Suecia, 1966. 80m. BN
D.: Ingmar Bergman P.: Ingmar Bergman G.: Ingmar Bergman I.: Bibi Andersson, Liv Ullman, Margaretha Krook, Gunnar Björnstrand
Pasados cuarenta y seis años desde su realización, las imágenes de Persona siguen provocando en el espectador esa sensación de vértigo de quien se acerca al filo del abismo para mirar directamente a la oscuridad que supone el epicentro de la conciencia humana. La secuencia pre-créditos, con su combinación de elementos simbólicos (un niño durmiendo que, escasos segundos antes, se aparecía ante nuestros ojos con la forma de un cadáver colocado en la estéril mesa de un depósito) y de formas desgarradoramente físicas (los paisajes nevados; los planos detalles de los cuerpos muertos de unos ancianos; el clavo que penetra en la palma de una mano a cada martillazo) nos coloca en un terreno inconcreto, de esquiva ambivalencia, que sirve para presentar el tono general del film, así como delimitar su sentido: el cinematógrafo como principio y fin de todas las cosas; la vida como una representación constante que es puesta en marcha al encender un proyector.
Al principio del film, la enfermera Alma le dice a su paciente, la actriz Elisabeth Vogler, que para ella el arte tiene una importancia tangencial en la vida de las personas. Una afirmación con la que Bergman está de acuerdo, pero en un sentido diferente. Si Alma indica que el arte puede servir de alivio terapéutico para los problemas cotidianos, para el director de La vergüenza el arte en general y el cine en particular no sólo es el medio con el que representar, dar forma, a esos problemas, sino el camino que les da sentido. Elisabeth decide, durante una representación teatral, encerrarse en sí misma, desconectando del ruido que la rodea, negándose a hablar o interactuar con el resto del mundo. Súbitamente se ha dado cuenta de que es una entidad encerrada en un juego de muñecas rusas: su trabajo como actriz no es más que una respuesta dramatizada a la mascarada que interpreta día a día. Como le indica la directora del centro en el que está recluida, el abismo que separa lo que somos y la forma que adquirimos antes los demás se ha hecho, en su caso, insondable.
Tras una breve estancia en el hospital, Alma y Elizabeth se trasladan a la casa que la directora del centro tiene en la pequeña isla de Farö. Un espacio que no sólo sirve como escenario de la acción, sino que supone un reflejo, a la vez que potencia, del carácter escindido que preside todo el film: las plácidas y bucólicas escenas que muestran a las dos mujeres dando largos paseos y recogiendo setas son contrapunteadas por las afiladas rocas golpeadas por la marea o la torrencial lluvia que castiga a la casa. Así, Persona es una película marcada por la dualidad: Alma muestra una personalidad alegre y distendida, incapaz de frenar su locuacidad, mientras Elizabeth la escucha a través de una serie de posturas afectadas y de marcado dramatismo, asemejándola a una estatua. La calidez de la primera se contrapone a la frialdad de la segunda, hasta el punto de que, antes que una persona, Elizabeth se asemeja a un ser, una entidad superior que escucha, pero no contesta ni actúa.
La fotografía en blanco y negro inunda los encuadres de sombras que van rodeando a los protagonistas, encerrándoles. Con su traje negro y su pañuelo de igual color con el que recoge el pelo, el rostro imperturbable de Elizabeth, convertido en una máscara pálida sobre un fondo negro, nos recuerda la inquietante silueta de la Muerte en El séptimo sello. Poco a poco, la atmósfera de Persona pierde sus contornos, su concreción, para diluirse en los vagos márgenes del fantástico: la fantasmagórica aparición de Elizabeth, convertida en un etéreo espíritu errante, en la habitación de Alma. Los apuntes metalingüísticos diseminados a lo largo de relato profundizan en este sentido, quebrando la suspensión de la incredulidad del espectador y convirtiendo el propio celuloide en la materia de la que está construida nuestra realidad: destaquemos el momento en el que Alma despierta del idílico sueño que vivía junto con Elizabeth, en el que la imagen se rompe y el celuloide se quema, de la misma manera que la noción de la realidad de Alma se fragmenta.
Finalmente, Persona toma la forma de una película de vampiros psicológicos (de igual manera que en las posteriores Arrebato, de Iván Zulueta, e Irma Vep, de Olivier Assayas). Cuando, al final, vemos cómo una cámara muestra en su lente la imagen invertida de Elizabeth, nos damos cuenta de que ésta no es sino una criatura fílmica cuya labor de demiurgo tiene como objetivo el corromper la inocencia de su víctima, la protagonista de su película: consigue sonsacar los sórdidos detalles del pasado de Alma, sacándolos a la luz para eliminar la pureza de la que, al principio, hace gala la joven enfermera. La terrorífica imagen de las mitades de las caras de cada una formando un simétricamente imposible nuevo rostro supone la culminación del proceso de absorción de la entidad de Alma por parte de Elizabeth. Los últimos minutos de Persona están marcados por el silencio y los movimientos mecánicos de Alma. Ya no hay más que decir y las acciones carecen de sentido. La cinta se acaba y el proyector se para. Sólo queda la oscuridad y el vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario