viernes, 9 de marzo de 2012

El exorcista

(The exorcist)
USA, 1973. 132m. C.
D.: William Friedkin P.: William Peter Blatty G.: William Peter Blatty, basado en su novela I.: Ellen Burstyn, Max von Sydow, Jason Miller, Linda Blair
¿Una película ambigua?
Del mal llamado "montaje del director" (1), aprovechando el reestreno en salas cinematográficas de El exorcista en 2000, podemos rescatar únicamente una escena inédita: antes del prólogo situado en el norte de Irak, Friedkin nos sitúa en las calles de Georgetown. La cámara nos muestra la ventana de la habitación de Regan. La luz se apaga y un movimiento de cámara nos desplaza de la fachada de la casa donde se concentrará la acción hacia la calle, por donde pasean escasos viandantes y apenas hay tráfico. Este movimiento de cámara no sólo sirve para presentarnos el escenario donde se desatará el horror, sino que delata una presencia, una mirada externa que parece acechar a la joven protagonista. De esta manera, un escenario cotidiano y de aparente seguridad -un barrio acomodado, una zona tranquila por la cual se puede caminar por la noche sin peligro- queda desvirtuado, transformado, tornando la seguridad por la inquietud, lo familiar por lo extraño, quedando así apuntado la clave del horror según El exorcista.

Con todo, podemos apuntar cierta ambigüedad en ese movimiento de cámara pues, como decíamos, podría leerse en dos sentidos: como medio para situar al espectador en un espacio concreto y como aviso de la existencia de una presencia extraña, inhumana. Si bien esa imagen no aparece en la novela original escrita por William Peter Blatty, sí sirve para acercar a la película al tono ambiguo que preside en todo momento el libro. En este, la posible posesión de la joven Regan McNeil siempre es puesta en entredicho por el sacerdote Damian Karras quien, a lo largo de las páginas, traduce las diferentes manifestaciones sobrenaturales de Regan a través de diferentes explicaciones psicológicas. Aprovechando la multiplicidad de puntos de vista de la obra, Blatty deja en off la escena decisiva en este sentido -aquella en la que Karras se enfrenta físicamente con Regan una vez que el exorcismo ha terminado- sumiendo al lector en un estado de intranquilidad, de incertidumbre.

De entrada, puede resultar harto complicado -y, quizás, incluso osado- localizar alguna nota ambigua en un film que hace de la exposición del horror la carta de presentación de cara a epatar al espectador. Es decir, ante imágenes tan impactantes como la cabeza de Regan haciendo un giro completo de 360º; su cuerpo levitando con los brazos extendidos formando una cruz; las heridas que el agua bendita produce en la pálida piel; en suma, ante la contemplación de tan turbadora exhibición de atrocidades, ¿alguien puede dudar de que Regan McNeil, la hija única de la actriz Chris McNeil, no esté realmente poseída por el demonio?

El diablo, probablemente
Consciente de la desventaja que la explicitud de sus imágenes tiene con respecto al relato literario -y, por tanto, más evocador- de Blatty, Friedkin matiza los hechos narrados a través de la puesta en escena. A pesar de su inequívoca adscripción genérica, El exorcista se nos revela como hija de su tiempo, de ese Nuevo Hollywood que cubrió de una pátina de sordidez y realismo urbano las glamourosas formas del cine clásico. Así, el acercamiento al cine de terror por parte de Friedkin no es muy diferente al empleado en Contra el imperio de la droga. La tenebrista fotografía remarca tanto los escenarios como los personajes que los integran, confiriéndoles las sombras una fisicidad que sirve tanto para subrayar su atmósfera (los interiores siempre inundados en la oscuridad como reflejo del estado anímico de sus ocupantes) como su fragilidad (las ojeras del padre Karras; los moratones del rostro de Chris, reflejo somático de su dolor interior; las arrugas que surcan la cara y las manos del padre Merrin).

De esta forma, se van colocando las piezas de un escalofriante melodrama familiar que progresivamente va siendo vulnerado por la irrupción intermitente de lo sobrenatural (la retahíla de funestos presagios que el padre Merrin se encuentra en su instancia en Irak: el carillón del reloj que se detiene de golpe, el herrero con un ojo ciego, el carromato ocupado por una anciana vestida de negro que está a punto de atropellarle, los perros enzarzados en una ruidosa pelea bajo la sombra de la estatua del demonio Pazuzu; la fantasmagórica faz que se le aparece a Karras en sus sueños; las obscenas profanaciones de imágenes religiosas).

El carácter subliminal con el que aparecen estos signos denotan la existencia de un mal -o del Mal- que convive con nosotros y que podemos detectar tanto en el interior de nuestro hogar -esos extraños ruidos que provienen del desván- o mientras esperamos la llegada del metro -el mendigo que le pide a Karras una limosna-. Puede tomar la forma de un centro psiquiátrico convertido en infernal refugio de almas perdidas o en las terribles pruebas médicas a las que es sometida Regan, no muy diferentes de los espeluznantes rituales para sacarle el demonio del cuerpo.

Es por todo ello que, antes que las pirotécnicas escenas de exorcismo, El exorcista nos sobrecoge por la radiografía de un entorno, de un universo, que reconocemos como propio pero que, a la vez, nos espanta por mostrarnos su cara más desagradable y misteriosa, la cara del Mal, y que, con su mera insinuación, torna nuestros quehaceres cotidianos en una experiencia límite: señalemos al respecto la perturbadora escena en la cual Karras escucha en su habitación los lamentos y aullidos de Regan que ha grabado esa tarde; la habitación se llena de una atmósfera extraña por su anormalidad que aceptamos como natural; será algo tan familiar como es el timbre de un teléfono lo que nos sobresalte.

Legión
Pero la efectividad de El exorcista no surge únicamente de su trabajada atmósfera (destaquemos aquí el intenso uso del sonido) sino que, como indicábamos líneas arriba, ésta incide directamente en unos personajes que arrastran, a través de sus movimientos aletargados y su cabeza agachada, una profunda tristeza que supone la consecuencia de un insoportable sentimiento de pérdida. La estampa otoñal de la ciudad de Georgetown, con sus calles grises alfombradas por las hojas caídas y arrastradas por el viento, no se nos aparece tanto como un decorado ante el cual se mueven los personajes como la proyección de ese desarraigo existencial que les atenaza.

Todos los personajes de El exorcista arrastran un sentimiento de culpa que les impide avanzar, como si fuese un obstáculo que les es imposible sortear, deteniendo su recorrido vital: Chris teme que su carrera cinematográfica se interponga entre ella y su hija, además de intentar infructuosamente que el padre de Regan, de quien está divorciada, llame a su hija el día de su cumpleaños; el padre Karras sufre una crisis de fe, viéndose incapaz de ayudar a los demás cuando no ha sido capaz de ayudar a su propia madre en sus últimas horas de vida; el padre Merrin es consciente de que se le acaba el tiempo, pendiente como tiene un último enfrentamiento con el Enemigo.

En el centro de este grupo encontramos a Regan, que supondrá la respuesta a las incertidumbres que atormentan a los mencionados personajes. A raíz de esto señalemos dos escenas sumamente reveladoras: en la primera, tras ser derribados él y Karras por un pequeño terremoto acaecido en la habitación de Regan durante el exorcismo, el padre Merrin ve a la niña convertida en una criatura que rinde tributo a la imagen del demonio Pazuzu, aullando como lo hacían los perros ante la misma estatua en Irak. En la segunda secuencia, mientras Merrin está en el lavabo, Karras entra solo en la habitación y en la cama, en vez de a Regan, ve a su madre muerta momificada bajo una deslumbrante luz blanca.

Ante la mirada personal de sus observadores, Regan toma la forma de lo que estos quieren ver o, mejor dicho, de lo que necesitan ver, siendo el exorcismo un radical placebo no tanto para Regan como para los que la rodean, siendo éste el camino redentor con el que expiar sus culpas y recuperar su fe: Chris está a punto de perder a su hija, convertida en algo desconocido -la brutal secuencia en que Regan se masturba violentamente con un crucifijo puede entenderse como el monstruoso despertar sexual de una hija a ojos de su madre- para, al final, recuperarla con más amor que nunca; Karras tiene la oportunidad de salvar una vida allí donde no pudo salvar a su madre, además de darle un sentido a sus creencias y a su propia existencia; y Merrin podrá, por fin, descansar en paz tras ajustar cuentas con un Enemigo al que ha perseguido toda su vida. Por tanto, antes que ante un caso de posesión diabólica, en El exorcista podríamos encontrarnos ante un caso de histeria colectiva, siendo las imágenes de Friedkin impactantes metáforas que escenifican las obsesivas fantasías de los protagonistas.

Entre otras diferencias (2), el "montaje del director" tiene un final distinto al del film original. Mientras que en aquel se clausuraba el relato con la inquietante imagen de las escaleras situadas al lado de la casa de los McNeil, en la nueva -y, nos tememos, definitiva- versión se sustituye por un plano de la fachada de la casa, concretamente la ventana tapiada de la habitación de Regan. La forma difiere, pero el significado es el mismo. Ambas imágenes riman con el movimiento de cámara que servía para abrir el film y la incertidumbre, de nuevo, nos subyuga: ¿hemos presenciado un personal caso familiar de locura y horror? ¿o, acaso, ese Mal que repta por nuestras fachadas y desciende por nuestras escaleras se ha cobrado un tributo de sangre para poder seguir perpetuando su existencia? Son estas preguntas y su falta de respuesta las que siguen haciendo que las imágenes de El exorcista, casi cuarenta años después de su realización, nos sigan perturbando mentalmente y removiendo físicamente. En suma, la razón por la cual hoy, igual que ayer e igual que mañana, su visionado nos sigue dando miedo.
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(1) Recordemos que esta nueva versión se realiza con los cambios que William Peter Blatty, productor y guionista además del autor de la novela original, quiso imponer en su día a William Friedkin sin conseguirlo. Por tanto, lo correcto sería denominarla "el montaje del productor".
(2) Anotemos aquí, además de las ya mencionadas en el texto, los cambios más importantes de la nueva versión estrenada en 2000: la famosa escena de la escalera, en la cual Regan desciende convertida en una hórrida araña humana que vomita sangre; la conversación entre el padre Dyer y el teniente Kinderman en el final; un nuevo diálogo entre Karras y Merrin cuando están sentados en las escaleras que dan a la habitación de la niña; más pruebas médicas de Regan y la inclusión de una serie de apariciones de choque del demonio Pazuzu y de la cara fantasmagórica que rompen la tensión in crescendo creada por Friedkin.


3 comentarios:

olahf dijo...

Creo que algunos de los hechos físicos tiran por tierra la hipótesis de la histeria conectiva, si son físicos para todos ya no son solo psicológicos.

Ej: regan le mete al doctor un tortazo descomunal, que le tira al suelo, en otra escena le da otro a su madre y cierra la puerta con una silla a distancia de forma sobrenatural, no solo afectando a la madre por quedar encerrada, sino al resto por no poder entrar, que estaban totalmente ajenos a lo que pasaba en esta habitación, creo que no hay duda de que lo que pasaba allí no era psicológico!

Hay mas ejemplos pero con esos a mi ya me convence.

Lord_Pengallan dijo...

Esta peli hace años y me aburrió soberanamente pero es que esto de los exorcismos me resulta tan ridículo que me impide ver pelis de este tipo. Lo que si me acojonó fueron las pruebas médicas. Qué horribles. Qué dolorosas. Menos mal que la medicina ha progresado.

José M. García dijo...

Hola a todos.

Olahf: la fuerza de Regan es explicada por el propio doctor que recibe el golpe. En cuanto al resto, podríamos jugar con los puntos de vista, pero, por difícil de creer que pueda parecer, en la novela se llegan a mencionar trastornos psicológicos y/o físicos que explicarían que alguien pudiera mover objetos sin tocarlos o, incluso, contorsionar su cuerpo de manera aparentemente imposible.

Aprovecho para indicar que yo no estoy asegurando que Regan no esté poseída, sino que la película -y, sobre todo, la novela- aporta datos que podría llevar a esa conclusión. Está claro que algo le pasa a Regan y que ella cree que está poseída, (de hecho, en la novela Regan lee un libro sobre magia negra, lo cual refuerza la idea de la autosugestión) pero esto no tiene porqué ser necesariamente verdad.

Lord Pengallan: como todo, depende del partido que se le saque. Es cierto que las escenas de exorcismo han resistido un poco mal el paso del tiempo, pero Friedkin logra una atmósfera tan angustiosa que consigue que la película, en su conjunto, funcione. Yo vi por primera vez "El exorcista" con unos 11 ó 12 años y, desde entonces, la he visto muchas veces y en el visionado de ayer me siguió inquietando mucho.

efectivamente, las pruebas médicas son pavorosas y su comparación con el ritual de exorcismo es a todas luces intencionado.

Un saludo a todos.