jueves, 29 de noviembre de 2012

La condena

(Kárhozat)
Hungría, 1988. 120m. BN
D.: Béla Tarr P.: József Marx G.: Lázló Krasznahorkai & Béla Tarr I.: Dábor Balogh, János Balogh, Péter Breznyik Berg, Imre Chmelik

¿Qué es el estilo? Desde un punto de vista cinematográfico, con estilo podríamos referirnos al uso que un cineasta hace de las herramientas que tiene a su disposición para plasmar una idea marcada por su impronta personal. Por tanto, supone una seña de identidad, una marca de fábrica, en términos industriales, que distingue su mirada de la de cualquier otro profesional. Pero existe el caso de determinados autores en el que podríamos decir algo más, y, de hecho, deberíamos. Para éstos, para quienes el cine no sólo es un medio para contar historias, el estilo supone la manera con la cual exponer los conflictos existenciales, morales o filosóficos que forman parte de su ser, a la vez como persona y como creador. Por tanto, en estos casos, el estilo supone la representación de la mirada del cineasta, a la vez que la reconstrucción del mundo que se filtra a través de ella. Béla Tarr es, qué duda cabe, uno de estos autores, y La condena un perfecto ejemplo de su estilo.

Argumentalmente, La condena nos presenta un turbulento triángulo amoroso filtrado a través de unos elementos sacados del cine noir: el protagonista es un pobre perdedor, que ahoga sus penas en alcohol, enamorado/obsesionado de una femme fatale que lleva a los hombres a su perdición y cuyos problemas económicos son consecuencia de las deudas amontonadas por su marido. Tenemos, por tanto, a tres personajes dando vueltas en un círculo vicioso formado por sus propias obsesiones y temores, ansiedades y complejos, y cuyo epicentro es un oscuro desagüe a través del cual se escapa sus vidas. Un elemento genuinamente noir, casi un McGuffin -un sospechoso trabajo para el dueño de un bar, consistente en traerle una misteriosa caja de cuyo contenido nunca tendremos información- parece ser la única luz al final de un túnel largo y oscuro.

Pero el extraordinario plano con el que comienza la película nos informa de que, por encima de su excusa argumental, La condena nos cuenta algo más. La imagen nos muestra un páramo yermo, sin aparente vida, coronado por un teleférico cuyas cabinas están en perpetuo movimiento; lenta, casi imperceptiblemente, la cámara retrocede para mostrarnos al protagonista viendo, embelesado, dicho escenario a través de la ventana de su casa. Aquí, Béla Tarr nos presenta el sello estilístico con el que marcará toda la película: una serie de planos secuencia a través de los cuales la cámara se mueve de manera tan imparable como ceremoniosa, reencuadrando los elementos dentro del encuadre según las conveniencias narrativas de lo que se nos está contando. De esta manera, las imágenes adquieren un tono hiperrealista, como contadas en tiempo real, dando la impresión de que existe un mundo vivo detrás de ellas: en las escenas desarrolladas en el bar en el que se reúnen los protagonistas, las personas que llenan el lugar no parecen simples figurantes, sino seres humanos de carne y hueso, con un pasado y un presente, que se mueven por propia convicción.

Un tono realista matizado por el incesante movimiento de la cámara, que desvirtúa el espacio, seleccionando aquello que le interesa destacar, a la vez que condena a los protagonistas a una existencia petrificada, a modo de amargos tablaux vivantes, atados a una liturgia cinematográfica férrea, sin concesiones. Destaquemos la primera visita al club Titanik: un serpenteante travelling se mueve entre los clientes del lugar, paralizados como si fueran figuras de cera hundidas en un océano de oscuridad, hipnotizados, como nosotros los espectadores, por un punto central en forma de una cantante que, de manera lánguida, casi desmayada, desgrana la letra de una canción que canaliza la tristeza de sus oyentes. De esta manera, la puesta en escena de La condena no sólo construye un mundo, sino que pone en imágenes un sentimiento, una postura existencial que "provocan en el espectador más atento sentimientos encontrados como la ira, el aburrimiento, la curiosidad, la sorpresa. Sentimientos que nos hacen tomar conciencia de nuestro ser en el mundo gracias a una experiencia artística radical, extrema, y en ocasiones no muy placentera en el sentido vulgar del término" (1)

Una atmósfera desesperanzadora que se extiende al entorno en el que se mueven los personajes, contaminándolo. Ya comentábamos líneas arriba el desolador paisaje que se dibuja a lo largo de las vistas del protagonista desde su casa, anunciando un entorno post-apocalíptico -las sentencias bíblicas de la mujer que se encarga del guardarropa del Titanik- que se confirma a lo largo del metraje. Un entorno marcado por las ruinas, castigado por una implacable lluvia (¿ácida?), por calles conquistadas por una espesa niebla y con las enormes chimeneas que se dibujan en el horizonte, símbolo de una sociedad industrial en la que el factor humano ha sido eliminado para ser sustituido por el imperio de las bestias (nunca vemos gente en las calles excepto a los principales integrantes de la historia, sustituida por jaurías de perros y aullidos constantes). La escena en la que los amantes hacen el amor de manera desapasionada, como dos seres artificiales que imitan mecánicamente unos movimientos almacenados en su memoria a la búsqueda de un sentimiento lejano, demuestra hasta qué punto en el universo de La condena no hay espacio para el calor humano.

No ha de extrañarnos, a raíz de lo expuesto, que las escenas más escalofriantes no se den en esos decorados muertos, sino en un espacio más luminoso, demostrando que la angustia metafísica puede propagarse al exterior, pero tiene su núcleo en el interior. La parte final se desarrolla en el mismo bar al que aludíamos antes (¿quizás el único que queda en pie?): se está celebrando una fiesta y los habitantes del lugar bailan alegremente. Sobre ese panorama festivo, se recorta la angustia de los protagonistas, completamente perdidos en sus propios laberintos anímicos y cuya única salida viene marcada por el desprendimiento de todo aquello que les hacen humanos, a estas alturas, ya irremediablemente corrompido. La diferencia entre el estatismo de éstos y la movilidad del resto nos hace pensar que, quizás, esos movimientos son un intento desesperado por huir de ese virus destructor y que amenaza con cobrarse más vidas -ahí están esos integrantes que bailan solos de manera exasperada-. Ante esto, la única duda que queda en el espectador es: ¿quienes serán los siguientes?
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(1) Antonio José Navarro, "El 'film noir' según Béla Tarr", Dirigido por nº 389. Mayo 2009, pag. 85.


martes, 27 de noviembre de 2012

Sanguinario


(Halloween II)
USA, 1981. 92m. C.
D.: Rick Rosenthal P.: John Carpenter & Debra Hill G.: John Carpenter & Debra Hill I.: Jamie Lee Curtis, Donald Pleasence, Charles Cyphers, Jeffrey Kramer

Haciendo gala de una concisión heredada de las habilidades de su productor y guionista, la primera secuela de La noche de Halloween (cuyo parentesco nos fue extrañamente ocultado por los distribuidores españoles en su estreno en nuestro país) consigue en sus primeros cinco minutos tanto presentar una justificación narrativa para su propia existencia como banalizar el espíritu de su predecesora. Aprovechando el final abierto con el que John Carpenter concluía la primera aparición cinematográfica de Michael Myers, Sanguinario retoma la acción donde se dejara, mostrándonos el plano que sigue a aquel con el que se cerraba la primera parte. Así, Rosenthal comienza el film retomando el final del anterior, volviéndonos a mostrar al doctor Loomis salvando in extremis a Laurie de las manos de Michael Myers y descargando su revolver sobre el cuerpo de éste, haciendo que caiga por el balcón de la casa.

Pero ya aquí encontramos una diferencia que marcará el tono de la película. Entre esta reutilización de planos de archivo, Rosenthal introduce uno nuevo, mostrándonos la caída de Myers desde otro punto de vista: la cámara ya no está dentro de la casa sino en el exterior, concretamente desde la calle de enfrente, dando lugar a una perspectiva distanciada, alejada de los hechos. Efectivamente, los sucesos de Sanguinario transcurren la misma noche que La noche de Halloween y el equipo del film cuidan que la estética y la formulación visual de este hereden la de Carpenter. Para ello echan mano de elementos tanto técnicos -el formato panorámico, la fotografía de Dean Cundey, los temas de la banda sonora compuesta por el propio Carpenter- como argumentales -la utilización de varios de los personajes del primer film, interpretados por los mismos actores-, buscando el lograr convencer al público de que están viendo la segunda parte de una misma película.

Pero, como indicábamos al comienzo de este texto, es suficiente con observar atentamente los primeros planos "nuevos" para darnos cuenta de que no es así. Tras ver que el cuerpo de Myers ha desaparecido, Loomis sale de la casa y se acerca al lugar donde debería estar el cadáver de su némesis. Lo que encuentra, en su lugar, es la silueta marcada en la hierba y un rastro de sangre. Recordemos que John Carpenter no terminó La noche de Halloween con esa misteriosa desaparición, sino que, a continuación, nos presentaba un montaje de los espacios donde había transcurrido la acción, ahora vacíos, pero acompañados con la respiración de Myers. La fría determinación de la que hacía gala y su aparente inmortalidad adquirían carta de naturaleza con ese escalofriante epílogo: no habíamos asistido a la cruenta historia de un asesino enmascarado que se dedicaba a matar adolescentes en celo, sino a la llegada a un pequeño y pacífico pueblo norteamericano del Mal absoluto -sin motivaciones ni razonamiento- dispuesto a contaminar el lugar. De ahí que, a pesar de ser golpeado, apuñalado y disparado, nunca veíamos sangrar a La Silueta, pues su forma humano no era más que un envoltorio.

En Sanguinario el Mal se hace carne, como indica los títulos de crédito: al lado de los nombres aparece una calabaza de Halloween encendida que se acerca poco a poco a la cámara hasta abrirse y mostrar en su interior una calavera. Detrás de la máscara sólo hay un ser humano: un asesino sanguinario. Esta corporeidad afecta a toda la película: los travellings de la primera mitad del film carecen de la ingravidez de los diseñados por Carpenter. Sin de la abstracción de La noche de HaloweenSanguinario se convierte en un festival de la carne, moviéndose entre el Eros -la enfermera que se acuesta con su compañero de trabajo y enseña los pechos- y el Thanatos -los crímenes cometidos por Myers son más gráficos y sangriento-. El culmen de este proceso supondrá la búsqueda de una identidad de Myers, convirtiéndole en algo así como una reencarnación del espíritu celta de los muertos Samhain (1), a la vez que una justificación para la fijación de éste por la joven y herida Laurie Strode. 

Transformado en una máquina de matar andante -aquí Myers empieza a experimentar con los asesinatos creativos: el doctor con la aguja clavada en el ojo o la enfermera jefe a la que realiza una radical transfusión de sangre hasta quedar desangrada- Michael Myers está más cerca de Jason Voorhees que de cualquier espíritu existencial. A raíz de esto, desaparecida la amenaza apocalíptica de corte metafísico, el doctor Loomis queda reducido a un personaje obsesionado, que no para de soltar frases grandilocuentes y amenazadoras, y deseoso de sacar su pistola cada poco.

Con todo, seamos justos, y destaquemos la única buena idea aportada por esta desafortunada Sanguinario: la tela de araña que la amenaza de Myers tiende sobre todos los habitantes de Haddonfield, una vez descubiertos los cuerpos, cayendo presa de una histeria colectiva: la escena en la que una joven que está sola en casa recibe una llamada de su amiga, contándole lo que ha ocurrido en su misma calle, parece la recreación de una leyenda urbana; un grupo exaltado de ciudadanos tirando piedras a la abandonada casa de los Myers; el joven que porta una máscara parecida a la del asesino y que resulta atropellado; o ese brillante momento en el que la cámara se mueve entre anónimos ciudadanos conectados por un mismo sentimiento: el miedo. Myers parece haber triunfado instalando el temor en el corazón de los habitantes de su antiguo pueblo. Lástima que Rick Rosenthal no desarrolle esta idea -el pánico como virus existencial, como triunfo del Mal- y prefiera hacer saltar un gato dentro del encuadre acompañado de una enfática banda sonora.
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(1) Durante el 31 de octubre los antiguos pueblos celtas celebraban una fiesta conmemorando el final de la cosecha denominada con la palabra gaélica Samhain que significa "final del verano". Esta festividad representaba el momento del año en el que los celtas almacenaban provisiones para el invierno y sacrificaban animales. Bajo la creencia que esa noche era la elegida por los espíritus para volver a nuestro mundo, encendían grandes hogueras para ahuyentar a los espíritus malignos. Con el paso del tiempo, esta fiesta serviría de base para la noche de Halloween, recogiendo la tradición de dejar comida para los muertos y encender velas para que encuentren su camino hacia la luz, hoy adaptado a los niños disfrazados de muertos y criaturas de la noche pidiendo caramelos.