento un penetrante poder telúrico, próximo al que surgía, poderoso, de la magnífica Anticristo.

Podemos considerar a Melancolía como una continuación genérica de su anterior film, sustituyendo el terror por la ciencia-ficción apocalíptica, a través de la cual el director de Bailar en la oscuridad vuelve a realizar una radiografía de la depresión y el abatimiento emocional como fuentes de energía tan depuradoras como aniquiladoras. La inmensidad del planeta Melancolía contrasta con la pequeñez de las angustias de Justine, Claire y el resto de la familia, de la misma manera que Von Trier pasa de lo operístico (realzado por la utilización de la wagneriana Trsitán e Isolda) a lo íntimo con pasmosa facilidad, combinando el nihilismo que se apodera de todo el metraje al saber, desde su mismo inicio, el fin inevitable de todas las cosas, con cierto romanticismo alemán que encuentra belleza en ese mismo fin. El talento de Von Trier queda patente en el sobrecogedor final de Melancolía, en el cual dicho nihilismo, entendido como la aceptación de un destino inevitable, da paso a una cierta dignidad humana focalizada a través de la fuerza de la imaginación.


miércoles, 13 de marzo de 2013

Performance

(Performance)
UK, 1970. 105m. C.
D.: Donald Cammell & Nicolas Roeg P.: Sanford Lieberson G.: Donald Cammell I.: James Fox, Mick Jagger, Anita Palenberg, Michéle Breton


I

En 1969, segunda entrega de la trilogía Century, a su vez, cuarto volumen de la serie La liga de los caballeros extraordinarios, cómic escrito por Alan Moore y dibujado por Kevin O’Neill, se nos presenta al personaje de Turner, el líder y cantante del grupo de rock psicodélico Purple Orchestra, quien, tras perder a uno de los miembros de su banda, asesinado en su piscina por un enigmático grupo de monjes encapuchados, decide utilizar un concierto-homenaje a la memoria de éste para poner en marcha un ritual mágic(k)o con el cual convertirse en el receptor del espíritu de Oliver Haddo, mago victoriano que ha logrado sobrevivir al paso de los años a través de una serie de reencarnaciones más o menos forzadas.

Una de las principales características de 1969, y posible fuente del desconcierto por parte del lector no avisado/documentado, consiste en que, más allá de las referencias literarias que suponen la base de La liga de los caballeros extraordinarios desde sus inicios, echa mano a la realidad, más o menos tangible y/o material, de la época que retrata, convirtiendo a sus personajes en sosias de personalidades reales: así, Turner está inspirado en un Mick Jagger en el apogeo de su interés esotérico y el grupo Purple Orchestra es, a su vez, los Rolling Stones. La muerte en extrañas circunstancias de Brian Jones, miembro fundador de los Rolling Stones, es también reinterpretada por Moore, haciéndole formar parte involuntaria del ritual de reencarnación de Oliver Haddo, el cual es el nombre del protagonista del oscuro film The Magician, dirigido por Rex Ingram en 1926, interpretado por Paul Wegener, quien encarnaba a un sosias de Aleister Crowley, figura mítica y mitificada, mago y literato, alpinista y explorador de las artes arcanas y sexuales, considerado “la persona más depravada de Inglaterra” y apodado la Gran Bestia 666.

Pero, si algo es evidente para el seguidor de la obra del escritor de Watchmen o Promethea, es que el mago de Northampton no da puntada sin hilo. Turner es el nombre del personaje interpretado por Mick Jagger en Performance, antiguo líder de la banda musical Purple Orchestra, ahora al margen de la vida social, habiendo perdido su genio musical y encerrado en un edificio en Notting Hill, abandonado a prácticas hedonistas y sexuales junto a su amante Pherber (interpretada por Anita Pallenberg, quien fuera novia del finado Brian Jones). Si tenemos en cuenta que la película dirigida por Nicolas Roeg y Donald Cammell (cuyo padre, Richard Cammell mantuvo una estrecha amistad con Crowley) tiene lugar en 1970, y en ella se nos explica que Turner es una estrella en declive, resulta fácil leer 1969 como una precuela de Performance donde se nos narra el comienzo de ese declive al salir mal el ritual de reencarnación.

II

Esta larga introducción no sirve sólo para demostrar, una vez más, la erudición y habilidad incuestionables de Alan Moore a la hora de crear complejas tramas intertextuales incluso en sus obras más aparentemente populares, sino para evidenciar la existencia de una línea mágica invisible pero perceptible para todos aquellos dispuestos a hundirse en su significado, que, de manera oculta pero palpable, recorre la historia de la humanidad y cuya puerta es construida a través de una serie de obras artísticas, auténticos ojos a través de los cuales atravesar el velo de lo que conocemos como realidad para entrar en un nivel de consciencia superior. Century no es el primer intento de Alan Moore de facilitarnos dicho pasaje, sino que previamente encontramos trabajos como From Hell o la más teórica Promethea. Y es bajo este mismo prisma a través del cual debemos visionar un film como Performance.

Durante su primera mitad, Performance introduce al espectador en una áspera y violenta muestra de cine negro, siguiendo los movimientos de Chas, un rudo gangster que, bajo las órdenes de un oscuro grupo de negocios de corte mafioso, se dedica a extorsionar con expeditivas maneras a todos aquellos que no están dispuestos a aceptar los “favores” de su jefe. Así, Chas se nos presenta como una muestra icónica del género noir, quien se acuesta con hermosas mujeres, de porte chulesco y sin ningún miramiento a la hora de chantajear o utilizar los puños. Sin embargo, antes de que el espectador tenga la impresión de encontrarse ante un producto genérico convencional, Cammell y el fotógrafo Nicolas Roeg distorsionan la narración del film a través del uso de un montaje de choque en el que se mezclan escenas antitéticas; extrañas simbiosis entre palabras, imágenes y sonidos, como si una fuerza externa intentara penetrar en la realidad de Chas.

Una fuerza que tomará forma en la pálida, espigada y decadente figura de Turner cuando Chas tenga que refugiarse en su casa después de huir de aquellos para los que, hasta hace poco, trabajaba. A partir de ese momento, Performance muda su piel o, quizás más bien, revela su auténtica esencia, sumergiendo a Chas, y con él al espectador, en un ritual esotérico construido con las herramientas que dan cuerpo a la propia película. En este sentido, no ha de considerarse Performance como un título con elementos esotéricos o cabalistas, un retrato de ciertos ejercicios ocultistas, sino un producto mágico en sí mismo considerado, que utiliza las técnicas cinematográficas como herramientas rituales. De la misma manera que Turner introduce a Chas en su universo decadente y sensual, lisérgico y críptico, de cara a penetrar en el interior de su esencia personal, a través de la cual recoger la energía que necesita para facturar un último hit musical (titulado "Memo From Turner" y cantado por, of course, Mick Jagger) , el público de Performance es arrastrado a un laberíntico entramado de imágenes, colores, cuerpos y canciones, los cuales le alejen de la materialidad en la que se encuentra (el salón de su casa o una sala de cine) para sumergirle en la inmaterialidad de la película, puente hacia el universo que se esconde tras los pliegues de nuestra realidad cotidiana, esos engranajes invisibles que, sin embargo, sostienen nuestra existencia.


III

Ver o juzgar Performance como un producto estrictamente cinematográfico, analizado a la luz de una cierta ortodoxia cinéfila resulta un ejercicio tan improductivo como seguramente irritante (al igual que ver en Century un mero entretenimiento o una aventura más de la popular Liga creada por Moore y O’Neill). No resulta difícil destacar las carencias fílmicas de la película: su hermética y confusa estructura, sus altibajos de ritmo, no pocos caprichos formales o los abundantes diálogos que rozan lo ininteligible. Existe, qué duda cabe, una corriente cinéfila empeñada en negar la intertextualidad del cine, quienes prefieren encerrarlo en etiquetados compartimentos estancos y utilizar técnicas endogámicas para su disección y catalogación. Olvidan los inicios del cinematógrafo como curiosidad científica y fenómeno de barraca de feria, su condición de invento demoníaco capaz de apoderarse del alma de aquellos que dejan atrapar su imagen en eternos fotogramas. ¿Acaso resulta necesario aclarar que el cine es la herramienta con la cual el ser humano ha alcanzado la inmortalidad? Después de todo, a pesar del paso de los años, de la inevitable vejez y la no menos inevitable muerte, Mick Jagger permanecerá joven y hermoso para siempre en el interior de Performance.

Y es que Performance, en este sentido, es cine en estado puro desde el momento en el que, por encima de su poder de comunicación o su utilidad como entretenimiento, hace uso de la puesta en escena y del montaje, de la escenografía y de la banda sonora para proponer una experiencia sensorial al límite, en la cual hallamos desde viajes al centro de la subjetividad personal (Turner se coloca delante de Chas, la cámara realiza un acercamiento a la nuca de Turner, introduciéndose en sus largos cabellos oscuro hasta salir por el otro lado, pasando a ver desde los ojos de Turner), transformaciones sexuales (Pherber se encuentra en la cama con Chas y utiliza un pequeño espejo de mano para reflejar uno de sus senos en el pecho de Chas o dividir su rostro en dos partes: masculina y femenina) o suplantaciones de personalidad (las transparencias que funden el rostro de Chas y el de Turner; o la utilización de un espejo para reflejar la cara de Chas entre la melena de Pherber).

En su baile genérico (del noir al fantástico, de la ópera-rock al erotismo), Performance adquiere, finalmente, un atractivo especial como documento histórico, mostrándonos un retrato de la existencia desquiciada y, a la vez, aletargada de un estrella rock de los 60 como Mick Jagger, encerrada en su mansión, con las cortinas siempre corridas, andando sobre centenarias alfombras persas, experimentando con todo tipo de sustancias alucinógenas, filmando en Súper 8 sus orgías inacabables y rodeado de instrumentos con los que dar rienda suelta un torrente de inspiración cuyo origen bien puede venir del universo interior o de la corriente denominada “espacio-idea” a la que Alan Moore también acude para elaborar sus ficciones y que ha nutrido la imaginación del hombre a través de los milenios.



domingo, 10 de marzo de 2013

Marnie, la ladrona

(Marnie)
USA, 1963. 130m. C.
D.: Alfred Hitchcock P.: Alfred Hitchcock G.: Jay Presson Allen, basado en la novela de Winston Graham I.: Tippi Hedren, Sean Connery, Diana Baker, Martin Gabel

En un momento del metraje de Marnie, la ladrona descubrimos que el adinerado hombre de negocios que se ha casado con Marnie, Mark Ruthland, está leyendo un libro de explícito título: Aberraciones sexuales de las mujeres criminales. Podría tomarse como un guiño del director de Los pájaros a todos aquellos dispuestos a buscar dobles sentidos tras las aparentemente pulcras imágenes de sus películas. Tras ese falso clasicismo del que hace gala su puesta en escena, Alfred Hitchcock daba rienda suelta a toda una serie de perversiones profundamente arraigadas en su estricta educación católica. Marnie, la ladrona  en su representación de la frigidez femenina y la indagación de sus causas y consecuencias, se une a la larga lista de trastornos de orden psíquico que podemos hallar en su filmografía, como el complejo de Edipo, la esquizofrenia, la amnesia, la psicopatía o, incluso, casos extremos como el incesto o la necrofilia.

En el caso que nos ocupa, se pone en marcha una trama de intriga para plantear el cuadro clínico mental: al igual que ocurría con PsicosisMarnie, la ladrona comienza con el robo de una secretaria a su jefe. Y como en el film protagonizado por Norman Bates, enseguida es evidenciada su condición de McGuffin, de pretexto argumental: el primer plano de la película es un encuadre muy cerrado que nos muestra un bolso de color amarillo que porta una joven que camina por el andén de una estación de tren. La siguiente secuencia nos muestra a un hombre exaltado, denunciando el robo de 10.000 dólares por parte de su secretaria. Con su habitual eficacia narrativa, Hitchcock nos informa de que esa mujer que hemos visto es la que ha robado el dinero. Pero en esa misma escena igualmente mostrará el autentico tema del film: cuando una pareja de detectives le solicitan al hombre robado una descripción física de la ladrona, este dibujará a ésta con una serie de datos minuciosos que dejarán en evidencia que ha quedado prendado por la joven. De esta manera, se enlaza el acto delictivo con el impulso sexual, uno como consecuencia de lo otro.

En Marnie, la ladrona nos encontramos antes ante un melodrama tortuoso que ante un film de misterio. No es extraño que, a los pocos minutos, Marnie sea desenmascarada por su actual jefe, Mark, eliminando de un golpe la intriga predominante hasta ese momento, consistente en los intentos de Marnie por conseguir la combinación de la caja fuerte. No sin antes asistir a una espléndida escena que confirma la condición del realizador británico como maestro del suspense: nos referimos a aquella en la cual Marnie está sustrayendo el dinero de la caja fuerte mientras, fuera de la oficina, la mujer de la limpieza friega el suelo, planteada con un plano general que introduce a las dos figuras en el mimo encuadre y jugando con el tiempo real de la secuencia, la cual se cierra con una nota de humor: en realidad, la limpiadora está casi sorda, y por eso no ha podido escuchar los ruidos producidos por Marnie.

La cleptomanía de Marnie, así como su tendencia a la mentira patológica, suponen la exteriorización de un sentimiento de culpa fruto de un trauma infantil escondido en los pliegues de su memoria. Al igual que ocurría en Recuerda, nos encontramos ante un thriller psicoanalista, en el cual los detalles que van dando forma al transcurso de la historia buscan el sacar a la luz ese secreto olvidado, esa amnesia selectiva. La relación que Marnie establece con Mark, con quien se casa bajo chantaje, se asemeja a una larga terapia, en la cual Mark oficiará de psiquiatra, llegando a echar mano de procedimientos de choque, forzándola sexualmente en el camarote de un barco donde están pasando su agria luna de miel.

La puesta en escena de Hitchcock está atenta a destacar en todo momento el turbulento torrente de pasiones aprisionado en el interior de la protagonista. Obsesionada con el color rojo, cada vez que se encuentra con este color, la pantalla adquiere un intenso tono rojizo, simbolizando que el trauma está enraizado con la pasión y la sangre, pero también con un profundo autotormento. Destaquemos, en este sentido, el momento en el que Marnie está mecanografiando unas notas en el despacho de Mark. Una tormenta estalla, haciendo que los relámpagos iluminen toda la sala y aterrorizando a Marnie. La planificación neutra, inofensiva, se torna crispada y hostil: los planos se tuercen y se cierran sobre el rostro angustiado de Marnie, como si el pasado volviese de golpe, encadenado a ella, imposible de evitar. El abrazo y el beso de Mark la calmarán, abriéndose poco a poco el plano, estabilizándose al igual que la protagonista. No sin que antes una rama haya atravesado la ventana del despacho, destrozando una vitrina en la que se encontraban los últimos recuerdos de la mujer fallecida de Mark. La fuerza desbocada de la naturaleza borra el pasado de Mark, uniéndole en su pasión con Marnie, descubriéndose una salvación para ella.

Incluso Hitchcock repite la subversiva idea de De entre los muertos de resolver el misterio a la mitad de metraje, aunque, en este caso, de manera metafórica: tras sufrir un accidente mientras montaba a caballo, Marnie no puede soportar verlo sufrir tras el golpe, decidiéndose inmediatamente a sacrificarlo. Con el pelo suelto y la cara arrasada por las lágrimas, la presencia de Tippi Hedren abandona su imagen gélida y sofisticada para asemejarse a una niña inundada por una insondable tristeza que ve como su mundo se derrumba a pedazos y dispuesta a cualquier cosa por volverlo a recomponer, incluso utilizar la violencia para borrar la mancha roja que trata de ahogarla.


jueves, 7 de marzo de 2013

La maldición de Frankenstein

(The Curse of Frankenstein)
UK, 1957. 82m. C.
D.: Terence Fisher P.: Anthony Hinds & Max Rosenberg G.: Jimmy Sangster, basado en la novela de Mary W. Shelley I.: Peter Cushing, Hazel Court, Robert Urquhart, Christopher Lee


Al principio de La maldición de Frankenstein conocemos al protagonista que da título al film, el barón Victor Frankenstein, encerrado en una sucia celda, esperando la llegada de su muerte, acusado de unos crímenes que desconocemos aún. A su lado es llevado un sacerdote para que escuche las últimas palabras del prisionero. Pero lo que busca Frankenstein no es alivio espiritual para su alma, sino la necesidad de contar su historia, de compartir la obsesión que ha acabado finalmente con su vida. Esta idea sirve para alejar La maldición de Frankenstein de las célebres adaptaciones anteriores realizadas por la productora Universal de la novela inmortal de Mary Shelley, y la acerca a dicha fuente original, en la cual un igualmente demacrado y al borde de la muerte Frankenstein utilizaba sus últimas fuerzas para relatarle al capitán del barco en el que había sido recogido los atroces sucesos que marcaron su aciaga existencia.

Se ha repetido hasta la saciedad la innovación que supuso en el acercamiento de la Hammer al doctor Frankenstein el centrar el foco de atención no en la criatura producto de sus aberrantes experimentos, sino en el doctor mismo. Igualmente, se ha señalado el expresivo uso del color, especialmente la intensidad de los rojos, los cuales pueden representar tanto la violencia como los fuertes instintos que mueven a los personajes. Todo esto es cierto, y viene marcado por ese punto de vista señalado al principio. En esta ocasión, Frankenstein no busca superar la barrera insondable de la muerte como venganza por lo que ésta le ha arrebatado (la muerte de su madre al dar a luz a su hermano pequeño), sino que surge de un impulso interior por romper las barreras de la Naturaleza, entendida ésta tanto en su vertiente biológica como moral.

La acción de La maldición de Frankenstein transcurre casi en su integridad en el interior de la mansión del barón, como si esta fuera una proyección de su alterada mente. Así, podemos acotar dos espacios físicos: uno, la parte de la casa destinada a la vida social, ostentosa en el lujo, dedicada a los encuentros con amigos y admirados intelectuales, toda ella exultante de unos brillantes y cálidos colores; sobre ese espacio civilizado se encuentra el laboratorio donde Victor trabaja, que se asemeja a una cueva, con sus grises paredes de piedra, y cuyo único mobiliario consiste en la intrincada maraña de instrumental científico como probetas, palancas, sueros e, incluso, una bañera llena de ácido en la que poder deshacerse de los restos incómodos.

Lo más inquietante del film no viene dado por los experimentos en sí o la presencia de la monstruosa criatura, sino por la implacable amoralidad de Frankenstein, cegado en su obsesión por alcanzar su meta y que acaba contagiando a todo lo que le rodea. Terence Fisher mueve su cámara con elegancia, haciendo que la parte pública de la vida de su protagonista y las labores privadas de sus experimentos acaben fusionándose a través de pequeños detalles: Víctor limpiándose las manos llenas de sangre en su elegante chaqueta; la estudiada tranquilidad con la que toma una copa de vino para, minutos después, trabajar en la mesa de operaciones con un par de manos cercenadas. Lo hórrido acaba integrándose con naturalidad en el relato, de la misma manera con la cual la criatura convive en el mismo encuadre con su creador, convertida en la representación material (llena de cicatrices, de piel verdosa y porte desgarbado) de la locura de éste.

No es extraño que el supuesto monstruo acabe comportándose como si fuera la mascota de Frankenstein, acatando sus órdenes con el desconcierto y la tristeza de quien ignora el motivo de su existencia. Resulta fácil ver en La maldición de Frankenstein la representación los vicios de una clase opresora que, amparada en el poder y la inmunidad que da la riqueza, se impone a los que se mueven a su alrededor: recordemos la escena en la cual Paul, el tutor y ayudante de Frankenstein, increpa a Elizabeth, la prima de Victor con quien está prometida, que se vaya a casar con un hombre que apenas conoce, sólo porque así se decidió cuando eran niños; o la manera con la que el barón utiliza a su criada, prometiéndole que se casarán sólo para poder acostarse con ella, y echándola en cuanto se queda embarazada.

La maldición de Frankenstein finaliza con Víctor Frankenstein recorriendo junto a los guardias el pasillo que le conduce a su muerte. La cámara encuadra la construcción de la guillotina a la que es dirigido, mientras los créditos transcurren por la pantalla. No sorprende el otorgar el último plano del film a la Dama de la Cuchilla que tanta sangre azul ha hecho correr.