USA, 2011. 102m. C.
D.: William Friedkin P.: Nicolas Chartier & Scott Einbinder G.: Tracy Letters, basado en su obra de teatro I.: Matthew McConaughey, Emile Hirsch, Juno Temple, Gina Gershon
Si tuviéramos que hacer una lista con los nombres damnificados por la revolución del llamado Nuevo Hollywood acaecida en los 70, sin lugar a dudas, ésta sería larga. Y lo más sorprendente para aquellos jóvenes cinéfilos no familiarizados con la historia de ese período tan convulso como estimulante dentro de la cinematografía norteamericana es que la mayoría de esos nombres pertenecen a los mismos que dieron lugar a los títulos clave que lo formaron. ¿Cuál es el motivo? Posiblemente, bailar al son de la música del Demonio sin querer venderle tu alma. Es decir, aprovechar las posibilidades presupuestarias de la industria a la vez que querer conservar la independencia artística. Un Hollywood nervioso por haber perdido el tren de la modernidad les abrió las puertas de par en par, y ellos mismos se encargaron de volver a cerrarlas una vez fueron expulsados del paraíso. Hoy, más de cuarenta años después, las consecuencias son variadas: los que decidieron pactar con el Diablo no sólo fueron bien acogidos, sino que, con el tiempo, se harían los dueños del lugar (Spielberg, Lucas). Del resto, los mejor parados han encontrado su lugar ya sea a través de la independencia extrema (Coppola) o la integración servicial (Scorsese) tras su preceptiva travesía por el desierto. El resto, refugiados en la televisión o, directamente, desaparecidos (Cimino, Bogdanovich, Milius)
Y, en este terreno, ¿qué lugar ocupa William Friedkin? Uno incómodo e inestable, como lo fuera el cine que lo convirtió, por tiempo muy limitado, en una estrella. Coqueteos con la industria a través de modas fugaces (el thriller erótico en Jade) e intentos de volver a los orígenes (el policíaco en Vivir y morir en Los Angeles o el cine de terror sobrenatural con La tutora) para, finalmente, encontrar su lugar en los márgenes del cine independiente, a través de modestos trabajos con presupuestos no menos modestos que le permiten dar rienda suelta a su retorcida visión del mundo, siempre alterada por esquinados conflictos morales y turbias introspecciones psicológicas. A pesar de sus tropiezos y de una trayectoria marcada por la irregularidad, el más virulento realizador de su generación siempre ha desarrollado un cine incómodo, ya sea por la frontalidad con la que recrea la violencia como por la ambigüedad, e incluso contrariedad, de sus posturas ideológicas (ahí tenemos, por ejemplo, la despiadada Desbocado, la cual ha originado todo tipo de lecturas, no poco antitéticas entre sí: desde quienes la consideran un alegato a favor de la pena de muerte hasta quienes ven en ella todo lo contrario, una denuncia de la barbarie de la pena capital).
El director de El exorcista parece haber encontrado un buen aliado en el escritor teatral Tracy Letters a la hora de dar rienda suelta a su turbia mirada. Así, sus dos últimos trabajos cinematográficos suponen sendas adaptaciones de dos obras de Letters, quien, además, se ha encargado de escribir los guiones. Killer Joe evidencia menos su origen teatral en comparación con su anterior colaboración (la estimable Bug), quizás por introducir una mayor variedad en los escenarios en los que transcurre la acción, pero se ubica en el mismo universo que aquella: un microcosmos habitados por perdedores de turbulento pasado y aciago futuro, cuyos sórdidos lugares de residencia (allí, un motel; aquí, una caravana) definen la inestabilidad mental y desesperación vital de quienes los habitan.
Killer Joe comienza una noche lluviosa. Estamos en un perdido pueblo de Texas, un lugar en el que asfixiante calor del día es sustituido por la agresividad de la lluvia nocturna. Chris llega a la caravana donde vive su padre y su hermana, junto a la esposa del primero y madrastra de Chris y Dottie. Tras golpear la puerta y las ventanas, buscando que le abran, será Sharla, la madrastra, quien lo haga. Y lo primero que vemos de ella es su vello púbico, pues el camisón que lleva es demasiado corto y apenas le llega a la cintura. A Sharla no parece importarle estar desnuda delante de Chris y cuando aparece su padre, Ansel, tampoco. De hecho, a Ansel parece tenerle sin cuidado los problemas de su hijo, amenazado por un grupo mafioso local por haber perdido un paquete de cocaína.
En esta escena de apertura, Friedkin no sólo nos presenta el decorado donde transcurrirá la mayor parte de la película, sino que nos sitúa en el caldo de cultivo de los oscuros movimientos de los protagonistas. El montaje entrecortado, a base de saltos entre los planos, con el que nos muestra a Chris gritando y aporreando la caravana es el síntoma de la desesperación del joven, clave a la hora de entender sus decisiones posteriores. El interior de la caravana es sucio, exteriorización de la desestabilización de una familia desestructurada. Estamos en el centro de la White Trash icónica del Sur de los Estados Unidos, cuyo analfabetismo les condena a una existencia a base de precarios chanchullos y cuyas relaciones afectivas son siempre hostiles, con el incesto planeando siempre en la atmósfera.
Cuando Crish espera a que le abran, grita el nombre de su hermana, Dottie. Friedkin la muestra durmiendo, con la cámara recorriendo su cuerpo semidesnudo. Dottie será la pieza central en esta trama prototípica del género noir, con sus problemas de drogas, asesinatos perfectos planeados y, siempre, la pegajosa presencia del sexo. Dottie parece ser la única luz de inocencia en ese ambiente degradado, una luz que ciega por igual a Crish (quien llega a soñar que ella se acerca a donde está durmiendo y se desnuda) y y el policía Joe Cooper, conocido como Killer Joe, a quien Chris contrata para que elimine a su madre biológica de cara a cobrar el sustancioso seguro de vida de ésta.
La impactante presencia de Joe, siempre vestido de negro, con su sombrero de vaquero, así como sus movimientos estudiados, le otorga una postura luciferina, subrayada por la entregada actuación de Matthew McConaughey, convirtiéndole en un sosias del igualmente diabólico sheriff que protagoniza la excelente novela 1280 almas, aunque, al contrario que el mítico narrador creado por Jim Thompson, en todo momento Joe demuestra que lo tiene todo bajo control. Hasta que conoce a Dottie. A pesar de que, en un principio, sólo le mueve motivos económicos, pronto evidenciará su fascinación por la joven. De esta manera, Joe se revela como un Ángel Exterminador, dispuesto a hacer desaparecer la podredumbre en la Tierra (la familia de Chris), rescatando lo único puro que queda en ella, antes de que sea contaminado. La mejor escena, en este sentido, es aquella en la que Joe tienta a Cottie, haciendo que se quite su andrajosa ropa delante de él para que se vista con un elegante y sencillo vestido para terminar sodomizándola. Es decir, marcándola.
Es este bilioso discurso subterráneo lo más interesante de un título demasiado pendiente de los giros de guión y que acaba explotando en una espiral de violencia cruda y directa, sumamente dolorosa, pero que, a la vez, le sirve para llevar la película al terreno de la sátira sangrienta. Friedkin se aplica a la hora de dar un estilo nervioso al conjunto, con su montaje fragmentado y sus bruscos movimientos de cámara, pero cuando realmente acierta es cuando profundiza en la retorcida sexualidad de un universo de esquivas connotaciones morales : el momento en el que Joe obliga a una Sharla con la nariz rota y el rostro ensangrentado a hacerle una felación a un muslo de pollo frito evidencia, una vez más, que William Friedkin sigue siendo el maestro de lo aberrante.
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