domingo, 10 de febrero de 2013

71 fragmentos de una cronología del azar


(71 fragmente einer chronologie des zufalls)
Austria/Alemania, 1994. 100m. C.
D.: Michael Haneke P.: Veit Heiduschka G.: Michael Haneke I.: Gabriel Cosmin Urdes, Lukas Miko, Otto Grünmandl, Anne Bennent


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En el centro de gravedad de 71 fragmentos de una cronología del azar pivota una figura de poderoso poder simbólico: una serie de pequeñas piezas geométricas de diferente forma y tamaño que, realizadas con un papel de color blanco, han de unirse para formar una cruz. El diseñador lo utiliza para retar a sus amigos, quienes tienen que formar la figura en menos de un minuto. No es el único juego que encontramos a lo largo del metraje: en otro momento, dos personajes juegan al Mikado, el cual, al igual que el anterior, supone una mezcla de azar (por la manera en la que caen los palillos) y habilidad (nuestra destreza al apartarlos sin mover el resto). Y es, en este sentido, por el cual estos dos ejercicios de ingenio y pericia alcanzan un valor metafórico con respecto a la película.

De hecho, el título se nos presenta como una suerte de manual descriptivo de su contenido: la película está dividida en setenta y una secuencias, separadas cada una por un fundido en negro, a través de las cuales navegamos por la vida de una serie de personas anónima, de diferente raza, estrato social o edad, saltando de una a otra por aparente capricho del destino. Es, por tanto, un puzzle, el cual se nos ofrece desordenado y, a la hora de colocar cada una de las piezas, no importa tanto el dibujo de éstas, como el contorno que nos permite unirlas: en 71 fragmentos de una cronología del azar lo interesante no se encuentra en el contenido de cada secuencia, sino en las elipsis que quedan en el aire entre una y otra y en las cuales encontramos el sentido final del conjunto. Por otra parte, y al igual que ocurre en el Mikado, descubrimos que, de una u otra manera, más o menos sutil, todas acaban tocándose en una suerte de efecto mariposa, como una gigantesca tela de araña en la cual, al hacer temblar uno de los hilos, la vibración llega hasta el otro extremo.

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El comienzo resulta revelador. El film se abre con una información expuesta sobre fondo negro y que bien podría pertenecer a una crónica de sucesos: a finales de diciembre de 1993, un joven estudiante austriaco entró en una sucursal bancaria y, sin motivo aparente, abrió fuego de manera indiscriminada contra el resto de clientes para, a continuación, suicidarse de un disparo en la cabeza. Tras esta información, un noticiario nos relata los diferentes conflictos bélicos que se suceden a lo largo del mundo, en zonas tercermundistas: genocidios, masacres indiscriminadas, pueblos enteros en un exilio forzado en un intento de escapar de una muerte segura; a continuación, tras el preceptivo fundido en negro, vemos como un niño rumano utiliza un camión ques e dirige a Viena para entrar de manera ilegal en Austria. Desde los primeros minutos, Haneke se mueve entre lo individual, lo colectivo y lo particular a la hora de realizar una radiografía lo más amplia posible de la desesperación existencial inherente a las sociedades modernas.

71 fragmentos de una cronología del azar es la tercera película de Michael Haneke y el último segmento de lo que el propio director de Funny Games llamó su trilogía de la glaciación emocional. Tanto éste como los dos títulos que le preceden (El séptimo continente y El vídeo de Benny) demuestran hasta qué punto el cineasta austriaco tiene clara su función como director de cine, el papel que sus películas juegan en el panorama cinematográfico contemporáneo. Haneke es, qué duda cabe, un filósofo. Un intelectual preocupado por localizar y destacar las taras que, poco a poco, y de manera inmisericorde, está pudriendo la civilización occidental. Su trabajo es, por tanto, un cine de denuncia, teórico en ocasiones, que busca mostrar, poner en evidencia dichas taras. Aquí reside el componente más molesto de Haneke, cuando hace gala de una supuesta superioridad moral a través de la cual adoctrina a su público.

De ahí que, lo más interesante de su cine no radica en el mensaje en sí (en ocasiones demasiado obvio, como ocurre aquí o en Caché (Escondido)), sino en el trabajo formalista utilizado para transmitir ese mensaje. Lo que en última estancia da valor al cine de Michael Haneke es que, al contrario que otros directores de denuncia -y no pocos españoles-, el cine no es un simple medio, sino un fin en sí mismo. La desazón que nos produce sus mejores trabajos (El séptimo continente, Funny Games, La pianista o el título que nos ocupa) es el resultado de la intensidad de sus imágenes, a través de la cual anula su supuesto ánimo provocativo o su irritante tendencia al sermoneo. Lo que queda es un vacío sin asideros a los que agarrarnos, la Nada en su sentido más terrorífico, más perturbadora que cualquier fuerza maligna.


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71 fragmentos de una cronología del azar es un ejemplo característico de lo expuesto, pues en su alambicada y medida estructura fragmentada se halla la auténtica fuerza de la narración. Como demostración del cuidado con el que Haneke elabora la puesta en escena de sus films, en 71 fragmentos de una cronología del azar el tono y el ritmo de las secuencias varían según lo que le interese contar o transmitir con cada una de ellas: por un lado, utiliza un montaje compuesto de planos detalles para mostrar los mecánicos y pasivos movimientos de sus protagonistas, inmersos en un día a día repetitivo y gris (suena el despertador y el matrimonio se levanta; él, reza sus oraciones y se viste; ella prepara el desayuno. El trabajo de un guardia de seguridad a la hora de trasladar el dinero del depósito al banco, retratado de manera casi didáctica); por otro, el plano secuencia estático recoge la incapacidad comunicativa de esos seres, suspendidos en un plano congelado que anula sus emociones (el anciano hablando por teléfono con su hija; una pareja comiendo).

Destaquemos, dentro del conjunto de las setenta y una escenas, dos momentos significativos: la célebre secuencia en la que un joven entrena con una máquina de ping-pong. Un plano secuencia de tres minutos de duración que tiene tanto un valor informativo (el chico es jugador profesional) como sensorial (la duración del plano incomoda al espectador, obligando a hurgar el contenido oculto que justifique su prolongación más allá de lo razonable); más desolador resulta la imagen de un matrimonio cenando en la cocina de su hogar: el silencio es roto cuando el marido le declara su amor a su esposa, la cual, lejos de alegrarse, se muestra desconcertada y casi indignada, como si esa muestra sentimental rompiera el frío pero seguro ambiente en el que conviven. La línea que separa el amor de la violencia, la felicidad de la más absoluta amargura, es tan corta como delgada, pudiendo comprimirse en un plano de escasos minutos.

71 fragmentos de una cronología del azar finaliza subrayando su estructura circular con un noticiario televisivo que nos repite los mismo sucesos narrados minutos antes, pero ampliados con nuevos detalles. Una serie de desgracias y catástrofes empaquetadas y servidas con la comodidad propia de una cadena de montaje. Por el camino, Haneke ha disparado tanto a la mala conciencia burguesa (ese matrimonio que decide adoptar a una niña con problemas afectivos, pero que acaban sustituyéndola por el inmigrante ilegal, como si la jerarquía del sufrimiento sirviera para limpiar su sentimiento de culpa) como al valor de la codicia y lo ostentoso como medios de integración (el muchacho rumano roba primero un cómic y después una cámara de fotos, como ventanas a un mundo diferente, más colorista y bonito). Piezas desperdigadas, sin valor propio, que, en un instante concreto, se encuentran formando parte de un dibujo que les refleja su situación: el formar parte de un horror tan familiar y tan asimilado que hemos aprendido a convivir con él, mientras nos desintegra poco a poco, hasta que, un día, toma forma en una acto tan absurdo como, en el fondo, tristemente lógico.


martes, 5 de febrero de 2013

2010. Odisea dos

(2010)
USA, 1984. 116m. C.
D.: Peter Hyams P.: Peter Hyams G.: Peter Hyams, basado en la novela de Arthur C. Clarke I.: Roy Scheider, John Lithgow, Helen Mirren, Bob Balaban


Los 80 son considerados, por no pocos críticos e historiadores cinematográficos, una de las peores, si no la peor, décadas de la historia del cine (y no sólo del norteamericano). Hay razones fundadas para dicha afirmación, se comparta o no. Por un lado, resulta inevitable la comparación con las excelencias de la década anterior, marcada por un cine negro y realista, a ras del asfalto, que fue sustituido por un acercamiento más ligero y lúdico, casi hedonista, en el que el gran espectáculo se imponía a la radiografía del entorno en el que surgía. La fusión del lenguaje cinematográfico con técnicas y/o estilos nacidos o desarrollados en dicha década, como el video-clip o la publicidad, sumado a la adopción de la producción en cadena surgida del desarrollo de las grandes sagas parecía transmitir un mensaje claro: el negocio por encima del arte.

Pero lo expuesto hasta aquí no deja de resultar un acercamiento superficial e injusto (y que podríamos encontrar en cualquier volumen que pretenda resumir la historia del cinematógrafo en un puñado de páginas), porque todo ello no deja de ser parte intrínseca de la personalidad del cine de los 80, la cual puede gustar más o menos, pero que, indiscutiblemente, la tiene. Y uno de los mayores hallazgos de dicha personalidad era la tendencia a mirar hacia atrás, no con ira, sino con ganas de apropiarse de todo. No ha de extrañarnos, pues estamos hablando de los años del triunfo del postmodernismo y del auge de una cultura pop que se fundamenta en una mirada irónica, descreída, pero respetuosa, de su propio pasado.

Sólo entonces podía estrenarse una secuela de un título tan mítico como es 2001. Una odisea del espacio. Cierto, la película de Peter Hyams toma como base la novela escrita por el propio Arthur C. Clarke en 1982 (la cual, por otro lado, posiblemente fuera escrita con la idea de su posible adaptación cinematográfica), pero qué duda cabe que, a la hora de remitirnos a la imaginería de 2001. Una odisea del espacio, no pensamos en el libro de Clarke (el cual, recordemos, nació a la sombra del film), sino en la figura elevada e inabarcable del film de Stanley Kubrick. ¿Y qué puede ofrecernos esta 2010. Odisea dos en su condición de continuación de la película original estrenada dieciséis años antes? Pues el reverso de aquella, esto es, un 2001. Una odisea del espacio convencional. Lo cual, de entrada, no es poco.

Peter Hyams, consciente del insuperable referente al que se enfrenta, no pretende ni emularlo ni realizar una prolongación estética del mismo. 2010. Odisea dos se aleja del acercamiento sensorial de la ciencia-ficción planteado por Kubrick para, utilizando la misma materia argumental, construir un trabajo narrativo. En este sentido, el comienzo sólo puede ser visto como una declaración de principios: sobre una serie de imágenes estáticas del film original, unas letras cruzan la pantalla a modo de informe cuyo objetivo es poner en antecedentes al espectador con un resumen de los hechos ocurridos en 2001. Una odisea del espacio. Si Kubrick iniciaba su película con una mirada simbólica y casi abstracta de la prehistoria, Hyams se muestra más pragmático: el mensaje se impone a las sensaciones.

2010. Odisea dos convierte a 2001. Una odisea del espacio es una obra pop a la que poder reducir a una serie de iconos reconocibles. Así, los créditos iniciales tienen por acompañamiento sonoro el mítico "Also sprach Zarathustra" de Richard Strauss, aunque el resto del metraje se ilustra con una partitura original compuesta por David Shire. Por supuesto, hacen su aparición la nave Discovery, el ordenador HAL-9000 y el famoso monolito. Y uno de los personajes se apellida Kirbuk, en un alarde de ingenio y sutilidad. Pero es el rescate del personaje de Dave Bowman, de nuevo interpretado por Keir Dullea, lo más revelador: a lo largo de su conversación con el doctor Heywood Floyd, Bowman sufre una serie de transformaciones, todas ellas sacadas de la primera parte: enfundado en su traje espacial rojo; envejecido con un traje negro; ya anciano vestido de blanco; e, incluso, en su forma de bebé espacial. La evolución del ser humano adaptada a la filosofía compresora del Reader's Digest.

Finalmente, lo más interesante de esta inevitablemente banal 2010. Odisea dos acaba siendo su condición de puente con la obra original, a través del cual se hacen notorios los cambios producidos en el género de la ciencia-ficción desde el estreno de 2001. Una odisea del espacio. El carácter adulto y profundo del film de Kubrick se vería pronto sustituido por una mirada más lúdica y sentimental. 2010. Odisea dos toma como base argumental un mapa geopolítico al rojo vivo en plena guerra fría, con un grupo de científicos y astronautas americanos y rusos teniendo que compartir un mismo espacio en medio de la galaxia mientras sus respectivos países, a millones de kilómetros, están a punto de entrar en guerra. La entidad alienígena con forma de monolito será el símbolo que mediará en este conflicto, convirtiéndose en una figura a través de la cual el ser humano comprenda lo absurdo de los conflictos entre países, pues, después de todo, todos son hermanos y, por tanto, deben vivir en paz y armonía.

Por el camino, HAL-9000 se redimirá de sus actos, descubriéndose como un ser puro e inocente, pervertido por la vileza del hombre, aficionado a las mentiras en su ansia de poder. Podemos encontrar en 2010. Odisea dos un discurso acerca de las tendencias inevitables del ser humano a la violencia y a los conflictos, pero éste acaba sepultado bajo el peso de un mensaje final cuya ingenuidad no resulta muy lejana de la que cerraba el Metrópolis de Fritz Lang.


domingo, 3 de febrero de 2013

La pianista


(La pianiste)
Austria/Francia/Alemania, 2001. 131m. C.
D.: Michael Haneke P.: Veit Heiduschka G.: Michael Haneke, basado en la novela de Elfriede Jelinek I.: Isabelle Huppert, Annie Giradot, Benoît Magimel, Susanne Lothar




En uno de los momentos de La pianista, la protagonista, Erika, una prestigiosa profesora de piano especializada en Schubert, acude a un recital privado junto a su madre. Tras terminar su participación, y tras recibir los calurosos aplausos de los oyentes, conversa con el joven Walter, miembro de la familia que ha organizado el evento y a su vez un talentoso pianista, a pesar de no ser esta su principal vocación. En medio de la breve charla, Walter comenta que es una lástima que este tipo de reuniones musicales se hayan perdido. En sus palabras se intuye un reproche a una sociedad que ha ido descuidando su alimento espiritual, sustituido por una voracidad material (como indica, no sin cierta petulancia, la anfitriona). Por tanto, esa reunión social con poso artístico adquiere, así, una postura elitista, como salvaguardianes de una altura intelectual y, por qué no, moral, que de manera lenta pero irreversible, se está perdiendo.

No deja de resultar curiosa esta información teniendo en cuenta que en el film nunca salimos de ese aparente reducido universo, como si estuviera encerrado dentro de una campana de cristal aislado del resto del mundo. Como si este ni siquiera existiera. Conservatorios de música, clases privadas de piano, padres que se apoyan en la explotación del talento artístico de sus hijos de cara a mitigar sus defectos personales, conciertos de música clásica y, por supuesto, recitales privados. Éstos son los márgenes que limitan el campo de acción de La pianista y que se corresponde al objeto de estudio de la filmografía de su director, el austriaco Michael Haneke: la disección implacable de esa burguesía de clase alta, aficionada al arte y relacionada, de manera más o menos profesional, con la cultura y cuyo alarde, y ostentación, de intelectualidad no es más que una pantalla de humo con la que esconder sus miserias personales y morales.

Y Erika, que duda cabe, pertenece a ese estrato social como parece querer subrayar en todo momento su presencia y su actitud: vestida con ropas discretas de tonalidades apagadas, cuando no directamente oscuras; enfundando siempre sus manos en sus guantes de cuero cuando sale al exterior, como si quiera evitar entrar el contacto con ese entorno degradado que la rodea (tras chocar con un paseante mientras recorre un centro comercial, Erika no puede evitar pasar su mano continuamente por su hombro, como si quisiera limpiar la mancha que le ha dejado ese inoportuno contacto). La personalidad de la pianista es sumamente fría y distanciada, un témpano de hielo dispuesta a increpar cruelmente a sus alumnos por sus fallos y a recibir los halagos con desdén.

Pero ya desde la primera escena del film, Haneke nos informa de que detrás de esa apariencia rígida y de perfil duramente conservador se esconde una pulsión turbia: es de noche y Erika llega a su casa. Antes de poder entrar en su habitación, su madre sale a recibirla visiblemente molesta y echándole en cara que llegue tan tarde a casa. La escena resulta desconcertante, pues Erika ya es una mujer adulta que tiene casi 50 años, pero seguidamente entra en el terreno de lo perturbador cuando la madre registra el bolso de su hija, descubriendo una blusa que ésta ha comprado. Ambas acaban llegando a las manos, rompiendo la blusa, hecho por el cual Erika tira de los pelos salvajemente a su madre. El final de la escena no hace sino subrayar su atmósfera opresiva al comprobar que Erika y la madre duermen juntas en la misma cama.

En La pianista Michael Haneke retrata las patologías sexuales (y sentimentales) producidas por un entorno represivo, así como la comunión entre una profundidad espiritual mediante el arte y los oscuros pensamientos que pueden acompañarla. Para ello, se apoya en la utilización de piezas clásicas a piano para contrastar con mayor hondura los erráticos comportamientos de su protagonista: destaquemos la utilización del bellísimo "Piano Trio in E flat, D.929, Andante con moto" de Franz Peter Schubert para ilustrar a Erika dirigiéndose a un sex shop, en el cual, ante la sorprendida mirada de sus clientes masculinos, cambia monedas por fichas, espera (im)pacientemente ante una cabina y, en cuanto queda libre entra, eligiendo  un vídeo pornográfico, el cual observa mientras huele un kleenex usado dejado por el cliente anterior.

El director de Funny Games hace gala de su habitual mirada distanciada y de su pulso clínico a la hora de seguir y mostrar estas acciones, utilizando el plano secuencia para medir la graduación de lo inaceptable, de lo horroroso, en un entorno aséptico y controlado. Esa frialdad expositiva le permite anular el componente provocativo de lo mostrado sin renegar de su fuerza trangresora, sumamente incómoda. Y para ello, encuentra un perfecto complemento en la desgarrada interpretación de Isabelle Huppert. Resulta injusto, si no imposible, hablar de esta película sin hacer mención al colosal trabajo de la actriz francesa, capaz de mantener una postura hierática e impenetrable a la vez que transmitir una escalofriante fragilidad. Atento a ello, la puesta en escena de Haneke hace un notable uso del primer plano, con el rostro de su actriz/personaje convertido en una esfinge apartada de un mundo que le atrae y le repele a la vez, deseosa de sumergirse en él, a la vez que le repugna profundamente.

Porque, ¿qué es lo que busca Erika en su descenso en espiral hacia el núcleo del sadomasoquismo? ¿Es un intento de autohumillación, de represión de su volcán interior a través de la dura disciplina del castigo corporal? ¿O es el único medio de lograr sentir algo, a través de un cúmulo de sensaciones límites, convirtiendo el dolor en el reverso del placer sexual? En un momento de su turbulenta relación con Walter le espeta que ella no tiene sentimientos y que si los tuviera, no dejaría que se impusieran a su intelecto. Ahí radica, quizás, la contradicción de tan esquivo personaje: la única manera de superar la repulsión que siente por unos instintos que considera nocivos es a través de la ritualización -esto es, la intelec-tualización- de la humillación. Así, en vez de dejarse arrastrar por sus pasiones, Erika le entrega una carta a Walter donde le describe exhaustivamente el vejatorio trato que él, como maestro, tiene que darle a ella, su esclava. En la que sin duda es la escena más popular de la película, aquella en que Erika se mutila el clítoris con una cuchilla de afeitar, lo terrible no es el acto en sí, sino lo mecánico de su planteamiento (con la cuchilla envuelta en un papel), nudo (la manera de colocar y sostener un pequeño espejo de mano entre las piernas) y desenlace (la colocación de una compresa para detener la hemorragia, la limpieza de la bañera, la manera en la cual la sangre mezclada con el agua se escurre por el sumidero) del mismo.

La pianista, en el atento seguimiento de su protagonista, acaba convirtiéndose en un título tan esquivo como ésta en su afán por radiografiar sus abisales comportamientos filtrados por una mirada geométrica. Finalicemos estas líneas echando mano a dos imágenes antitéticas pero complementarias: Erika avanzando torpemente a través de una pista de hielo y, hacia el final del metraje, tapándose su magullada nariz, mientras la sangre le recorre el brazo y salpica su blusa blanca. Una metáfora del gélido yermo emocional por el que transita la protagonista en contraposición con el fulgente dolor del maltrato físico que componen una rima asonante que delimita el recorrido de Erika hacia la más absoluta desolación existencial.